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9
22 de octubre de 2011
22 de octubre de 2011
13 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
La originalidad narrativa de "No habrá paz para los malvados" alberga su punto más jugoso en aquello que omite. Lo elidido, aquello que el espectador intuye, pugna por encontrar una salida, una vía de escape. Pero no se trata de una elipsis lógica y necesaria en el fluir de la historia, sino de un submundo que suma, intriga y da intensidad a la trama de Santos Trinidad (José Coronado), el protagonista del film. Es decir, al espectador no solo se le oculta aquellos datos que por obvios y anodinos suelen ser limados en cualquier narración —¿qué puede aportar, por ejemplo, que tras un almuerzo un personaje cumpla con su hábito higiénico de cepillarse los dientes?—, sino también aquellos que son troncales para el desarrollo de la historia. Y este es uno de los aspectos más atractivos y sugerentes de un filme neo-noire, castizo e inteligentemente concebido.
Las estratégicas elipsis argumentales se tornan en extensiones al propio film, brazos postizos adosados al tronco de la historia, y sus tramas no mueren tras finalizar el mismo, sino que te persiguen tras salir de la sala. Aquí, es inevitable, con el ansia usual de los niños que desean descubrir y evidenciar aquello que se les oculta, un ejercicio de reconstrucción, de intuición, de aventurar hipótesis con uno mismo o con el amigo, la pareja o el familiar más cercano con el que hayamos vistos el film o que sepamos que ya lo han disfrutado. Es una elipsis a presión donde la tapadera vibra impaciente y el vapor refulge por el pitorrillo, y en donde se cuecen conjeturas y tramas soterradamente violentas de deslealtades, fundamentalismos y venganzas.
Y para bajarse el ala del sobrero está José Coronado con un papel que le ha caído en el momento preciso de su carrera por su aspecto físico: una mezcla de Harry el Sucio ochentero, de gringo carpetovetónico con greñas y vaqueros ajustados, barba áspera y poblada, y piel tosca, curtida. Santos Trinidad es un policía cuasi exiliado de la unidad de desaparecidos, un lobo estepario autodestructivo que sobrepasa una y otra vez el flanco de lo lícito. Es obvio que este personaje no haga honor a su nombre y sea incluido en el grupo de los malvados. Pero quién no ha visitado alguna vez el reino de los viles, quién no ha quebrado en algún momento lo ético, lo moral, lo correcto o lo pecaminoso, quién no se merece vivir en una tregua bélica, en una paz fría. Enrique Urbizu nos da una lección de humanidad hobbetiana, y nos muestra que el hombre sigue siendo un lobo para el hombre aún en los más acomodados centros de civilidad. Y que la seguridad y la tranquilidad de nuestro micromundo civilizado están forjadas en la fuerza militar y estratégica y en la imposición unicultural, en remarcar las diferencias con el extrarradio, en levantar muros cada vez más altos y más electrificados, en el neocolonialismo, en el indigno proceder de ajusticiar desde nuestro flanco, desde nuestra verdad dogmática.
Las estratégicas elipsis argumentales se tornan en extensiones al propio film, brazos postizos adosados al tronco de la historia, y sus tramas no mueren tras finalizar el mismo, sino que te persiguen tras salir de la sala. Aquí, es inevitable, con el ansia usual de los niños que desean descubrir y evidenciar aquello que se les oculta, un ejercicio de reconstrucción, de intuición, de aventurar hipótesis con uno mismo o con el amigo, la pareja o el familiar más cercano con el que hayamos vistos el film o que sepamos que ya lo han disfrutado. Es una elipsis a presión donde la tapadera vibra impaciente y el vapor refulge por el pitorrillo, y en donde se cuecen conjeturas y tramas soterradamente violentas de deslealtades, fundamentalismos y venganzas.
Y para bajarse el ala del sobrero está José Coronado con un papel que le ha caído en el momento preciso de su carrera por su aspecto físico: una mezcla de Harry el Sucio ochentero, de gringo carpetovetónico con greñas y vaqueros ajustados, barba áspera y poblada, y piel tosca, curtida. Santos Trinidad es un policía cuasi exiliado de la unidad de desaparecidos, un lobo estepario autodestructivo que sobrepasa una y otra vez el flanco de lo lícito. Es obvio que este personaje no haga honor a su nombre y sea incluido en el grupo de los malvados. Pero quién no ha visitado alguna vez el reino de los viles, quién no ha quebrado en algún momento lo ético, lo moral, lo correcto o lo pecaminoso, quién no se merece vivir en una tregua bélica, en una paz fría. Enrique Urbizu nos da una lección de humanidad hobbetiana, y nos muestra que el hombre sigue siendo un lobo para el hombre aún en los más acomodados centros de civilidad. Y que la seguridad y la tranquilidad de nuestro micromundo civilizado están forjadas en la fuerza militar y estratégica y en la imposición unicultural, en remarcar las diferencias con el extrarradio, en levantar muros cada vez más altos y más electrificados, en el neocolonialismo, en el indigno proceder de ajusticiar desde nuestro flanco, desde nuestra verdad dogmática.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Ejemplos de sutiles y hábiles sugerencias: ¿Qué relación tiene Santos Trinidad con la mafia colombiana? ¿Quién hirió o mató a su compañero de seguridad en la embajada de España en Colombia? ¿Por qué guarda Santos Trinidad la foto de la mujer de El Ceutí que supuestamente había roto toda relación con su familia en su cartera? ¿Es todo una sucesión de casualidades que van agrandando la bola de nieve o se trata de una venganza buscada, un ajuste de cuentas?
Al final del filme se nos arroja una lanza crítica, a nosotros, espectadores tranquilamente apoltronados en las butacas; a nosotros, malvadamente tácitos, y desasosegados al saber que una bomba de relojería acecha agazapada en un parque infantil, un lavabo o un extintor. Que la paz solo sea, pues, para los niños.
Al final del filme se nos arroja una lanza crítica, a nosotros, espectadores tranquilamente apoltronados en las butacas; a nosotros, malvadamente tácitos, y desasosegados al saber que una bomba de relojería acecha agazapada en un parque infantil, un lavabo o un extintor. Que la paz solo sea, pues, para los niños.
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