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7.4
44,765
4
20 de julio de 2023
20 de julio de 2023
935 de 1199 usuarios han encontrado esta crítica útil
No considero defectos sus tres horas de duración ni su ininterrumpida verborrea solo inteligible para entendidos en la materia. No importa no entender todo lo que se ve si esto se presenta de manera seductora. El problema de "Oppenheimer" —y de gran parte del cine popular contemporáneo— es, a mi juicio, una cuestión de forma.
Todos esos diálogos están filmados de manera funcional y televisiva: primeros planos o planos muy cerrados continuamente acompañados por música insistente, saltos de unas secuencias a otras sin ningún tipo de fluidez o desarrollo y, al fin y al cabo, un montaje frenético agotador que parece guiado por el deseo de comprimir los hechos deprisa y corriendo para que puedan caber todos en tres horas.
Lo cierto es que es complicado introducirse en la historia y sentirse verdaderamente dentro de ella, uno no conecta con los personajes ni le da tiempo a encariñarse (o no) con ellos. Todo se presenta a toda velocidad y haciendo uso de elipsis que llegan incluso a incomodar, en momentos donde a la película quizá le habría venido bien cierta calma y evolución narrativa para poder conocer mejor a algunos de ellos (los desagradables saltos temporales de la primera chica a la segunda y lo atropelladas que se nos muestran ambas relaciones, donde resulta imposible que nos afecte de alguna manera lo que pueda ocurrir, por ejemplo).
La planificación, como ya he señalado, tampoco ayuda. No existe ninguna sensación de profundidad y ningún estudio del espacio, todo es estatismo: planos fijos de rostros que hablan sin parar, pero que apenas se relacionan con el entorno o entre ellos. No hay movimientos de cámara que realmente dejen poso ni permitan entrever una propuesta formal inteligente, no hay imágenes que a uno se le queden grabadas —exceptuando, supongo, las del ensayo de la detonación o las que evocan el pensamiento del protagonista (pero esas bellas imágenes terminan sabiendo a poco y da la sensación de que podrían tener más fuerza expresiva o valentía artística, nada que ver con las que mostró Lynch en el experimental capítulo 8 de "Twin Peaks: The Return" o Bruce Conner en "Crossroads", por poner un par de ejemplos)—. Es periodismo en imágenes, en el mal sentido. Mucha información y poco cine.
El tema es apasionante y es indiferente que la película sea más o menos fiel a los hechos reales, que se centre más en un personaje que en otro, que obvie ciertos episodios relevantes, que no paren de hablar en tres horas o que dure dos más o dos menos. Estos aspectos no son buenos o malos «per se», la cuestión es que Nolan nos presenta sus decisiones mediante códigos cinematográficos que son muy pobres y poco originales, haciendo uso de recursos muy fáciles que dan la sensación de estar viendo un tráiler de tres horas —por supuesto, es imposible aburrirse con esa metralleta de planos que apenas duran unos segundos, más bien uno sale de la sala sobreexcitado y cansado—, pero sin una sensibilidad en el estilo ni una propuesta formal que hagan que, al menos en mi caso, me remueva algo.
Todos esos diálogos están filmados de manera funcional y televisiva: primeros planos o planos muy cerrados continuamente acompañados por música insistente, saltos de unas secuencias a otras sin ningún tipo de fluidez o desarrollo y, al fin y al cabo, un montaje frenético agotador que parece guiado por el deseo de comprimir los hechos deprisa y corriendo para que puedan caber todos en tres horas.
Lo cierto es que es complicado introducirse en la historia y sentirse verdaderamente dentro de ella, uno no conecta con los personajes ni le da tiempo a encariñarse (o no) con ellos. Todo se presenta a toda velocidad y haciendo uso de elipsis que llegan incluso a incomodar, en momentos donde a la película quizá le habría venido bien cierta calma y evolución narrativa para poder conocer mejor a algunos de ellos (los desagradables saltos temporales de la primera chica a la segunda y lo atropelladas que se nos muestran ambas relaciones, donde resulta imposible que nos afecte de alguna manera lo que pueda ocurrir, por ejemplo).
La planificación, como ya he señalado, tampoco ayuda. No existe ninguna sensación de profundidad y ningún estudio del espacio, todo es estatismo: planos fijos de rostros que hablan sin parar, pero que apenas se relacionan con el entorno o entre ellos. No hay movimientos de cámara que realmente dejen poso ni permitan entrever una propuesta formal inteligente, no hay imágenes que a uno se le queden grabadas —exceptuando, supongo, las del ensayo de la detonación o las que evocan el pensamiento del protagonista (pero esas bellas imágenes terminan sabiendo a poco y da la sensación de que podrían tener más fuerza expresiva o valentía artística, nada que ver con las que mostró Lynch en el experimental capítulo 8 de "Twin Peaks: The Return" o Bruce Conner en "Crossroads", por poner un par de ejemplos)—. Es periodismo en imágenes, en el mal sentido. Mucha información y poco cine.
