You must be a loged user to know your affinity with Juan Poz
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred
6
14 de enero de 2017
14 de enero de 2017
30 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me temo que me van a dar de tortas anticríticas hasta en el carnet de internetidad, pero La La Land es, para quien lleva el musical en la sangre cinéfila desde hace cincuenta años, un auténtico refrito sin inspiración, lleno de clichés, con un nulo sentido de la filmación del “número”, despreciando la breve narración que exige la filmación de cada uno de ellos, y, a veces, con una puesta en escena que parece anular incluso el desarrollo del número, como ocurre en el de la casa que comparte la protagonista con sus amigas. Hay muy buenas canciones -Start a fire es magnífica-, y, excepto de Lovely Night Dance, quizás el mejor número de la película, de casi ninguna de ellas sale un número que pueda quedar en el recuerdo, como, preceptivamente, para que la película pueda formar parte de lo mejor del género, ha de suceder. De hecho, la extraordinaria City of lights no pasa de ser una pieza a la que no se le saca el partido que permite, a pesar de su pegadiza emotividad. A mi entender, Chazelle no ha acabado de captar algunas leyes básicas del género y se ha quedado a medio camino entre una historia tópica de aspirantes a triunfadores, de perseguidores del gran sueño americano del éxito, aquí “perpetrado”, en el caso de ella, con algo más que con el recurso deus ex machina; en el de él, más congruente con la renuncia temporal a “su sueño” a modo de inversión para poder conseguirlo más adelante. La historia es tan endeble que ni Gosling ni Stone saben nunca ni qué cara poner ni siquiera cómo dotar de cierta verosimilitud a unos personajes tan acartonados y tópicos que apenas, cuando llegan las fases dramáticas de su desencuentro, saben por qué actúan como lo hacen, salvo porque, como en las viejas películas del “destape”, “lo exige el guion”. No acaban de conseguir funcionar como pareja, no hay, digámoslo tópicamente, para estar a la altura de la película, la química imprescindible que enamore a los espectadores, que les haga seguir sus lances vitales con la emoción con que el guion pretende que los sigamos. No me gusta autocitarme, pero quien quiera saber exactamente qué significa el musical para mí, haría bien en leer esta crítica de tres clásicos del género, http://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com.es/2016/12/sombrero-de-copa-amanda-y-bodas-reales.html, donde resumo brevemente algunas de sus características esenciales que La La Land incumple, a mi modesto entender, flagrantemente. Quien tiene en la memoria títulos como Pennies from Heaven o la mismísima Singing in the rain, por no hablar de la maravilla de maravillas que es Los paraguas de Cherburgo, por ejemplo, difícilmente puede salir de ver La La Land sin una sensación de frustración, de “no es esto, no es esto”, que lo acompaña en la digestión difícil de tantas esperanzas como había puesto en este estreno. Decir, por ejemplo, que a la película le falta la “magia” del género, esa sensación que el espectador tiene de “necesitar” levantarse de la butaca y arrancarse a bailar, dejándose llevar por una coreografía que se crea con la instantaneidad de la inspiración que le transmite la música que oye, puede ser malentendido, pero en mi caso particular de veterano amante del género es “la piedra de toque” definitiva para saber si estoy ante un verdadero musical, ante una burda imitación o ante una desangelada recreación. No hace mucho vi Oklahoma, uno de esos clásicos que, ¡afortunadamente!, aún no había visto, y puedo decir que toda La La Land no se acerca ni siquiera mínimamente al número de la ensoñación de la protagonista, Out of my dream, una de las cumbres del género, sin duda. He de añadir, porque si no lo hago reviento, una circunstancia personal que puede haber enturbiado mi percepción de la película, pero de ningún modo embotado mi sentido crítico, hubo un momento -¡maldito momento!- en que sobre el rostro de Emma Stone se me calcó el del último Michael Jackson, y apenas hubo ya escena en que esa terrible fusión no me arruinara la función. Me fue imposible, a pesar de mis esfuerzos, apartarme de esa identificación que en modo alguno le hace justicia a una actriz tan estupenda y hermosa. La película está llena de aciertos visuales, porque Chazelle tiene un fantástico sentido de la puesta en escena y ha sabido mover a sus personajes en secuencias llenas de inspiración estilística, como la de la continuación de la película Rebelde sin causa, que se malogra en el viejo cine de reestrenos donde la ven los protagonistas, y que se “consuma”, por así decirlo, en el Observatorio Griffith real, donde