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5.4
4,260
4
7 de septiembre de 2014
7 de septiembre de 2014
36 de 52 usuarios han encontrado esta crítica útil
No leí la novela y tampoco pienso leerla.
La historia está mal contada en la película. Y creo que si la hubieran contado bien, seguiría siendo una historia sin mucha gracia.
Pasar los primeros minutos de la película es una odisea. Groseramente rápidos, mal editados, el director te quiere contar todo en un minuto. Pero después te parece que la película se va a poner mejor. Gran error.
Ningún personaje te agarra. La protagonista es, por lo menos, mala. La ausencia ridícula de sentimientos y emociones reales por parte de ella me enfermó. Y más allá de eso, en los poquísimos momentos en los que la protagonista expresaba lo que cualquier humano ordinario expresaría en su situación, la actriz estuvo mal (a falta de poder expresar cualquier cosa, grita y mira hacia cualquier lado, le dijeron a Chloë Grace Moretz).
A la relación amorosa, no le encontré ni pies ni cabeza.
Pero no todo es malo, por algo tiene un 4 de 10 en mi opinión. Hubo un par de cosas que me llamó la atención, y que me hicieron preocuparme más de la pantalla que de las palomitas.Una de esas fue el abuelo. Stacy Keach (American History X, Nebraska) hizo la mejor actuación del film, y, lamentablemente, el director quiso prescindir de él por más de media hora de película. La escena de Mia en la audición estuvo bien también. Eso y un par de cosas más. Nada memorable, hay que recalcar.
Pero, señoras y señores, si todas esas pocas cosillas buenas alumbraban a ratos el aburrido metraje, el final opacó todo. El último minuto, la última palabra, la pantalla negra y el inicio de los créditos, fue la peor decepción. Creí que, por lo menos, iba a terminar bien.
"Si decido quedarme", me pregunté bastante seguido. Si no hubiera estado acompañado, habría tomado mi decisión rápidamente.
Solo recordaré esta película porque es la primera que he criticado en mi estadía en FilmAffinity.
La historia está mal contada en la película. Y creo que si la hubieran contado bien, seguiría siendo una historia sin mucha gracia.
Pasar los primeros minutos de la película es una odisea. Groseramente rápidos, mal editados, el director te quiere contar todo en un minuto. Pero después te parece que la película se va a poner mejor. Gran error.
Ningún personaje te agarra. La protagonista es, por lo menos, mala. La ausencia ridícula de sentimientos y emociones reales por parte de ella me enfermó. Y más allá de eso, en los poquísimos momentos en los que la protagonista expresaba lo que cualquier humano ordinario expresaría en su situación, la actriz estuvo mal (a falta de poder expresar cualquier cosa, grita y mira hacia cualquier lado, le dijeron a Chloë Grace Moretz).
A la relación amorosa, no le encontré ni pies ni cabeza.
Pero no todo es malo, por algo tiene un 4 de 10 en mi opinión. Hubo un par de cosas que me llamó la atención, y que me hicieron preocuparme más de la pantalla que de las palomitas.Una de esas fue el abuelo. Stacy Keach (American History X, Nebraska) hizo la mejor actuación del film, y, lamentablemente, el director quiso prescindir de él por más de media hora de película. La escena de Mia en la audición estuvo bien también. Eso y un par de cosas más. Nada memorable, hay que recalcar.
Pero, señoras y señores, si todas esas pocas cosillas buenas alumbraban a ratos el aburrido metraje, el final opacó todo. El último minuto, la última palabra, la pantalla negra y el inicio de los créditos, fue la peor decepción. Creí que, por lo menos, iba a terminar bien.
"Si decido quedarme", me pregunté bastante seguido. Si no hubiera estado acompañado, habría tomado mi decisión rápidamente.
Solo recordaré esta película porque es la primera que he criticado en mi estadía en FilmAffinity.
