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Críticas ordenadas por utilidad
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6.8
40,221
3
29 de junio de 2017
29 de junio de 2017
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay quien tiene la creencia de que una buena historia, por el mero hecho de serla, vale para un roto y para un descosido. Que se puede adaptar de un medio a otro sin riesgo de batacazo porque el texto, si es de calidad, lo aguanta todo. Craso error. O al menos, no en todos los casos la fórmula alquímica funciona. Puede darse la situación, por ejemplo, de una obra de teatro con cierto éxito de crítica y con un guión más que aceptable, que al transformarse en película pierde como por arte de magia gran parte de su fuerza y se convierte en una excusa perfecta para irse a buscar una almohada.
Con razón el pobre Jordi Galceran ha acabado mosqueado con la versión que han hecho de su Método Grönholm, que en el cine por algún extraño motivo pierde su apellido. Personajes demasiado estereotipados, con diferencias de caracteres pretendidamente radicalísimas, pero a la vez bastante obvias, hacen que el espectador caiga en el aburrimiento más profundo casi desde que empieza a transcurrir la acción. Es una lástima, porque el guión es tan bueno como para salvar él solo hasta la tercera estrella: intrigas, tensiones, envidias, rivalidad, la condición humana en su más pura esencia. Pero Marcelo Piñeyro y sus compinches logran destrozarlo dándole un ritmo lento cual lateral derecho del Atleti, alargando innecesariamente diálogos superfluos y metiendo con calzador escenas que le dan un punto entre morboso y escatológico al filme, pero que aportar, lo que se dice aportar, nada de nada.
Además, que la cosa es de lo más previsible, oigan. Y fastidia sobremanera porque no debería, puesto que el guión, insisto, ha quedado bastante majo. El problema es que no les puedo explicar dónde canta la historia porque incurriría en lo que la gente (que se hace llamar) culta denomina “spoiler”, y que, para entendernos, viene a ser destriparles el final con alevosía y mala baba. Quédense con la mínima referencia de que los figurines que se tienen que lucir se lucen adecuadamente. Léase Ernesto Alterio, ideal de la muerte en su papel de niño pijo, no sé si porque actúa muy bien o porque realmente él es así. Léase también Najwa Nimri (ahora van y lo pronuncian si se atreven), tan sosa y abofeteable como de costumbre. Es digna de reseña, sin embargo, la muy solvente actuación de dos intérpretes cuyos personajes no sé si llegan a ser principales o se quedan en secundarios de gran renombre: el argentino Pablo Echarri, para demostrar que sus compatriotas coproductores no metieron la gamba escogiéndole para mantener las cuotas, y la sorprendente Natalia Verbeke, en esta ocasión algo más que el insulso maniquí a que nos tiene acostumbrados.
Pero que ni por esas. En la tele no la echarán a la hora de la siesta porque alguna Asociación de Señoras Escandalizadas pondría el grito en el cielo por el par de planos subidos de tono que aparecen, pero a cambio el programador de turno podrá ayudar a conciliar el sueño a algún insomne de las dos de la madrugada. La media sale a un bostezo cada dos o tres minutos, y dura 120, así que echen cuentas. No es que ayude mucho a despertarse la ambientación, con poco más de un único y feísimo escenario (se le perdona porque lo exige el guión, valga el tópico), como tampoco colabora la banda sonora, o mejor dicho su ausencia. Se les reconoce a los actores el esfuerzo para que nos involucremos en la trama, pero no es suficiente, hay demasiados pinchazos en todo lo demás. Y qué diablos: por muy ejecutivos y muy educados que sean y por muchos másteres que tengan, no me creo que se pueda juntar a un grupo de siete hispanohablantes, a quienes desde el principio se les dice que el enemigo ha metido un topo para espiarles, y se pasen más de una hora sin mentarse a la madre.