se rodó la escena de la lucha de James Dean. En él Chazelle le saca un excelente partido al edificio y logra una secuencia muy inspirada, aunque la coreografía sin gravedad no consiga ni sorprender ni emocionar, por cierto. Pero, lamentablemente, eso es algo común a muchos números de la película, como la de los desaprovechados escenarios teatrales de la ribera del Sena, por ejemplo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Como la historia del desencuentro amoroso de los aspirantes es algo tan visto, he de reconocer que el contrapunto fantástico con que cierra Chazelle la película le concede un giro argumental que, aunque tan antiguo como el tan criticado sueño de El último, de Murnau, le pone un broche a la altura de sus innegables dotes artísticas. Que lo mejor de un musical sea la música no siempre, paradójicamente, es lo suyo, aunque suene a boutade. En este caso, he de reconocer que la obra de Justin Hurwitz tiene, en todo momento, un extraordinario nivel de inspiración. Que no haya el necesario machihembrado entre la historia y las canciones es algo que solo puede entenderse desde ese incumplimiento de las leyes del género del que he hablado en esta crítica. El musical y el realismo puro y duro se dan de coces, y eso es lo que, a mi juicio, ocurre en la película, y ahí están esas escenas feístas de las fiestas angelinas, tan agresivas estéticamente, by the way. Si hubiera habido algo más de “fabulación”, en vez de una suerte de crónica realista de los esfuerzos de los dos jóvenes por triunfar en un medio tan competitivo y en una ciudad tan desconsiderada para con los L (los losers) como L.A -y en la desesperación de la protagonista ante sus fracasos en los castings he encontrado lo mejorcito de la película-, y en ella, en la fábula, hubieran tenido los números musicales su razón de ser de forma “natural”, con ese hermoso artificio de los números que parecen nacer de la situación como su forma biológica de ser -me viene ahora el Let’s misbehave de Pennies from Heaven con un Christopher Walken maravilloso, striptease incluido…-, posiblemente, con la potencia imaginativa de la película que demuestra Chazelle, estaríamos hablando ahora, posiblemente de un nuevo clásico del género. Salí del cine con esa idea, la de que se había desperdiciado un excelente material, acaso porque el director -quien confesó no ser precisamente un amante de los musicales- se ha dejado llevar por el recuerdo de lo que fueron las cimas del género más que por la necesidad de lo que el género-en-sí exige. Dicho en otras palabras, me parece infinitamente más eficaz como musical El otro lado de la cama, de Emilio Martínez-Lázaro, que esta La La Land que pretende ser inolvidable y naufraga en el tópico y en la irrelevancia, en cierto discurrir anodino por caminos tan trillados como lamentablemente poco recreados con ese máximum de inspiración que el género impone a quienes se acercan a él con la humildad innegociable con que han de hacerlo. Una lástima. Pero quedan la música y no pocas imágenes a la altura del genio creador de Chazelle.
6
27 de diciembre de 2019
27 de diciembre de 2019
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine español trató de adaptar los códigos narrativos del cine negro desde bien poco después el final de la Guerra Civil, así que el país comenzó a despertar, poco a poco, de tan trágico suceso. Las películas policiacas barcelonesas, muchas y muy buenas, en la década de los 50 están presentes en la cuidada realización de esta versión de una novela de Mario Lacruz, El inocente, cuyo guion escribieron al alimón él y Forn. La sinfonía de puntos de vista que es la novela, amén de los flash back que la estructuran, exigen del espectador una visión atenta para no perder el hilo de una trama que sigue en lo esencial, los pasos del hijo cuyo padre adoptivo es encontrado muerto en su casa, presumiblemente asesinado.
La acción se inicia en Sitges, donde la policía encuentra al hijo del fallecido, aunque los espectadores aún no sabemos nada del caso, en un hotel, completamente desorientado, como viviendo en una nube, pálido y sin saber ni qué le ocurre ni casi quién es y mucho menos dónde está. En el fantástico trayecto a través de las cuestas del Garraf, con planos espectaculares del coche bordeando los mojones que previenen de despeñarse por los riscos de esa carretera trazada prácticamente sobre el mar, el detenido sufre la tentación de abrir la portezuela del coche de policía y lanzarse al vacío. Lo que hace, sin embargo, es, tras llegar a Barcelona, aprovechar la parada en un semáforo para abrir la puerta y escaparse del policía que, antiguo futbolista, no puede alcanzar al huido por culpa de una lesión que le impide correr, y que sus superiores ignoraban que padeciera.
