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Críticas de Pablo Redondo
Críticas 4
Críticas ordenadas por utilidad
National Gallery
Documental
Reino Unido2014
7.2
666
Documental
9
29 de marzo de 2015
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras interesarse por el psiquiátrico Bridgewater de Massachussetts, el Hospital Metropolitano de Nueva York, el famoso parque de Central Park, el Ballet de la Ópera de París, el parisino cabaret "Crazy Horse" o la prestigiosa Universidad de Berkley, entre otros lugares, el documentalista Frederick Wiseman, a sus 85 años, nos traslada en esta ocasión a la National Gallery de Londres, proyectando ante nuestros ojos un recorrido que nos convierte en espectadores privilegiados. El director nos transmite en este documental su visión sobre la prestigiosa fundación londinense y todo lo que ella alberga, desmenuzándola en un compuesto de historias que, intercaladas entre sí, forman un conjunto que permite al espectador sentirse por unas horas parte del museo. De esta forma, Wiseman nos hace partícipes de la actividad interna de la institución, desde la preparación de una nueva exposición hasta la toma de decisiones por parte de sus dirigentes, centrándose, sobre todo, en las explicaciones de los expertos del museo, que nos muestran el sentido de las obras interpretándonos tanto las historias representadas en los lienzos como las que han envuelto a algunos de estos valiosos cuadros a lo largo de los siglos, transformándose el metraje a su vez en una apasionante lección de historia del arte. Todo ello para centrarse en cómo estas antiguas pinturas se comunican con la sociedad contemporánea, un público muy distinto al que originalmente estuvieron dirigidas. De esta forma, el cineasta nos narra mediante imágenes la reacción del público actual ante la obra de arte, un producto cultural de civilizaciones anteriores con el que interactúa la sociedad moderna, mostrándonos como prueba de ello la influencia que estas pinturas ejercen sobre otras formas artísticas. Wiseman parece reivindicar en este filme la importancia expresiva de la pintura, cada vez más olvidada en una sociedad en la que predomina la imagen en movimiento. Consigue con todo ello que, lo que a priori puede parecer un tedioso documental sobre el museo londinense, resulte ser una obra maestra, indispensable para todo amante del arte en general y de la pintura en particular, que será seducido durante tres horas por el encanto del museo, la hermosura de sus obras y las historias que sus paredes albergan.
Pablo Redondo
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8
26 de abril de 2015
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
En su nueva película, el director ruso Aleksei German se inspira en una novela escrita en 1964 por los hermanos Strugatsky, en quienes ya se fijó su paisano Andrei Tarkovsky al rodar la memorable Stalker (1979). Esta novela de ficción, titulada Qué difícil es ser Dios, está ambientada en un futuro en el que la raza humana descubre un planeta habitado por personas cuya sociedad se encuentra sumergida en un período similar a nuestra propia Edad Media. Pese a que Aleksey German comenzara a soñar con su propia adaptación cinematográfica de esta obra clave de la literatura de ficción soviética desde poco después de su publicación, la serie de obstáculos con los que tuvo que lidiar a lo largo de su carrera, como la barrera impuesta por la censura de un régimen totalitario, provocaron que el director de obras como Control en los caminos (1971) o Mi amigo Ivan Lapshin (1986) no abordara su ansiado proyecto hasta que se iniciara el nuevo siglo. De esta forma, el rodaje de la última obra de German daría comienzo en otoño de 2000, siguiendo un largo y minucioso proceso de elaboración que culminaría trece años más tarde con el estreno de esta obra póstuma en el festival de Roma de 2013, habiendo fallecido su director nueve meses antes.