Más críticas de películas en http://espectadormedio.blogspot.com
Con razón el pobre Jordi Galceran ha acabado mosqueado con la versión que han hecho de su Método Grönholm, que en el cine por algún extraño motivo pierde su apellido. Personajes demasiado estereotipados, con diferencias de caracteres pretendidamente radicalísimas, pero a la vez bastante obvias, hacen que el espectador caiga en el aburrimiento más profundo casi desde que empieza a transcurrir la acción. Es una lástima, porque el guión es tan bueno como para salvar él solo hasta la tercera estrella: intrigas, tensiones, envidias, rivalidad, la condición humana en su más pura esencia. Pero Marcelo Piñeyro y sus compinches logran destrozarlo dándole un ritmo lento cual lateral derecho del Atleti, alargando innecesariamente diálogos superfluos y metiendo con calzador escenas que le dan un punto entre morboso y escatológico al filme, pero que aportar, lo que se dice aportar, nada de nada.
Además, que la cosa es de lo más previsible, oigan. Y fastidia sobremanera porque no debería, puesto que el guión, insisto, ha quedado bastante majo. El problema es que no les puedo explicar dónde canta la historia porque incurriría en lo que la gente (que se hace llamar) culta denomina “spoiler”, y que, para entendernos, viene a ser destriparles el final con alevosía y mala baba. Quédense con la mínima referencia de que los figurines que se tienen que lucir se lucen adecuadamente. Léase Ernesto Alterio, ideal de la muerte en su papel de niño pijo, no sé si porque actúa muy bien o porque realmente él es así. Léase también Najwa Nimri (ahora van y lo pronuncian si se atreven), tan sosa y abofeteable como de costumbre. Es digna de reseña, sin embargo, la muy solvente actuación de dos intérpretes cuyos personajes no sé si llegan a ser principales o se quedan en secundarios de gran renombre: el argentino Pablo Echarri, para demostrar que sus compatriotas coproductores no metieron la gamba escogiéndole para mantener las cuotas, y la sorprendente Natalia Verbeke, en esta ocasión algo más que el insulso maniquí a que nos tiene acostumbrados.
Pero que ni por esas. En la tele no la echarán a la hora de la siesta porque alguna Asociación de Señoras Escandalizadas pondría el grito en el cielo por el par de planos subidos de tono que aparecen, pero a cambio el programador de turno podrá ayudar a conciliar el sueño a algún insomne de las dos de la madrugada. La media sale a un bostezo cada dos o tres minutos, y dura 120, así que echen cuentas. No es que ayude mucho a despertarse la ambientación, con poco más de un único y feísimo escenario (se le perdona porque lo exige el guión, valga el tópico), como tampoco colabora la banda sonora, o mejor dicho su ausencia. Se les reconoce a los actores el esfuerzo para que nos involucremos en la trama, pero no es suficiente, hay demasiados pinchazos en todo lo demás. Y qué diablos: por muy ejecutivos y muy educados que sean y por muchos másteres que tengan, no me creo que se pueda juntar a un grupo de siete hispanohablantes, a quienes desde el principio se les dice que el enemigo ha metido un topo para espiarles, y se pasen más de una hora sin mentarse a la madre.
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6.2
37,012
2
29 de junio de 2017
29 de junio de 2017
10 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo mejor que le puede pasar a una película (que no olvidemos que no es más que un artículo comercial con la finalidad de que su productor gane dinero al que, a veces, se le incluyen excusas narrativas y artísticas) es generar polémica morbosa antes incluso de su estreno. En estos tiempos de feminismo creciente y tendente a la omnipresencia, en demasiado pocos casos por convencimiento genuino, en demasiados por miedo al qué dirán, y con un porcentaje aún importante del público anclado en ideas de desigualdades de otros siglos, la cinta que, según aseguran los créditos, dirige Patty Jenkins ha tenido la inmensa fortuna de que a la protagonista se le haya querido colgar la etiqueta de adalid de la lucha por la liberación del mal llamado sexo débil. El título, todo hay que decirlo, invita a hacerlo: “Mujer Maravilla” suena llamativo y poderoso. No obstante, queda a juicio de ellas determinar si, en este sentido, las características y comportamientos que exhibe la heroína son dignos de admiración o no; en ese jardín ya se han metido muchos varones y, con razón, han salido escaldados, así que, si no les importa, me abstengo.