A partir de ese momento, se inicia la larga huida del sospechoso de asesinato, un Antonio Vilar -actor portugués que desarrolló una prolífica carrera en España, y a quien ya vi en La calle sin sol, de Rafael Gil, un drama social ambientado en el Raval de Barcelona, una película espléndida- ajustadísimo a un papel bien curioso, porque, como confesaría Lacruz en su momento, debido a la censura de la época, la acción y los personajes, con nombres extravagantes, buscaban descontextualizar una obra en la que, sin embargo, había referencias sociales inequívocas y que en la presente película han desaparecido, como la de los maquis, por ejemplo.
El protagonista está convencido de su inocencia, pero no descarta que pueda ser también culpable y que padezca una amnesia que le impida recordar las circunstancias del asesinato que bien podría haber cometido, por las malas relaciones que tenía con su padre, quien lo visitó para pedirle mucho dinero.
Hay, en la película una insinuación evidente de una relación incestuosa entre los hermanastros, porque la hermanastra enseguida se apresura a tratar de ayudarlo, como ya hizo otras veces, como cuando fue expulsado del colegio, lo cual nos pone en antecedentes de un hijo conflictivo que choca, sin embargo, con el presente del personaje. Ese presente desorientado, como si el protagonista viviera fuera de la realidad, lo asocian los críticos, al parecer, con la confusión y la angustia vital del existencialismo entonces dominante, como corriente filosófica en el continente.
A esta trama familiar ha de sumarse la aparición de un José María Rodero, siempre eficacísimo, que interpreta al inspector de la agencia de seguros que ha de pagar a la familia una póliza de vida bien cuantiosa, excepto que él sea capaz de «descubrir» que, frente a lo que parece presentarse como una muerte accidental, lo que en realidad ha habido es un asesinato. No tardaremos en descubrir que su interés viene alentado por el deseo de hacer méritos para ser destinado a la central suiza de la firma, razón por la que…, mejor lo dejo aquí, para no multiplicar las pistas, algo de lo que la película se encarga con profusión.
La acción se inicia en Sitges, donde la policía encuentra al hijo del fallecido, aunque los espectadores aún no sabemos nada del caso, en un hotel, completamente desorientado, como viviendo en una nube, pálido y sin saber ni qué le ocurre ni casi quién es y mucho menos dónde está. En el fantástico trayecto a través de las cuestas del Garraf, con planos espectaculares del coche bordeando los mojones que previenen de despeñarse por los riscos de esa carretera trazada prácticamente sobre el mar, el detenido sufre la tentación de abrir la portezuela del coche de policía y lanzarse al vacío. Lo que hace, sin embargo, es, tras llegar a Barcelona, aprovechar la parada en un semáforo para abrir la puerta y escaparse del policía que, antiguo futbolista, no puede alcanzar al huido por culpa de una lesión que le impide correr, y que sus superiores ignoraban que padeciera.
A partir de ese momento, se inicia la larga huida del sospechoso de asesinato, un Antonio Vilar -actor portugués que desarrolló una prolífica carrera en España, y a quien ya vi en La calle sin sol, de Rafael Gil, un drama social ambientado en el Raval de Barcelona, una película espléndida- ajustadísimo a un papel bien curioso, porque, como confesaría Lacruz en su momento, debido a la censura de la época, la acción y los personajes, con nombres extravagantes, buscaban descontextualizar una obra en la que, sin embargo, había referencias sociales inequívocas y que en la presente película han desaparecido, como la de los maquis, por ejemplo.
El protagonista está convencido de su inocencia, pero no descarta que pueda ser también culpable y que padezca una amnesia que le impida recordar las circunstancias del asesinato que bien podría haber cometido, por las malas relaciones que tenía con su padre, quien lo visitó para pedirle mucho dinero.
Hay, en la película una insinuación evidente de una relación incestuosa entre los hermanastros, porque la hermanastra enseguida se apresura a tratar de ayudarlo, como ya hizo otras veces, como cuando fue expulsado del colegio, lo cual nos pone en antecedentes de un hijo conflictivo que choca, sin embargo, con el presente del personaje. Ese presente desorientado, como si el protagonista viviera fuera de la realidad, lo asocian los críticos, al parecer, con la confusión y la angustia vital del existencialismo entonces dominante, como corriente filosófica en el continente.