El tema es apasionante y es indiferente que la película sea más o menos fiel a los hechos reales, que se centre más en un personaje que en otro, que obvie ciertos episodios relevantes, que no paren de hablar en tres horas o que dure dos más o dos menos. Estos aspectos no son buenos o malos «per se», la cuestión es que Nolan nos presenta sus decisiones mediante códigos cinematográficos que son muy pobres y poco originales, haciendo uso de recursos muy fáciles que dan la sensación de estar viendo un tráiler de tres horas —por supuesto, es imposible aburrirse con esa metralleta de planos que apenas duran unos segundos, más bien uno sale de la sala sobreexcitado y cansado—, pero sin una sensibilidad en el estilo ni una propuesta formal que hagan que, al menos en mi caso, me remueva algo.

6.8
21,032
7
1 de noviembre de 2024
1 de noviembre de 2024
267 de 294 usuarios han encontrado esta crítica útil
Podrá gustar más o menos, pero parece innegable que «Jurado Nº2» es, al menos, una película para adultos. Algo que, con toda probabilidad, resultará casi extravagante para muchos espectadores, teniendo en cuenta el infantilismo posmoderno y la falta de compromiso que dominan la inmensa mayoría de producciones comerciales en Hollywood. Es una película para adultos como lo puede ser «El dilema» (1999), de Michael Mann, o cualquiera de Sidney Lumet —como «La noche cae sobre Manhattan» (1996) o «Veredicto final» (1982), con las que guarda cierta relación—, propuestas estadounidenses admirables que fueron capaces de llegar al gran público sin necesidad de subestimar al espectador, cuyas imágenes desprendían un amplio sentido de la ética. Hoy, incluso gran parte de los estrenos con temáticas supuestamente “adultas” siguen dando la impresión de estar dirigidos a adolescentes o a adultos infantilizados.
Esta virtud nada tiene que ver con el academicismo propio de los Oscar, y también es ciertamente independiente de su condición de clásico —que sigue manteniendo—, pues la poseen otros realizadores como Lynch, sin ir más lejos, cuyo cine siempre ha rebosado inteligencia y madurez por muy vanguardista que se presente. En cualquier caso, esa reconfortante sensación de que Eastwood se dirige al espectador de adulto a adulto —presente desde siempre en su filmografía—, la habitual honestidad que acompaña al clasicismo de su estilo, el complejo sistema de valores que despliega, el respeto por sus personajes y por el espectador, o la emoción y humanidad que transmite progresivamente su narración son algunos de los aspectos que convierten a «Jurado Nº2» en un pequeño faro entre las provocaciones vacías y las obras falsamente comprometidas que parasitan los festivales de cine.
La nueva película de Clint Eastwood es, de alguna manera, una especie de continuación espiritual de «Ejecución inminente» (1999). Sin embargo, Eastwood se muestra ahora menos idealista y más desengañado, aquí la ambigüedad moral de sus personajes es mucho mayor y la oscuridad que asoma de ellos parece más realista, pues su director está al tanto de los tiempos que corren. Nada es lo que parece en esta propuesta, nada está anunciado desde el principio, ningún personaje se encuentra encasillado en la personalidad que se nos presenta en su planteamiento. Durante el desarrollo sobrio y clásico de esta historia todo está vivo y abierto hasta el final.
Además, no deja de ser sorprendente la dirección que se hace de los actores y cómo el cineasta juega sutilmente con el punto de vista: es obligatorio destacar el carisma y la credibilidad del personaje interpretado por Toni Collette, los matices de su interpretación, sus luces y sombras, su evolución y la forma en que termina siendo la verdadera protagonista de esta reflexión moral.
El nonagenario Eastwood continúa dirigiendo de manera justa e impecable, y es inevitable recordar el caso cercano del cineasta portugués Manoel de Oliveira, quien dirigió a sus 104 años «Gebo y la sombra» (2012), consiguiendo milagrosamente una pureza solo posible de alcanzar a esa edad. Uno también piensa en la lucidez que se podía encontrar en las últimas obras de Éric Rohmer o de John Huston. Ahora, tenemos la inmensa suerte de poder contemplar, todavía en 2024, nuevas películas de Víctor Erice, Francis Ford Coppola o Clint Eastwood. Películas que no se venden a nada y que, con sus imperfecciones, siguen siendo arriesgadas, inteligentes, libres y adultas.