Permítanme, pues, tratar esta peli en pie de absoluta igualdad, como si fuera una de superhéroes sin ningún condicionante especial más allá del superpoder de turno y las asunciones mentales que la fantasía obliga a hacer. Y aun así, tampoco cuela. La implacable cazadora que erradicará el mal de la Tierra que pretende ser Diana (“Dayana” en el terrible, lamentable, dolorosísimo doblaje castellano) es una moñas de manual, de esas que no se sacan el amor de la boca así estén despedazando a quinientos enemigos de una tacada. La ambientación es bélica y particularmente cruenta, la amenaza de spoiler impide dar más detalles, y aun así la actuación de Gal Gadot parece estar siempre a punto de invocar unicornios saliendo de nubes de purpurina. Es contundente, violenta a veces, sí, pero no se atisba por ningún lado la firmeza de mente que se presupone a alguien destinado a salvar el mundo, más allá de disquisiciones pseudofilosóficas sobre el bien y el mal que un alumno discretito de la ESO podría superar.
Es más: tenemos hasta la tópica historia romántica mil veces vista, con el matiz, probablemente suficiente para no pocos espectadores, de que es ella quien lleva los pantalones. Por lo menos la parte contratante, el capitán Trevor que interpreta con acierto Chris Pine, tiene sentido en la acción, algo menos habitual de lo que cabría esperar. Los malos malísimos, en la piel de Danny Huston, David Thewlis (especialmente destacado) y la palentina Elena Anaya, sí que están muy logrados, bastante más que los buenos. Claramente no es un problema de interpretación, y ni siquiera de trama, puesto que la historia en sí misma, aunque algo previsible, tiene su punto de interés y de intriga, sino de guión y personajes; de hecho, la propia líder de la pandilla lo deja bien claro cuando, a mitad de las dos horas largas que dura el filme, le suelta a uno de sus secuaces que su papel es irrelevante y se queda tan ancha.
La dosis habitual de efectos especiales no solamente no ayuda a salvar la papeleta, sino que se antoja excesiva y, en ocasiones, alarga innecesariamente el metraje. Wonder Woman entretiene durante un rato pero se acaba haciendo pesadísima, que es lo peor de lo que se puede acusar a una obra de su género. La justificación más aceptable para defenderla vendría ligada, de nuevo, a su supuesta preponderancia moral por el mero hecho de que quien chupa cámara durante más tiempo tenga un tipo determinado de genitales en lugar de otro. Enhorabuena para el, o la, que considere que este detalle basta como para aplaudir un aburrimiento como el que nos han proporcionado DC y la Warner.
Lee más críticas de películas en mi blog: http://espectadormedio.blogspot.com
Permítanme, pues, tratar esta peli en pie de absoluta igualdad, como si fuera una de superhéroes sin ningún condicionante especial más allá del superpoder de turno y las asunciones mentales que la fantasía obliga a hacer. Y aun así, tampoco cuela. La implacable cazadora que erradicará el mal de la Tierra que pretende ser Diana (“Dayana” en el terrible, lamentable, dolorosísimo doblaje castellano) es una moñas de manual, de esas que no se sacan el amor de la boca así estén despedazando a quinientos enemigos de una tacada. La ambientación es bélica y particularmente cruenta, la amenaza de spoiler impide dar más detalles, y aun así la actuación de Gal Gadot parece estar siempre a punto de invocar unicornios saliendo de nubes de purpurina. Es contundente, violenta a veces, sí, pero no se atisba por ningún lado la firmeza de mente que se presupone a alguien destinado a salvar el mundo, más allá de disquisiciones pseudofilosóficas sobre el bien y el mal que un alumno discretito de la ESO podría superar.
Es más: tenemos hasta la tópica historia romántica mil veces vista, con el matiz, probablemente suficiente para no pocos espectadores, de que es ella quien lleva los pantalones. Por lo menos la parte contratante, el capitán Trevor que interpreta con acierto Chris Pine, tiene sentido en la acción, algo menos habitual de lo que cabría esperar. Los malos malísimos, en la piel de Danny Huston, David Thewlis (especialmente destacado) y la palentina Elena Anaya, sí que están muy logrados, bastante más que los buenos. Claramente no es un problema de interpretación, y ni siquiera de trama, puesto que la historia en sí misma, aunque algo previsible, tiene su punto de interés y de intriga, sino de guión y personajes; de hecho, la propia líder de la pandilla lo deja bien claro cuando, a mitad de las dos horas largas que dura el filme, le suelta a uno de sus secuaces que su papel es irrelevante y se queda tan ancha.