A esta trama familiar ha de sumarse la aparición de un José María Rodero, siempre eficacísimo, que interpreta al inspector de la agencia de seguros que ha de pagar a la familia una póliza de vida bien cuantiosa, excepto que él sea capaz de «descubrir» que, frente a lo que parece presentarse como una muerte accidental, lo que en realidad ha habido es un asesinato. No tardaremos en descubrir que su interés viene alentado por el deseo de hacer méritos para ser destinado a la central suiza de la firma, razón por la que…, mejor lo dejo aquí, para no multiplicar las pistas, algo de lo que la película se encarga con profusión.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El planteamiento está claro, pues, hay dos investigaciones paralelas que la trama va siguiendo con alguna pequeña confusión, como cuando se mezcla por el medio, casi con afán de despistar, una turbia relación del protagonista con lo que parecen ser hampones de cuello blanco, lo que sirve como Macguffin, ciertamente, pero complica en exceso la trama y despista lo suyo. Con todo, esa diseminación de posibles culpables se «endereza» pronto y enseguida sabemos a qué atenernos, pero, mientras tanto, la fatalidad ha jugado sus bazas y lo insospechado acaba irrumpiendo con la fuerza con que penetra lo absurdo siempre en la frágil racionalidad humana de la especie.
La realización, muy cuidada, estamos en la segunda película de Forn y tiene precedentes muy ilustres en el cine español, como Muerte de un ciclista, de J.A.Bardem, aunque Forn cuenta con menos medios de los que sabe extraer una total efectividad. Los exteriores están perfectamente seleccionados y la alternancia entre Barcelona y Tarragona en cuyo puerto, con unos espléndidos planos tiene lugar el desenlace, nos permite una variedad singular en aquellos años en que la ciudad condal era el escenario privilegiado de las mejores películas policiacas españolas. La visión que ofrece Forn de la permisiva noche barcelonesa, y de una policía poco escrupulosa en términos morales, pretende acogerse a la libertad del género negro, en el que no son infrecuentes ciertas psicologías torturadas como la que se nos muestra del protagonista, y en la que, realmente, no acaba nunca la película de «entrar» de forma convincente, aunque el protagonista sí que la interprete con total convicción.
Incluso la banda sonora, una suerte de jazz estruendoso, con mucho metal, compuesta por un clásico de la filmografía española como el Maestro Federico Tudó, en cuyo haber hay más de 82 películas de todo tipo y condición, contribuye a esa adscripción genérica que forma parte de las aspiraciones del director, sin duda.
En conjunto, y a pesar del laberinto de pistas que se siembra en el metraje, Forn resuelve muy bien tanto el planteamiento como el desenlace, y consigue atraer la atención del espectador no solo a la trama en sí, sino, sobre todo, en este 2019 que languidece, aquella sociedad de los años 60 a punto de iniciar un proceso sociológico hacia la imposible modernidad de la que la separaban unos 20 años de distancia…
La realización, muy cuidada, estamos en la segunda película de Forn y tiene precedentes muy ilustres en el cine español, como Muerte de un ciclista, de J.A.Bardem, aunque Forn cuenta con menos medios de los que sabe extraer una total efectividad. Los exteriores están perfectamente seleccionados y la alternancia entre Barcelona y Tarragona en cuyo puerto, con unos espléndidos planos tiene lugar el desenlace, nos permite una variedad singular en aquellos años en que la ciudad condal era el escenario privilegiado de las mejores películas policiacas españolas. La visión que ofrece Forn de la permisiva noche barcelonesa, y de una policía poco escrupulosa en términos morales, pretende acogerse a la libertad del género negro, en el que no son infrecuentes ciertas psicologías torturadas como la que se nos muestra del protagonista, y en la que, realmente, no acaba nunca la película de «entrar» de forma convincente, aunque el protagonista sí que la interprete con total convicción.
Incluso la banda sonora, una suerte de jazz estruendoso, con mucho metal, compuesta por un clásico de la filmografía española como el Maestro Federico Tudó, en cuyo haber hay más de 82 películas de todo tipo y condición, contribuye a esa adscripción genérica que forma parte de las aspiraciones del director, sin duda.
