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Críticas 5
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
10
16 de abril de 2010
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cualquier tarde de sábado o de domingo, si encendemos el televisor (al menos en España), probablemente nos topemos con alguna película que se inicia con el siguiente mensaje: “Basado en hechos reales”. Lo que sigue a ese anuncio suelen ser unos cien minutos de drama lacrimógeno que, a lo sumo, sirven para pasar el rato y para pensar en lo afortunados que somos porque no nos pasan cosas tan dolorosas o truculentas como las que nos cuenta la película en cuestión. Estos “telefilmes” –sobre todo, los producidos en EE.UU.- suelen estar protagonizados por actores desconocidos dirigidos por algún realizador tan desconocido como ellos. Ahora bien, si permutamos a esos actores y a ese director desconocidos por un reparto encabezado por Gary Cooper y por Howard Hawks en la dirección, obtenemos un resultado muy diferente. Tan diferente como lo puede hacer el peso de once nominaciones a los oscars, de los que obtuvo dos -Gary Cooper, como mejor actor, y William Holmes, como mejor montaje. Porque eso es Sargento York: una historia “basada en hechos reales” que, en manos de Hawks, se convierte en una obra maestra.
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spoiler:
La película relata la historia -real, como he dicho antes- de Alvin C. York un granjero de Tennessee, medio alcohólico y pendenciero, al que un buen día, durante una tormenta, un rayo le cae encima y le cambia radicalmente vida: deja la bebida y las peleas, recupera la práctica religiosa de su infancia y decide formar una familia. Ese nuevo Alvin, ahora pacifista por sus convicciones religiosas, será llamado a filas cuando los Estados Unidos deciden entrar en la I Guerra Mundial. El dilema moral y personal se resolverá, al final, con un hombre que sabe que matar no está bien pero que tiene que hacerlo para poder salvar a sus compañeros. Por su acción será homenajeado y condecorado, pero él sólo desea volver a su casa y retomar su vida donde la dejó.
Visto así la película no pasaría de ser lo que, en terminología moderna, llamaríamos un biopic, que deja poco margen para las filias y fobias del director e intérpretes: nada más lejos de la realidad. Es cierto que la película, como ya se ha apuntado más arriba, está basada en hechos reales pero en ella Howard Hawks supo imprimir su huella, dando entrada a sus temas favoritos y a su manera de rodar y dirigir. Desde el hombre enfrentado a si mismo hasta el papel que la mujer juega en la vida con respecto al hombre, El Sargento York nos revela esa huella hawsiana de la que hablo. Poco importa si la película fue concebida como un vehículo propagandístico que fuera preparando al pueblo norteamericano para su inminente entrada en la Segunda Guerra Mundial -algo que queda claro si analizamos las actitudes de los contendientes: los soldados americanos son presentados como luchadores por la libertad mientras que los alemanes son malvados y mezquinos. Poco importa, digo, porque casi 70 años después El Sargento York mantiene inalterables sus principios y sigue hablando, a todo aquel que quiera escucharlo, de la importancia de la familia y de las convicciones religiosas y humanas; de la necesidad del trabajo duro; del compromiso… y de tantos otros valores que -y esto empieza a ser una costumbre cada vez más extendida- están siendo olvidados por el cine que se hace en nuestros días.
16 de abril de 2010
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Avanti de Billy Wilder -estrenada en España bajo el título ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?, traducción literal del título italiano de la película- es una obra que, aunque considerada menor por algunos críticos, recoge las esencias del mejor Wilder, maceradas tanto por los años de trabajo tras las cámaras como por los pasados delante de una máquina de escribir. No hay que olvidar que esta película fue rodada en 1972 –es de las últimas que dirigió Wilder- y ese “poso” que va dando el paso del tiempo se deja sentir en las escenas de la cinta.
Es cierto que cuando Wilder rodaba comedia siempre imprimía un tono especial a todo lo que pasaba delante del objetivo de la cámara, pero dicho tono se deja sentir de una manera muy especial en Avanti.
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La misma historia que nos cuenta la película ya nos está hablando de Wilder: un importante hombre de negocios, interpretado por un genial Jack Lemmon, recibe la noticia de que su padre ha muerto en un accidente de automóvil en la isla de Ischia (Italia). Al llegar allí descubre que su padre estaba con una amante, que también ha muerto en el accidente, y conoce a la hija de ésta, interpretada por Juliet Mills. Los cuerpos de los fallecidos desaparecerán y reaparecerán, habrá un asesinato, varios chantajes y, en medio, una historia de amor. Todo ello trufado por los malentendidos y giros inesperados que Wilder incluía en sus películas y que, por suerte para el espectador, provocan siempre multitud de situaciones cómicas.
Además, como también es habitual en el Wilder de comedia, los encuentros con la muerte son siempre desdramatizados bien por la actitud de alguno de los protagonistas (especialmente hilarante resulta la actitud del médico forense en el depósito de cadáveres cuando los dos protagonistas tienen que identificar a sus respectivos progenitores); bien por la inclusión de una banda sonora ajena al supuesto momento dramático. Por otro lado, Wilder se muestra en Avanti como buen conocedor de la psicología humana y, en este caso, de la idiosincrasia italiana que queda “retratada” en la película –si bien algo forzada, claro está, con el objetivo de provocar mayor comicidad a determinadas situaciones.
