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6.3
15,573
8
4 de febrero de 2014
4 de febrero de 2014
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
«–Qu'est-ce qui vous pousse à continuer, Oscar? –Je continue comme j'ai commencé, pour la beauté du geste. ».
“Por la belleza del gesto” es la razón por la que continúa viviendo el protagonista de ésta película. Desarrolla su vida como un juego, una creación, como si de un artista se tratara. Ahora, cuál sería la respuesta del realizador Leos Carax a esta pregunta. “¿Qué es lo que le empuja a continuar, señor Carax?” Probablemente su respuesta no sería demasiado diferente: por la belleza del gesto. Tras trece años alejado de las pantallas, a excepción de su participación en la película colectiva Tokyo! (2008), Carax nos sorprende con Holy Motors, una película de once historias, compensando los trece años de ausencia desde el estreno de la erótica Pola X (1999) once historias que en realidad son una.
Holy Motors comienza con el sueño del autor, el cineasta Carax, que despierta en una habitación de hotel en un aeropuerto, imagen con cierto sabor a Lynch que se intercala con la de una sala de cine en penumbra donde se proyecta una película mientras todo el público (a excepción de un bebé y un perro que atraviesan la sala)
con los ojos cerrados, duerme. Lo único que separa estos dos ámbitos es un pasillo al que se accede mediante una puerta que un bosque de papel pintado oculta; lo que comparten: el sonido de unas sirenas de barco que no sabemos si provienen de The Crowd (1928), la película proyectada que nunca veremos.
Carax ha despertado en un 2012 cuya producción cinematográfica se le hace extraña, que le produce una «nostalgia un poco sentimental» que dirá Piccoli. Se introduce así en nuestro mundo, a través un bosque negro que podemos tomar como representación de su propio trabajo, de su carrera, el bosque los tres primeros versos del Infierno de la Divina Comedia de Dante «A mitad del camino de la vida, / en una selva oscura me encontraba / porque mi ruta había extraviado.» Un bosque del que sale llegando a una sala de cine ante un público que no ve o, mejor dicho que no está dispuesto a ver, que cierra los ojos ante la belleza.
«–La Beauté? On dit qu’elle est dans l’oeil de celui qui la regarde –Alors, si personne ne regarde plus?».
Es una película que viene a exigir a un espectador con los ojos saturados de imágenes un cambio en el mirar, el rasgar la visión propuesto en Un Chien Andalou (1929) jugando con él a través de la fragmentación y que se advierte en esa primera escena: un prólogo que marca el sentido poético del filme. Una poetización del mundo real y del cine convencional, del discurso narrativo lógico y del realismo formal.
Desde ese momento, se nos presenta, del alba hasta el amanecer, las horas de existencia de Monsieur Oscar, un ser que viaja de vida en vida, de cita en cita. Solo, acompañado únicamente por Céline, una mujer mayor, rubia que se hace cargo de conducir la inmensa limusina, (2012 llena las pantallas de limusinas blancas con relecturas del sistema, recordemos Cosmópolis de Cronenberg) que recorre París en busca de la belleza del gesto. Un genial Lavant que por la mañana es un importante banquero, un Strauss-Kahn como primer personaje; más tarde una mendiga rumana, «tan mayor que tiene miedo de no morir nunca»; un trabajador industrial, un Chaplin de Modern Times (1936) cuyas máquinas y motores son engranajes virtuales; un asesino que acaba confundiéndose con el asesinado.
Se transforma también en personajes más próximos al espectador, un padre, un anciano moribundo, pero también en aquellos extraídos del imaginario de Carax en forma de fantasmas del pasado de Oscar-Lavant rescatando a Monsieur Merde de Tokio! (2008) y, en un homenaje al musical Les parapluis de Cherbourg (1964), recupera a la pareja de Les Amants du Pont Neuf (1991) donde Kylie Minogue personifica el residuo ectoplasmático del personaje de Juliette Binoche en un paseo fluctuante por el ruinoso edificio de La Samaritaine.
