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Críticas 16
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
14 de diciembre de 2015
27 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
La vida en pareja es siempre una montaña rusa de momentos buenos y malos que hay que saber superar. Pero, ¿cómo lidiar con la idea de que tu vida no ha sido más que una pantomima? Esta la gran pregunta que plantea esta película sobre un matrimonio sin hijos que inicia ya el camino de la vejez. Una nueva etapa vital que se rige más por mantener vivos los recuerdos del pasado, que por avanzar a través de nuevas experiencias y elecciones vitales. Pero, el problema surge cuando dichos recuerdos pueden hacer tambalear toda una vida. Una simple carta sobre una antigua novia muerta es el detonante para preguntarse si los 45 años del título han sido realmente una farsa. He ahí que lo que iba a ser una fiesta de celebración acabe por convertirse casi en una penitencia. Sólo seis días son necesarios para mostrar esta transformación a través de sus dos personajes principales, unos fantásticos Tom Courteney y sobre todo Charlotte Rampling. No en vano, estamos hablando de una de las actuaciones más sólidas de la actriz británica, avalada ya por importantes premios, y para nada descartable para llevarse el Oscar en la próxima edición.

Una cinta tan madura en su factura como sus personajes protagonistas, toda una sorpresa teniendo en cuenta la juventud de su director Andrew Haigh. Sin duda, estamos hablamos de un auténtico valor en alza que ya había dado muestras de originalidad en su anterior trabajo “Weekend”. En este su tercer largometraje se confirma como un autor que sabe explorar los sentimientos y anhelos de sus personajes, especialmente en aquellos que atañen a las relaciones de pareja. A esto, debemos sumar una mirada particular fundamentada en su cámara distante, pero siempre atenta a los mínimos detalles que son los que realmente enriquecen el conjunto final.

Un film que se suma a la nómina de propuestas en torno a matrimonios en su última etapa vital, a estas alturas casi un subgénero con identidad propia. Piénsese en obras maestras de los últimos años como “Saraband” o “Amour”, dos títulos cuyas influencias son casi inevitables. Si a estos referentes fundamentales le sumamos el saber hacer de su autor, el resultado es una de las películas imprescindibles del año. Una muestra en la que todos sus elementos, desde el ritmo pausado hasta las controladas situaciones, sirven para edificar un relato totalmente cohesionado y consistente. En definitiva, una cinta que cuenta más por lo que calla que por lo que habla, una capacidad no siempre al alcance de todos en el mundo del cine.
28 de diciembre de 2011
26 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Adaptar a John Le Carré es siempre una tarea ardua y dificil dada su complejidad narrativa. En efecto, un gran escollo que la película debía superar. Y aunque no podamos calificarla de perfecta, la versión está a la altura de las circunstancias. Más aún teniendo en cuenta la existencia previa de la serie de la BBC, todo un alarde de flema y mesura británica que contaba en su papel protagonista con un excelente Alec Guinnes. Vemos, pues, que la propuesta era arriesgada, pero respetable visto el resultado final.

La versión de Tomas Alfredson se mueve en una línea más sofisticada, pero capta a la perfección ese ambiente frío y distante que envuelve tanto a la historia, como a cada uno de los personajes. Pero Alfredson ya había dado muestras de su talento y frialdad en “Let the Right One In” (2008), una obra maestra de temática vampírica que asombró a propios y extraños. Aunque inferior con respecto a aquella, su cinta sobre el espionaje sabe conferir la atmósfera precisa, con un pulso narrativo que la sitúa en un nivel digno de destaque dentro de este subgénero.

Es innecesario traer aquí a colación los excesos de James Bond, compañero del SIS, pero existen otras producciones cuyos espías hacen de todo menos pasar desapercibidos. Ahí estarían los ejemplos de los hermanos Tony y Ridley Scott, firmantes respectivamente de “Spy Game”(2001) y “Body of Lies” (2008), ejemplos típicos del “mainstream” americano para el género. El toque europeo es siempre de agradecer, no en vano la última gran obra maestra en este campo era la alemana “The Life of Others” (2006), un sobresaliente ejercicio del suspense que ganaba tanto por su suspense como por la humanidad de sus personajes.