Esta virtud nada tiene que ver con el academicismo propio de los Oscar, y también es ciertamente independiente de su condición de clásico —que sigue manteniendo—, pues la poseen otros realizadores como Lynch, sin ir más lejos, cuyo cine siempre ha rebosado inteligencia y madurez por muy vanguardista que se presente. En cualquier caso, esa reconfortante sensación de que Eastwood se dirige al espectador de adulto a adulto —presente desde siempre en su filmografía—, la habitual honestidad que acompaña al clasicismo de su estilo, el complejo sistema de valores que despliega, el respeto por sus personajes y por el espectador, o la emoción y humanidad que transmite progresivamente su narración son algunos de los aspectos que convierten a «Jurado Nº2» en un pequeño faro entre las provocaciones vacías y las obras falsamente comprometidas que parasitan los festivales de cine.
La nueva película de Clint Eastwood es, de alguna manera, una especie de continuación espiritual de «Ejecución inminente» (1999). Sin embargo, Eastwood se muestra ahora menos idealista y más desengañado, aquí la ambigüedad moral de sus personajes es mucho mayor y la oscuridad que asoma de ellos parece más realista, pues su director está al tanto de los tiempos que corren. Nada es lo que parece en esta propuesta, nada está anunciado desde el principio, ningún personaje se encuentra encasillado en la personalidad que se nos presenta en su planteamiento. Durante el desarrollo sobrio y clásico de esta historia todo está vivo y abierto hasta el final.
Además, no deja de ser sorprendente la dirección que se hace de los actores y cómo el cineasta juega sutilmente con el punto de vista: es obligatorio destacar el carisma y la credibilidad del personaje interpretado por Toni Collette, los matices de su interpretación, sus luces y sombras, su evolución y la forma en que termina siendo la verdadera protagonista de esta reflexión moral.
El nonagenario Eastwood continúa dirigiendo de manera justa e impecable, y es inevitable recordar el caso cercano del cineasta portugués Manoel de Oliveira, quien dirigió a sus 104 años «Gebo y la sombra» (2012), consiguiendo milagrosamente una pureza solo posible de alcanzar a esa edad. Uno también piensa en la lucidez que se podía encontrar en las últimas obras de Éric Rohmer o de John Huston. Ahora, tenemos la inmensa suerte de poder contemplar, todavía en 2024, nuevas películas de Víctor Erice, Francis Ford Coppola o Clint Eastwood. Películas que no se venden a nada y que, con sus imperfecciones, siguen siendo arriesgadas, inteligentes, libres y adultas.
29 de septiembre de 2022
29 de septiembre de 2022
32 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por muy buenas intenciones o influencias que tenga Jonás Trueba, lo cierto es que "Tenéis que venir a verla" es, a mi juicio, una propuesta con un problema enorme que hace que la película falle de raíz.
En una secuencia, el personaje de Irene Escolar recuerda un momento muy traumático para ella (los que la hayan visto sabrán a cuál me refiero) mientras se le saltan las lágrimas, y la reacción del personaje interpretado por Itsaso Arana —en lugar de abrazarla o consolarla— no es otra que soltar la frase «a veces omitimos que la naturaleza puede ser cruel», seguida de un silencio incómodo. En esta situación no sale de ella ayudar ni decir nada más, pero cuando un poco más tarde se trata de recordar unas líneas del libro que se está leyendo, remueve cielo y tierra por encontrarlo, traerlo y recitárselo a los demás comensales con toda la motivación del mundo.
Esta actitud y personalidad bastante despreciables no molestarían de la misma manera si Jonás Trueba estableciese una distancia con sus personajes —como hace Rohmer o Hong sang-soo, donde ninguno de los dos les juzgan—, pero no existe ninguna distancia entre ellos y el cineasta. Ese es el problema, el pretendido realismo y la intención de mostrarlos tan de cerca y querer que nos encariñemos con ellos, o al menos de que los miremos con simpatía. Y es algo que resulta imposible viendo a estos personajes. Por otro lado, ni siquiera creo que funcione como retrato de un momento o generación, o de una sensación o estado sentimental. Todo son ideas vagas y pseudoexistencialistas de treintañeros acomodados, menos cultos de lo que ellos creen y con nada interesante que ocultar.