“Por la belleza del gesto” es la razón por la que continúa viviendo el protagonista de ésta película. Desarrolla su vida como un juego, una creación, como si de un artista se tratara. Ahora, cuál sería la respuesta del realizador Leos Carax a esta pregunta. “¿Qué es lo que le empuja a continuar, señor Carax?” Probablemente su respuesta no sería demasiado diferente: por la belleza del gesto. Tras trece años alejado de las pantallas, a excepción de su participación en la película colectiva Tokyo! (2008), Carax nos sorprende con Holy Motors, una película de once historias, compensando los trece años de ausencia desde el estreno de la erótica Pola X (1999) once historias que en realidad son una.
Holy Motors comienza con el sueño del autor, el cineasta Carax, que despierta en una habitación de hotel en un aeropuerto, imagen con cierto sabor a Lynch que se intercala con la de una sala de cine en penumbra donde se proyecta una película mientras todo el público (a excepción de un bebé y un perro que atraviesan la sala)
con los ojos cerrados, duerme. Lo único que separa estos dos ámbitos es un pasillo al que se accede mediante una puerta que un bosque de papel pintado oculta; lo que comparten: el sonido de unas sirenas de barco que no sabemos si provienen de The Crowd (1928), la película proyectada que nunca veremos.
Carax ha despertado en un 2012 cuya producción cinematográfica se le hace extraña, que le produce una «nostalgia un poco sentimental» que dirá Piccoli. Se introduce así en nuestro mundo, a través un bosque negro que podemos tomar como representación de su propio trabajo, de su carrera, el bosque los tres primeros versos del Infierno de la Divina Comedia de Dante «A mitad del camino de la vida, / en una selva oscura me encontraba / porque mi ruta había extraviado.» Un bosque del que sale llegando a una sala de cine ante un público que no ve o, mejor dicho que no está dispuesto a ver, que cierra los ojos ante la belleza.
«–La Beauté? On dit qu’elle est dans l’oeil de celui qui la regarde –Alors, si personne ne regarde plus?».
Es una película que viene a exigir a un espectador con los ojos saturados de imágenes un cambio en el mirar, el rasgar la visión propuesto en Un Chien Andalou (1929) jugando con él a través de la fragmentación y que se advierte en esa primera escena: un prólogo que marca el sentido poético del filme. Una poetización del mundo real y del cine convencional, del discurso narrativo lógico y del realismo formal.
Desde ese momento, se nos presenta, del alba hasta el amanecer, las horas de existencia de Monsieur Oscar, un ser que viaja de vida en vida, de cita en cita. Solo, acompañado únicamente por Céline, una mujer mayor, rubia que se hace cargo de conducir la inmensa limusina, (2012 llena las pantallas de limusinas blancas con relecturas del sistema, recordemos Cosmópolis de Cronenberg) que recorre París en busca de la belleza del gesto. Un genial Lavant que por la mañana es un importante banquero, un Strauss-Kahn como primer personaje; más tarde una mendiga rumana, «tan mayor que tiene miedo de no morir nunca»; un trabajador industrial, un Chaplin de Modern Times (1936) cuyas máquinas y motores son engranajes virtuales; un asesino que acaba confundiéndose con el asesinado.
Se transforma también en personajes más próximos al espectador, un padre, un anciano moribundo, pero también en aquellos extraídos del imaginario de Carax en forma de fantasmas del pasado de Oscar-Lavant rescatando a Monsieur Merde de Tokio! (2008) y, en un homenaje al musical Les parapluis de Cherbourg (1964), recupera a la pareja de Les Amants du Pont Neuf (1991) donde Kylie Minogue personifica el residuo ectoplasmático del personaje de Juliette Binoche en un paseo fluctuante por el ruinoso edificio de La Samaritaine.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
«Who were we when we were who we were back then?»
«¿Quiénes éramos cuando éramos quienes éramos entonces?» se pregunta Minogue al interpretar esta canción de Neil Hannon. Como vemos, la película trata la cuestión de las identidades y de éstas en el tiempo, algo que se hace evidente en la escena final a modo de epílogo con esa máscara con la que se nos despide Céline. ¿Qué sabemos de ella? ¿Quién es ella? Una actriz, igual ahora que en Les yeux sans visage (1960) a la que hace un guiño, lo mismo que lo es Denis Lavant, lo mismo que lo somos todos, actores de la “realidad”, cuya
interpretación es nuestra rutina. Todos actuamos y vivimos de ello. ¿Cómo distinguir el verdadero hogar, la verdadera familia, el verdadero reposo de Monsieur Oscar? En realidad, ninguno descansamos de actuar.
