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Críticas 5
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
23 de agosto de 2016
14 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si Slacker (1991), Dazed and Confused (1993) y Antes del amanecer (1995) fueron en su día motivos suficientes para considerar a Richard Linklater como uno de los directores independientes más relevantes emergidos en los 90, luego llegarían Escuela de rock (2003), Antes del atardecer (2004) y Antes del anochecer (2013) para decirle al panorama cinematográfico americano que en Linklater había un potencial susceptible de ser reconocido más allá de las demandas de un público fiel y reducido. Un potencial que terminó por aflorar gracias a la catorce veces premiada Boyhood (2014) con la que el director consiguió, finalmente, llamar la atención de la crítica internacional y, sobre todo, ganarse el favor de un público más general que ahora empieza a identificar en su trabajo características propias de un auténtico cine de autor.

Con cierto renombre adquirido y tras las correspondientes alabanzas suscitadas, a Linklater le apetece aflojar algo de carga dramática volviendo al cine gamberro de sus orígenes, divirtiéndose, soñando y llevándonos a nosotros con él en su ilusión pubertina de los 80. Todo ello, sin dejar de mostrar su evolución y sin bajarse del pequeño estandarte en el que ya se le ha colocado.

De este modo, quien conozca mínimamente la trayectoria cinematográfica de Linklater se imaginará que Todos queremos algo no es la prima lejana de American Pie, por mucho que pudiera parecerlo en el tráiler, y que, inevitablemente, los 116 minutos de metraje van a estar repletos de planos simples, largas conversaciones y detalles propensos al análisis particular de cada espectador. No obstante, entre el heterogéneo y variado grupo de espectadores los habrá quienes, como moscas a la miel, acudirán a la sala atraídos por los pechos al aire, las palabras mal sonantes, la juerga, los botellines de cerveza vacíos, la hierba, las noches de discoteca, las peleas de machos cabríos y el juego duro en el béisbol. Es conveniente advertir a todos ellos que la combinación de esos elementos no ha dado como resultado una cinta frívola, complemento idóneo de ganchitos, cervezas, amigos y risas.

Más que película de sábado o viernes noche, esta es una opción para disfrutar en la soledad que ofrecen los días entre semana, durante o después de la puesta de sol, cuando a la dura jornada laboral ya no le quede más por extraer de nosotros y solo prevalezcan las ganas de soñar despiertos. Es esto precisamente lo que nos ofrece Linklater. Una ensoñación, una ilusión, una fantasía, una oportunidad de volver a ser partícipes del pasado – o de descubrirlo, si no tenemos la edad suficiente para haberlo experimentado-.

Y al igual que en los sueños, algo caóticos e imperfectos, cuesta diferenciar entre la introducción, el nudo y el desenlace de esta historia. Tras la aparición en pantalla del personaje principal, Jake Bradford (Blake Jenner), un jugador de Béisbol recién llegado a la universidad; la de los que serán sus veteranos y “porculeros” compañeros de residencia y de entrenamientos, Finnegan (Glen Powell), McReynolds (Tyler Hoechelin), Willoughby (Wyatt Russell) y Jay Niles (Juston Street), entre otros, y la de la dulce Beverly (Zoey Deutch) – Qué es una ensoñación sin la chica perfecta – el resto lo conformarán las idas y venidas de los adolescentes durante los tres días previos al inicio de las clases.

Entre el alcohol y los desesperados intentos del equipo de Béisbol por llevarse al huerto a cuantas chicas sea posible, se entrevén la crisis de identidad propia de la edad, la incertidumbre de un futuro prometedor por delante que puede echarse a perder con muy poco, el empuje de la pasión juvenil, la competitividad, la sensación de verse amenazado por los otros, el miedo, el compañerismo… Todo ello dibujado con finas pinceladas que cada cual puede ir recogiendo al gusto para llevarse el filme a su terreno, ya sea el de la juventud latente o el de la madurez nostálgica.

