Surgida, como decenas de "spaguetti westerns" presuntamente cómicos, al albor del triunfo comercial, que no artístico, de la célebre "Le llamaban Trinidad" (parodia de los innumerables spaguetti westerns menores que pretendieron acercarse a la obra de Leone), esta "Carambola" es un sinsentido sin pies ni cabeza, con dos actores que pretenden ser copias casi físicas de Terence Hill y Bud Spencer, mientras les imitan en todo lo demás: es decir, humor chusco y absurdo, y peleas burlescas en las que se enfrentan a malos decididamente estúpidos. Todavía se permitieron una segunda continuación de las andanzas de estos "personajes" llamada "Les llamaban los hermanos Trinidad", tan vergonzosa y lamentable como esta que nos ocupa. Ahórrense el tiempo y no la vean.

Tal como fuimos, tal como quisimos ser y no pudimos, tal como nos hubieran ido las cosas de haberlas hecho de otra manera en el momento en el que se presentaron, tal como nos quisimos y se nos acabó el amor, tal como la vida, en suma...
"Tal como éramos" es una de las mejores películas del tándem Redford-Pollack (junto, probablemente, con "Memorias de África" y "Las aventuras de Jeremiah Johnson"): una de las grandes parejas artísticas de los últimos cincuenta años. La historia de amor entre Hubbell Gardiner (un excelente, una vez más, Robert Redford) y Katie Moronski (una esforzada Barbra Streisand), dos jóvenes de caracteres contrapuestos que se enamoran en los convulsos Estados Unidos de postguerra -Segunda Guerra Mundial- y posterior "caza de brujas" mccartiana es una de las más brillantes disecciones sobre el amor y el compromiso que se han rodado jamás en el viejo Hollywood por parte de uno de los grandes de los últimos decenios, Sydney Pollack. Nada sobra en esta obra maestra (admito réplicas, pero no las comparto): la fotografía de Harry Stradling jr., el acertado guión de Arthur Laurents (basado en su propia novela), la soberbia dirección de Pollack, la maravillosa banda sonora (ay, esa excepcional pieza cantada por la inigualable Streisand, tan nostálgica, tan melancólica, que abre el filme)... Muchas virtudes para uno de los grandes clásicos del cine romántico. Imprescindible.

es como nos la describe, maravillosamente, Louis Malle en esta obra maestra: trágica, triste, melancólica, amarga. Las personas que una vez estuvieron a tu lado, los amigos que iban a serlo para siempre, ya no están, viven lejos, no son los que eran. La única persona que vive en aquellos años de cercanía y camaradería, de amistad perpetua, eres tú. Pero eres pasado, una sombra que no ha sabido adaptarse a los tiempos cambiantes. Y, entonces, antes de decirle adiós a todo (a ese pasado que te corroe de nostalgia, a ese presente implacable y desolador que no tiene un espacio para ti) decides darte una última vuelta, ver con tus propios ojos, cínicos, desencantados, dolorosos, lo que queda de lo que fue. Y ves que ya no hay nada, que ya no hay nadie. Y decides, entonces, que lo mejor es irte.
De eso trata "El fuego fatuo". Sí, es cierto que también es la crónica desesperanzada de un hombre que buscó en el alcohol la cura a tanta tristeza, el bálsamo que le hiciera olvidar que los tiempos corren más rápido que él, que, como dijo aquella vez Cervantes en su obra inmortal: "Renovarse o morir" y él prefirió ser fiel a sí mismo, a todo lo que había conocido y era parte intrínseca suya, y morir antes que renovarse. Pero, sobre todo, es la historia de una nostalgia, de una melancolía, de una tristeza que es de Alain Leroy y un poco de todos.