10
4 de junio de 2019
4 de junio de 2019
25 de 37 usuarios han encontrado esta crítica útil
Del accidente de Chernóbil sabía tanto como se puede contar en diez palabras: URSS, años 80, la peor catástrofe nuclear de la historia. Con todo, luego de diez minutos viendo Chernobyl, esa breve síntesis se hace lo suficientemente corta como para sentirse horrorizado.
Con un ritmo impecablemente preciso, la serie nos va enseñando los distintos frentes de la historia. Así nos encontramos poco a poco con los trabajadores de la planta, aterrados por la explosión; los bomberos que buscan aplacar el fuego; los ciudadanos de Pripyat, despiertos en la noche; los políticos soviéticos, invitando a la tranquilidad; y los científicos nucleares, que quieren entender qué acaba de ocurrir. Quizás solo sean estos últimos quienes están libres de la imperante ingenuidad de todos frente el accidente, que, vista con los ojos de la historia, no hace más que aumentar nuestro terror.
Chernobyl, en tan solo cinco episodios, se convierte en uno de los mejores ejemplos que se han visto de cómo contar una catástrofe de manera inmensamente respetuosa y de cómo transmitir la brutalidad sin palpar el morbo. Allí recaen sus sutilezas. Sí, es gráfica y cruda, pero impacta aún más cuando insinúa: un bebé en los brazos de sus padres, quienes disfrutan de la cruel belleza del incendio como si fuera un espectáculo pirotécnico.
La burocracia, la propaganda y el honor de la patria y del Estado comunista, se convierten lentamente en las otras protagonistas de esta serie. Un elenco de lujo se encarga de dar vida a un grupo de personajes entrañables que se moverán en ese juego de poder, intentando impedir el avance de la radiación, de esas "balas de neutrones".
Legasov y Shcherbina, científico y ministro (maravillosamente interpretados por Jared Harris y Stellan Skarsgår), son el núcleo de esta historia y difícilmente los vamos a olvidar. Emily Watson como Ulana Khomyuk, científica y quizás el único personaje ficticio de la serie, investiga a espaldas del gobierno en busca de los responsables del accidente que amenaza con afectar a millones de vidas inocentes. Pero, al final, ¿quién es inocente? ¿Quiénes son los culpables? Por más política que sea, por más comunismo que inunde a la historia, Chernobyl nos interpela a todos: ¿cuál es el costo de las mentiras?
Con un ritmo impecablemente preciso, la serie nos va enseñando los distintos frentes de la historia. Así nos encontramos poco a poco con los trabajadores de la planta, aterrados por la explosión; los bomberos que buscan aplacar el fuego; los ciudadanos de Pripyat, despiertos en la noche; los políticos soviéticos, invitando a la tranquilidad; y los científicos nucleares, que quieren entender qué acaba de ocurrir. Quizás solo sean estos últimos quienes están libres de la imperante ingenuidad de todos frente el accidente, que, vista con los ojos de la historia, no hace más que aumentar nuestro terror.
Chernobyl, en tan solo cinco episodios, se convierte en uno de los mejores ejemplos que se han visto de cómo contar una catástrofe de manera inmensamente respetuosa y de cómo transmitir la brutalidad sin palpar el morbo. Allí recaen sus sutilezas. Sí, es gráfica y cruda, pero impacta aún más cuando insinúa: un bebé en los brazos de sus padres, quienes disfrutan de la cruel belleza del incendio como si fuera un espectáculo pirotécnico.
La burocracia, la propaganda y el honor de la patria y del Estado comunista, se convierten lentamente en las otras protagonistas de esta serie. Un elenco de lujo se encarga de dar vida a un grupo de personajes entrañables que se moverán en ese juego de poder, intentando impedir el avance de la radiación, de esas "balas de neutrones".
