You must be a loged user to know your affinity with Silvio
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred
9
6 de abril de 2016
6 de abril de 2016
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El tiempo pondrá a «Batman vs. Superman: Dawn of Justice» en el lugar que se merece. A saber, el de una de las películas más logradas del subgénero superhéroico, ese que desde hace un tiempo llegó para quedar en el imaginario popular del cine como una especie de western moderno, provocando escozor en los puristas y eufóricos placeres en los amantes del cómic y la ciencia ficción en general.
En términos cinematográficos, Zack Snyder vuelve a tomar entre sus manos un artefacto explosivo altamente volátil. El director aborda la misión de dar forma a la primera película que reúne a los dos personajes más icónicos no solo de la editorial DC sino de la cultura de masas. Ahí están el Hombre de Acero y El Caballero Oscuro con su mitología a cuestas y una horda de fanáticos aguardando famélicos. El desafío era alto, y aunque fiel a su estilo -el mismo que lo llevó a destruir «Watchmen» (2009) quizás la mejor novela gráfica jamás escrita- en este caso Snyder sale airoso, creando una película oscura, violenta, rabiosa y de acción trepidante, que representa un gran y promisorio comienzo para la apuesta más seria de la DC Comics en la pantalla grande.
El título elegido, una obvia e inteligente estrategia publicitaria, es algo más que una anécdota. La batalla entre ambos héroes no es sino una excusa para construir el prólogo de lo que será el derrotero de la editorial en el cine con un aluvión de películas ya anunciadas que desembocarán en la Justice League, el equivalente que esta vereda tiene de Avengers. Y con esa intención, todo se lleva a cabo con precisión e inteligencia. La historia está atravesada por guiños para los fanáticos y anticipos de lo que vendrá. Caldo de cultivo para el fervor comiquero.
Con todo, las dos horas y media de película transcurren entre las volcánicas escenas de acción, -debilidad del director- los anticipos, destacadas actuaciones y un delicioso ejercicio intertextual con historias clásicas de la narrativa dibujada. Así, a la referencia obvia a «The Dark Knight Returns» (Frank Miller, 1986) se suman la de «Superman: Red Son» (Mark Millar, 2003), «Crisis on Infinite Earths» (Marv Wolfman y George Perez, 1985) y «The Death of Superman» (varios autores, 1992) entre muchos otros. El guion de Chris Terrio y David S. Goyer marca una distancia insoslayable con el cine de superhéroes realizado hasta el momento, monopolizado en al menos un 90% por las producciones de Marvel Cómics, y como si fuera una extensión natural de lo que ambas editoriales supieron proponer en materia de comics, construyen una historia lúgubre, de tintes oscuros, sin lugar para el humor y con muy poco espacio para el público infantil. Se reemplaza la colorida pirotecnia de Avengers por un escenario de terror, de psiquis retorcidas, pasados tortuosos y mentes enfermas.
En ese lugar surge un enorme Jesse Eisenberg, que reformula a Lex Luthor dandole a su innata megalomanía los rasgos de un psicótico que por momentos recuerda al mejor Joker de Heath Ledger. Eisenberg es la llave maestra de un guión que avanza a través de su personaje, que si bien no respeta las características propias del que desanda su maldad en las páginas de Superman, convence por la soberbia interpretación del actor. Gal Gadot deslumbra como una Wonder Woman largamente esperada en la pantalla grande. Su versión de la amazona convence de punta a punta y genera expectativa en torno a la película que la tendrá como protagonista.
Detrás de ellos (sí, detrás) aparece el cuestionado (a cuenta) Batman de Ben Affleck, que logra sobreponerse al prejuicio popular como un convincente Hombre Murciélago. Más adusto que el de Christian Bale, su inmediato predecesor en la pantalla grande, pero también más furioso, traumado y violento. El Batman de Affleck se deglute al Bruce Wayne de Affleck, recordando saludablemente a la versión (otra vez) de Frank Miller y dando forma a una caracterización sólida, que seguirá siendo el epicentro de la polémica quizás más por la elección del actor que por el resultado final del experimento. Henry Cavill repite la buena tarea como el Superman sombrio que llevó adelante en «Man of Steel» (2013) sumándole en este caso el contrapunto del álter ego humano del superhéroe, Clark Kent, sin que la historia se detenga demasiado en él.