En conjunto, y a pesar del laberinto de pistas que se siembra en el metraje, Forn resuelve muy bien tanto el planteamiento como el desenlace, y consigue atraer la atención del espectador no solo a la trama en sí, sino, sobre todo, en este 2019 que languidece, aquella sociedad de los años 60 a punto de iniciar un proceso sociológico hacia la imposible modernidad de la que la separaban unos 20 años de distancia…
19 de enero de 2017
19 de enero de 2017
13 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
La obra comienza presentándonos a un director de cine, apellidado Godard, que vive en un hotel y a quien, al salir, un botones de origen italiano (la acción transcurre en varias localidades de Suiza) acosa para que tenga relaciones sexuales con él, “¡deme por culo, señor Godard!”, le suplica con una pasión que desconcierta al protagonista, quien no puede impedir que el fogoso empleado del hotel introduzca la cabeza en el coche y lo bese con ardiente deseo. A partir de ahí, la historia se centrará en la imposibilidad del protagonista de cuajar una relación estable con su pareja y la dificultad de relación obvia que tiene con su exmujer y su hija adolescente. De forma paralela, se nos cuenta la historia de una prostituta que acabará instalándose en el piso que deja libre la pareja rota del protagonista y su enamorada, quien decide dejarlo todo, el trabajo en la televisión, y marcharse al campo para replantearse su vida. El protagonismo va derivando suavemente del director a la prostituta, cuyas aventuras se nos muestran con una fría sordidez que pone de relieve la vivencia mecánica y aburrida del deseo sexual o de su ausencia, mejor dicho, porque las aventuras sexuales de la protagonista se centran más en la ficción del sexo que en su práctica placentera, como es el caso del cuarteto que se nos ofrece en un hotel de, como le dice el empleador, cualquier lugar del mundo: “vas, estás dos noches y vuelves”, y cobra. La película está concebida casi como un collage y es muy frecuente el uso de recursos como la cámara lenta, para la relación entre las personas, encuentros, despedidas, besos…, como para el retrato del paisaje, momento en que se consigue una suerte de textura impresionista, con los trazos desvaídos, muy sugerente. El protagonista lee, frente a unos alumnos, un texto de carácter autobiográfico que puede adjudicársele, perfectamente, al propio director, Jean-Luc Godard: “Dirijo, porque no tengo el valor para no hacer nada”. La imposibilidad de entregarse a la pereza virtuosa es, pues, el origen de una obra en permanente evolución y transformación, como es la de Godard, siempre atento a la experimentación y jamás complacido con los hallazgos, siempre dispuesto a explorar un lenguaje, el de las imágenes, mediante el que hacernos llegar una visión del mundo contemporáneo en el que, hablamos ahora de los años 80, aún lejana la crisis primera del 87, la vida burguesa se manifestaba con toda la seguridad e hipocresía propia de un reinado pronto a caducar, al menos en los términos de seguridad y confianza en el futuro que se exhibe en la cinta. No hay, en la narración, una fluidez basada en transiciones que aspiren a enlazar las diferentes historias, sino cortes secos que nos llevan de unas a otras con esa gélida desesperanza con que el protagonista afronta su fracaso amoroso, que acaba convirtiéndose en fracaso vital, porque su muerte y la glacial respuesta de su ex: “déjalo, no es asunto nuestro”, ante la leve inquietud de la hija, que no sabe si acudir a socorrerlo, ponen un punto final estremecedor a la película. La película está dividida en cuatro capítulos, al modo de una composición musical, una sonata, algo que se confirma con la irrupción de la orquesta en la última secuencia, corporeizando la banda sonora a través de un travelín de la hija y la madre, entre las que se fragua una disensión que hace prever un inmediato desencuentro. La visión de la ciudad, de los edificios, del tráfico, de la agitación comercial, como el plano fijo de una avenida comercial que sirve de contrapunto a un encuentro de la prostituta, una excepcional Isabelle Huppert, cuyo personaje se llama como ella, Isabelle, acaso para reforzar, en el plano de la actuación, una identificación morbosa con su personaje, algo que ha condicionado, sin duda, su carrera como actriz, a juzgar por los personajes que le han ido encargando a lo largo de su vida, aunque en una carrera tan prolífica como la suya ha tenido tiempo para interpretar todas las personalidades imaginables. No olvidemos que la escritora que es pareja de Paul Godard, un Jacques Dutronc algo estrafalario y casi grotesco, se apellida Rimbaud…, es decir, que hay un sutil juego de identidades cambiadas con el que Jean-Luc Godard ha querido explorar los límites de la identidad, aunque acotando su investigación a la difícil vivencia de la sexualidad y a la casi imposible del amor. Se desprende de la película una frialdad como de moneda, o de contaminación; pero en modo alguno el espectador deja de tener interés en el destino casi burocrático de esos tristes personajes. La película tiene algo como de epílogo resignado de las infantiles andanadas anticapitalistas de películas combativas suyas de los años 60 y 70, como si hubiera querido recrearse en la derrota de la Revolución, como se insinúa sutilmente en la película al constatar que Fidel Castro seguía en el poder porque para ambas potencias era algo así como las tablas de la partida de ajedrez, aunque ello implicara la imposibilidad de desarrollarse materialmente y la obligación estratégica de vivir en la pobreza. Pues eso.