Legasov y Shcherbina, científico y ministro (maravillosamente interpretados por Jared Harris y Stellan Skarsgår), son el núcleo de esta historia y difícilmente los vamos a olvidar. Emily Watson como Ulana Khomyuk, científica y quizás el único personaje ficticio de la serie, investiga a espaldas del gobierno en busca de los responsables del accidente que amenaza con afectar a millones de vidas inocentes. Pero, al final, ¿quién es inocente? ¿Quiénes son los culpables? Por más política que sea, por más comunismo que inunde a la historia, Chernobyl nos interpela a todos: ¿cuál es el costo de las mentiras?
2 de mayo de 2025
2 de mayo de 2025
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Denominación de origen plantea su conflicto explícito entre San Carlos y Chillán, dos ciudades del centro-sur de Chile, la primera de unos 50.000 hábitantes y la segunda algo más grande. Yo vivo a unos 90 minutos en auto al norte de San Carlos, pero nunca la he visitado. Más al sur está Chillán, una ciudad más parecida a la mía en dimensiones y que he visitado solo una vez. Pero sancarlinos y chillanejos (aunque el DLE diga chillanense) sí he conocido bastantes y, a pesar de que cada ciudad o pueblo tiene su logro distintivo, su pasión particular y unas cuantas palabras extrañas, no difieren mucho de un talquino como yo o de cualquier chileno provinciano. Y en toda provincia chilena hay disputas. Peleas del pueblo chico contra el menos chico, recelos de hermano menor contra el mayor.
Chillán es conocido por sus longanizas, las mejores de Chile, que mezclamos con guisos y estofados y usamos para hacer un choripán (pan francés, longaniza y, ojalá, pebre). Hasta que esta película llega y nos revela que las mejores-mejores, las originales, realmente son las de San Carlos. Así parte esta historia: el 2018 se organizó un concurso de longanizas en Chillán y el ganador fue un centro penitenciario que las fabricaba como método de reinserción laboral. No por mucho: hubo un error. El centro era de San Carlos y según las bases solo podían participar empresas chillanejas. Les quitaron el premio.
Alguien tenía que hacer justicia y reivindicar a los sancarlinos. Un grupo de personas con coraje y con pasión, y que no tengan nada que perder. Acá aparecen nuestros protagonistas, héroes carismáticos e improbables, cuya gesta la película nos presenta en clave documental (¿lo es?). Luisa, una activista social de un barrio que podría ser cualquiera en Chile; DJ Fuego, un joven que vive de la autogestión precaria para levantar sus proyectos musicales y económicos; el Tío Lelo, fabricante de longanizas, viejo campesino que cree que aún no es tarde para aprender a leer; y Juan Peñailillo, un abogado relajado, algo vulgar y fracasado que ve en esta misión un camino para recuperar su reputación. Juntos preparan el plan de conseguir la denominación de origen para la longaniza de San Carlos. Para que sea reconocida como la mejor deben ganarle a Chillán, pero no es tarea fácil. La película usa el formato documental para contar no solo las peripecias del grupo y su intento de organizar a todos los fabricantes de longanizas de la comuna, sino también la realidad de una provincia chilena cualquiera, su precariedad e incluso pobreza, la burocracia de su municipio, la pasión que hay dentro del pueblo, las tensiones, el humor, la picardía (que nuestro futbolista Gary Medel bautizó como “chispeza” chilena).
Denominación de origen es una comedia, y no una liviana, ligera o simplemente efectiva, como han dicho algunos críticos extranjeros. Tal vez porque no saben lo dulce y agraz del retrato que hace de estas personas que todo chileno ha conocido en su vida. Es una comedia exquisita, como las longanizas y los choripanes, que ocupa las teclas precisas para desbordar en risas sin burlarse ni ridiculizar, que abarca el absurdo y el humor negro haciéndolo siempre con cariño y respeto por las personas que retrata. Nos hace partícipes y cómplices de la historia. Queremos conocer, hablar y carretear con Luisa, Tío Lelo, DJ Fuego y Peñailillo. Porque no son actores profesionales haciendo un papel, son sancarlinos, chilenos, retratando su propia historia.