La dosis habitual de efectos especiales no solamente no ayuda a salvar la papeleta, sino que se antoja excesiva y, en ocasiones, alarga innecesariamente el metraje. Wonder Woman entretiene durante un rato pero se acaba haciendo pesadísima, que es lo peor de lo que se puede acusar a una obra de su género. La justificación más aceptable para defenderla vendría ligada, de nuevo, a su supuesta preponderancia moral por el mero hecho de que quien chupa cámara durante más tiempo tenga un tipo determinado de genitales en lugar de otro. Enhorabuena para el, o la, que considere que este detalle basta como para aplaudir un aburrimiento como el que nos han proporcionado DC y la Warner.
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6.3
3,095
4
29 de junio de 2017
29 de junio de 2017
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si es que no lo hace ya, la ciencia de la antropología social debería incluir en sus estudios un concepto clave en las relaciones humanas: la reputación. Siempre hay casos flagrantes y clamorosos de personas que se cargan toda su trayectoria con algún gesto chocante, pero en general no tendemos a valorar a alguien por acciones puntuales, sino que consideramos sus hazañas y fracasos anteriores antes de formarnos una opinión. De tal manera, si el balance es positivo, inconscientemente somos más propensos a perdonar sus pecados, mientras que en caso contrario nos lanzamos al cuello ante cualquier desliz. Es una actitud probablemente injusta, pero tan natural como inevitable.
El italiano Bernardo Bertolucci es un tipo con la fortuna de contar con una reputación excelente en lo suyo, que es dirigir películas. No cabe duda de que se la ha ganado, como se comprueba con facilidad repasando su filmografía repartida a lo largo de varias décadas y llena de obras que público y críticos acostumbran a tener en alta estima. Quien va a ver “una de Bertolucci” acude a la sala predispuesto a aplaudir su arte y su talento… aunque lo que aparezca en pantalla sea tan raro como difícil de asimilar.
Don Bernardo nos plantea en esta ocasión la historia de Lorenzo, un adolescente romano de personalidad, digámoslo sutilmente, compleja, con el que espera que el espectador se sienta identificado. Pero, a pesar del buen trabajo del jovenzuelo debutante Jacopo Olmo Antinori (sólo por comprender lo que exigía de él el guión ya merece elogios), vive de forma tan extraña que cuesta un mundo entenderle y solidarizarse con él. Las dos intervenciones femeninas, la de la hermanastra (Tea Falco, que da el perfil perfecto para hacer de yonki) y la madre (Sonia Bergamasco), no llegan a ser brillantes, pero sí bastante convincentes. De hecho, la película ganaría bastante si la segunda tuviera algo más de protagonismo en la trama.
Argumentará alguien que si el chaval fuera “normal” todo esto no tendría gracia alguna, lo que no deja de ser cierto… pero, pese a tratarse de una edad tan difícil como los 14 años, en ocasiones el sinsentido es de tal calibre que se hace casi imposible de creer. Tampoco ayuda que durante muchos de los 103 minutos de metraje únicamente aparezca Lorenzo, en completa soledad y silencio (ni siquiera hay música), en poses variadas a cuál más desconcertante. No esperen acción vertiginosa, pues se trata de un filme de esos “de pensar”, en los que, en teoría, no se ahonda en lo que los protagonistas hacen o dejan de hacer (que es más bien poco), sino en sus conflictos psicológicos. Algunos de ellos afectan a las relaciones entre personajes, lo que se agradece porque aportan un poco de ritmo, pero en ciertos casos (permítanme no desvelar cuáles) se quedan sin resolver, y otros muchos son propiedad exclusiva de la mente de Lorenzo, estando tan mal explicados que carecen de interés. De hecho, avisados están, la primera media hora se hace pesadísima, si bien con el tiempo remonta el vuelo.