Y es quizás ese el aspecto más destacable de la película terminada. Concientes de que tienen entre manos un producto icónico del arte industrial, de consumo masivo y conocimiento popular, director y guionistas no se demoran en cuestiones que ya se trataron hasta el cansancio con anterioridad, y elipsis tras elipsis, avanzan evitando el hastío. Se da por supuesto, criteriosamente, que el espectador ya conoce el origen de Batman, de Superman, los pormenores de sus identidades secretas y las características propias de los personajes. Así que se omite lo que tácitamente ya está instalado en el conocimiento colectivo y se da paso a una historia nueva, sin vueltas ni rodeos.
«Batman vs. Superman: Dawn of Justice» confirma lo que DC ya demostró con la trilogía de Batman dirigida por Christopher Nolan: existe otra manera de realizar cine de superhéroes. Una más adulta y repleta de matices, con segundas lecturas, creada para algo más que satisfacer las necesidades de un mercado voraz. Como lo hiciera alguna vez con sus cómics, sienta jurisprudencia y hace escuela. Resta esperar con ansiedad desesperante lo que vendrá, que promete un puñado de grandes historias extrapoladas desde un genial e infinito universo de viñetas.
En términos cinematográficos, Zack Snyder vuelve a tomar entre sus manos un artefacto explosivo altamente volátil. El director aborda la misión de dar forma a la primera película que reúne a los dos personajes más icónicos no solo de la editorial DC sino de la cultura de masas. Ahí están el Hombre de Acero y El Caballero Oscuro con su mitología a cuestas y una horda de fanáticos aguardando famélicos. El desafío era alto, y aunque fiel a su estilo -el mismo que lo llevó a destruir «Watchmen» (2009) quizás la mejor novela gráfica jamás escrita- en este caso Snyder sale airoso, creando una película oscura, violenta, rabiosa y de acción trepidante, que representa un gran y promisorio comienzo para la apuesta más seria de la DC Comics en la pantalla grande.
El título elegido, una obvia e inteligente estrategia publicitaria, es algo más que una anécdota. La batalla entre ambos héroes no es sino una excusa para construir el prólogo de lo que será el derrotero de la editorial en el cine con un aluvión de películas ya anunciadas que desembocarán en la Justice League, el equivalente que esta vereda tiene de Avengers. Y con esa intención, todo se lleva a cabo con precisión e inteligencia. La historia está atravesada por guiños para los fanáticos y anticipos de lo que vendrá. Caldo de cultivo para el fervor comiquero.
Con todo, las dos horas y media de película transcurren entre las volcánicas escenas de acción, -debilidad del director- los anticipos, destacadas actuaciones y un delicioso ejercicio intertextual con historias clásicas de la narrativa dibujada. Así, a la referencia obvia a «The Dark Knight Returns» (Frank Miller, 1986) se suman la de «Superman: Red Son» (Mark Millar, 2003), «Crisis on Infinite Earths» (Marv Wolfman y George Perez, 1985) y «The Death of Superman» (varios autores, 1992) entre muchos otros. El guion de Chris Terrio y David S. Goyer marca una distancia insoslayable con el cine de superhéroes realizado hasta el momento, monopolizado en al menos un 90% por las producciones de Marvel Cómics, y como si fuera una extensión natural de lo que ambas editoriales supieron proponer en materia de comics, construyen una historia lúgubre, de tintes oscuros, sin lugar para el humor y con muy poco espacio para el público infantil. Se reemplaza la colorida pirotecnia de Avengers por un escenario de terror, de psiquis retorcidas, pasados tortuosos y mentes enfermas.
En ese lugar surge un enorme Jesse Eisenberg, que reformula a Lex Luthor dandole a su innata megalomanía los rasgos de un psicótico que por momentos recuerda al mejor Joker de Heath Ledger. Eisenberg es la llave maestra de un guión que avanza a través de su personaje, que si bien no respeta las características propias del que desanda su maldad en las páginas de Superman, convence por la soberbia interpretación del actor. Gal Gadot deslumbra como una Wonder Woman largamente esperada en la pantalla grande. Su versión de la amazona convence de punta a punta y genera expectativa en torno a la película que la tendrá como protagonista.