Ni es una comedia ligera ni es tan solo una comedia. También es un drama, y, como los buenos, sobre la condición humana. Sobre qué es lo que nos mueve y sobre el absurdo de las situaciones a las que nos vemos enfrentados. Pero, en este caso, es una condición humana más particular. Denominación de origen muestra una buena parte de lo que se siente ser chileno, sobre todo fuera de la capital. No es solo nuestra forma de hablar, nuestros sabores y olores, o la música de los barrios y del campo. Es una forma de ser, una manera de agachar la cabeza y volver a levantarla. Esa gracia que aparece al reírse en la desgracia. Esa manera triste de sentirse poca cosa o de aceptar el destino cruel. La extraña necesidad de que venga alguien de fuera a decirnos que sí, que somos buenos en algo, o esa mezcla rara de complicidad y desconfianza en nuestro trato. Vivimos atrapados entre el blanco de una cordillera monumental y el azul abismante del Pacífico. La tierra se retuerce cada ciertos años. El paisaje nos obliga a la humildad, a la cautela, al miedo, a la esperanza y a veces a la resignación. Somos pequeños, sí, pero queremos ser gigantes. Más grandes que Chillán. Y cuántas veces hemos fallado esa tarea y volveremos a fallar. A veces mejor ni intentarlo.
Esta historia es la de cuatro chilenos que quisieron hacer algo por su pueblo y por ellos mismos. Contaban con poco más que una pasión, que más que una pasión era una forma de sobrevivir. Una forma de hacer amigos y de hacer comunidad. La última esperanza para levantarse juntos y, en caso de volver a caer, caerse juntos también. Denominación de origen es la película más chilena que he visto. Es el sello de nuestra “denominación de origen” como país. Y es una gran, gran película. Casi todo chileno compartirá eso último y, ojalá, estas líneas sirvan para que quien la ve desde afuera se adentre con el contexto y la perspectiva necesarias. Imperdible.
Chillán es conocido por sus longanizas, las mejores de Chile, que mezclamos con guisos y estofados y usamos para hacer un choripán (pan francés, longaniza y, ojalá, pebre). Hasta que esta película llega y nos revela que las mejores-mejores, las originales, realmente son las de San Carlos. Así parte esta historia: el 2018 se organizó un concurso de longanizas en Chillán y el ganador fue un centro penitenciario que las fabricaba como método de reinserción laboral. No por mucho: hubo un error. El centro era de San Carlos y según las bases solo podían participar empresas chillanejas. Les quitaron el premio.
Alguien tenía que hacer justicia y reivindicar a los sancarlinos. Un grupo de personas con coraje y con pasión, y que no tengan nada que perder. Acá aparecen nuestros protagonistas, héroes carismáticos e improbables, cuya gesta la película nos presenta en clave documental (¿lo es?). Luisa, una activista social de un barrio que podría ser cualquiera en Chile; DJ Fuego, un joven que vive de la autogestión precaria para levantar sus proyectos musicales y económicos; el Tío Lelo, fabricante de longanizas, viejo campesino que cree que aún no es tarde para aprender a leer; y Juan Peñailillo, un abogado relajado, algo vulgar y fracasado que ve en esta misión un camino para recuperar su reputación. Juntos preparan el plan de conseguir la denominación de origen para la longaniza de San Carlos. Para que sea reconocida como la mejor deben ganarle a Chillán, pero no es tarea fácil. La película usa el formato documental para contar no solo las peripecias del grupo y su intento de organizar a todos los fabricantes de longanizas de la comuna, sino también la realidad de una provincia chilena cualquiera, su precariedad e incluso pobreza, la burocracia de su municipio, la pasión que hay dentro del pueblo, las tensiones, el humor, la picardía (que nuestro futbolista Gary Medel bautizó como “chispeza” chilena).