Tengan por seguro que si preguntan por esta película en según qué círculos no oirán más que alabanzas, consecuencia de la devoción casi religiosa que despierta el nombre de su director. Fíense de ellos sólo hasta cierto punto: no es una obra ni mucho menos mala, tiene incluso momentos de brillantez, pero hay demasiados altibajos como para poder considerarla buena, y a ratos resulta lenta y repetitiva. Si les da por ponerse técnicos podrán admirar cosas como la fotografía, o lo inusual del encuadre de algunos planos en un espacio físico tan reducido, pero si van con mentalidad de espectador común, corren grave riesgo de aburrirse.
Otras críticas de películas en http://espectadormedio.blogspot.com
El italiano Bernardo Bertolucci es un tipo con la fortuna de contar con una reputación excelente en lo suyo, que es dirigir películas. No cabe duda de que se la ha ganado, como se comprueba con facilidad repasando su filmografía repartida a lo largo de varias décadas y llena de obras que público y críticos acostumbran a tener en alta estima. Quien va a ver “una de Bertolucci” acude a la sala predispuesto a aplaudir su arte y su talento… aunque lo que aparezca en pantalla sea tan raro como difícil de asimilar.
Don Bernardo nos plantea en esta ocasión la historia de Lorenzo, un adolescente romano de personalidad, digámoslo sutilmente, compleja, con el que espera que el espectador se sienta identificado. Pero, a pesar del buen trabajo del jovenzuelo debutante Jacopo Olmo Antinori (sólo por comprender lo que exigía de él el guión ya merece elogios), vive de forma tan extraña que cuesta un mundo entenderle y solidarizarse con él. Las dos intervenciones femeninas, la de la hermanastra (Tea Falco, que da el perfil perfecto para hacer de yonki) y la madre (Sonia Bergamasco), no llegan a ser brillantes, pero sí bastante convincentes. De hecho, la película ganaría bastante si la segunda tuviera algo más de protagonismo en la trama.
Argumentará alguien que si el chaval fuera “normal” todo esto no tendría gracia alguna, lo que no deja de ser cierto… pero, pese a tratarse de una edad tan difícil como los 14 años, en ocasiones el sinsentido es de tal calibre que se hace casi imposible de creer. Tampoco ayuda que durante muchos de los 103 minutos de metraje únicamente aparezca Lorenzo, en completa soledad y silencio (ni siquiera hay música), en poses variadas a cuál más desconcertante. No esperen acción vertiginosa, pues se trata de un filme de esos “de pensar”, en los que, en teoría, no se ahonda en lo que los protagonistas hacen o dejan de hacer (que es más bien poco), sino en sus conflictos psicológicos. Algunos de ellos afectan a las relaciones entre personajes, lo que se agradece porque aportan un poco de ritmo, pero en ciertos casos (permítanme no desvelar cuáles) se quedan sin resolver, y otros muchos son propiedad exclusiva de la mente de Lorenzo, estando tan mal explicados que carecen de interés. De hecho, avisados están, la primera media hora se hace pesadísima, si bien con el tiempo remonta el vuelo.
Tengan por seguro que si preguntan por esta película en según qué círculos no oirán más que alabanzas, consecuencia de la devoción casi religiosa que despierta el nombre de su director. Fíense de ellos sólo hasta cierto punto: no es una obra ni mucho menos mala, tiene incluso momentos de brillantez, pero hay demasiados altibajos como para poder considerarla buena, y a ratos resulta lenta y repetitiva. Si les da por ponerse técnicos podrán admirar cosas como la fotografía, o lo inusual del encuadre de algunos planos en un espacio físico tan reducido, pero si van con mentalidad de espectador común, corren grave riesgo de aburrirse.
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6.1
75,769
4
29 de junio de 2017
29 de junio de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ni el más fanático y empedernido de los cinéfilos sería capaz de afirmar que su objeto de deseo es un producto de primera necesidad. Una persona que se niegue a pagar el cada vez más desorbitado importe que cobran por la entrada, o por el alquiler, o por la descarga, o por cualquier otro método legal o ilegal que inventen, posiblemente tenga una vida más aburrida, pero morirse, lo que se dice morirse, no se morirá. De ahí que, al ser éste un arte que busca rentabilidad comercial, uno de los elementos más importantes que deba tener un filme sea la originalidad. Alguien puede pasar décadas usando la misma pasta de dientes, o consumiendo la misma marca de yogures, pero, salvo casos específicos de fenómenos que perduran año tras año haciendo siempre lo mismo (y que, aunque siempre tengan su público, al común de los mortales se les acaban haciendo cansinos), el espectador medio se aburrirá ante el mismo espectáculo una y otra vez. Nuestro idioma tiene incluso una frase hecha al respecto: “esta peli ya la he visto”.