Detrás de ellos (sí, detrás) aparece el cuestionado (a cuenta) Batman de Ben Affleck, que logra sobreponerse al prejuicio popular como un convincente Hombre Murciélago. Más adusto que el de Christian Bale, su inmediato predecesor en la pantalla grande, pero también más furioso, traumado y violento. El Batman de Affleck se deglute al Bruce Wayne de Affleck, recordando saludablemente a la versión (otra vez) de Frank Miller y dando forma a una caracterización sólida, que seguirá siendo el epicentro de la polémica quizás más por la elección del actor que por el resultado final del experimento. Henry Cavill repite la buena tarea como el Superman sombrio que llevó adelante en «Man of Steel» (2013) sumándole en este caso el contrapunto del álter ego humano del superhéroe, Clark Kent, sin que la historia se detenga demasiado en él.
Y es quizás ese el aspecto más destacable de la película terminada. Concientes de que tienen entre manos un producto icónico del arte industrial, de consumo masivo y conocimiento popular, director y guionistas no se demoran en cuestiones que ya se trataron hasta el cansancio con anterioridad, y elipsis tras elipsis, avanzan evitando el hastío. Se da por supuesto, criteriosamente, que el espectador ya conoce el origen de Batman, de Superman, los pormenores de sus identidades secretas y las características propias de los personajes. Así que se omite lo que tácitamente ya está instalado en el conocimiento colectivo y se da paso a una historia nueva, sin vueltas ni rodeos.
«Batman vs. Superman: Dawn of Justice» confirma lo que DC ya demostró con la trilogía de Batman dirigida por Christopher Nolan: existe otra manera de realizar cine de superhéroes. Una más adulta y repleta de matices, con segundas lecturas, creada para algo más que satisfacer las necesidades de un mercado voraz. Como lo hiciera alguna vez con sus cómics, sienta jurisprudencia y hace escuela. Resta esperar con ansiedad desesperante lo que vendrá, que promete un puñado de grandes historias extrapoladas desde un genial e infinito universo de viñetas.
6 de abril de 2016
6 de abril de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El universo cinematográfico de la Marvel Cómics lo consiguió. Con una apuesta ambiciosa y a largo plazo logró instalarse con fuerza en el mercado popular y generar con cada una de sus producciones una expectativa inusitada una década atrás en torno a una película de superhéroes. El imaginario colectivo ahora reconoce a los Avengers y a cada uno de sus miembros, que aparecen en forma de merchandasing en todos los rincones. La "Casa de las Ideas" hizo que el grupo como conjunto se convierta en una entidad tan popular como cada uno de sus integrantes individualmente.
Y esto se debe al buen trabajo que en líneas generales se realizó desde la salida la primera parte de “Iron Man” en 2008. Con luces y sombras, el hilo conductor que condujo al resto de los largometrajes y finalmente a ese maravilloso blockbuster que fue “Avengers” siempre fue coherente desde un lugar narrativo y estético, hasta ahora. Por que inexplicablemente, en “Age of Ultron” el director y guionista Joss Whedon pretende dotar a la cinta de un clima oscuro no demasiado propio con la tónica que supo imprimir en el capítulo anterior de la saga y que recorrió en mayor o menor medida cada película de la Marvel. El resultado es un gris incierto atravesado longitudinalmente por secuencias de acción constantes e interminables con enlaces que convierten al largometraje en una elipsis de más de dos horas donde demasiados detalles del argumento son dados por supuestos en una decisión , por lo menos, poco saludable.
Lo expuesto no significa que estemos ante una mala película. Nuevamente Marvel consigue un tanque de proporciones descomunales con momentos de lograda factura. Sin embargo, la sensación general es que el espectador está idolatrando un becerro de oro, un ídolo de barro creado por la enorme expectativa creada alrededor de la cinta, excitación que puede jugar en contra si no existe la voluntad de despojarse del fanático frenesí que antecede la llegada de cada película hija de las viñetas. Así pues, una mirada menos febril seguramente nos permitirá un análisis más nutritivo, ese mismo que nos haga cuestionar lo antedicho: el clima gris, la falencia narrativa y el estancamiento de los personajes, con la salvedad de un Hulk cada vez más interesante que a esta altura ya merece una (otra) película propia que aproveche la inspiración de Mark Ruffalo al frente del gigante esmeralda, de la Visión de Paul Bettany y, algo detrás, de Hawkeye.