En el plano técnico, “Tinker, Tailor, Soldier, Spy” demuestra un gran estudio en su puesta en escena. No tanto por la elección de sus localizaciones, sino más bien por su pericia tras la cámara, ya que la planificación y los movimientos de cámara son cruciales para dar el carácter que busca la película, además de breves y justos “flashbacks” que van completando el puzzle. En todo momento, la cámara busca guardar las distancias con su protagonista George Smiley (Gary Oldman) y sus cuatro antagonistas entre los que se halla el topo. Logra así evitar que el espectador empatice con alguno de ellos, manteniendo la tensión hasta el final sobre quien será el hombre en cuestión. Además, lo envuelve con abundantes planos generales y lentos movimientos de cámara que amplifican la sensación de suspense. Con todo, la película no sería nada sin el excelente buen hacer de sus actores, un reparto de lujo que se muestra perfecto en todo su conjunto.

Puede que la película no acabe de llegar totalmente al público, posiblemente por su extrema frialdad y lo contenido de sus actuaciones. Desde luego, no es una obra maestra, pero sí se nota oficio y respeto hacia la creación cinematográfica, resultando una buena película a tener en cuenta. En definitiva, una película más que recomendable.
2 de noviembre de 2013
25 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Muy pocas veces se tiene la oportunidad de salir del cine con la sensación de ver un clásico moderno, una película que desde ya tiene asegurada su posición de privilegio en la historia del séptimo arte. Sin duda, un sentimiento impagable para cualquier amante del cine. Y una vez más, el mérito recae en la última Palma de Oro del Festival de Cannes, confirmando nuevamente que la fama del festival francés, fundamentado en una excelente promoción mediática, puede extrapolarse también a su depurada programación oficial. He ahí “La vida de Adèle”, un profundo viaje sobre el amor que vuelve a situar al cine francés en la cúspide del panorama internacional.

La premisa de partida no podría ser más simple: Adèle (Adèle Exarchopoulos), una adolescente con todas las inseguridades propias de su edad, acaba descubriendo el amor verdadero con Emma (Léa Seydoux), una lesbiana con el pelo azul. Si nos quedamos aquí, el planteamiento sería de lo más superficial e incluso falto de verdad. En todo momento, la película va siempre más allá, ya que los afectos afloran a lo largo de sus escenas, incluso cuando el amor se manifiesta a través del sexo explícito (la primera escena íntima es simplemente antológica). Un tema difícil si tenemos en cuenta que se concentra en el despertar sexual de la adolescente protagonista, una edad en la que la vida es de una intensidad inigualable, marcada igualmente por la inexperiencia y la curiosidad.

Por otra parte, decir que la película es un retrato del amor homosexual tampoco sería acertado, ya que su intención es mostrarnos el amor sin más, exento de connotaciones extra. A nadie sorprende hoy día la homosexualidad en el cine, pero “La vida de Adèle” cuenta entre sus logros traspasar dichos límites que, excepto ciertas salvedades (bares homosexuales, desfile del orgullo gay, prejuicios sociales…) trascienden la simple apología, habitual en estas producciones. En ese sentido, la película es un producto incuestionable de su tiempo, una época donde cualquier relación puede ser igualmente natural con independencia de sus características sexuales.

En cuanto a la caracterización de sus dos personajes principales, éste es uno de los puntos esenciales de la película. No en vano, la Palma de Oro reconocía conjuntamente la labor del director y sus dos actrices principales. Con todo, es innegable el enorme trabajo de la actriz que da nombre al film, hasta el punto de que ella es realmente la película. Una actriz que cautiva con su presencia en pantalla de apariencia dulce. Pero también es necesario precisar que toda la perfección alcanzada es fruto de las exigencias de su director, el franco-tunecino Abdellatif Kechiche, a menudo tildado de déspota por su exagerada minuciosidad en el rodaje. Sea como fuere, la evolución del retrato de Adèle es encomiable, pasando de ser una adolescente con todos sus tics intrínsecos a convertirse en una mujer en sus primeros años de la edad adulta. Por su parte, el personaje de Emma podría asociarse a la simbología colorista de la cinta, principalmente al azul de su pelo, símbolo de la seguridad, la inteligencia y el reposo. Pero igualmente azul es la relación entre ambas chicas, ya que el color también se asocia con las emociones profundas y el mundo de lo onírico, cualidades ambas muy presentes en su relación sentimental.