Por último, hay una cuestion que me ha llamado la atención de esta película: las críticas al sistema de vida americano, el american way, que salpican la película. En al menos cinco ocasiones alguno de los protagonistas deja “caer” algún comentario en el que se critica desde la economía norteamericana a la actitud de los estadounidenses ante el resto del mundo (“lo que quieren, lo cogen” dirá Juliet Mills). Y aunque esto no es del todo novedoso en Wilder –que ya había dejado entrever en anteriores trabajos la crítica a la ética norteamericana-, en Avanti encontramos una crítica más directa pero, en cierto modo, más ‘amable’, con menos acritud que en otras ocasiones.
16 de abril de 2010
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando a finales de la década de los 20’s del siglo pasado irrumpe en la industria cinematográfica la técnica necesaria para sincronizar voz e imagen, muchos actores y directores se encontraron con que no “encajaban” en la nueva forma de hacer cine: estaban “desincronizados” y, poco a poco, fueron desapareciendo, ahogados en sus propios recuerdos (Willy Wilder supo retratar maravillosamente la decadencia de esas estrellas del cine mudo en su Sunset Blvd, mientras que Cantando bajo la lluvia, de Stanley Donen y Gene Kelly, relata los problemas que tuvieron algunos actores y actrices con su voz). Sin embargo, otros actores y directores consiguieron adaptarse, con mayor o menor pericia, a esa novedad técnica. Entre ellos estaba John Ford, que ya llevaba a sus espaldas más de 60 películas mudas, pero que supo integrar el nuevo invento en su trabajo. Es bien cierto, sin embargo, que las viejas costumbres –como los vicios- son difíciles de abandonar y en las primeras películas sonoras de Ford los diálogos no aportan casi nada nuevo a lo que la propia imagen nos está contando. Así ocurre en su película La patrulla perdida, de 1934.
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El film relata la historia de una patrulla del ejército británico que, durante la I Guerra Mundial, queda atrapada en un oasis del desierto mesopotámico, rodeada por un enemigo invisible que, poco a poco, va matando a todos los integrantes del grupo.
Tal y como ya he advertido, se podría definir a La patrulla perdida como una película sonora rodada, en muchos sentidos, “a lo mudo”. La expresividad de los actores (con un Victor McLaglen en “estado de gracia”, que realiza una magnífica interpretación, y con un Boris Karloff que sigue ejerciendo de monstruo, aunque en esta ocasión no salga ninguno en la película); o la profusión de primeros y medios planos muy “físicos” donde el silencio sólo es roto por los sonidos ambientales o por la banda sonora, magistralmente compuesta por Max Steiner, son buena prueba de lo que estoy comentando. Tampoco hay que olvidar la manera que tenía Ford de dirigir a los actores, a los que no hacía hablar con mucha frecuencia en sus películas –de Ford es el pensamiento de que a los actores no hay que dejarles “abrir la boca sino tienen nada inteligente que decir”. Sin embargo, estas cuestiones no afectan al desarrollo de la trama, es más, sirven como apoyos donde sustentar la atmósfera con la que Ford dotó a su película: una atmósfera que él llevaría después al Far West y la utilizaría para construir alguno de los westerns más interesantes de su filmografía.
Como puntos negativos, se podría acusar a La patrulla perdida de escaso metraje (apenas dura 70 minutos) y del hecho de que las escenas parecen montadas “a cuchillo”, con cortes bruscos entre unas y otras. Sin embargo, ambos aspectos también pueden ser leídos en otra clave: la historia que Ford quería contar no necesitaba ni más metraje ni tampoco florituras entre escenas. Será el espectador el que tenga que determinar si lo hizo bien o si, por el contrario, John Ford no supo hacer bien su trabajo.
16 de abril de 2010
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la vida de toda persona hay un momento (o varios) en el que uno se da cuenta de que ya no tiene edad para hacer según que cosas: cuando después de la última noche de juerga el cuerpo ya no responde de la misma manera; cuando se empiezan a peinar las primeras canas; cuando nace el primer hijo… son ocasiones en las que uno se da cuenta -a veces no de manera muy consciente- de que ha llegado a un punto de inflexión en su existencia y que tiene dos opciones: adaptarse al nuevo estado vital e, incluso, derramar unas lágrimas de añoranza por el tiempo pasado; o bien empecinarse en seguir como siempre, aún sabiendo en lo más profundo del corazón que se está fuera de lugar. Estas dos opciones vitales las encontramos encarnadas en los dos protagonistas principales de Pat Garret & Billy The Kid, el último y magnífico auténtico western de Sam Peckinpah.