Sí resulta más evidente el hecho de que estamos ante la cinta más cuidada por Linklater en lo que a estética se refiere. Es obvio que el director siente verdadera debilidad por la época y esa debilidad se traduce en una reproducción más icónica que históricamente fidedigna, aunque ¿No nos habíamos introducido en una ensoñación? es comprensible que las luces brillen más de lo normal, los colores sean más intensos que de costumbre, los escenarios en los que se desarrollan las acciones parezcan sacados de videoclips y la vestimenta de las distintas tribus del momento parezcan el fondo de armario de los grupos alternativos actuales.

(Sigo en el spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Igualmente reseñables son las frescas actuaciones de un reparto repleto de caras nuevas, entre las que caben destacar las histriónicas maneras de Jay Niles y las fantásticas tretas de ligoteo de Finnegan, que lo mismo utiliza su carta astral (antentos, que él es Leo) para encandilar a una estudiante de arte dramático, que presume de tener el miembro pequeño ante un grupo de rubias para hacerlas reír y generar en ellas un efecto contrario al que producen los que usan sus cualidades como amantes como armas de seducción

Pese a la brusca impresión que producen al principio estos deportistas, conforme va avanzando el filme nos dejamos enganchar por su naturalidad, su sentido del humor y su carpe diem, para al final encontrarnos sonriendo como idiotas, con unas ganas inmensas de unirnos a ellos para repetir sus experiencias en bucle, hasta el final de los tiempos.

Con toda intención, el director se olvida de los giros argumentales y, por ende, de hacer cambios drásticos en la vida de los personajes. La idea es que nosotros asomemos la cabeza por esas vidas, participemos pasivamente de ellas durante tres días y nos dejemos llevar por los efímeros sueños de juventud, por los coloridos e ilusorios 80.

No apta para nostálgicos consumados, ni para amantes de lo retro, ni para quienes suelen tener los pies más en el cielo que en la tierra. Se resistirán a salir de la ensoñación y permanecerán atrapados en la sala de cine para siempre.

Lo mejor: la fidedigna y envolvente ambientación, las actuaciones (en especial las de Glen Powell y Juston Street) y los diálogos.

Lo peor: que termine cuando menos lo esperas y menos te apetece.
16 de octubre de 2017
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
El tenebrismo está de moda (exitosas producciones como las de It y American Horror Story son prueba de ello); los 80 están de moda, qué duda cabe a estas alturas, y las historias sobre asesinatos misteriosos también vuelven a ser populares, si es que alguna vez han dejado de serlo. Warner Bros Televisión aprovecha estas tendencias y las fusiona con acierto para proyectar un mundo en el que los típicos enredos de instituto, el puritanismo estadounidense y la estereotipada imagen del sueño americano reciben una radical vuelta de tuerca.

RIVERDALE es una ciudad que despunta por su tranquilidad y su civismo. La imagen inmaculada de la típica vida americana que allí transcurre entre inocentes bailes de instituto, eventos deportivos con los uniformes de los jugadores y las animadoras a juego, idas y venidas a Pop’s para tomar hamburguesas y batidos, y eventos conmemorativos en los que ciudadanos modelo se agrupan para celebrar esa calma, capitaneados por una sonriente y siempre bienintencionada alcaldesa. Pero un día aparece en el río el cuerpo flotante de Jason Blossom, el exitoso estudiante cuya familia controla la economía local gracias al negocio del sirope de arce, y la atractiva máscara que recubre a Riverdale empieza a quebrarse, sacando a la luz una realidad mucho más desagradable.

Así comienza esta historia que nos irá narrando la voz en off de Jughead Jones, una suerte de Truman Capote adolescente, decidido a llegar al fondo del asunto hasta las últimas consecuencias. Al propósito de Jones se unirán la perfeccionista y repipi Betty, la explosiva Ronnie y el deportista modelo Archie, que últimamente se encuentra en una encrucijada personal por no saber cómo afrontar su prometedor futuro.