Qué difícil es ser un dios comienza con una voz en off que sumerge al espectador en Arkanar, un cochambroso planeta retratado en blanco y negro en el que se verá atrapado durante las casi tres horas de metraje. Es en este ambiente esperpéntico, en el que predomina la mugre y los hedores nauseabundos (recreando un universo repulsivo), donde aparece Don Rumata, un científico social enviado desde la Tierra para estudiar como mero observador a esta sociedad en decadencia. Desde su privilegiada posición en la corte de Arkanar, y considerado por muchos como un dios (a causa de las hazañas que de él se cuentan gracias a sus habilidades y conocimientos adquiridos en una sociedad más desarrollada), el protagonista observará los mecanismos de represión que sacuden a esta civilización, dominada por un régimen totalitario obstinado en acabar con todo vestigio de cultura que pueda amenazar su dominio sobre un miserable pueblo analfabeto vapuleado por la ignorancia. Sin embargo, Don Rumata, obligado a aferrarse a su condición de observador, debe abstenerse de influir en el curso de los acontecimientos, dejando entrever lo que puede interpretarse como una alegoría del suplicio que vive el intelectual que observa impotente las fechorías del totalitarismo. Consigue German con unos ocasionales primeros planos de los repelentes rostros de las gentes de Arkanar (y de genitales de animal), unas escenas con recargados interiores en las que la cámara sortea un sinfín de bártulos y muchedumbre y un no cesar de flatulencias, heces y todo tipo de repugnantes fluidos, retenernos en un desapacible planeta del que desde el primer momento sentiremos un profundo deseo de huir. No obstante, esta magnífica obra logra que todo aquél que, tras hacer de tripas corazón, resista hasta el final, se sienta gratamente recompensado.

Es con este personal proyecto que supone la culminación de una trayectoria audaz, con el que se despide un gran cineasta al que nunca le importó la respuesta del público o la censura.


Pablo Redondo.
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Pablo Redondo
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6
26 de abril de 2015
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Basada en el best seller semi-autobiográfico del escritor Lü Jiamin, que firmó bajo el seudónimo Jiang Rong, la nueva película de Jean-Jacques Annaud, El último lobo, nos traslada a la estepa mongola en plena Revolución Cultural de Mao Zedong, cuando un gran número de estudiantes fueron enviados a las zonas rurales a educar a los pastores nómadas. En este film del veterano director francés, del que muchos recordarán títulos como El nombre de la rosa o Enemigo a las puertas, vuelve a estar presente el tema de la relación del ser humano con la naturaleza, como sucedía en Siete años en el Tíbet o En busca del fuego, centrándose especialmente en el reino animal, como también hacía en El oso o en Dos hermanos. En esta ocasión, el protagonista es el lobo de la estepa, ya no sólo como personaje, también como símbolo de una realidad cultural, pues la forma de vida de la comunidad de pastores que habita estas tierras, cuyos preciosos paisajes son magníficamente retratados por el director de fotografía Jean-Marie Dreujou, depende de un equilibrio natural en el que la manada de cánidos que habitan la zona resulta ser imprescindible. El régimen de Mao Zedong, que pretende someter al pueblo nómada a la revolución cultural, intentará exterminar a la manada de lobos, perturbando así el equilibrio natural de la estepa, en el que se sustenta la cultura de esta comunidad de pastores. De esta forma, la historia de la tribu se convierte en este film en un mecanismo para denunciar, por una parte, el sometimiento del régimen y, principalmente, la falta de sensibilización del ser humano por el medio natural en el que vive. Esta cruel lucha del hombre contra el lobo, y en definitiva contra la naturaleza, es narrada por Jean-Jacques Annaud con un gran sentimiento animalista, poniendo de manifiesto la insensibilidad y crueldad humana en escenas que, apoyándose en la potente banda sonora de James Horner, hacen que a uno se le encoja el corazón. No obstante, pese a que esta fábula de sentido ecologista esté ambientada en el régimen comunista chino de los años 60, su denuncia es extrapolable a cualquier sociedad, sin importar el lugar ni la época, pues en la historia de nuestra especie el conflicto entre grupos sociales siempre ha estado al orden del día, así como el sometimiento irracional del medio ambiente para la obtención de fines humanos. Sin embargo, pese al encanto de su entramado, el film carece de profundidad en el tratamiento socioambiental del problema, al igual que le sobran algunos elementos, como la forzada y anodina historia de amor que intenta insertar o los innecesarios planos en tres dimensiones que, al fin y al cabo, lo único que consiguen es encarecer el precio del visionado en las salas.


Pablo Redondo.
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Pablo Redondo
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7
25 de junio de 2015
1 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Galardonada en 2014 como mejor película de la sección “Un Certain Regard” del Festival de Cannes y seleccionada para representar a Hungría en los Óscar como película de habla no inglesa, White God (Dios Blanco), es una de esas producciones fílmicas (y artísticas) que no dejan indiferente al espectador.