Denominación de origen es una comedia, y no una liviana, ligera o simplemente efectiva, como han dicho algunos críticos extranjeros. Tal vez porque no saben lo dulce y agraz del retrato que hace de estas personas que todo chileno ha conocido en su vida. Es una comedia exquisita, como las longanizas y los choripanes, que ocupa las teclas precisas para desbordar en risas sin burlarse ni ridiculizar, que abarca el absurdo y el humor negro haciéndolo siempre con cariño y respeto por las personas que retrata. Nos hace partícipes y cómplices de la historia. Queremos conocer, hablar y carretear con Luisa, Tío Lelo, DJ Fuego y Peñailillo. Porque no son actores profesionales haciendo un papel, son sancarlinos, chilenos, retratando su propia historia.
Ni es una comedia ligera ni es tan solo una comedia. También es un drama, y, como los buenos, sobre la condición humana. Sobre qué es lo que nos mueve y sobre el absurdo de las situaciones a las que nos vemos enfrentados. Pero, en este caso, es una condición humana más particular. Denominación de origen muestra una buena parte de lo que se siente ser chileno, sobre todo fuera de la capital. No es solo nuestra forma de hablar, nuestros sabores y olores, o la música de los barrios y del campo. Es una forma de ser, una manera de agachar la cabeza y volver a levantarla. Esa gracia que aparece al reírse en la desgracia. Esa manera triste de sentirse poca cosa o de aceptar el destino cruel. La extraña necesidad de que venga alguien de fuera a decirnos que sí, que somos buenos en algo, o esa mezcla rara de complicidad y desconfianza en nuestro trato. Vivimos atrapados entre el blanco de una cordillera monumental y el azul abismante del Pacífico. La tierra se retuerce cada ciertos años. El paisaje nos obliga a la humildad, a la cautela, al miedo, a la esperanza y a veces a la resignación. Somos pequeños, sí, pero queremos ser gigantes. Más grandes que Chillán. Y cuántas veces hemos fallado esa tarea y volveremos a fallar. A veces mejor ni intentarlo.
Esta historia es la de cuatro chilenos que quisieron hacer algo por su pueblo y por ellos mismos. Contaban con poco más que una pasión, que más que una pasión era una forma de sobrevivir. Una forma de hacer amigos y de hacer comunidad. La última esperanza para levantarse juntos y, en caso de volver a caer, caerse juntos también. Denominación de origen es la película más chilena que he visto. Es el sello de nuestra “denominación de origen” como país. Y es una gran, gran película. Casi todo chileno compartirá eso último y, ojalá, estas líneas sirvan para que quien la ve desde afuera se adentre con el contexto y la perspectiva necesarias. Imperdible.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
- El juego de falso documental es genial. Cuesta saber qué es verdad y qué no, y esa duda es imprescindible para caer en la historia. Aunque al final nos dan la respuesta más importante: "es una película". El trabajo de casting con ciudadanos de San Carlos, ninguno actor profesional, fue esencial y muy bien hecho. Sacaron lo mejor de cada uno.
- La escena de la pelea de longaniceros es brillante en su ejecución y su función como final trágico (el clímax es la escena de la chef). Además, a todo chileno nos debe recordar a los fallidos procesos constituyentes. Sin necesidad de tomar partido (aunque en el caso de la película claramente sí lo hace), retrata muy bien el conflicto y su absurdo.
- Qué importante es una película así para el cine chileno. No es el típico cine-arte, o "de autor" o de festivales. Esta es una película para chilenos, para ir con amigos o con la familia. Espero que le siga yendo bien en cartelera
- La escena de la pelea de longaniceros es brillante en su ejecución y su función como final trágico (el clímax es la escena de la chef). Además, a todo chileno nos debe recordar a los fallidos procesos constituyentes. Sin necesidad de tomar partido (aunque en el caso de la película claramente sí lo hace), retrata muy bien el conflicto y su absurdo.
