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Críticas ordenadas por utilidad
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10
17 de septiembre de 2010
17 de septiembre de 2010
19 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
A raíz de haber visto ya (dos veces) "Shutter Island", me ha dado por revisionar parte de la filmografía de Scorsese. Una de las elegidas ha sido "La Edad de la Inocencia", la sensible adaptación de la novela de Edith Wharton considerada por muchos "poco scorsesiana": quizá porque la gente asocia habitualmente al gran Martin con temas como el crimen o la mafia.
Sin embargo, esta película magníficamente intepretada por Daniel Day Lewis, Michelle Pfeiffer - qué si hubiese justicia en Hollywood hubiese debido llevarse el Oscar ese año... y no estuvo ni nominada -, Winona Ryder y un reparto secundario de campanillas, me parece sumamente scorsesiana. No solo por su realización (esas potentes escenas operísticas...), sino también por su temática: a Scorsese siempre le ha gustado analizar y diseccionar los códigos internos de conducta que rigen a los subgrupos humanos;, y si alguna vez hubo un grupo en el que esos códigos alcanzaban una rigidez y relevancia singular fue precisamente la alta sociedad neoyorquina de finales del siglo XIX y principios del XX.
A través del personaje de Newland Archer, un cachorro de esa sociedad que descubre, con la llegada de la Condesa Olenska, que existe un mundo amplio y tentador más allá de una vida perfectamente planificada y encorsetada, Scorsese disecciona sin piedad esa sociedad restrictiva y un tanto hipócrita que no tolera la disensión en sus filas, y que cuenta con medios para devolver a la oveja descarriada a su redil; y lo hace con escenas de enorme plasticidad, en la que incluso la presentación de las comidas en torno a la mesa sirve como metáfora de la belleza y rigidez de esa grupo humano que intenta vivir al margen de los cambios sociales.
Es también "La Edad de la Inocencia" una película profundamente triste, hecha de renuncias, de amores imposibles y oportunidades perdidas para siempre que dejan una irresistible sensación de melancólica belleza. La extraordinaria banda sonora de Elmer Bernstein se ajusta como un guante a la narración, así como la estupenda selección de temas clásicos como la "Marcha Radeztsky".
En resumen, que vista de nuevo hoy, "La Edad de la Inocencia" me sigue pareciendo un film bello, emocionante y moderno, en el que la historia real transcurre bajo la piel de los personajes y al que creo que Edith Wharton hubiese dado su aprobación.
Sin embargo, esta película magníficamente intepretada por Daniel Day Lewis, Michelle Pfeiffer - qué si hubiese justicia en Hollywood hubiese debido llevarse el Oscar ese año... y no estuvo ni nominada -, Winona Ryder y un reparto secundario de campanillas, me parece sumamente scorsesiana. No solo por su realización (esas potentes escenas operísticas...), sino también por su temática: a Scorsese siempre le ha gustado analizar y diseccionar los códigos internos de conducta que rigen a los subgrupos humanos;, y si alguna vez hubo un grupo en el que esos códigos alcanzaban una rigidez y relevancia singular fue precisamente la alta sociedad neoyorquina de finales del siglo XIX y principios del XX.
A través del personaje de Newland Archer, un cachorro de esa sociedad que descubre, con la llegada de la Condesa Olenska, que existe un mundo amplio y tentador más allá de una vida perfectamente planificada y encorsetada, Scorsese disecciona sin piedad esa sociedad restrictiva y un tanto hipócrita que no tolera la disensión en sus filas, y que cuenta con medios para devolver a la oveja descarriada a su redil; y lo hace con escenas de enorme plasticidad, en la que incluso la presentación de las comidas en torno a la mesa sirve como metáfora de la belleza y rigidez de esa grupo humano que intenta vivir al margen de los cambios sociales.
Es también "La Edad de la Inocencia" una película profundamente triste, hecha de renuncias, de amores imposibles y oportunidades perdidas para siempre que dejan una irresistible sensación de melancólica belleza. La extraordinaria banda sonora de Elmer Bernstein se ajusta como un guante a la narración, así como la estupenda selección de temas clásicos como la "Marcha Radeztsky".