Porque si bien el carisma del Tony Stark de Robert Downey Jr. es destacable, ya es tiempo que la franquicia encuentre nuevos condimentos, esos mismos que no consiguió con la inclusión de los gemelos mutantes Quicksilver y Scarlet Witch (aquí devenidos en experimentos por una cuestión de derechos que continúa impidiendo el cruce del universo Avenger con el de X-Men) cuyas apariciones son casi anecdóticas en un argumento centrado en la catástrofe que procede a la aparición del megalómano Ultrón, villano de turno creado accidentalmente, una forma de inteligencia artificial decidida a extinguir la raza humana con motivos poco claros y métodos confusos que sirven como excusa para el torbellino de acción que domina las más de dos horas que dura la historia.
El resultado es más de lo mismo. Una película de un montaje descomunal y recursos técnicos de vanguardia puestos al servicio del más impresionante cine de acción. Pero más de lo mismo. Pan con pan. No hay evolución alguna y la sensación es asistir a un refrito de todas las películas anteriores, lo que resulta decepcionante. “Age of Ultrón”, entonces, que prometía ser la apoteosis de la propuestas de Marvel en la pantalla grande se convierte en un mero escalón a la próxima entrega de Avengers, como bien lo delatan los últimos 20 minutos de película y el ya clásico after crédit. Solo queda esperar que el gran paso sea dado en “Infinity War”, la anunciada tercera parte del supergrupo, de lo contrario seguiremos ante un producto hijo de un mercado caníbal, que no haga honor a un medio de expresión artística tan bastardeado como la historieta.
Y esto se debe al buen trabajo que en líneas generales se realizó desde la salida la primera parte de “Iron Man” en 2008. Con luces y sombras, el hilo conductor que condujo al resto de los largometrajes y finalmente a ese maravilloso blockbuster que fue “Avengers” siempre fue coherente desde un lugar narrativo y estético, hasta ahora. Por que inexplicablemente, en “Age of Ultron” el director y guionista Joss Whedon pretende dotar a la cinta de un clima oscuro no demasiado propio con la tónica que supo imprimir en el capítulo anterior de la saga y que recorrió en mayor o menor medida cada película de la Marvel. El resultado es un gris incierto atravesado longitudinalmente por secuencias de acción constantes e interminables con enlaces que convierten al largometraje en una elipsis de más de dos horas donde demasiados detalles del argumento son dados por supuestos en una decisión , por lo menos, poco saludable.
Lo expuesto no significa que estemos ante una mala película. Nuevamente Marvel consigue un tanque de proporciones descomunales con momentos de lograda factura. Sin embargo, la sensación general es que el espectador está idolatrando un becerro de oro, un ídolo de barro creado por la enorme expectativa creada alrededor de la cinta, excitación que puede jugar en contra si no existe la voluntad de despojarse del fanático frenesí que antecede la llegada de cada película hija de las viñetas. Así pues, una mirada menos febril seguramente nos permitirá un análisis más nutritivo, ese mismo que nos haga cuestionar lo antedicho: el clima gris, la falencia narrativa y el estancamiento de los personajes, con la salvedad de un Hulk cada vez más interesante que a esta altura ya merece una (otra) película propia que aproveche la inspiración de Mark Ruffalo al frente del gigante esmeralda, de la Visión de Paul Bettany y, algo detrás, de Hawkeye.
Porque si bien el carisma del Tony Stark de Robert Downey Jr. es destacable, ya es tiempo que la franquicia encuentre nuevos condimentos, esos mismos que no consiguió con la inclusión de los gemelos mutantes Quicksilver y Scarlet Witch (aquí devenidos en experimentos por una cuestión de derechos que continúa impidiendo el cruce del universo Avenger con el de X-Men) cuyas apariciones son casi anecdóticas en un argumento centrado en la catástrofe que procede a la aparición del megalómano Ultrón, villano de turno creado accidentalmente, una forma de inteligencia artificial decidida a extinguir la raza humana con motivos poco claros y métodos confusos que sirven como excusa para el torbellino de acción que domina las más de dos horas que dura la historia.
El resultado es más de lo mismo. Una película de un montaje descomunal y recursos técnicos de vanguardia puestos al servicio del más impresionante cine de acción. Pero más de lo mismo. Pan con pan. No hay evolución alguna y la sensación es asistir a un refrito de todas las películas anteriores, lo que resulta decepcionante. “Age of Ultrón”, entonces, que prometía ser la apoteosis de la propuestas de Marvel en la pantalla grande se convierte en un mero escalón a la próxima entrega de Avengers, como bien lo delatan los últimos 20 minutos de película y el ya clásico after crédit. Solo queda esperar que el gran paso sea dado en “Infinity War”, la anunciada tercera parte del supergrupo, de lo contrario seguiremos ante un producto hijo de un mercado caníbal, que no haga honor a un medio de expresión artística tan bastardeado como la historieta.