- Qué importante es una película así para el cine chileno. No es el típico cine-arte, o "de autor" o de festivales. Esta es una película para chilenos, para ir con amigos o con la familia. Espero que le siga yendo bien en cartelera
6
16 de marzo de 2019
16 de marzo de 2019
8 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Solo conozco a Gervais por sus dos más famosos especiales de comedia y una que otra entrevista o aparición en TV. Esta es mi primera vez enfrentándome a su labor como guionista de ficción, y quedé con gusto a poco.
Desde el principio conjeturé, a partir de la premisa, que esta no sería una serie hilarante. De drama, eso sí, con pretensiones de profundidad espiritual e impregnada del humor del director, guionista y actor principal, Ricky Gervais. Pues, con eso y poco más me encontré. Desde el primer capítulo se deja ver su ejecución sobria, llevando a la contención todo detalle técnico (a un nivel adecuado para televisión) para que lo que destaque sea la historia creada por el ingles. Bien.
After Life es el viaje de Tony (Gervais), un viudo nihilista y cretino, por un mundo sin su esposa, un mundo en el que no quiere vivir. Distintos grupos de personas -podemos clasificarlos en su familia (cuñado y sobrino), los compañeros de trabajo (el principal tono cómico de la serie; recuerda, asumo, a The Office) y los personajes que podríamos llamar "de la vida" (el cartero, un drogadicto, una prostituta, etc.)- acompañan a Tony en su viaje y lo hacen reflexionar a través de sus historias personales.
Esta es una serie que traduce las ideas del autor sin lograr separarse nunca de él. After Life ES Ricky Gervais, con lo bueno y lo malo que eso pueda significar.
¿Lo bueno? Hay humor negro, ácido, acotado y oportuno, permitiendo que el visionado sea entretenido y evitando que la obra se sienta demasiado engreída. Se agradece, además, la intención de tratar con seriedad temas que no suelen tratarse en televisión o Netflix, como la viudez o el suicidio. Algunos de los personajes están muy bien dibujados; allí vemos a la viuda del cementerio o la prostituta, en cuyos diálogos descansan quizás los mejores momentos de la serie. Y, por otro lado, las correctas actuaciones, especialmente la de Gervais, porque cumple dignamente en el rol que se roba la mayoría de los minutos, este Tony (o Ricky) tan protagónico.
¿Lo malo? La arrogancia excesiva del autor empapa a la versión insolente del viudo, lo que no sería un problema si Gervais justificara ese abuso dentro de su arco narrativo. Pero esa arrogancia no vislumbra ninguna tipo de disculpa en la historia, ninguna solución. Esa superioridad moral al hablar sobre la religión, sobre los gordos (qué agotamiento, Ricky, cómo no pierdes ninguna oportunidad para molestarlos), sobre las relaciones humanas y cualquier otra visión sobre la sociedad.
Punto aparte es la música, correcta en general, pero que a momentos parece fuera de lugar o incluso sacada de trabajos audiovisuales de un estudiante universitario.
En resumen, me queda la sensación de que After Life no es una serie tan profunda como pretendió, y los momentos escuetamente graciosos que entrega no logran redimirla de ese fallo. Lo realmente triste es que en algunas escenas, en algunos diálogos, dejaba vislumbrar algo más allá que un soso final.
Desde el principio conjeturé, a partir de la premisa, que esta no sería una serie hilarante. De drama, eso sí, con pretensiones de profundidad espiritual e impregnada del humor del director, guionista y actor principal, Ricky Gervais. Pues, con eso y poco más me encontré. Desde el primer capítulo se deja ver su ejecución sobria, llevando a la contención todo detalle técnico (a un nivel adecuado para televisión) para que lo que destaque sea la historia creada por el ingles. Bien.