Aparentemente, esta es una historia que ya nos han contado de muchas formas. Pero el mérito de la serie consiste precisamente en mostrarnos lo que ya conocemos (y sabemos que funciona) de un modo que nos parezca sorprendente y cotidiano al mismo tiempo; sobrenatural, pero común; ajeno y cercano; como lo es el mal que, por mucho que siempre intentemos dirigirlo a una sola dirección, en el mayor número de casos todos solemos participar de él, ya sea directa o indirectamente. Más aun en este tiempo de relativismo en el que vivimos, que los guionistas han sabido captar a la perfección sin menospreciar ese regusto retro del que bebe Riverdale, con paisajes al más puro estilo Twin Peaks y unos personajes basados en los célebres cómics de las aventuras de Archie.

Hablando de personajes, resulta refrescante ver caras nuevas en la ficción americana. Lili Reinhart (Betty Cooper), K. J Apa (Archie Andrews) y Camila Mendes (Verónica Lodge) debutan cumpliendo sobradamente con la complejidad de interpretación exigida por sus papeles. Mención especial para el regreso a la ficción de Cole Sprouse, el que será siempre uno de los gemelos rubios de la serie de Disney Channel Hotel dulce hotel, que da al controvertido Jughead Jones una buena dosis de carisma, dejando entreabiertas las puertas de una carrera que se avecina exitosa.

Y sí, esta es una serie fundamentalmente de personajes, del tipo del que el espectador termina odiando al que fuera su predilecto desde el primer capítulo, o todo lo contrario. Porque, ya sea por necesidad o pura naturaleza, estos terminan revelando su lado oscuro o desprendiéndose de la coraza para dejar aflorar una gran sensibilidad. En la ciudad de Riverdale nunca se sabe. La corrupción y la mentira siempre están acechando entre sus calles y cuando salen a la luz en forma de desgracia podemos estar seguros de que nadie está exento de culpa, pero tampoco nadie es totalmente culpable. Se agradece esa difuminación de la frontera entre el bien y el mal, sin moralinas que nos aleccionen sobre el saber estar y las buenas intenciones.

El creador de la serie, Roberto Aguirre Sacasa, parece haber cogido esa teoría propia del sueño americano como base para mostrarnos una visión propia de su manifestación, en la práctica. Y la práctica se compone de familias disfuncionales, adultos que no son capaces de controlar su propia vida pero que exigen ese control por duplicado a sus hijos, y adolescentes que han crecido con el imaginario del éxito, de la vida perfecta que para ellos han fabricado sus progenitores, pero que realmente no saben como alcanzar, ni si están realmente dispuestos a hacerlo. ¿A qué nos puede sonar esto? sí, a la generación millenial y sus conflictos identitarios.

(CONTINÚO EN SPOILER)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Así que Archie, Betty, Ronnie, Jughead y sus compañeros, como buenos millenials, tienen que lidiar con toda la oscuridad heredada de las generaciones pasadas de Riverdale, con un ojo puesto en el futuro y tratando de ser salpicados lo menos posible por tanta turbiedad. ¿Lo conseguirán? ¿Virarán hacia la luz o se perderán entre las sombras? Responder a estas cuestiones es uno de los objetivos finales de un guión que hasta el momento despunta por su solidez y coherencia (tarea difícil con tantas tramas y relaciones personales secundarias).

Y si a todas estas sugerencias de la trama añadimos una estética atractiva y perfectamente acorde tenemos como resultado un micro universo distintivo, original, en el que deslumbrantes bailes de instituto, cremosos batidos de frutas, sirope de arce y luces de neón combinan con densos bosques de pinos, chaquetas de cuero, mansiones góticas, sangre y armas de fuego.

La primera temporada de Riverdale ha cogido el testigo del entretenimiento juvenil (y no tan juvenil) con fuerza y ahora en adelante tiene el deber de aprovecharlo, sin caer en el típico culebrón en el que suelen transformarse estas series.

La corrupción, el asesinato, la sangre y las mentiras nos han mantenido en vilo hasta el momento, al estilo tradicional del thriller americano, con el añadido de las rebosantes hormonas adolescentes. Queremos más intriga, más sangre y más hormonas desatadas. En definitiva, queremos seguir dando un paseo cada semana por la cara más oscura de los adolescentes de Riverdale.
14 de julio de 2015
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es la segunda vez que Michael Hirst cimenta bien el argumento de una serie de televisión gracias a una mezcla de rigor histórico, perfecta ambientación y excelente puesta en escena. Ya puso en marcha esta técnica para construir la exitosa ‘Los Tudor’ y, habiendo comprobado su eficacia, no ha dudado en volverla a utilizar para erigir su nueva apuesta, ‘Vikingos’.