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La película recorre el trillado sendero de la historia de Pat Garret y Billy “el niño”, llevada a la pantalla en numerosas ocasiones; antaño amigos y compañeros de correrías, Pat y Billy están condenados a enfrentarse y a que muera uno de los dos porque cada uno de ellos ha tomado caminos distintos: el oeste ha dejado de ser lejano y brutal y la “civilización” avanza a pasos agigantados; ante esto, Pat ha decidido tomar la primera opción a la que me refería antes, mientras que Billy opta por la segunda. En este sentido es toda una declaración de intenciones uno de los primeros diálogos que encontramos en la película:
PAT: "Los tiempos han cambiado, Billy".
BILLY: "Los tiempos puede ser que hayan cambiado, pero yo no".
Este diálogo -y las continuas referencias al tiempo que ha pasado y que ya no volverá- están presentes a lo largo de toda la película y, en realidad, en toda la filmografía de Peckinpah, convirtiéndose en la constante que identifica su cine “del Oeste”: él es el director de los westerns crepusculares, el de los tipos que han perdido su lugar en la vida, el de los viejos vaqueros que mueren atropellados por un coche, que usan gafas o que sólo quedan para contar historias de sus glorias pasadas –como le ocurría al abuelo Cebolleta, uno de los personajes de Manuel Vázquez.
Así, en manos de Peckinpah, la historia de Pat y Billy se convierte en una especie de “canto del cisne” no tanto de un tipo de cine, que también, sino de una época, de un tiempo, que el propio director amaba y que, seguramente, le hubiera gustado vivir pero al que sabe que es imposible volver. Ese es el drama de Pat y por eso dispara al espejo donde se ve reflejado tras matar a Billy: al matar al fuera de la ley, en el que estaba representado todo lo que él una vez fue y le hubiera gustado seguir siendo, también se ha matado a sí mismo, negándose la posibilidad no sólo de volver a ese tiempo pasado sino también la de una remisión personal por la vía de la comprensión de los demás ante su actitud, comprensión que le es negada sistemáticamente al ser acusado de traidor por los que antaño fueron sus amigos (es demostrativa, en este sentido, la escena final de la película con una Pat que se aleja cabalgando mientras un niño le lanza piedras).
Por último, todo ese universo peckinpaniano se ve reforzado en Pat Garret & Billy The Kid por la fantástica banda sonora de el bardo Bob Dylan (con el híper versionado Knocking´ On Heaven s Door como uno de sus temas). También por la fotografía de John Coquillon, habitual de Sam Peckinpah, que disemina por toda la película tonos anaranjados, crepusculares, como si se viviera en un atardecer continuo. Y como no, por el plantel de secundarios de la película, muchos de ellos viejas glorias del western de la época dorada de Hollywood.
9 de mayo de 2010 2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
"La edad de oro" se revela como una crítica contra la burguesía, la iglesia, el ejército… es decir, contra las “fuerzas vivas” de una sociedad caduca y enferma. Una crítica, sin embargo, que vista desde la perspectiva del siglo XXI se antoja casi infantil, como la de un niño que pinta en las paredes del colegio algún exabrupto contra el profesor X. Evidentemente, en 1930, cuando se estrena la película, la mentalidad era muy distinta y la actitud ante ella, por tanto, también lo fue. Tachada, cuanto menos, de sacrílega, la película cayó, primero, en el ostracismo y luego, seguramente, en un olvido, del que saldría poco antes de la muerte de Buñuel.
Aunque fue pionera en algunos aspectos técnicos, como el uso de la voz en off, la película es un mediometraje que no resiste el más mínimo análisis cinematográfico. Si acaso podríamos descubrir un pequeño hilo en la historia de los dos amantes que, a modo de un pegamento no muy bueno, da sentido a la concatenación de algunas escenas. Sobre esto Buñuel diría, muchos años después de su rodaje, que “La edad de oro es -sobre todo- una película de amour fou (amor loco), de un impulso irresistible que, en cualesquier circunstancia, empuja el uno hacia el otro, a un hombre y una mujer que nunca pueden unirse”, poniendo así el tema de la película en ese pequeño hilo. Sin embargo, entre ese pequeño hilo conductor nos encontramos desde una pieza documental sobre la vida de los escorpiones hasta un homenaje en toda regla al Marques de Sade, eso sí, presentado este último con la iconografía propia de Jesucristo para así, al situarlo al final de la película, rematar con una crítica más a la religión cristiana.
Resumiendo: probablemente por su juventud -sólo tenía 30 años cuando rodó la película- y, sobre todo, por su inexperiencia cinematográfica, la película carece de la elegancia y de la técnica que alcanzaría Buñuel con obras posteriores -y que le harían merecedor, entre otros premios, del Oscar de Hollywood, del León de Oro de Venecia o del premio especial del Festival de San Sebastián- pero lo que sí encontramos son las filias y fobias buñuelianas que, embebidas de surrealismo, surgen a borbotones y sin control de la mente del director calandino. Las mismas filias y fobias que encontraremos después en esas obras posteriores tan depuradas y premiadas. Y es que si hay una cosa que hay que recocerle a Buñuel es su coherencia: consigo mismo y con su forma de pensar. “Esto es lo que pienso -parece decirnos Buñuel-, te lo puedo decir de una manera más burda y soez o de una manera más depurada y elegante, pero no hay ninguna doblez en mi ni en mi manera de entender el mundo”.
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