8
22 de enero de 2017
22 de enero de 2017
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ayer estrenaba televisión y, por puro azar, tras programar el aparato, recalé en La noche del cine español, ignorando qué película se había programado para esa noche. Al ver en los títulos de crédito que era una película de Rafael Gil, me acomodé en el sofá y me dispuse a darle el crédito que se había ganado con las tres películas que en este mismo ciclo ya he visto: La guerra de Dios, La Calle sin sol y Camarote de lujo, tres películas que bastan para acreditar una excelencia realizadora que Murió hace quince años ha acabado de remachar. Es cierto que Gil ha dirigido, sobre todo hacia el final de su carrera, bodrios infumables, pero las películas citadas, y supongo que otras muchas de su extensísima carrera, son prueba irrefutable de que no se trata de un director adocenado o “artesano” -que es calificación que sube un grado en la jerarquía respecto del realizador que trabaja “de encargo”-, sino de un creador al que ha de concedérsele el valor que indudablemente tiene en la Historia del cine español. Murió hace quince años es un thriller político-policial bastante atrevido para la época, porque, más allá de la impecable división entre patriotas y revolucionarios sanguinarios, bandos que se ajustaban a la realidad propagandística del Régimen de forma impecable, tanto los “peligrosos” agentes comunistas infiltrados en España para trabajar en pos de la Revolución, como los abnegados policías del Régimen, están vistos desde una óptica narrativa bastante respetuosa para con la coherencia del discurso de cada cual, aunque es evidente el sesgo patriótico desde el que se plantea la acción dramática, algo más que curiosa. Ciertas debilidades del guion llaman la atención, como que el hijo de un alto mando franquista haya acabado viajando a Rusia, cuando, supuestamente, todos esos niños eran hijos de republicanos que temieron por sus vidas y decidieron dar el paso traumático de llevarlos a la “gran patria del comunismo mundial”. Las escenas de la educación del protagonista, de la formación como “agente” operativo de la Revolución, dispuesto a intervenir allá donde se den las “condiciones objetivas” para propiciar revueltas contra el sistema capitalista, constituirían una cierta novedad en las pantallas españolas de la época, porque la adhesión del protagonista al ideal revolucionario por el que lucha sabe Paco Rabal transmitirlo a la perfección. Hay algo en él de “agente programado”, casi de cíborg, que será puesto en una situación límite que devendrá el núcleo dramático del conflicto sentimental que lo pondrá a prueba: infiltrarse en su hogar, como niño que vuelve del infierno para ganarse el cielo del Régimen, y hacer el papel de agente doble: ganarse la confianza de su padre y sus superiores, traicionando, para ello, a otros agentes, y, después, espiar a su padre para alertar a sus superiores de Moscú sobre lo que el Régimen conoce de sus agentes en España. El papel de agente doble, del que las dos fuerzas acaban desconfiando, lo saca adelante Rabal con una convicción total, por más que, en el desarrollo de la trama, poco a poco vayan calando en él viejas emociones de cuando fue niño, emociones que rechaza con la seguridad de quien comulga con los valores inculcados durante su periodo de adoctrinamiento. Solo al final, cuando sus superiores lo ponen ante la prueba definitiva, llevar a su padre a una emboscada de la que no saldrá con vida, el personaje recobrará la fibra moral de la redención a través de la “llamada de la sangre”, podríamos decir, sin pecar de efectistas, porque es el momento en el que, como una anagnórisis diferida a lo largo de toda la historia, el protagonista alerta a su padre llamándolo por vez primera con ese nombre que sale de su garganta como un grito de arrepentimiento y de celebración: ¡Padre!, le grita cuando quiere evitar que, en un recorrido nocturno y solitario por las calles de Madrid, con unos planos que recuerdan en todo momento El tercer hombre y con un juego de sombras en los muros casi de carácter expresionista, el padre se meta en la cobarde trampa que él ha urdido. La puesta en escena de ese final de cine negro de muchos quilates no es la única que permite apreciar los sólidos valores cinematográficos de esta cinta de Gil, porque la persecución en El Escorial de un revolucionario al que traiciona el hijo para congraciarse con las autoridades es, así mismo, modélica. De igual manera, el encuentro del protagonista, en un escenario que parece de extrarradio, con un agente a quien también liquida, con el mismo propósito, está filmado con una estética del mejor cine negro, del que esta película, y así debe de ser vista, es un magnífico ejemplo. Está claro que el conflicto entre política