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Críticas ordenadas por utilidad
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7
1 de febrero de 2025
1 de febrero de 2025
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como «Los músicos de Bremen», los protagonistas de «Flow», un insólito filme letón que se ha convertido en la sorpresa de este recién empezado 2025, no son humanos. Pertenecen a diferentes especies de animales y ante la inexorable mordedura de lo real, deberán aprender que su supervivencia consiste en ayudarse los unos a los otros. El viejo relato de los hermanos Grimm, el número 27 de su glosario de cuentos eternos, justo el que viene después del de Caperucita Roja, se ve hoy reseñado por una escultura cerca de Bremen donde un asno, un perro, un gato y un gallo conforman una torre de amistad.
Esa imagen metafórica sobre la solidaridad de las bestias y la ferocidad del ser humano sobrevuela por el mutismo de esta apasionante y críptica alegoría sobre un mundo sin habitantes humanos concebido por un joven animador letón.
Gints Zilbalodis (Riga, 1994) aparece ahora sin aviso, pero su trabajo ya venía siendo observado con fervor desde el festival de Annecy, probablemente el festival de animación más solvente de Europa, en cuyo foro se preludia la mejor cosecha del cine animado que viene. Annecyreúne lo mejor del cine de animación del mundo, el propio Zilbalodis lo conoce y así lo evidencia, y su «Flow» ha sido construido sobre el legado de los mejores maestros..
Como señala su título, «Flow» contiene en apenas 80 minutos un viaje iniciático en el transcurso de una inundación. Sin explicaciones ni previo aviso, sin diálogos pero sí con música y sonidos -el propio Zilbalodis aparece como uno de los dos compositores de la banda sonora- comienza la aventura de unos animales perplejos en una tierra asolada por las aguas y vaciada por completo de eso que llamamos humanidad. Sin noticias del hombre salvo por la presencia de sus ciudades, sus casas y sus monumentos, con barcas a la deriva y con la crecida sobrecogedora del nivel del agua, los animales se mueven desconcertados. Como no hablan ningún lenguaje humano, sus nombres jamás nos serán transmitidos. Un gato, un capibara de la familia de los roedores, un perro labrador, un ave secretario y un lémur anillado encabezan esa formación de amigos sin explicitud, compañeros sin ideario. La fábula del diluvio universal carece de Noé pero sin él, el reino animal aprende a sobrevivir en un mundo donde lo siniestro de la anegación de las aguas da paso, poco a poco, a la belleza de un mundo en armonía, una fábula de enorme belleza y aterrador imaginario.
Esa imagen metafórica sobre la solidaridad de las bestias y la ferocidad del ser humano sobrevuela por el mutismo de esta apasionante y críptica alegoría sobre un mundo sin habitantes humanos concebido por un joven animador letón.
Gints Zilbalodis (Riga, 1994) aparece ahora sin aviso, pero su trabajo ya venía siendo observado con fervor desde el festival de Annecy, probablemente el festival de animación más solvente de Europa, en cuyo foro se preludia la mejor cosecha del cine animado que viene. Annecyreúne lo mejor del cine de animación del mundo, el propio Zilbalodis lo conoce y así lo evidencia, y su «Flow» ha sido construido sobre el legado de los mejores maestros..
Como señala su título, «Flow» contiene en apenas 80 minutos un viaje iniciático en el transcurso de una inundación. Sin explicaciones ni previo aviso, sin diálogos pero sí con música y sonidos -el propio Zilbalodis aparece como uno de los dos compositores de la banda sonora- comienza la aventura de unos animales perplejos en una tierra asolada por las aguas y vaciada por completo de eso que llamamos humanidad. Sin noticias del hombre salvo por la presencia de sus ciudades, sus casas y sus monumentos, con barcas a la deriva y con la crecida sobrecogedora del nivel del agua, los animales se mueven desconcertados. Como no hablan ningún lenguaje humano, sus nombres jamás nos serán transmitidos. Un gato, un capibara de la familia de los roedores, un perro labrador, un ave secretario y un lémur anillado encabezan esa formación de amigos sin explicitud, compañeros sin ideario. La fábula del diluvio universal carece de Noé pero sin él, el reino animal aprende a sobrevivir en un mundo donde lo siniestro de la anegación de las aguas da paso, poco a poco, a la belleza de un mundo en armonía, una fábula de enorme belleza y aterrador imaginario.