En resumen, que vista de nuevo hoy, "La Edad de la Inocencia" me sigue pareciendo un film bello, emocionante y moderno, en el que la historia real transcurre bajo la piel de los personajes y al que creo que Edith Wharton hubiese dado su aprobación.

6.8
13,957
8
2 de septiembre de 2010
2 de septiembre de 2010
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pendiente de leer la novela de Christopher Isherwood en la que se basa este film, la ópera prima del diseñador norteamericano Tom Ford me parece una obra muy estimable. Por un lado, mantiene la fidelidad al espíritu del novelista, hombre profundamente romántico y dado a la exaltación-idealización del amor tan propia de homosexuales intelectuales y sensibles cuando se ven obligados a existir en una sociedad - la Norteamérica de los 60 -, en la que la relación amorosa homosexual debía camuflarse bajo las formas de algo socialmente aceptable: una "amistad íntima".
Me parece muy acertada la opción estética de Ford, esa que a muchos les resulta en exceso amanerada. La América visual que nos presenta el director no es otra que la de las ilustraciones de Norman Rockwell: ese mundo de colores alegres y encantadoras familias suburbanas, pura esencia del "American Dream". Pero Ford, consciente de la falsedad de ese sueño, la insinua acentuando su irrealidad mediante una cuidadosa saturación de los colores en determinadas escenas - el encuentro con el personaje interpretado por el modelo español Jon Kortajarena sería un ejemplo -. La película se convierte así en una sucesión de planos que consiguen reflejar a un tiempo belleza y decadencia: dos de las obsesiones de Isherwood.
Los flashbacks en los que el protagonista recuerda momentos de la vida compartida con su amante (Matthew Goode), aparecen rodeados de un aura casi mitológica, como corresponde a la idealización del amor perdido; también incluyen lo que me parece un homenaje literal a Rockwell: en la escena en la que ambos están leyendo en el sofá, la postura, la actitud de Goode es prácticamente idéntica a la de la famosa ilustración de Rockwell "Willie Gillis".
La historia de un día en la vida de este profesor que, rondando ya la madurez, ha perdido al que ha sido su pareja durante 15 años y decide tomar una drástica decisión, nos es presentada con notable elegancia y una emotividad soterrada pero poderosa, en gran medida gracias a la magnífica interpretación de Colin Firth: sólo los sutiles matices que imprime a su rostro permiten adivinar la intensidad de su tormento interior, que pasa desapercibido a los que le rodean (incluida su amiga y antigua amante de juventud, Charlie, interpretada con su habitual talento por Julianne Moore), con la salvedad del joven estudiante que le admira, que tal vez incluso le ama, y que es el único qué quizá, sin que ninguno de los dos lo sepa, puede salvarle del vacío existencial en el que el protagonista ha caído.
Pero Isherwood, como todo auténtico romántico, era también un pesimista. Y por ello, cuando creemos que el personaje ha alcanzado una nueva esperanza, un nuevo motivo para seguir adelante, convierte a esa misma esperanza en el motivo indirecto del único - e irónico - final posible para esta historia bella, triste y desesperanzada.
Me parece muy acertada la opción estética de Ford, esa que a muchos les resulta en exceso amanerada. La América visual que nos presenta el director no es otra que la de las ilustraciones de Norman Rockwell: ese mundo de colores alegres y encantadoras familias suburbanas, pura esencia del "American Dream". Pero Ford, consciente de la falsedad de ese sueño, la insinua acentuando su irrealidad mediante una cuidadosa saturación de los colores en determinadas escenas - el encuentro con el personaje interpretado por el modelo español Jon Kortajarena sería un ejemplo -. La película se convierte así en una sucesión de planos que consiguen reflejar a un tiempo belleza y decadencia: dos de las obsesiones de Isherwood.
Los flashbacks en los que el protagonista recuerda momentos de la vida compartida con su amante (Matthew Goode), aparecen rodeados de un aura casi mitológica, como corresponde a la idealización del amor perdido; también incluyen lo que me parece un homenaje literal a Rockwell: en la escena en la que ambos están leyendo en el sofá, la postura, la actitud de Goode es prácticamente idéntica a la de la famosa ilustración de Rockwell "Willie Gillis".