y sentimientos lo ganan los segundos, en un final como corresponde al lugar y a la época en que se rueda la película, pero no es menos cierto que durante la mayor parte del metraje el tenso doble juego del protagonista sabe mantener en vilo la atención de los espectadores y en total incertidumbre hacia qué platillo de la balanza acabarán decantándose los acontecimientos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En resumidas cuentas, se trata de una película que, lejos de caer en el propagandismo fácil del Régimen, supone una incursión honesta en las magras perspectivas de la agitación comunista revolucionaria en la España de principios de los 50. Quienes ayer se la perdieron, deberían recuperarla. Seguro que coinciden conmigo en la revalorización de un director como Rafael Gil. Por otro lado, ha de reconocérsele la habilidad con que supo conseguir que tres de los mejores directores de fotografía del cine español trabajaran con él en esta película. Nada menos que Alfredo Fraile, quien ha dirigido dos películas en las que la fotografía tiene un valor protagonista, Muerte de un ciclista , de Bardem, y Las aguas bajan negras, de Sáenz de Heredia, ambas vistas en este programa impagable que es Historia del cine español; Pablo Ripoll, que fotografió Brigada criminal, de Iquino, uno de los grandes éxitos del cine policiaco español; y Enrique Guerner (que es castellanización del austriaco Heinrich Gärtner), que fotografió películas clásicas como El cebo y Marcelino, pan y vino, ambas de Vadja, Los últimos de Filipinas, de Antonio Román o esa rareza sociológica que es Raza, de Sáenz de Heredia, con guion del cinéfilo Franco.

5.9
1,329
8
3 de noviembre de 2017
3 de noviembre de 2017
9 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me niego a utilizar la traducción española del título de la última película de Hazanavicius, Mal genio, porque no solo la banaliza, sino que, además, la emparenta con aquel Mejor…imposible, de Brooks, con Jack Nicholson, y, finalmente, moraliza con notoria puerilidad, en su doble lectura, una vida tan poco sujeta a juicios de ese tipo como la de Jean-Luc Godard. “El formidable” o “El temible”, pues se refiere a un navío de la armada francesa que participó, por cierto, en la batalla de Trafalgar, como se deduce de la propia película, en la que se sigue una suerte de crónica radiofónica del navío que surca los mares haciendo honor a su nombre, y que bien serviría para resumir lo que fue un decenio de aventura política y cinematográfica del autor, sería más apropiado. El cine francés lleva una buena racha de pelícu biográficas, a la que ha de añadirse la presente, que nos han acercado, con muy buenos resultados cinematográficos, personajes tan singulares como Edith Piaf, Serge Gainsbourg, Coco Chanel o Yves Saint-Laurent. A ello han contribuido no solo unos sólidos guiones y unas direcciones que se han apartado del género del biopic, en busca de una visión más o menos personal de los biografiados, sino, esencialmente, haber podido contar con actores y actrices que nos han permitido, por su parecido con los biografiados, hacernos a la idea de que estábamos viéndolos realmente en la pantalla, como en el caso extraordinario de la película sobre Gainsbourg, ciertamente. Louis Garrel, perfectamente caracterizado, se ha metido de lleno en su papel, por más que, a la hora de interpretar al director, este crítico haya advertido la excesiva influencia del trabajo de Jean Pierre Leaud y de Woody Allen, a partes desiguales, los mimbres básicos con los que ha confeccionado su personaje; como si no hubiera podido acertar con el tono exacto de un recreación que, también es cierto, se antoja difícil de cifrar en unas maneras que vayan más allá de las que el autor ha usado. El tono de ligera comedia iconoclasta también ha contribuido lo suyo a que a muchos espectadores acaso les descoloque la visión del personaje que se da en la película, ceñida a una crisis de pareja que se inicia con la participación entusiasta de Godard en la revolución frustrada del mayo francés del 68. Para no defraudar a los posibles lectores de esta crítica, me remito a las que hice de las películas que Godard filmó durante esa época, principalmente La china y luego Todo va bien, criticadas conjuntamente aquí, porque la película de Hazanavicius, basada en dos obras escritas por su mujer y musa, Anne Wiazemsky, se centra sobre todo en los esfuerzos por propulsar la carrera internacional de una obra “maoísta” que, sin embargo, no solo fue rechazada por la embajada China, sino mal aceptada por los supuestos destinatarios de la misma: la clase trabajadora y los intelectuales con ella hermanados. No me extraña que Godard “pase” olímpicamente de la película de Hazanavicius, porque, a mi entender, la dimensión grotesca