7.0
12,615
7
1 de febrero de 2025
1 de febrero de 2025
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como nació con hambre de Óscar y con el colmillo retorcido y como su lecho se quiere ocultista y su prosa rebosa simbolismo, «The brutalist» impone una presencia demoledora. Provoca una fascinación desconcertante porque nada hay en ella con lo que se pueda empatizar. Al contrario, sus personajes incomodan. Son zombies sin alma. Fugitivos del horror y/o, a lo peor, ruinas humanas despellejadas de humanidad. Pero por diferentes razones, de ella se ha escrito más que de cualquier otra película en los últimos meses porque su director, Brady Corbet, ha pergeñado, más que una película, una declaración de intenciones sobre un judaísmo que arrastra las cicatrices del Holocausto con la convicción de que el mundo tiene una deuda impagada con el pueblo que Yavé escogió.
Durante seis años, Brady Corbet ha levantado con disfraz analógico y esqueleto digital, con el color y el formato de la Vistavisión de los años cincuenta, pero con la ayuda de la IA de la última generación, un artefacto descomunal, excesivo, melancólico y amenazador. Como ha sido bien difundido, su protagonista es un arquitecto húngaro salido de la Bauhaus y superviviente de la Soah. La enésima sustancialización del judío errante. Podría decirse pues, que László Toth, «un arquitecto a una nariz pegado», sirve a «The brutalist» para que en ella se hable de las doce tribus de narices torturadas por la insania nazi y, como proclama el protagonista encarnado por Brody , humilladas permanentemente por los dispersos y diversos adoradores de la cruz.
El Toth del filme le recuerda a su mujer que no se les quiere (a los judíos). No lo verbaliza pero, sobre su angustia adormecida por la morfina y en el bajo vientre de su sexo asustado, se escenifica el calvario de un arquitecto genial que vende su talento a un grosero descendiente del ciudadano Kane, un Donald Trump de hoy. De ahí que lo sustancial de esta obra se deba a la vieja disputa de dos credos, ese duelo sin fin de la estrella contra la cruz. Son hijas del mismo padre, progenitoras de idénticos delirios.
Y como reclama carnicería tan vieja, lo cabalístico y lo sibilino, lo que se oculta para ser visto solo por los escogidos, siembra el viaje de este arquitecto que pone tinieblas al camino de «El manatial» de Ayn Rand. Dicho de otro modo, entre Adrien Brody y el Gary Cooper de «The Fountainhead» (1949) llevada al cine por King Vidor, las semejanzas se quedan en el envoltorio.
No es necesario engañarse. Nada es gratuito en «The brutalist». Este periplo barniza un falso biopic porque ese arquitecto brutalista, al que Corbet bautiza como Toth, jamás existió. No busquen en Google un arquitecto llamado László Toth, no lo hallarán. Descubrirán sin embargo, como bien sabe su director, que ese nombre lo ostenta un geólogo húngaro que saltó a la fama por atentar contra la «Piedad» de Miguel Angel. Por cierto, esta «Piedad» martilleada con saña nos fue revelada de las entrañas de un bloque de mármol de Carrara, similar al que sirve al iconoclasta Toth de esta película para proyectar en ella una ¿satánica? cruz.
«The brutalist» ha sido levantada con la solemnidad que caracterizó algunas obras maestras de aspiración catedralicia por visionarios como Welles, Coppola, Kurosawa, Paul Thomas Anderson, Bertolucci o Cimino. Como ellos, Corbet afronta en apariencia este su tercer largometraje sin censuras ni frenos. A lo largo de 215 minutos, casi siempre con Brody al mando del plano, Brady Corbet (Arizona, 1988), quien como actor encarnó al sociópata Peter de la versión yanqui del Haneke de «Funny Games», se comporta como su personaje en aquel filme: provoca incertidumbre, tristeza y miedo. Con la estatua de la libertad cabeza abajo se abre el filme. Con una cruz invertida, periclita su relato. Dos gestos indubitables. Lo que está en juego no es la grandeza del individuo sino la eternidad de un templo. Si el Toth geólogo trató de acabar con la «Piedad» en el mundo real, el Toth arquitecto de esta política ficción, destroza la compasión. Sin ella, los perros que roen el pensamiento judeo-cristiano: la culpa, la mala conciencia y el resentimiento, lo devoran todo.