Probablemente haya más, pero existen al menos dos géneros de cine en los que, por las características intrínsecas a su temática, innovar es muy complicado. Uno de ellos es el pornográfico, que en esta ocasión no viene al caso; el otro es el de zombis. Cuando una película va de muertos vivientes, o no muertos, o como se les quiera llamar, y cuando, pese a lo engañoso del título, no haya la menor intención de disimular el argumento, una serie de convenciones se dan por sentadas: habrá un montón de seres humanoides con mucha mala leche, que intentarán transmitírsela a cuantos encuentren a su paso, normalmente a base de mordiscos, y habrá un héroe que intentará salvar al planeta del destino tan sórdido que le espera. No quedan muchos factores para jugar: de dónde sale la demencia de los rabiosos, qué puede hacer el protagonista para arreglar el problema, y poco más. Por desgracia, a estas alturas casi todas las variantes que se puedan imaginar están ya hechas: hay más friki suelto de lo que creemos.
Por eso, antes de meterse en el jaleo de rodar una de zombis, con todo el despliegue de maquillaje, efectos especiales y casquería variada que se necesita para que sea creíble, se debería tener muy claro cuál va a ser el giro argumental, el truco mágico, el detalle más o menos sutil, más o menos llamativo, que marque la diferencia. Esta vez, qué se le va a hacer, los guionistas no lo tenían. Así de simple y así de grave. Quien jamás haya visto algo de semejante temática se encontrará con una obra entretenida, técnicamente muy buena, que se deja ver y que, en 116 minutos, no tiene tiempo para hacerse pesada. Para el resto del mundo, es un continuo y muy previsible “más de lo mismo” en el que Marc Forster, el hombre que se sienta en esa silla que tiene escrita la palabra “director”, no puede, no quiere o no le dejan aportar nada.
Con maldad podría pensarse que los productores no le han permitido meter baza por temor a que alguna decisión pudiera quitar una mínima cuota de protagonismo a Brad Pitt, el figurón que monopoliza la trama, pese a que su interpretación sea sólo correcta, sin alardes, y a que su personaje sea un tipo con la rara virtud de resultar misterioso e insulso a la vez. Como no hay más remedio que meter a más gente, le acompañan, a ratos, turnándose, las señoritas Mireille Enos (bastante floja) y Daniella Kertesz (algo mejor). El resto del reparto son muchos secundarios, y hasta terciarios, de los que usted, espectador medio que no tiene tiempo ni ganas de leer revistas especializadas, no habrá oído hablar jamás. Ninguno destaca, perfectamente integrados como están en una película que, por el atractivo del cartel, lo mismo triunfa en taquilla y todo, pero de ninguna manera se hará un hueco en los libros de historia.
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Probablemente haya más, pero existen al menos dos géneros de cine en los que, por las características intrínsecas a su temática, innovar es muy complicado. Uno de ellos es el pornográfico, que en esta ocasión no viene al caso; el otro es el de zombis. Cuando una película va de muertos vivientes, o no muertos, o como se les quiera llamar, y cuando, pese a lo engañoso del título, no haya la menor intención de disimular el argumento, una serie de convenciones se dan por sentadas: habrá un montón de seres humanoides con mucha mala leche, que intentarán transmitírsela a cuantos encuentren a su paso, normalmente a base de mordiscos, y habrá un héroe que intentará salvar al planeta del destino tan sórdido que le espera. No quedan muchos factores para jugar: de dónde sale la demencia de los rabiosos, qué puede hacer el protagonista para arreglar el problema, y poco más. Por desgracia, a estas alturas casi todas las variantes que se puedan imaginar están ya hechas: hay más friki suelto de lo que creemos.