After Life es el viaje de Tony (Gervais), un viudo nihilista y cretino, por un mundo sin su esposa, un mundo en el que no quiere vivir. Distintos grupos de personas -podemos clasificarlos en su familia (cuñado y sobrino), los compañeros de trabajo (el principal tono cómico de la serie; recuerda, asumo, a The Office) y los personajes que podríamos llamar "de la vida" (el cartero, un drogadicto, una prostituta, etc.)- acompañan a Tony en su viaje y lo hacen reflexionar a través de sus historias personales.
Esta es una serie que traduce las ideas del autor sin lograr separarse nunca de él. After Life ES Ricky Gervais, con lo bueno y lo malo que eso pueda significar.
¿Lo bueno? Hay humor negro, ácido, acotado y oportuno, permitiendo que el visionado sea entretenido y evitando que la obra se sienta demasiado engreída. Se agradece, además, la intención de tratar con seriedad temas que no suelen tratarse en televisión o Netflix, como la viudez o el suicidio. Algunos de los personajes están muy bien dibujados; allí vemos a la viuda del cementerio o la prostituta, en cuyos diálogos descansan quizás los mejores momentos de la serie. Y, por otro lado, las correctas actuaciones, especialmente la de Gervais, porque cumple dignamente en el rol que se roba la mayoría de los minutos, este Tony (o Ricky) tan protagónico.
¿Lo malo? La arrogancia excesiva del autor empapa a la versión insolente del viudo, lo que no sería un problema si Gervais justificara ese abuso dentro de su arco narrativo. Pero esa arrogancia no vislumbra ninguna tipo de disculpa en la historia, ninguna solución. Esa superioridad moral al hablar sobre la religión, sobre los gordos (qué agotamiento, Ricky, cómo no pierdes ninguna oportunidad para molestarlos), sobre las relaciones humanas y cualquier otra visión sobre la sociedad.
Punto aparte es la música, correcta en general, pero que a momentos parece fuera de lugar o incluso sacada de trabajos audiovisuales de un estudiante universitario.
En resumen, me queda la sensación de que After Life no es una serie tan profunda como pretendió, y los momentos escuetamente graciosos que entrega no logran redimirla de ese fallo. Lo realmente triste es que en algunas escenas, en algunos diálogos, dejaba vislumbrar algo más allá que un soso final.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
1. ¿Por qué se nos presenta a esa nueva compañera de trabajo como si fuera a ser un personaje sumamente relevante en la historia, y luego no pasa nada?
2. El final del viaje de Tony no constituye tal epifanía que algunos comentan. En ciertos momentos la serie parece adentrarse a un crecimiento más real del personaje, en el que pueda liberarse de su pedantería y donde la solución sobre continuar con su vida no se argumente en él mismo sino en el resto. Y no es que esto no sea suficiente: es que es tan predecible y cliché como insípido para el final de una serie que, a ratos, pretende a más.
2. El final del viaje de Tony no constituye tal epifanía que algunos comentan. En ciertos momentos la serie parece adentrarse a un crecimiento más real del personaje, en el que pueda liberarse de su pedantería y donde la solución sobre continuar con su vida no se argumente en él mismo sino en el resto. Y no es que esto no sea suficiente: es que es tan predecible y cliché como insípido para el final de una serie que, a ratos, pretende a más.
11 de marzo de 2022
11 de marzo de 2022
14 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
(En esta crítica escueta intento plasmar lo mejor posible mi impresión sin entrar en detalles. Así de simple).
Visualmente es maravillosa y tremendamente divertida (la paleta de colores; el humor en la animación y los toques de influencia animé). La historia es honesta, dulce y se cuenta con soltura y agilidad. Sobre la familia, los seres queridos, crecer, conocerse y aceptarse.
Me atrapó por noventa minutos y me encantó. Qué más voy a decir.
Visualmente es maravillosa y tremendamente divertida (la paleta de colores; el humor en la animación y los toques de influencia animé). La historia es honesta, dulce y se cuenta con soltura y agilidad. Sobre la familia, los seres queridos, crecer, conocerse y aceptarse.
Me atrapó por noventa minutos y me encantó. Qué más voy a decir.
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