En esta lección de estilo sorprende que Brady recurra a la evidencia de la sevicia que sufre el arquitecto judío por su mentor «wasp» con una dramaturgia tan maniquea como absurdamente grosera y literal. Labrada con mimo, anémica en su argumento y más deslumbrante que densa en su devenir, tras sus tres horas y media de duración, nos deja solos y desolados con el ruido apocalíptico de este bombardeo político que, como Netanyahu, amenaza con hacerse con la tierra prometida sea cual sea su precio.
Durante seis años, Brady Corbet ha levantado con disfraz analógico y esqueleto digital, con el color y el formato de la Vistavisión de los años cincuenta, pero con la ayuda de la IA de la última generación, un artefacto descomunal, excesivo, melancólico y amenazador. Como ha sido bien difundido, su protagonista es un arquitecto húngaro salido de la Bauhaus y superviviente de la Soah. La enésima sustancialización del judío errante. Podría decirse pues, que László Toth, «un arquitecto a una nariz pegado», sirve a «The brutalist» para que en ella se hable de las doce tribus de narices torturadas por la insania nazi y, como proclama el protagonista encarnado por Brody , humilladas permanentemente por los dispersos y diversos adoradores de la cruz.
El Toth del filme le recuerda a su mujer que no se les quiere (a los judíos). No lo verbaliza pero, sobre su angustia adormecida por la morfina y en el bajo vientre de su sexo asustado, se escenifica el calvario de un arquitecto genial que vende su talento a un grosero descendiente del ciudadano Kane, un Donald Trump de hoy. De ahí que lo sustancial de esta obra se deba a la vieja disputa de dos credos, ese duelo sin fin de la estrella contra la cruz. Son hijas del mismo padre, progenitoras de idénticos delirios.
Y como reclama carnicería tan vieja, lo cabalístico y lo sibilino, lo que se oculta para ser visto solo por los escogidos, siembra el viaje de este arquitecto que pone tinieblas al camino de «El manatial» de Ayn Rand. Dicho de otro modo, entre Adrien Brody y el Gary Cooper de «The Fountainhead» (1949) llevada al cine por King Vidor, las semejanzas se quedan en el envoltorio.
No es necesario engañarse. Nada es gratuito en «The brutalist». Este periplo barniza un falso biopic porque ese arquitecto brutalista, al que Corbet bautiza como Toth, jamás existió. No busquen en Google un arquitecto llamado László Toth, no lo hallarán. Descubrirán sin embargo, como bien sabe su director, que ese nombre lo ostenta un geólogo húngaro que saltó a la fama por atentar contra la «Piedad» de Miguel Angel. Por cierto, esta «Piedad» martilleada con saña nos fue revelada de las entrañas de un bloque de mármol de Carrara, similar al que sirve al iconoclasta Toth de esta película para proyectar en ella una ¿satánica? cruz.
«The brutalist» ha sido levantada con la solemnidad que caracterizó algunas obras maestras de aspiración catedralicia por visionarios como Welles, Coppola, Kurosawa, Paul Thomas Anderson, Bertolucci o Cimino. Como ellos, Corbet afronta en apariencia este su tercer largometraje sin censuras ni frenos. A lo largo de 215 minutos, casi siempre con Brody al mando del plano, Brady Corbet (Arizona, 1988), quien como actor encarnó al sociópata Peter de la versión yanqui del Haneke de «Funny Games», se comporta como su personaje en aquel filme: provoca incertidumbre, tristeza y miedo. Con la estatua de la libertad cabeza abajo se abre el filme. Con una cruz invertida, periclita su relato. Dos gestos indubitables. Lo que está en juego no es la grandeza del individuo sino la eternidad de un templo. Si el Toth geólogo trató de acabar con la «Piedad» en el mundo real, el Toth arquitecto de esta política ficción, destroza la compasión. Sin ella, los perros que roen el pensamiento judeo-cristiano: la culpa, la mala conciencia y el resentimiento, lo devoran todo.