Monsieur Oscar es un flanèur, un individuo consciente de la pérdida de identidad en el fenómeno de las multitudes. Alguien que a través de las distintas identidades que recorre en la película participa a de esa ciudad, Paris, al carecer de una representación de sí mismo dentro de esa masa urbana. No tiene una experiencia de él, sino de la vestimenta, el rostro y la gestualidad de esos personajes que va construyendo, que son observaciones de la multitud a través de la que se forma. Cuando sale de la limusina, «Desciende a la ciudades, ennobleciendo la suerte de las cosas más viles» que diría Baudelaire. Se acopla al tedio vital rutinario de la gran metrópolis moderna. La ciudad de Paris le mantiene preso, es su escenario, el espacio de existencia en el que proyecta sus variados personajes, basados en los otros que ha observado. Es actor en la ciudad, actor anónimo, englobado en la representación de la multitud. Ya no hay distinción entre la realidad y el cine, «like a movie» que
clamaban los neoyorkinos para describir los ataques contra las Torres Gemelas. Por otro lado, la limusina es como el mundo web, donde, en un mundo aislado, escondido, protegido, una burbuja que se abre bajo la mirada de todos. Éste se sitúa por encima de ellos siendo su barrera física la propia puesta en escena, la metamorfosis, que le permite no contaminarse de la influencia ajena cada vez que desciende.
A Carax no le gusta complacer, ni interesar. Lo suyo es pensar más en imágenes que en millones de dólares, más en la imagen que puede mostrarse y que no debería que en aquella que gusta. No es un director para el gran público, no se dirige al público, como él mismo ha afirmado, «[El público] No sé quién es. Es gente que muere pronto. No me gustan las películas para las masas». Esto se debe quizá a su complejidad, quizá a su entramado, a todo eso que sus películas tienen que decir, a la reflexión severa a la que nos obliga. O quizá no, ya que según sentenció de manera contundente: «mis películas, (...) son muy simples; tanto, que hasta un niño de 11 años podría verla y seguro que la entendería.»
«¿Quiénes éramos cuando éramos quienes éramos entonces?» se pregunta Minogue al interpretar esta canción de Neil Hannon. Como vemos, la película trata la cuestión de las identidades y de éstas en el tiempo, algo que se hace evidente en la escena final a modo de epílogo con esa máscara con la que se nos despide Céline. ¿Qué sabemos de ella? ¿Quién es ella? Una actriz, igual ahora que en Les yeux sans visage (1960) a la que hace un guiño, lo mismo que lo es Denis Lavant, lo mismo que lo somos todos, actores de la “realidad”, cuya
interpretación es nuestra rutina. Todos actuamos y vivimos de ello. ¿Cómo distinguir el verdadero hogar, la verdadera familia, el verdadero reposo de Monsieur Oscar? En realidad, ninguno descansamos de actuar.
Monsieur Oscar es un flanèur, un individuo consciente de la pérdida de identidad en el fenómeno de las multitudes. Alguien que a través de las distintas identidades que recorre en la película participa a de esa ciudad, Paris, al carecer de una representación de sí mismo dentro de esa masa urbana. No tiene una experiencia de él, sino de la vestimenta, el rostro y la gestualidad de esos personajes que va construyendo, que son observaciones de la multitud a través de la que se forma. Cuando sale de la limusina, «Desciende a la ciudades, ennobleciendo la suerte de las cosas más viles» que diría Baudelaire. Se acopla al tedio vital rutinario de la gran metrópolis moderna. La ciudad de Paris le mantiene preso, es su escenario, el espacio de existencia en el que proyecta sus variados personajes, basados en los otros que ha observado. Es actor en la ciudad, actor anónimo, englobado en la representación de la multitud. Ya no hay distinción entre la realidad y el cine, «like a movie» que
clamaban los neoyorkinos para describir los ataques contra las Torres Gemelas. Por otro lado, la limusina es como el mundo web, donde, en un mundo aislado, escondido, protegido, una burbuja que se abre bajo la mirada de todos. Éste se sitúa por encima de ellos siendo su barrera física la propia puesta en escena, la metamorfosis, que le permite no contaminarse de la influencia ajena cada vez que desciende.