La acción transcurre en el S.IX d.c y está basada en los saqueos de las tribus vikingas escandinavas a los reinos de Francia y Bretaña. Dichas incursiones son documentadas a través de Ragnar Lodbrok, un vikingo que pasó a la historia por ser un guerrero tenaz, rebelde y lo suficientemente curioso como para lanzarse a explorar territorios desconocidos haciendo uso de las técnicas de navegación más innovadoras.
Ragnar es un humilde granjero que vive en Kattegat junto con su esposa, la escudera lagertha y sus dos hijos, Bjorn y Guida. Cuando llega el momento de que el conde Haraldson, el jefe de la tribu a la que pertenece Ragnar, decida acerca de los saqueos de la temporada Lodbrok propone ir a explorar nuevos territorios hacia el oeste, idea que el conde rechaza de inmediato. Insatisfecho con la respuesta obtenida, Ragnar desobedece a Haraldson. En secreto reúne a un equipo de guerreros que, en un barco construido por Floki el carpintero, le acompañarán en una travesía hacia tierras inexploradas del oeste. Hasta ahí el planteamiento del primer capítulo y de la serie, que se va complicando en gran medida a lo largo de las tres temporadas.

Quien pasa del cuarto episodio se convierte inevitablemente en un auténtico vikingo. Conforme se van sucediendo las andanzas de Ragnar nos vamos introduciendo en la cultura de los norteños, sus costumbres y creencias. Nos vamos dejando atrapar por las espadas, los escudos, las frondosas barbas y las trenzas en el pelo, las pieles y la pintura de los ojos. Las historias de los dioses van calando, empezamos a notar la influencia que Odín, Freya, Thor y Loki ejercen sobre nosotros desde los salones del Valhalla. Empieza a embargarnos un desdén irrefrenable hacia las refinadas formas de los cristianos. Una sed de sangre, batalla y oro nos ahoga. Y al final resulta que no podemos pensar en otra cosa más que en saquear y fornicar antes de ofrecer un sacrificio a los dioses.

Muy pocas series consiguen que el espectador implore formar parte de ellas, pero ‘Vikingos’ lo logra con éxito. Los bellísimos paisajes de Irlanda recrean a la perfección los territorios de la antigua Escandinavia. Vestuario y decorados gozan de un gran realismo. La escenografía es excelente, destacando por su atmósfera hipnotizante las escenas referidas a rituales y contacto con las divinidades. Las correctísimas interpretaciones de los actores son de agradecer, el veterano Gabriel Byrne cumple como siempre en su papel de Jarl Haraldson y Travis Fimmel logra con éxito transformarse en un carismático e impredecible Ragnar Lodbrok. Pero lo que más complace es el descubrimiento del sueco Gustaf Skarsgard, cuya interpretación del excéntrico Floki ha dejado a más de uno boquiabierto.
Quizá es cierto que cuesta identificarse con los personajes porque a la mayoría no se les llega a conocer del todo, pero hay que tener en cuenta que esta no es una serie intimista. En ningún momento se pretende que comprendamos a los protagonistas y ni mucho menos que les cojamos cariño, sino que disfrutemos viéndoles desenvolverse en el salvaje mundo de los vikingos. Otro detalle que parece incordiar a unos cuantos es que se dejan algunos cabos sueltos y que los protagonistas no son explícitos, tampoco sus diálogos. Para los espectadores a los que no nos gusta que nos den todo mascado y regurgitado, esto no es sino un punto a favor. Muchas veces es más inteligente sugerir que mostrar. Algunos disfrutamos tratando de comprender nosotros mismos a los personajes, sin que los realizadores nos fuercen a la comprensión en una dirección determinada. Esto puede hacer que el guion llegue a flaquear en ciertas ocasiones, pero la documentación y la contextualización histórica logran compensarlo.