de unos años hiperideologizados de la vida de un autor tan inabarcable como Godard, con tantas películas trascendentales en la Historia del cine, son fácil presa para la sátira amable, pero no se construye con ellos un análisis del delirio ideológico que sufrió Godard. He de confesar que cuando vi La china, y lo digo en la crítica, estaba convencido de que la posición crítica de Godard frente a lo que narraba pretendía mostrar la debilidad burguesa de unos revolucionarios de pacotilla que confundían la realidad con la fantasía, encerrados en un piso de lujo de la familia de la protagonista, Anne Wiazemsky, a quien Godard descubrió en una hermosísima película de Bresson, Al azar de Baltasar, cuya crítica puede consultarse aquí, y no cejó hasta conseguir reemplazar con ella el vacío que le había dejado Anna Karina. Estamos, pues, ante una historia de amor en la que los miembros de la pareja se llevan casi 18 años, y uno de ellos, Godard, es un cineasta consagrado y, como no puede ser de otro modo, permanentemente en crisis. El retrato del autor no es complaciente con él y lo presenta desde una perspectiva muy crítica como un ser dominante, autoritario, celoso, egocéntrico y maleducado, que no son, en principio, cualidades incompatibles con la alta creación cultural, desde luego. De hecho, lo que se pretende establecer en la película es la estrecha relación entre la concepción hiperideologizada de Godard y el escaso fuste de las películas que rodó en esa década convulsa en que quiso revolucionar el cine y apenas consiguió sino la irrelevancia y hasta el olvido o el desestimiento de sus antiguos seguidores incondicionales. Con todo, y desde el punto de vista cinematográfico, es evidente que Godard consigue unos espectaculares aciertos formales que, a su manera, Hazanavicius emplea él mismo para el rodaje de la biografía del director suizo, como comprobarán quienes, después de ver esta película, muy divertida y entretenida, se atrevan a asomarse a alguna de las que rodó en esa época, como las mencionadas o como la desconcertante, pero visualmente increíble: Week-end, de la que hice la crítica a la que lleva el enlace sobre el título.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Acabo de decir, y lo repito. por si se creyera que lo hubiera querido decir un poco entre dientes, que la película de Hazanavicius es una estupenda comedia con la que cualquier cinéfilo puede disfrutar bastante, no solo por la honesta aproximación, en clave irónica, a un icono del cine, sino por el contexto del propio director y por su propia peripecia biográfica. Hazanavicius busca hacer reír al espectador y lo consigue, y con recursos muy variados, desde el gag visual al chiste verbal, pasando por la descripción psicológica del personaje, de su obsesión revolucionaria y de sus contradicciones pequeñoburguesas. De hecho, el propio Godard rechazó toda su producción de aquellos años como un auténtico desvarío, aunque en muchas de las películas de aquella época pueda hallar el cinéfilo secuencias inolvidables, como el travelín a lo largo de la carretera en Week-end o el discurso del gerente de la empresa tomada en Todo va bien. Si Godard salió de su emparejamiento con Anna Karina tras un intento de suicidio, en esta película comprobamos que usaba ese recurso tras cada ruptura amorosa, pues lo repitió cuando comenzaba a deteriorarse su relación con Anne -de Anna a Anne, por cierto…-, aunque convivió con ella doce años, el doble que con Karina. Posteriormente, y tras un accidente de motocicleta en el que casi pierde la vida, Godard se unió a la tercera Anne d su vida, Anne-Marie Miéville, con quien sigue emparejado en la actualidad y con quien “regresó” al cine, tras su etapa revolucionaria, con aquella polémica película que fue Yo te saludo, María. Para los no adictos al personaje, la película es posible que los aleje de él definitivamente, aunque harían bien en no dejar de ver alguna de sus grandes obras: Al final de la escapada, El desprecio o Alphaville. Y para los cinéfilos es muy probable que andemos con las opiniones muy divididas. Yo no puedo dejar de reconocer que me lo he pasado estupendamente en la película, sobre todo contemplándola desde nuestro contexto actual de la Republica catalana imaginaria declarada en un golpe patético contra el estado democrático español, y con unas escenas escacharrantes del mayo francés que tan cerca están de nuestro 15 de marzo y del actual Podemos caótico. No podemos llegar a conclusiones sobre el autor o su poderosa obra cinematográfica, pero como visión iconoclasta de lo que para algunos es un auténtico mito vivo, cumple perfectamente su función. Ojalá la película contribuya a la difusión y revisión de su cine.
Más sobre Juan Poz
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here