A Carax no le gusta complacer, ni interesar. Lo suyo es pensar más en imágenes que en millones de dólares, más en la imagen que puede mostrarse y que no debería que en aquella que gusta. No es un director para el gran público, no se dirige al público, como él mismo ha afirmado, «[El público] No sé quién es. Es gente que muere pronto. No me gustan las películas para las masas». Esto se debe quizá a su complejidad, quizá a su entramado, a todo eso que sus películas tienen que decir, a la reflexión severa a la que nos obliga. O quizá no, ya que según sentenció de manera contundente: «mis películas, (...) son muy simples; tanto, que hasta un niño de 11 años podría verla y seguro que la entendería.»
5
24 de octubre de 2014
24 de octubre de 2014
8 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si quieres ir a ver buen cine, he aquí una película aclamada por la crítica y el público. La estructura narrativa es perfecta, la puesta en escena excelente, la Cotillard (ya iba siendo hora...) extraordinaria, la realización genial, etc. Pero todo ese talento, todo ese savoir faire, todas las complicaciones que suponen la producción de una película, se ponen aquí al servicio de una historia tonta, de una bajeza moral notable.
Este puede ser un aspecto del llamado realismo del arte del Norte, realismo surgido con el ascenso de la burguesía. En esta película la acción dramática se convierte en un asunto trivial. Aquello que encontramos en la prensa, en los periódicos, en cada momento de la vida cotidiana, con personajes rescatados de la calle, atrapados en sus aburridas vidas, el desempleo, la inseguridad, las alegrías y las penas de cualquier individuo aparece aquí censurado por las buenas costumbres morales y dominado por el buen gusto.
Este descenso de la compasión a la calle tiene sus raíces en la tradición belga impuesta por lo real, los imperativos prosaicos de la realidad frente a todo posible acto de fuga poética. La piedad parasíta toda la película, y esto no es sorprendente, ya que el pensamiento de los Dardenne está impregnado de cristianismo. Tienen como modelo sólido la presencia real apegada al cuerpo místico, la luz se dirige hacia la Transfiguración. La realidad acaba constituyendo la Gloria de un mal gusto moral edificante.
Sin embargo, cómodamente sentado en la sala oscura, el espectador, carente de sentido crítico, se deja llevar por los Dardenne que tienen mucho cuidado de no perturbar nuestra tranquilidad. En lugar de destruir la representación convencional de la naturaleza, se apoyan en el optimismo del mundo burgués y en la creencia de mantener para el espectador el orden existente de la realidad. Realidad que es incompleta, carente de poesía, de misterio, elemento esencial de cualquier obra de arte. Para los Dardenne, un vaso, aunque arma mortal, no es más que un vaso y nada más.
¿Una tercera Palma de Oro para los hermanos? No me habría extrañado.
Este puede ser un aspecto del llamado realismo del arte del Norte, realismo surgido con el ascenso de la burguesía. En esta película la acción dramática se convierte en un asunto trivial. Aquello que encontramos en la prensa, en los periódicos, en cada momento de la vida cotidiana, con personajes rescatados de la calle, atrapados en sus aburridas vidas, el desempleo, la inseguridad, las alegrías y las penas de cualquier individuo aparece aquí censurado por las buenas costumbres morales y dominado por el buen gusto.
Este descenso de la compasión a la calle tiene sus raíces en la tradición belga impuesta por lo real, los imperativos prosaicos de la realidad frente a todo posible acto de fuga poética. La piedad parasíta toda la película, y esto no es sorprendente, ya que el pensamiento de los Dardenne está impregnado de cristianismo. Tienen como modelo sólido la presencia real apegada al cuerpo místico, la luz se dirige hacia la Transfiguración. La realidad acaba constituyendo la Gloria de un mal gusto moral edificante.
Sin embargo, cómodamente sentado en la sala oscura, el espectador, carente de sentido crítico, se deja llevar por los Dardenne que tienen mucho cuidado de no perturbar nuestra tranquilidad. En lugar de destruir la representación convencional de la naturaleza, se apoyan en el optimismo del mundo burgués y en la creencia de mantener para el espectador el orden existente de la realidad. Realidad que es incompleta, carente de poesía, de misterio, elemento esencial de cualquier obra de arte. Para los Dardenne, un vaso, aunque arma mortal, no es más que un vaso y nada más.
¿Una tercera Palma de Oro para los hermanos? No me habría extrañado.
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