7.3
65,956
9
6 de abril de 2016
6 de abril de 2016
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las idas y vueltas para la realización de la octava película de Quentin Tarantino, tal y como él mismo se encarga de aclarar en unos créditos de tipografía a tono con una estética que viajó impoluta desde «Reservoir Dogs» (1992) hasta ahora, permitieron que contrariamente con sus trabajos anteriores el enigma en torno al producto final no sea tan pronunciado.
A priori, «The Hateful Eight» asomaba -por ser la segunda incursión del director navegando las turbulentas aguas del género western- como la continuidad natural de «Django Unchained» (2013). Sin embargo estamos ante un trabajo que encuentra más puntos coincidentes con «Inglourious Basterds» (2009) que con la cinta que protagonizara Jamie Foxx.
Me explico: estamos asistiendo a la película más política de Tarantino, quien recrea un escenario reciente de la postguerra civil norteamericana donde desperdiga su arsenal acostumbrado de personajes carismáticos llamados a formar parte ad eternum de la cultura de masas. En ese contexto, aprovecha para plantar bandera y desde un lugar muy sutil, presentar un menú de las idiosincrasias del Siglo XIX y por propiedad transitiva apelar al sarcasmo para evidenciar la vigencia del rancio pensamiento de una burguesía yankee aún vigente. En épocas de marcadas diferencias raciales Tarantino toma postura en una película de diálogos, de extensos y férvidos diálogos. Léxicos rabiosos acunados en tomas eternas que van del plano general con el que da inicio la historia a los primeros planos que introducen a algunos de los personajes principales durante el viaje en diligencia donde los abismos ideológicos comienzan a presentarse como un protagonista insoslayable. Otra grieta.
Tarantino se reinventa. Se inmola y reconstruye a lo largo de tres horas en las que nuevamente acciona su férvido fanátismo por el western sin abandonar nunca la tónica que hace tan reconocible su cine. Ese fanatismo que en Kill Bill fue por el cine de artes marciales y la cultura oriental. Esa locura por la narrativa audiovisual que permite al espectador avezado deleitarse con la sospechosa similitud de Jennifer Jason Leigh con la Carrie de Sissy Spacek y Brian De Palma y con la pegajosa brutalidad Cronenbergiana que atraviesa longitudinalmente una historia concatenada con perfección de relojería.
Con esos elementos arma el rompecabezas de un guión erigido en torno a un puñado de parias, buscavidas y sobrevivientes de una guerra implacable. Con ellos, el director convierte una hosteria de mala muerte en los Estados Unidos del sur Confederado y el norte de la Unión, con los respectivos actores sociales de un país dividido cuyos estratos raciales y económicos constituyen un verdadero abismo. En esa coyuntura emerge el racismo como temática central, solapada en una trama propia del género que recuerda los enigmas del Hitchcock de «Dial M for Murder» (1954) o «The 39 Steps» (1935).
Y como si fuera una metáfora de su actor fetiche, es detrás del personaje de Samuel L. Jackson que Tarantino, como dije, toma partido. El personaje del negro que sirvió al ejército que luchó para abolir la esclavitud envía constantes dardos subliminales sobre el pensamiento del director acerca del segregacionismo. Así como los bastardos bajo las órdenes de Aldo Raine mataban nazis a sangre fría, Marquis Warren repudia a fuerza de plomo a quien ose legitimar la ya abolida esclavitud, con una falsa carta de Lincoln como fuero. Y a pesar de que en este juego moral no hay héroes sino más bien un hatajo de sociópatas presentados como villanos, el relato que promedia la historia traza una línea clara: el racismo en cualquiera de sus formas merece el mayor de los repudios, aunque en este caso y a favor de la historia, sea presentado como una humillación de proporciones inconmensurables como una licencia poética grotesca.
El cuadro es completado por un equipo de actores liderados por un Kurt Russell interminable, un Tim Roth genial y un sorprendente Walton Goggins. Michael Madsen vuelve a interpretar el mismo personaje que Tarantino parece haber creado para él -esta ocasión como un apático cowboy- y Jason Leigh da forma a su mejor papel desde «Single White Female» (1992) como una bizarra forajida en tiempos donde la villanía parecía una cuestión exclusivamente masculina.