En esta lección de estilo sorprende que Brady recurra a la evidencia de la sevicia que sufre el arquitecto judío por su mentor «wasp» con una dramaturgia tan maniquea como absurdamente grosera y literal. Labrada con mimo, anémica en su argumento y más deslumbrante que densa en su devenir, tras sus tres horas y media de duración, nos deja solos y desolados con el ruido apocalíptico de este bombardeo político que, como Netanyahu, amenaza con hacerse con la tierra prometida sea cual sea su precio.
1 de febrero de 2025
1 de febrero de 2025
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se lamentaba hace años Ken Loach de que los nietos comienzan a preocuparse por descubrir quiénes fueron sus abuelos demasiado tarde, cuando ya no hay tiempo para saberse y hacerse cómplices como adultos. No es el caso del joven protagonista de «Lahn Mah» quien, junto a su abuela, marca el punto y contrapunto de un filme buenista y amable, convencional y tierno, pero nunca totalmente edulcorado.
Muy de vez en cuando nos llegan señales cinematográficas de Tailandia más allá de ese embajador afincado en Occidente llamado Apichatpong Weerasethakul y más acá del revólver «terrorífico» de los hermanos Pang , siempre a caballo entre su Tailandia natal y el cine de Hong Kong. El caso de Pat Boonnitipat (1998), de familia chino tailandesa, como la del protagonista de «Cómo hacerse millonario antes de que muera la abuela», proviene del mundo de las series de televisión. Ese carácter comercial presente en su primer largometraje riega con abundantes asideros emocionales una bonita historia entre dos representantes de dos mundos/tiempos antagónicos. La abuela vive sola, aferrada a sus tradiciones, dedicada pese a su edad a su trabajo de vendedora de comida tradicional. Su nieto revolotea ajeno al universo de sus ancestros, sumergido en las pantallas de móviles y ordenadores; ha dejado de ser el niño que fue sin asumir la responsabilidad del adulto en el que se ha convertido. En ese contexto familiar de intereses y egoísmos personales frente a la demanda de los afectos olvidados, Boonnitipat, coguionista y director, se asoma al interior de una temática que empieza a menudear en algunos textos fílmicos: la urgencia caníbal de los jóvenes por hacerse con la herencia de sus padres y abuelos.
Medio siglo después de «La balada del Narayama» de Shohei Imamura, algunos conceptos sustanciales en la relación entre padres e hijos han cambiado. El que aquí se pone en juego no esconde aristas ni espinas, tampoco hace demagogias a la hora de repartir el papel de buenos y malos. En todo caso, la emotiva y sentimental ópera prima de Boonnitipat afronta su mayor hándicap en su reiterada obsesión por cerrar todos los cabos, por adelantar todos los hechos. Una previsibilidad que resta espontaneidad a un cuento de hadas en el tiempo de hoy.
Muy de vez en cuando nos llegan señales cinematográficas de Tailandia más allá de ese embajador afincado en Occidente llamado Apichatpong Weerasethakul y más acá del revólver «terrorífico» de los hermanos Pang , siempre a caballo entre su Tailandia natal y el cine de Hong Kong. El caso de Pat Boonnitipat (1998), de familia chino tailandesa, como la del protagonista de «Cómo hacerse millonario antes de que muera la abuela», proviene del mundo de las series de televisión. Ese carácter comercial presente en su primer largometraje riega con abundantes asideros emocionales una bonita historia entre dos representantes de dos mundos/tiempos antagónicos. La abuela vive sola, aferrada a sus tradiciones, dedicada pese a su edad a su trabajo de vendedora de comida tradicional. Su nieto revolotea ajeno al universo de sus ancestros, sumergido en las pantallas de móviles y ordenadores; ha dejado de ser el niño que fue sin asumir la responsabilidad del adulto en el que se ha convertido. En ese contexto familiar de intereses y egoísmos personales frente a la demanda de los afectos olvidados, Boonnitipat, coguionista y director, se asoma al interior de una temática que empieza a menudear en algunos textos fílmicos: la urgencia caníbal de los jóvenes por hacerse con la herencia de sus padres y abuelos.
Medio siglo después de «La balada del Narayama» de Shohei Imamura, algunos conceptos sustanciales en la relación entre padres e hijos han cambiado. El que aquí se pone en juego no esconde aristas ni espinas, tampoco hace demagogias a la hora de repartir el papel de buenos y malos. En todo caso, la emotiva y sentimental ópera prima de Boonnitipat afronta su mayor hándicap en su reiterada obsesión por cerrar todos los cabos, por adelantar todos los hechos. Una previsibilidad que resta espontaneidad a un cuento de hadas en el tiempo de hoy.