Sigo en el spoiler.
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Probablemente, la clave de que Hirst convierta en joya todo lo que produce esté en una máxima bastante simple que muchos realizadores parecen no terminar de comprender: La calidad siempre debe anteponerse a la búsqueda desesperada de audiencias. Afortunadamente esto es algo que la industria británica tiene asimilado, materializándolo en series del calibre de ‘Downton Abbey’, ‘Sherlock’, ‘Skins’, ‘Doctor who’,’Misfits’ y un largo etcétera. Porque cuando la calidad está presente el reconocimiento está asegurado, viene por sí solo. Ese, por supuesto, no es el estilo de la mayoría de series americanas, que invocan el reconocimiento antes si quiera de haber puesto en marcha el proyecto. La inteligencia de los estadounidenses a la hora de crear radica en que saben perfectamente lo que funciona, lo que nos gusta y lo que demandamos, por lo que no tienen más que ejecutarlo y sentarse con los brazos abiertos a esperar los aplausos. No obstante, el gran atractivo de un producto no garantiza que dicho producto tenga una calidad superior al resto. En otras palabras y sin más preámbulos: que ‘Juego de tronos’ cumpla con las máximas indispensables para enganchar al espectador no quiere decir que esta sea mejor que ‘Vikingos’. La primera constituye un culebrón muy entretenido y la segunda es una estupenda reconstrucción histórica en la que se dan una serie de situaciones ficticias, pensadas también para entretener. Por ello resulta incomprensible que la crítica se empeñe en comparar a ambas series y que el argumento de los críticos americanos a la hora de valorar a la de Michael Hirst se base en la evidencia de que esta no es la de George R. R Martin.
Los únicos elementos que comparten las dos producciones son sexo desenfrenado, sangre, lucha y traición. Aunque en ‘Vikingos’ están justificados y bien tratados a diferencia de en ‘Juego de tronos’, cuyos guionistas parecen haber dado rienda suelta al maltrato femenino aun no apareciendo este de forma tan desmesurada en los libros.

En definitiva, puede decirse que los más aventureros quedarán más que satisfechos con las andanzas épicas de Ragnar Lodbrok y sus compañeros vikingos. La calidad del rodaje les hará elevarse de placer hasta las puertas del Valhalla para suplicar a los Ases que se den prisa en estrenar la cuarta temporada.
21 de octubre de 2015 2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Amenábar lo repitió hasta la saciedad en todas las entrevistas que concedió a razón de su última película: “Regresión no es una película de miedo, sino sobre el miedo”. Es complicado encontrar una definición más exacta de lo que el filme pretende ofrecernos. No obstante, como citar definiciones de forma aleatoria no basta para elaborar una crítica de cine medianamente decente, el texto que procede tratará de apoyar esa definición y de, para que negarlo, prestar una pequeña ayuda a su artífice, que según parece está siendo acribillado no por ser un mal director, sino por no ser lo suficientemente bueno.

Antes de meternos en faena, no vendría mal hacer un breve repaso a la sinopsis de la película.
El escenario es Minnesota. La función se pone en marcha cuando la joven Angela, interpretada de forma más que correcta por Emma Watson, denuncia a su padre John por haber atentado contra ella de forma pecaminosa. Ahí es cuando entra a escena el detective Bruce Kenner, que a simple vista se parece bastante a Ethan Hawke, pero que a los pocos minutos de comenzar la obra se transforma brillantemente en un policía solitario, perturbado y con tendencias obsesivas. Pues bien, cuando a Bruce le asignan el caso descubre que el padre de la menor ha confesado el crimen cometido, pero jurando no acordarse de haberlo llevado a cabo. A la policía se le ocurre entonces que la mejor forma de llegar al fondo del asunto es contratando los servicios del doctor Raines, un psicólogo que le practicará al supuesto culpable una prueba similar a la hipnosis conocida como ‘Regresión’ para que este saque a relucir sus experiencias traumáticas reprimidas.