Los films de Kornél Mundruczó acostumbran a desenvolverse en situaciones sociales artificialmente creadas pero que representan de una forma singular realidades mundanas, dejando entrever ciertas fallas de las estructuras sociales. En esta ocasión, el director húngaro nos conduce a reflexionar sobre dos aspectos de la sociedad posmoderna que, aunque aparentemente inconexos entre ellos, resultan ser consecuencia de un mismo conjunto de normas y valores que configuran la manera en que ese hombre blanco al que alude el título tiene de relacionarse con quienes históricamente ha considerado inferiores: los grupos marginales, fuertemente determinados por rasgos étnicos, y el medio ambiente, haciendo hincapié en los animales, especialmente en los más presentes en nuestra vida cotidiana, los perros. De esta forma, similarmente a como ya hizo, aunque con fines totalmente opuestos, la multinacional Disney con la creación de su conocido personaje de dibujos animados Goofy, se establece mediante la figura de Hagen, un dócil canino cuya figura alude a la condición de sumisión del hombre negro ante el sometimiento de la raza blanca, una relación de semejanza entre ambos colectivos desfavorecidos.

White God aborda de una forma original estos dos conflictos sociales, fusionándolos en una misma historia, la de Hagen, el cariñoso perro de Lili, una joven preadolescente con padres divorciados que habita en una de las numerosas metrópolis de nuestra sociedad. En esta ciudad, las políticas restrictivas del Estado respecto a la posesión de animales, que penaliza a los dueños de cánidos que no son de raza pura, está generando una fuerte discriminación hacia los perros que no cumplen este requisito. A causa de ello, Hagen y Lili son forzosamente separados, cayendo la mascota en el abandono. La ausencia de su dueña le llevará a sumergirse en un gueto formado por perros de su misma condición, instalado en los suburbios de la ciudad, representando el comportamiento estereotipado y socialmente tachado como desviado que siguen los habitantes más desfavorecidos de estos lugares olvidados para sobrevivir ante la injusticia y la desigualdad social. De esta forma, Hagen atravesará una serie de situaciones extremas, no aptas para el público más sensible (respecto a lo que maltrato animal se refiere), con las que Mundruczó machaca al espectador hasta hacerle estremecer, llamando a gritos a la reflexión sobre los derechos animales y la relación que el ser humano mantiene con estos seres que nos acompañan en nuestro día a día, dotando a la película de un profundo sentido animalista.

En esta ciudad figurativa, configurada al puro estilo de Metrópolis (1927), pero con una mayor complejidad étnica y cultural, el odio y la humillación acumulada por los grupos marginales (de perros) estalla generando una erupción social de gran intensidad que bien puede compararse al primer estallido social de estas características que se dio allá por 1965 en el barrio de Wats, en la ciudad de Los Ángeles, al afrontarse en la película como un hecho novedoso (al ser protagonizado por perros) que deja al descubierto una crisis social de la metrópoli posmoderna que hasta el momento permanecía oculta en cierto modo. Al igual que sucede en la realidad con estos conflictos violentos, el Estado trata de sofocarlos respondiendo con una represión que incrementa la violencia del conflicto, como se demostraba en la rebelión de las banlieues parisinas de 2005, que se prolongó durante un mes. Es en este contexto en el que el film húngaro reclama la importancia del diálogo para la resolución de conflictos, e incluso se atreve a hacer un pequeño guiño al poder de influencia de la música, en el que se ha depositado la confianza en numerosas ocasiones para llevar a cabo este cometido, como en aquella emblemática ocasión en que, poco antes de estallar la Guerra del Golfo, en un momento de máxima tensión internacional, los compases de la canción Imagine, de John Lennon, sonaron en la sala en la que se reunía el Consejo de Seguridad de la ONU, aunque aquella vez la batalla estuviera perdida de antemano.

Finalmente, con la resolución de este conflicto inmediato entre el ser humano y “su mejor amigo”, culmina esta original y arriesgada película, cargada de un gran significado social, pero que, a pesar de la firmeza que posee la parte de denuncia de su argumento, flaquea en la historia paralela que vive la niña ante la ausencia de su mascota, lo que ha zozobrado las posibilidades de que esta interesante pero no imprescindible obra húngara cosechara un mayor éxito que el logrado.


Pablo Redondo
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