Casi de forma inevitable, tampoco falta el tópico, una herencia directa del original literario. Así pues, las protagonistas se vinculan directamente al mundo del arte, principalmente a la pintura, como si la sensibilidad y la homosexualidad fuesen dos premisas inseparables de lo artístico. Pero la película consigue apoderarse del estereotipo para ir más allá, para plasmar su declaración de intenciones. En ese sentido, el director pretende incorporar su creación al dilatado canon artístico de la representación del cuerpo femenino desnudo, tan repetido en la historia del arte. Una película que aspira a ser arte, tanto por su ideología, expresada en sus continuas y veladas referencias literarias y pictóricas; como por su artesanía que busca la perfección en cada plano. Llegados a este punto, sólo cabría hacerse la casi pertinente pregunta: ¿qué es arte? Ante esta irresoluble incógnita, osamos subjetivamente a definirla como aquello que nos llega a través de la percepción para surtir en nosotros una emoción. Si nos acogemos a lo dicho, “La vida de Adèle” es arte en estado puro, una suerte de emociones continuas que brotan a lo largo de su metraje, ya sea a través del amor o del dolor.

Todo lo dicho adquiere su sentido final en el otro punto crucial de la película que es su apartado técnico. Sin duda, su punto más arriesgado a través de continuos primeros planos que sitúan al espectador como un voyeur que invade la vida y la intimidad de la protagonista. Una planificación audaz que nos recuerda irremediablemente a “Faces” (1968) de John Cassavetes, y que encuentra aquí su más digna sucesora en lo formal. Todo ello aderezado por un estilo típicamente francés que se mueve a medio camino entre patrones típicos de la “nouvelle vague” (ciertos cortes de escena son netamente godardianos), hasta el más realista estilo autoral de los últimos cineastas galos.

Ni que decir tiene que su proyección sólo puede disfrutarse como merece en una sala de cine, imprescindible para admirar todo su esplendor, su técnica e intensidad emocional. Tal es así que acaba superando con creces al original de la novela gráfica, mucho más sucinta en su planteamiento. No en vano, su historia apenas se desarrolla en la primera parte del díptico fílmico, para luego dar paso a una segunda parte totalmente nueva y libre cuya progresión final es simplemente excelente, tan real como la vida misma. Un saber hacer y una honestidad pocas veces vista en el cine actual que son dos valores que resumen toda su fuerza expresiva. En definitiva, cine con mayúsculas.
25 de noviembre de 2011
22 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin duda, estamos ante una película atípica, con ciertas dosis de anacronismo, a un tiempo que se articula como un intenso homenaje al incipiente cine sonoro de finales de los años 20 y principios de los años 30. No es de extrañar que usemos el calificativo atípico dado que estamos ante un caso de cine silente, algo poco característico de los tiempos que corren, consiguiendo igualmente gozar del apoyo del público, en su mayoría absorto ante las imágenes que está contemplando y que logra olvidar de forma mágica la úlcera que este tipo de películas le produciría a priori. Digamos también que no deja de ser también un poco paradójica la propuesta: una película muda sobre los inicios del sonoro.

Es incuestionable que el éxito de la película reside principalmente en el soberbio trabajo de dirección por parte del francés Michel Hazanavicius, conocido hasta el momento por sus filmes sobre el agente francés OSS 117, mediocres realizaciones a medio camino entre un 007 y un Austin Powers a la francesa. Es en esta película que nos ocupa donde logra un perfecto equilibrio cuya segunda baza principal recae en el buen hacer de su equipo de actores.

Como no podía ser de otra forma, las propuestas cinéfilas existentes en la película son muchas y variadas. De entrada, el propio protagonista tiene un claro referente real que no es otro que Douglas Fairbanks (aparece una escena de “The Mark of Zorro” simulando una película del protagonista), además de contar con una trama próxima a "A Star is Born" entrecruzada con "Singing in the Rain" (1952). Puesto que estamos ante un magnífico ejemplo de metacine, el recuerdo de "Sunset Boulevard" (1950) es inevitable en aquellas escenas de plató que se asemejan a los rodajes de Cecil B. DeMille en el título clásico. Además, la propia presencia canina de la película también rememora la saga de "The Thin Man", junto con algunos planos que son una reconstrucción del gran clásico de Orson Welles "Citizen Kane" (1941). Tampoco faltan homenajes al nacimiento del cine musical mostrado como si de "42nd Street" (1933) o alguna de las coincidencias del tándem Astaire-Rogers se tratara. La banda sonora tampoco escatima en referencias, ahí estaría la cita del tema de amor completo de "Vertigo" (1958), presente en la escena de clímax de la película creada mediante un montaje paralelo al estilo del slapstick americano, muy en la línea Harold Lloyd o Buster Keaton.