Quentin Tarantino consigue una vez más sacudir los cimientos del establishment hollywoodense haciendo gala de cierta impunidad que le otorgó su talento como director y guionista. Resta esperar sus próximos trabajos con la paciencia adamantina de quien aguarda el paso de una inclemente tormenta de nieve.
A priori, «The Hateful Eight» asomaba -por ser la segunda incursión del director navegando las turbulentas aguas del género western- como la continuidad natural de «Django Unchained» (2013). Sin embargo estamos ante un trabajo que encuentra más puntos coincidentes con «Inglourious Basterds» (2009) que con la cinta que protagonizara Jamie Foxx.
Me explico: estamos asistiendo a la película más política de Tarantino, quien recrea un escenario reciente de la postguerra civil norteamericana donde desperdiga su arsenal acostumbrado de personajes carismáticos llamados a formar parte ad eternum de la cultura de masas. En ese contexto, aprovecha para plantar bandera y desde un lugar muy sutil, presentar un menú de las idiosincrasias del Siglo XIX y por propiedad transitiva apelar al sarcasmo para evidenciar la vigencia del rancio pensamiento de una burguesía yankee aún vigente. En épocas de marcadas diferencias raciales Tarantino toma postura en una película de diálogos, de extensos y férvidos diálogos. Léxicos rabiosos acunados en tomas eternas que van del plano general con el que da inicio la historia a los primeros planos que introducen a algunos de los personajes principales durante el viaje en diligencia donde los abismos ideológicos comienzan a presentarse como un protagonista insoslayable. Otra grieta.
Tarantino se reinventa. Se inmola y reconstruye a lo largo de tres horas en las que nuevamente acciona su férvido fanátismo por el western sin abandonar nunca la tónica que hace tan reconocible su cine. Ese fanatismo que en Kill Bill fue por el cine de artes marciales y la cultura oriental. Esa locura por la narrativa audiovisual que permite al espectador avezado deleitarse con la sospechosa similitud de Jennifer Jason Leigh con la Carrie de Sissy Spacek y Brian De Palma y con la pegajosa brutalidad Cronenbergiana que atraviesa longitudinalmente una historia concatenada con perfección de relojería.
Con esos elementos arma el rompecabezas de un guión erigido en torno a un puñado de parias, buscavidas y sobrevivientes de una guerra implacable. Con ellos, el director convierte una hosteria de mala muerte en los Estados Unidos del sur Confederado y el norte de la Unión, con los respectivos actores sociales de un país dividido cuyos estratos raciales y económicos constituyen un verdadero abismo. En esa coyuntura emerge el racismo como temática central, solapada en una trama propia del género que recuerda los enigmas del Hitchcock de «Dial M for Murder» (1954) o «The 39 Steps» (1935).
Y como si fuera una metáfora de su actor fetiche, es detrás del personaje de Samuel L. Jackson que Tarantino, como dije, toma partido. El personaje del negro que sirvió al ejército que luchó para abolir la esclavitud envía constantes dardos subliminales sobre el pensamiento del director acerca del segregacionismo. Así como los bastardos bajo las órdenes de Aldo Raine mataban nazis a sangre fría, Marquis Warren repudia a fuerza de plomo a quien ose legitimar la ya abolida esclavitud, con una falsa carta de Lincoln como fuero. Y a pesar de que en este juego moral no hay héroes sino más bien un hatajo de sociópatas presentados como villanos, el relato que promedia la historia traza una línea clara: el racismo en cualquiera de sus formas merece el mayor de los repudios, aunque en este caso y a favor de la historia, sea presentado como una humillación de proporciones inconmensurables como una licencia poética grotesca.
El cuadro es completado por un equipo de actores liderados por un Kurt Russell interminable, un Tim Roth genial y un sorprendente Walton Goggins. Michael Madsen vuelve a interpretar el mismo personaje que Tarantino parece haber creado para él -esta ocasión como un apático cowboy- y Jason Leigh da forma a su mejor papel desde «Single White Female» (1992) como una bizarra forajida en tiempos donde la villanía parecía una cuestión exclusivamente masculina.
Quentin Tarantino consigue una vez más sacudir los cimientos del establishment hollywoodense haciendo gala de cierta impunidad que le otorgó su talento como director y guionista. Resta esperar sus próximos trabajos con la paciencia adamantina de quien aguarda el paso de una inclemente tormenta de nieve.
Más sobre Silvio
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here