Por eso, antes de meterse en el jaleo de rodar una de zombis, con todo el despliegue de maquillaje, efectos especiales y casquería variada que se necesita para que sea creíble, se debería tener muy claro cuál va a ser el giro argumental, el truco mágico, el detalle más o menos sutil, más o menos llamativo, que marque la diferencia. Esta vez, qué se le va a hacer, los guionistas no lo tenían. Así de simple y así de grave. Quien jamás haya visto algo de semejante temática se encontrará con una obra entretenida, técnicamente muy buena, que se deja ver y que, en 116 minutos, no tiene tiempo para hacerse pesada. Para el resto del mundo, es un continuo y muy previsible “más de lo mismo” en el que Marc Forster, el hombre que se sienta en esa silla que tiene escrita la palabra “director”, no puede, no quiere o no le dejan aportar nada.
Con maldad podría pensarse que los productores no le han permitido meter baza por temor a que alguna decisión pudiera quitar una mínima cuota de protagonismo a Brad Pitt, el figurón que monopoliza la trama, pese a que su interpretación sea sólo correcta, sin alardes, y a que su personaje sea un tipo con la rara virtud de resultar misterioso e insulso a la vez. Como no hay más remedio que meter a más gente, le acompañan, a ratos, turnándose, las señoritas Mireille Enos (bastante floja) y Daniella Kertesz (algo mejor). El resto del reparto son muchos secundarios, y hasta terciarios, de los que usted, espectador medio que no tiene tiempo ni ganas de leer revistas especializadas, no habrá oído hablar jamás. Ninguno destaca, perfectamente integrados como están en una película que, por el atractivo del cartel, lo mismo triunfa en taquilla y todo, pero de ninguna manera se hará un hueco en los libros de historia.
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6.6
82,298
6
29 de junio de 2017
29 de junio de 2017
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Se imaginan a un escribano cinéfilo natural de regiones como Carintia, Mordovia, Sumatra o cualquier otro lugar de nombre enrevesado, a quien encomendaran redactar una crítica sobre La Gran Aventura de Mortadelo y Filemón? Poco más o menos la misma cara, que algún amigo definiría como “de vaca que ve pasar el tren”, se me quedó cuando me tocó enfrentarme a la última de Guy Ritchie. Qué quieren que les diga, la obra literaria del señor Conan Doyle nunca me ha atraído lo más mínimo. Reconozco que en el fondo hablo por hablar, pero entre lo que me cuentan quienes sí son seguidores de sus novelas y las “referencias culturales implícitas en la sociedad” que mencionaría algún catedrático, la imagen que tengo del tal Sherlock es la de un Repelente Niño Vicente versión gentleman. Al menos con Ibáñez y su obra te ríes.
El prejuicio se refuerza una vez vista la película, donde el personaje Holmes, tan sabiondo él, tan perfecto, retorcido cual campeón mundial de ajedrez y con los reflejos de Jackie Chan tras un par de anfetaminas, confirma la fama de cargante que tenía de él. Supongo que ése era el objetivo, por lo que la muy verosímil actuación de Robert Downey Jr. es digna de aplauso. Eso sí, si yo fuera el doctor Watson ya le habría calzado un par de guantazos. Igual lo exige el guión de la época victoriana, pero no me resulta creíble alguien que le aguante tantos desplantes a otra persona, por muy mejor amigo que sea. Es lo que hace el personaje de Jude Law, también bastante competente aunque con pinta de sentirse un poco fuera de sitio al tener que encarnar a un secundario. El más importante de ellos, pero segundón a fin de cuentas. Luego está el inevitable florerillo femenino que aporta poco a la historia pero que sirve para ganarse a un determinado sector del público que si no ve momentos románticos, en el sentido moñas de la palabra, no sale contento del cine. Será el vestuario, será el maquillaje, será más bien ella misma que no da para más, pero Rachel McAdams no es lo suficientemente atractiva como para cumplir esta función.
