Aunque me haya revuelto en el sofá durante el metraje, incómodo por la sensación que no sucede nada, espectador de un pase de diapositivas en movimiento sin tonos dramáticos y diálogos carentes de sentido, he de reconocer que la película me ha dejado buen sabor de boca. Reflexionar sobre ella tras el visionado es la grandeza de este film, pero para mi gusto hoy en día está sobrevalorada. Hace 40 años fue revolucionaria, un ejercicio de economía de producción y de cine independiente impecable, pero el lenguaje audiovisual ha evolucionado a cotas mayores y disfrutamos de la capacidad de entender la imagen y lo que sucede sin necesidad de que los personajes nos larguen la trama como diría Blake Snyder. Todas las escenas son planos secuencia, la fotografía es poética y los espacios donde pasa la acción se mueven entre lo solitario y lo claustrofóbico, convirtiéndose en un personaje más.

Los protagonistas masculinos son un tanto ridículos y carentes de personalidad, demasiado pasotas y sin aspiraciones. El azar forma parte de sus vidas, tanto en la búsqueda de dopamina como en el transcurso de su día a día. El personaje femenino tiene más ideales aunque rápido queda absorta por la desidia y el encierro que durante toda la película se vive.

Para finalizar, la poética del primer y el último plano podría interpretarse como un reemplazamiento de roles no deseados por ninguno de los afectados. Un empujón azaroso para uno y posiblemente una condena para otro.