La historia de un día en la vida de este profesor que, rondando ya la madurez, ha perdido al que ha sido su pareja durante 15 años y decide tomar una drástica decisión, nos es presentada con notable elegancia y una emotividad soterrada pero poderosa, en gran medida gracias a la magnífica interpretación de Colin Firth: sólo los sutiles matices que imprime a su rostro permiten adivinar la intensidad de su tormento interior, que pasa desapercibido a los que le rodean (incluida su amiga y antigua amante de juventud, Charlie, interpretada con su habitual talento por Julianne Moore), con la salvedad del joven estudiante que le admira, que tal vez incluso le ama, y que es el único qué quizá, sin que ninguno de los dos lo sepa, puede salvarle del vacío existencial en el que el protagonista ha caído.
Pero Isherwood, como todo auténtico romántico, era también un pesimista. Y por ello, cuando creemos que el personaje ha alcanzado una nueva esperanza, un nuevo motivo para seguir adelante, convierte a esa misma esperanza en el motivo indirecto del único - e irónico - final posible para esta historia bella, triste y desesperanzada.

8.0
159,845
10
28 de agosto de 2010
28 de agosto de 2010
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si Dick se movió en la difusa frontera entre la realidad y la paranoia, Nolan explora en "Inception" los límites entre lo real y lo soñado, entendiendo los sueños como lugar de horrores y promesas. Ya desde la estructura de muñecas rusas mediante la que nos presenta la intervención en la mente de Saito (Watanabe), se intuye que el film no se va a quedar en un blockbuster veraniego sobre una banda de ladrones corporativos más sofisticados de lo habitual: en realidad las -magníficas- escenas de acción, inevitables en una película de este tipo, engranan perfectamente con la historia real que nos cuenta Nolan. Y esa historia es tan universal como son el amor y la culpa, el error y la pérdida, la busqueda de la redención y la felícidad, en el marco de un universo metafísico que a veces parece sacado de las obras de Escher - difícil olvidar a Ariadne (Page) volviendo París sobre si mismo en una escena de onírico hiperrealismo-, de las acuarelas de Tanguy e incluso de la casi desconocida novela "Las Torres del Olvido": esa ciudad vacía derrumbándose bajo el peso del Tiempo frente a las costas del mar del inconsciente.
Hay una enorme belleza en el mundo creado por Nolan con la inestimable ayuda de sus excelentes actores y del equipo técnico; en la expresión hiperbólica (y sin embargo intimista) de la relación entre el creador y su creación; en la visualización del mundo onírico forjado, como a Freud le gustaba creer, de la materia de lo consciente y lo inconsciente, en un terreno donde el tiempo es relativo y 80 años pasan en diez horas que transcurren en dos minutos, como si los personajes y el espectador se moviesen en diferentes marcos relativistas.
Pero aquí no hay física, sino milagro: un blockbuster de arte y ensayo que esperemos sirva como prueba y muestra de que el entretenimiento puro no está reñido con la reflexión.
Hay una enorme belleza en el mundo creado por Nolan con la inestimable ayuda de sus excelentes actores y del equipo técnico; en la expresión hiperbólica (y sin embargo intimista) de la relación entre el creador y su creación; en la visualización del mundo onírico forjado, como a Freud le gustaba creer, de la materia de lo consciente y lo inconsciente, en un terreno donde el tiempo es relativo y 80 años pasan en diez horas que transcurren en dos minutos, como si los personajes y el espectador se moviesen en diferentes marcos relativistas.
Pero aquí no hay física, sino milagro: un blockbuster de arte y ensayo que esperemos sirva como prueba y muestra de que el entretenimiento puro no está reñido con la reflexión.
22 de septiembre de 2010
22 de septiembre de 2010
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace poco volví ver "El curioso caso de Benjamin Button", dirigida por David Fincher (Seven, Zodiac), e inspirada en un relato poco conocido de Scott Fitzgerald, del que toma únicamente la anécdota – un hombre que rejuvenece en lugar de envejecer – para construir una reflexiva y melancólica fábula sobre el paso del tiempo que es a su vez una historia de amor condenado en el más puro sentido.