De la trama ignoro qué opinarían los lectores de hace dos siglos, ni sé si sería científicamente posible todo lo que se plantea con los conocimientos de la época. En realidad tampoco importa mucho. Ya saben que el espectador medio se sienta en su butaca para echar un rato entretenido, y esta obra entretiene. Tiene ritmo, tiene tensión, tiene momentos de intriga que no se sabe por dónde van a salir, tiene hasta sus puntos de humor, sin abusar. Es facilita de entender: salen los buenos buenísimos que quieren salvar el mundo y los malos malísimos que pretenden apoderarse de él, con algún que otro individuo que hasta última hora no se sabe bien con quién va, para darle un poco de gracia al asunto. Además, cuando la historia acaba no queda ningún cabo suelto: todo, absolutamente todo, se explica hasta el último detalle, algo muy de agradecer. Los ciento veintipico minutos que dura se quedan en el punto justo para no hacerse largos.
Haciendo balance, se concluye que la peli es buena. Merece la pena ir a verla. Pero las chicas de adorno están demasiado metidas con calzador. Pero el jefe de las fuerzas del mal (Mark Strong) no da mucho miedo, aunque sí bastante mal rollo. Pero los dos protagonistas siguen mereciéndose una buena bofetada, uno por cansino, el otro por pasmarote. Pero la pirotecnia se antoja excesiva para finales del siglo XIX. Demasiados peros para darle a la cinta una calificación más alta. Lo mismo Sherlock investiga, deduce cómo pulir estos desperfectos y lo explica empezando por la famosa frase que, al parecer, nunca llegó a utilizar en los libros.
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El prejuicio se refuerza una vez vista la película, donde el personaje Holmes, tan sabiondo él, tan perfecto, retorcido cual campeón mundial de ajedrez y con los reflejos de Jackie Chan tras un par de anfetaminas, confirma la fama de cargante que tenía de él. Supongo que ése era el objetivo, por lo que la muy verosímil actuación de Robert Downey Jr. es digna de aplauso. Eso sí, si yo fuera el doctor Watson ya le habría calzado un par de guantazos. Igual lo exige el guión de la época victoriana, pero no me resulta creíble alguien que le aguante tantos desplantes a otra persona, por muy mejor amigo que sea. Es lo que hace el personaje de Jude Law, también bastante competente aunque con pinta de sentirse un poco fuera de sitio al tener que encarnar a un secundario. El más importante de ellos, pero segundón a fin de cuentas. Luego está el inevitable florerillo femenino que aporta poco a la historia pero que sirve para ganarse a un determinado sector del público que si no ve momentos románticos, en el sentido moñas de la palabra, no sale contento del cine. Será el vestuario, será el maquillaje, será más bien ella misma que no da para más, pero Rachel McAdams no es lo suficientemente atractiva como para cumplir esta función.
De la trama ignoro qué opinarían los lectores de hace dos siglos, ni sé si sería científicamente posible todo lo que se plantea con los conocimientos de la época. En realidad tampoco importa mucho. Ya saben que el espectador medio se sienta en su butaca para echar un rato entretenido, y esta obra entretiene. Tiene ritmo, tiene tensión, tiene momentos de intriga que no se sabe por dónde van a salir, tiene hasta sus puntos de humor, sin abusar. Es facilita de entender: salen los buenos buenísimos que quieren salvar el mundo y los malos malísimos que pretenden apoderarse de él, con algún que otro individuo que hasta última hora no se sabe bien con quién va, para darle un poco de gracia al asunto. Además, cuando la historia acaba no queda ningún cabo suelto: todo, absolutamente todo, se explica hasta el último detalle, algo muy de agradecer. Los ciento veintipico minutos que dura se quedan en el punto justo para no hacerse largos.
Haciendo balance, se concluye que la peli es buena. Merece la pena ir a verla. Pero las chicas de adorno están demasiado metidas con calzador. Pero el jefe de las fuerzas del mal (Mark Strong) no da mucho miedo, aunque sí bastante mal rollo. Pero los dos protagonistas siguen mereciéndose una buena bofetada, uno por cansino, el otro por pasmarote. Pero la pirotecnia se antoja excesiva para finales del siglo XIX. Demasiados peros para darle a la cinta una calificación más alta. Lo mismo Sherlock investiga, deduce cómo pulir estos desperfectos y lo explica empezando por la famosa frase que, al parecer, nunca llegó a utilizar en los libros.
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