Tras todo lo dicho, es innegable que la película sólo puede ser fruto de un innegable cinéfilo (esperemos que no llegue al extremo cinéfago de un Quentin Tarantino). A todo ello se sumaría la impecable factura técnica que rodea a toda la película en cada uno de sus planos, cuidando al milímetro todos los aspectos que nos hacen replantearnos si la película es del 2011 o de la propia época de la Gran Depresión. Con casos como estos, la añoranza a tiempos pasados como tiempos mejores perdidos puede convertirse en una gran realidad. Definitivamente, "The Artist" es una joya.
20 de julio de 2013
19 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ya no queda duda que cuando Richard Linklater viaja a Europa consigue sacar lo mejor de sí mismo como autor. Y “Antes del anochecer”, tercera parte de su trilogía romántica, no es la excepción, ya que sus icónicos personajes vuelven a concedernos un nuevo “tour de force” interpretativo. Una trilogía fundamentada en los diálogos de su pareja protagonista, una plática que vemos evolucionar como la vida misma desde su más redonda primera parte hasta esta menos tontorrona conclusión, sin duda el más incisivo de todos sus viajes.

Este anochecer de Linklater vuelve a ratificarlo como uno de los cineastas norteamericanos más polifacéticos al atreverse con propuestas tan contradictorias en su filmografía que van desde el drama hasta la comedia más ligera, pasando por ámbitos tan atípicos como la animación y el documental. Pero la película también demuestra otra capacidad innegable del director que es su cinefilia, ya que existen referencias a su compatriota y también europeizado Woody Allen, a Eric Rohmer y al mismísimo Ingmar Bergman. De hecho, el tercer acto de la película bien podría formar parte de “Secretos de un matrimonio”, situándose a la altura de los mejores momentos del genio sueco. En definitiva, un americano también puede volverse profundo, pero para ello necesita volver a sus orígenes, al Viejo Continente tanto para sus referentes como para sus escenarios.

Y hablando de orígenes, la parada en este caso nos lleva a la misma Grecia, la cuna de nuestra civilización. Y es ahora cuando podemos afirmar que la elección de las localizaciones de cada episodio no es para nada intrascendente ni caprichosa. Y en este caso, la película se reconduce hacia la tragedia, uno de los mayores logros literarios de esta cultura, y así aparece comentado en la propia película. Carente de los míticos coros (sólo Woody Allen se atrevió en tiempos modernos a introducir esta figura anacrónica en su alocada “Poderosa Afrodita”), la última parte de la película muestra su lado más trágico hasta el punto de que podemos ver en ella una de las partes más importantes en la estructura de la tragedia: el “estásimo”. La referencia no es gratuita dada la enorme carga de “pathos” presente en la escena, ese momento en el que el autor busca influir en el juicio del espectador. Y así lo consigue Linklater hasta el punto de lograr la empatía total en el público, tan dividido como sus protagonistas a causa de la continua guerra de sexos. Así pues, partimos del tópico, pero en boca de estos personajes inolvidables logra un nivel de magia pocas veces igualada en el cine actual.

En definitiva, “Antes del anochecer” nos brinda alguno de los mejores momentos de la trilogía, lo cual no es poco, y nos obliga también a pedir nuevos instantes junto a Jesse y Céline. En que punto se encontrará su relación en los próximos años es la ya habitual incógnita que nos ofrecen sus finales abiertos. Como siempre, todo girará en torno a las dos posibilidades que ya se esgrimían en los capítulos previos, el romanticismo o el cinismo como los dos polos opuestos que determinarán si siguen juntos o no. Sea como fuere, el ciclo gana en fuerza así como se van sumando nuevos episodios, y esperemos que sigan aportándose nuevas muestras de genialidad hasta llegar a lo que podría ser una crepuscular y equivalente “Sarabande”. Nos vemos dentro de otros nueve años (y ahora ya cincuentones).
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