La interpretación de Brad Pitt (omnipresente en el film como protagonista y como narrador en off a través del diario que lee Julia Ormond), no es nada despreciable, pese a la manipulación infográfica a la que se ve sometido durante gran parte del metraje – desde niño anciano hasta maduro adolescente, y más -; pero, desde mi punto de vista, palidece ante la presencia de dos soberbias actrices: una de ellas es Tilda Swinton, a la que no hay más que ver para darse cuenta de que ha pactado con el diablo (¿de verdad esta mujer tiene casi 50 años?), y que ejerce de interludio amoroso del protagonista hasta la llegada de la gran Blanchett.
Es un placer ver moverse a Cate/Daisy por la pantalla, dotada como está de elegancia, talento y una belleza poco convencional y casi hipnótica, potenciada por el tratamiento de imagen del excelente director de fotografía. De entre los muchos momentos destacables que esta hermosa película me ha regalado mencionaré tres: Daisy, en la plenitud de su juventud y encanto, bailando descalza a contraluz mientras habla de sexo y D.H. Lawrence para seducir a un maduro Button; una Daisy ya anciana cuidando como a un hijo al niño Benjamin, de cuya mente va huyendo la memoria de su vida hasta que, siendo ya un bebé, la reconoce y ( .... ) ; las imágenes de cine mudo que ilustran esporádicamente la historia del hombre que había sido alcanzado siete veces por un rayo.
Y podría citar muchos más.
Un hálito del mejor cine clásico sopla sobre toda la película, que quizá adolece de cierto exceso de metraje y de algunas – escasas - puestas de sol levemente azucaradas. Pero deja muy claras tres cosas: que el único modo de llevar una existencia plena es luchar por lo que se desea, arriesgándose al dolor y al fracaso; que el amor es el motor y la culminación de todo lo bello de la vida… y que, inevitablemente, acabaremos perdiendo todo lo que amamos, todo lo que nos importó, salvo los recuerdos que sólo se desvanecen con la muerte.
La interpretación de Brad Pitt (omnipresente en el film como protagonista y como narrador en off a través del diario que lee Julia Ormond), no es nada despreciable, pese a la manipulación infográfica a la que se ve sometido durante gran parte del metraje – desde niño anciano hasta maduro adolescente, y más -; pero, desde mi punto de vista, palidece ante la presencia de dos soberbias actrices: una de ellas es Tilda Swinton, a la que no hay más que ver para darse cuenta de que ha pactado con el diablo (¿de verdad esta mujer tiene casi 50 años?), y que ejerce de interludio amoroso del protagonista hasta la llegada de la gran Blanchett.
Es un placer ver moverse a Cate/Daisy por la pantalla, dotada como está de elegancia, talento y una belleza poco convencional y casi hipnótica, potenciada por el tratamiento de imagen del excelente director de fotografía. De entre los muchos momentos destacables que esta hermosa película me ha regalado mencionaré tres: Daisy, en la plenitud de su juventud y encanto, bailando descalza a contraluz mientras habla de sexo y D.H. Lawrence para seducir a un maduro Button; una Daisy ya anciana cuidando como a un hijo al niño Benjamin, de cuya mente va huyendo la memoria de su vida hasta que, siendo ya un bebé, la reconoce y ( .... ) ; las imágenes de cine mudo que ilustran esporádicamente la historia del hombre que había sido alcanzado siete veces por un rayo.
Y podría citar muchos más.
Un hálito del mejor cine clásico sopla sobre toda la película, que quizá adolece de cierto exceso de metraje y de algunas – escasas - puestas de sol levemente azucaradas. Pero deja muy claras tres cosas: que el único modo de llevar una existencia plena es luchar por lo que se desea, arriesgándose al dolor y al fracaso; que el amor es el motor y la culminación de todo lo bello de la vida… y que, inevitablemente, acabaremos perdiendo todo lo que amamos, todo lo que nos importó, salvo los recuerdos que sólo se desvanecen con la muerte.
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