Lo cierto es que una vez que se abre el telón, butacas previamente ocupadas y la sala llena, nada es lo que parece. El espectador está tan confundido como el detective Kenner y, como es propio de todo amante de las tramas policiacas, comparte con él las ansias por llegar al fondo del intrincado caso. La historia se complica, la ansiedad de Bruce Kenner se acentúa y al que ha pagado la entrada para verle pasar un mal rato prácticamente no le quedan uñas que morder. De repente ocurre algo que el ya casi manco- de masticar las uñas pasó hace tiempo a morder la carne que las envuelve- no se espera, un giro interesante de los acontecimientos con el que ya empieza a entrever si la función acabará en un efusivo aplauso o en un llanto colectivo. A este giro argumental le sigue un espaviento generalizado (verídico) y no porque hagan presencia repentinamente monstruos, bichos o demonios que asusten, sino porque la trama invita de nuevo al asombro. Poco después se resuelve el misterio, se cierra el telón, se encienden las luces. Después de desengarrotar los miembros, los asistentes se van a casa todavía con el miedo en el cuerpo. Miedo no porque la función les haya asustado, sino porque está basada en hechos reales, porque se sostiene en un fantasma que lleva mucho tiempo rondando a las sociedades occidentales y que, por consiguiente, también les ronda a ellos.

De acuerdo, puede que el párrafo anterior se haya adornado un poco. Puede incluso que los hechos se dieran de forma completamente diferente a como los percibió alguien que disfrutó con la película porque días después del estreno prensa y crítica se ensañaron con Emma Watson, Ethan Hawke, Amenábar y hasta con los técnicos de sonido. Después de la acogida que ha recibido el filme, parece ser unánime la convicción de que ‘Tesis’ puede tranquilamente esparcir su diarrea en ‘Regresión’. Esto es algo que no deja de ser curioso teniendo en cuenta que en este caso el público prefiere las actuaciones de un Fele Martínez con la carrera en pañales y una insípida Ana Torrent a las de Emma Watson y Ethan Hawke; los cutres escenarios de la Complutense a los oscuros y decadentes pueblos estadounidenses; la pésima calidad de imagen y sonido al tenebrismo bien utilizado… etc. Quizá el problema esté en el presupuesto. Tal vez Amenábar despierte más simpatías gastando poco.

En definitiva. No es la mejor película de la historia, ni se convertirá en un largometraje de culto- si en algún momento hubo expectativas en esa dirección fue a causa del excesivo bombo publicitario que se dio al filme aprovechando el nombre del director-. Ni mucho menos se trata de la mejor de su género, pero se disfruta. Se disfruta y mucho. Supongo que la gente va al cine a eso, a disfrutar, porque las palomitas de Hacendado son mucho más baratas que las de la taquilla y resulta más cómodo meter mano al acompañante cuando no hay nadie cerca, así que otra razón no se me ocurre. A no ser, claro está, que alguien acuda a las salas para reflexionar acerca de lo dura que es la vida y lo que jode eso de existir. En ese caso, más vale que se metan a ver Irrational Man porque no hallarán esa profundidad en la de Amenábar. La de Amenábar es una película sobre el miedo. Él mismo lo dejó bastante claro.
16 de agosto de 2015 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Repasando los estrenos del viernes topé con el trailer de Ghadi y sin comerlo ni beberlo me encontré haciendo un hueco en los planes de la próxima semana para ir a visionar la obra libanesa de Amin Dora. Sabía perfectamente lo que iba a encontrar, lo que quería encontrarme, por eso precisamente no tardé en ir a verla. A priori podían apreciarse el costumbrismo impregnado de calidad estética, las pinceladas artísticas, el escapismo y la sátira; algunos de mis ingredientes fílmicos favoritos, para que negarlo. El maravilloso resultado me lo esperaba, pero quedé bastante sorprendida al encontrarme prácticamente sola en la sala un día del espectador con las taquillas a rebosar. Quizá sería porque el filme pasaba desapercibido en la cartelera, o porque el lugar que habían reservado para el pequeño Ghadi era, más que un señorial salón de butacas, un minúsculo habitáculo al final del pasillo. Por lo menos esos detalles no fueron suficientes para frenar a los cuatro que estábamos allí sentados porque sabíamos que habíamos pagado por ver una buena película.

