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6.5
33,487
7
28 de febrero de 2025
28 de febrero de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay filmes que, sin conocerse, parecen entablar un diálogo furtivo a través de los años, como si sus gritos rebotaran en paredes invisibles hasta encontrarse. Birdman (2014), la delirante travesía de Alejandro González Iñárritu, y La Sustancia (2024), el visceral zarpazo de Coralie Fargeat, podrían engañar al ojo desprevenido con sus máscaras dispares. Una se viste de drama teatral con plumas de comedia oscura; la otra se retuerce en una pesadilla sangrienta teñida de sátira feminista. Pero si rasguñas la superficie —o desgarras la carne con las uñas— descubres que laten al unísono, diseccionando con saña la fama, la identidad y el cuerpo como una divisa que se oxida en las manos.
Michael Keaton, en Birdman, y Demi Moore, en La Sustancia, encarnan dos sombras de un mismo tormento. Riggan Thomson, un astro marchito, se aferra a las tablas de Broadway como quien se agarra a un clavo ardiendo, mientras el espectro de su gloria superheroica lo mastica por dentro. Elisabeth Sparkle, desterrada del reflector por el reloj implacable, se entrega a un ritual grotesco para resucitar como una versión pulida y eternamente joven de sí misma. Son cuerpos al filo del colapso, mentes tambaleándose en el precipicio, atrapados ambos en el cepo de los ojos ajenos. En esos universos, respirar no basta: hay que ser devorado por la mirada, convertido en altar, adorado hasta el agotamiento. Y en esa sed de eternidad se les cuela el veneno Birdman juguetea con el desgaste, un lento deshacerse del espíritu y la carne; *La Sustancia* lo arrastra al abismo sin contemplaciones. Riggan se desangra en silencios y caídas, acosado por un alter ego alado que lo arrastra al borde de la razón. Elisabeth, en cambio, hace del cuerpo su campo de guerra: se parte entre la belleza imposible y el horror desbocado, un alarido contra esa industria que entrona lo joven y escupe lo demás. En ambas, la fama no solo astilla el alma; exige la piel como ofrenda.
Y luego está el monstruo, ese engranaje voraz que las dos cintas despellejan con furia contenida. Birdman se ríe en la cara del ego hollywoodense, de esa guerra agotadora entre la musa y el mercado. La Sustancia clava su daga en el edadismo y la misoginia que dictan las reglas del juego mediático. Pero el eco final resuena igual: el espectáculo engulle almas, y los que lo alzan acaban devorados por el mito que construyeron.
Riggan y Elisabeth danzan un vals fúnebre, él atrapado entre el hombre y la leyenda, ella entre la mujer que fue y el espejismo que la suplanta. Sus dobles —el Birdman que susurra, la Sue que sangra— no son meros caprichos del deseo; son carceleros que los desgarran desde dentro. Birdman lo cuenta con una cámara que acecha y un frenesí teatral; La Sustancia lo pinta con pinceladas de ópera macabra, donde el body horror se vuelve un canto ensordecedor. No son historias que se deslicen suaves: te toman por la garganta, te zarandean, te fuerzan a encararlas.
No se copian, claro. Birdman teje una parábola sobre la demencia del creador; La Sustancia estalla en una furia física y un reproche social sin mordaza. Pero en sus entrañas habitan tragedias hermanas: el precio de ser alguien en un mundo que solo atesora la silueta que proyectas. Son espejos quebrados que devuelven el mismo rostro herido: el terror a desvanecerse.
Cuando el telón cae y las sombras se apagan, no queda más que eso: cuerpos rotos, delirios que se evaporan, charcos de sangre que nadie limpia. Como si Álex de la Iglesia, con su risa torcida, hubiera estado acechando desde el fondo del patio de butacas.
Michael Keaton, en Birdman, y Demi Moore, en La Sustancia, encarnan dos sombras de un mismo tormento. Riggan Thomson, un astro marchito, se aferra a las tablas de Broadway como quien se agarra a un clavo ardiendo, mientras el espectro de su gloria superheroica lo mastica por dentro. Elisabeth Sparkle, desterrada del reflector por el reloj implacable, se entrega a un ritual grotesco para resucitar como una versión pulida y eternamente joven de sí misma. Son cuerpos al filo del colapso, mentes tambaleándose en el precipicio, atrapados ambos en el cepo de los ojos ajenos. En esos universos, respirar no basta: hay que ser devorado por la mirada, convertido en altar, adorado hasta el agotamiento. Y en esa sed de eternidad se les cuela el veneno Birdman juguetea con el desgaste, un lento deshacerse del espíritu y la carne; *La Sustancia* lo arrastra al abismo sin contemplaciones. Riggan se desangra en silencios y caídas, acosado por un alter ego alado que lo arrastra al borde de la razón. Elisabeth, en cambio, hace del cuerpo su campo de guerra: se parte entre la belleza imposible y el horror desbocado, un alarido contra esa industria que entrona lo joven y escupe lo demás. En ambas, la fama no solo astilla el alma; exige la piel como ofrenda.
Y luego está el monstruo, ese engranaje voraz que las dos cintas despellejan con furia contenida. Birdman se ríe en la cara del ego hollywoodense, de esa guerra agotadora entre la musa y el mercado. La Sustancia clava su daga en el edadismo y la misoginia que dictan las reglas del juego mediático. Pero el eco final resuena igual: el espectáculo engulle almas, y los que lo alzan acaban devorados por el mito que construyeron.
Riggan y Elisabeth danzan un vals fúnebre, él atrapado entre el hombre y la leyenda, ella entre la mujer que fue y el espejismo que la suplanta. Sus dobles —el Birdman que susurra, la Sue que sangra— no son meros caprichos del deseo; son carceleros que los desgarran desde dentro. Birdman lo cuenta con una cámara que acecha y un frenesí teatral; La Sustancia lo pinta con pinceladas de ópera macabra, donde el body horror se vuelve un canto ensordecedor. No son historias que se deslicen suaves: te toman por la garganta, te zarandean, te fuerzan a encararlas.
No se copian, claro. Birdman teje una parábola sobre la demencia del creador; La Sustancia estalla en una furia física y un reproche social sin mordaza. Pero en sus entrañas habitan tragedias hermanas: el precio de ser alguien en un mundo que solo atesora la silueta que proyectas. Son espejos quebrados que devuelven el mismo rostro herido: el terror a desvanecerse.
Cuando el telón cae y las sombras se apagan, no queda más que eso: cuerpos rotos, delirios que se evaporan, charcos de sangre que nadie limpia. Como si Álex de la Iglesia, con su risa torcida, hubiera estado acechando desde el fondo del patio de butacas.
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