7.5
3,835
7
6 de marzo de 2025
6 de marzo de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
Walter Salles (Río de Janeiro, 1956) cautivó a la cinefilia de medio mundo hace 27 años con «Estación central de Brasil» (1998), una radiografía realista y nada complaciente protagonizada por Fernanda Montenegro. Brutal y dolorosa, aquella crónica daba noticia de la vitalidad inextinguible de una cinematografía con maestros enormes, pero al mismo tiempo no ocultaba la miseria moral de su país arrasado por un sistema militarista, autoritario y criminal. Desde aquel filme, Salles se ha prodigado menos de lo que se esperaba. De hecho, desde su incursión en el mundo de Jack Kerouac, «On the road» (2011), no había dado señales de vida. Y en ese camino, un reguero de producciones dispares mucho más irregulares de lo que se nos prometía dieron noticia de una trayectoria más errática de lo esperable.
«Aún estoy aquí», como lo mejor de su cine, vuelve su mirada hacia el propio interior de su país para recrear un relato verídico inspirado en las memorias de Marcelo Rubens Paiva en las que narra el horror abisal del periplo de su madre, la esposa del diputado izquierdista Rubens Paiva, que fue detenido por el gobierno durante la dictadura militar de Brasil, en 1971.
Hijo del embajador y banquero ya fallecido Walter Moreira, Salles , este director conoce perfectamente el terreno que pisa. Con la seguridad que imprime recorrer tierra hollada, Salles construye en «Aún estoy aquí», una palpitante odisea levantada sobre un álbum fotográfico, una serie de estampas en movimiento con las que se dibuja el deseo de conmocionar, denunciar y convencer. Quienes recuerden «Estación central de Brasil» no habrán olvidado el último detalle de aquel viaje iniciático entre un huérfano y una maestra desengañada, donde las fotos del final se imponían como un lazo afectivo para transcender.
Aquí todo gira en torno a fragmentos de vida. Reconstruida con devoción ante la historia real que ilustra, el filme recrea el comienzo de los 70 y el miedo de una sociedad en la que los derechos civiles habían desaparecido. Salles, que no oculta su deseo de perturbar, encierra su relato en una crónica descarnada que ancla su desenlace con dos saltos temporales de discutible necesidad. Se permite un autohomenaje al contar con Fernanda Montenegro, madre de Fernanda Torres, para encarnar al mismo personaje y con ella regresa un Salles que parece hacer el cine con colmillos que antes hacía.
«Aún estoy aquí», como lo mejor de su cine, vuelve su mirada hacia el propio interior de su país para recrear un relato verídico inspirado en las memorias de Marcelo Rubens Paiva en las que narra el horror abisal del periplo de su madre, la esposa del diputado izquierdista Rubens Paiva, que fue detenido por el gobierno durante la dictadura militar de Brasil, en 1971.
Hijo del embajador y banquero ya fallecido Walter Moreira, Salles , este director conoce perfectamente el terreno que pisa. Con la seguridad que imprime recorrer tierra hollada, Salles construye en «Aún estoy aquí», una palpitante odisea levantada sobre un álbum fotográfico, una serie de estampas en movimiento con las que se dibuja el deseo de conmocionar, denunciar y convencer. Quienes recuerden «Estación central de Brasil» no habrán olvidado el último detalle de aquel viaje iniciático entre un huérfano y una maestra desengañada, donde las fotos del final se imponían como un lazo afectivo para transcender.
Aquí todo gira en torno a fragmentos de vida. Reconstruida con devoción ante la historia real que ilustra, el filme recrea el comienzo de los 70 y el miedo de una sociedad en la que los derechos civiles habían desaparecido. Salles, que no oculta su deseo de perturbar, encierra su relato en una crónica descarnada que ancla su desenlace con dos saltos temporales de discutible necesidad. Se permite un autohomenaje al contar con Fernanda Montenegro, madre de Fernanda Torres, para encarnar al mismo personaje y con ella regresa un Salles que parece hacer el cine con colmillos que antes hacía.
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