Leba vive desde que era niño en un particular barrio de un pueblo costero libanés; ahora da clases de música en la escuela local y está casado con Lara, con la que tiene dos hijas, Yara y Sarah. Pronto la familia de Leba aumenta y nace el pequeño Ghadi, con síndrome de down. La ocupación favorita de Ghadi es sentarse en la ventana a emitir todo tipo de sonidos, cosa que saca a los vecinos de quicio hasta tal punto que estos deciden unirse para pedir a Leba y su familia que manden al pequeño lejos del barrio. Leba no está dispuesto a separarse de su hijo, así que idea un plan para no tener que mandar a Ghadi a un centro especializado: inventará que el niño es un ángel enviado por Dios para traer la paz y limpiar los pecados.

Aunque pueda parecerlo tras echarle un vistazo a la sinopsis, Ghadi no es una película sobre la discapacidad o la integración de esta en la sociedad; más bien este tema es una herramienta para abordar cuestiones más trascendentales. Es cierto que de los 100 minutos de metraje pueden extraerse varias lecturas, como el increíble alcance que puede tener el amor de un padre hacia su hijo o la hipocresía de la vecindad, pero yo prefiero adoptar un punto de vista más trágico, aunque también positivo, – por algo se trata de una comedia dramática- y es que tanto en el ser humano como en la propia vida residen horror y belleza, bondad y maldad a partes iguales. Artistas como Amin Dora son capaces de aceptar esas dos caras y de endulzar positivamente la amarga. Esta intención se puede vislumbrar de un modo más explícito en American Beauty, así como en la inigualable Amelie y en los ingeniosos diálogos que utiliza el gran Woody Allen. Precisamente Amelie y de Allen me vinieron a la mente mientras disfrutaba de Ghadi y por eso tengo claro que Dora es un gran cineasta.

Como artista visual es natural que el director haya hecho especial hincapié en la fotografía, exquisita y envolvente. Los personajes son más que particulares, tan entrañables como odiosos y todos ellos conviven en sus tristes y al mismo tiempo hermosas vidas en ese microsistema que es el pueblo, confeccionado con realismo mágico al estilo de Gabriel García Márquez. La banda sonora parece sacada de un títere para niños, lo que hace inevitable que volvamos a otros tiempos y se nos escapen algunas sonrisas. Por todo ello uno sabe que no está asistiendo desde su butaca a la cruda realidad, sino a una maravillosa fábula, aparentemente sencilla pero de gran trasfondo.

Precisamente, esa sencillez con la que se ha construido la historia hace que Ghadi no sea de esas películas que marcan de por vida; Porque no estamos ante un cine épico, ni siquiera ante una obra maestra del género, pues los planteamientos que contiene han sido puestos en práctica, como ya se ha especificado anteriormente, por otros artistas. A pesar de ello, cumple perfectamente con su función: la de proporcionarnos un cálido soplo de optimismo y buenas vibraciones.

Cualquiera podría fácilmente acusar a la cinta de ñoña o inverosímil. No obstante… ¿Acaso no es triste que un padre tenga que recurrir al engaño para que acepten a su hijo discapacitado? ¿No es aún más triste que los analfabetos pueblerinos digieran tan fácilmente la mentira de la divinidad, como lleva haciendo medio mundo tantos siglos? ¿No es para echarse a llorar el hecho de que en una comunidad no pueda haber paz y tolerancia sin que en ella gobierne un ente superior que la controle? estas cuestiones son más que desgarradoras y no son tan ajenas a la realidad después de todo. Si nos parecen divertidas y desvinculantes es porque Amín Dora tiene la sensibilidad para lograr que así sea, aportando algo de optimismo a la catástrofe.

Obras como esta son toda una declaración de intenciones escapistas, precisamente esta es una de las funciones que cumple el arte desde hace mucho tiempo. Esa es otra cuestión. Ghadi es una obra de arte repleta de sensibilidad, y la sensibilidad no siempre vende porque hay que agudizar los sentidos para detectarla, lo que es más complicado que asistir al ocio simplista al que nos tienen acostumbrados. Tal vez esa sea la razón de que aquel miércoles la sala en la que Leba trataba de convertir a su hijo en un ángel estuviera prácticamente vacía.
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