Hablando claro, si haces una película sustentada principalmente en las relaciones entre cuatro personas, lo mínimo es que estas sean divertidas, graciosas o que tengan personalidad o carácter. Si —con todos mis respetos— los personajes se muestran aburridos y sosos, es difícil mirarles con simpatía porque, como ya he dicho, no existe esa distancia que sí marca Rohmer y que le permite mostrar personajes detestables coherentemente y sin provocar que sus películas dejen de ser brillantes en ningún momento. Pero aquí se exige al espectador de manera incómoda que se «identifique» —con muchas comillas— con ese realismo y, sintiéndolo mucho, ni mis amigos ni yo somos tan muermos. Ni siquiera aunque vayamos por compromiso a ver la casa de unos colegas con los que no tenemos confianza. Lo siento.
En una secuencia, el personaje de Irene Escolar recuerda un momento muy traumático para ella (los que la hayan visto sabrán a cuál me refiero) mientras se le saltan las lágrimas, y la reacción del personaje interpretado por Itsaso Arana —en lugar de abrazarla o consolarla— no es otra que soltar la frase «a veces omitimos que la naturaleza puede ser cruel», seguida de un silencio incómodo. En esta situación no sale de ella ayudar ni decir nada más, pero cuando un poco más tarde se trata de recordar unas líneas del libro que se está leyendo, remueve cielo y tierra por encontrarlo, traerlo y recitárselo a los demás comensales con toda la motivación del mundo.
Esta actitud y personalidad bastante despreciables no molestarían de la misma manera si Jonás Trueba estableciese una distancia con sus personajes —como hace Rohmer o Hong sang-soo, donde ninguno de los dos les juzgan—, pero no existe ninguna distancia entre ellos y el cineasta. Ese es el problema, el pretendido realismo y la intención de mostrarlos tan de cerca y querer que nos encariñemos con ellos, o al menos de que los miremos con simpatía. Y es algo que resulta imposible viendo a estos personajes. Por otro lado, ni siquiera creo que funcione como retrato de un momento o generación, o de una sensación o estado sentimental. Todo son ideas vagas y pseudoexistencialistas de treintañeros acomodados, menos cultos de lo que ellos creen y con nada interesante que ocultar.
Hablando claro, si haces una película sustentada principalmente en las relaciones entre cuatro personas, lo mínimo es que estas sean divertidas, graciosas o que tengan personalidad o carácter. Si —con todos mis respetos— los personajes se muestran aburridos y sosos, es difícil mirarles con simpatía porque, como ya he dicho, no existe esa distancia que sí marca Rohmer y que le permite mostrar personajes detestables coherentemente y sin provocar que sus películas dejen de ser brillantes en ningún momento. Pero aquí se exige al espectador de manera incómoda que se «identifique» —con muchas comillas— con ese realismo y, sintiéndolo mucho, ni mis amigos ni yo somos tan muermos. Ni siquiera aunque vayamos por compromiso a ver la casa de unos colegas con los que no tenemos confianza. Lo siento.

6.8
459
9
24 de septiembre de 2022
24 de septiembre de 2022
13 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno de los aspectos más interesantes del cine de Pedro Costa -y que se encuentra de manera incuestionable en su ópera prima- es el estilo elíptico que caracteriza a gran parte de su desarrollo narrativo. El cineasta portugués construye ciertas tramas haciendo uso de una fragmentación del relato, sugiriendo más que mostrando, insinuando cuanto ocurre en esas lagunas temporales. «Acostumbrar al público a adivinar el todo del cual se le da solo una parte», escribía Robert Bresson en una de sus notas.
Este recurso se lleva a cabo en una de las secuencias más hermosas y mejor rodadas del cine portugués (en la que Vicente persigue a Clara y, cuando la alcanza, la sujeta del brazo y le ruega que le salve, cerrándolo con un precioso encadenado interminable). Es uno de los momentos más complejos y emocionantes no solo de la película, sino del cine de los ochenta, pues posee una complicidad entre ambos personajes de la que no se ha dado cuenta y cuyo enamoramiento se ha cimentado a espaldas del espectador. Eso es lo que esconden las imágenes, la historia que atesoran y que el espectador deduce tras sentirlas tan intensamente.
La insólita fotografía envuelve el relato con una atmósfera esotérica y misteriosa, cediéndole un deje de ambigüedad y ambivalencia a sus imágenes. Ese blanco y negro tan contrastado y enigmático de "O sangue" confiere a la película un tono onírico único, de una belleza inmensa. En él, vislumbramos entre luces y sombras a un par de hermanos que, marcados por la ausencia paterna, se ven abocados a la madurez prematura y a un enfrentamiento con los conflictos del mundo adulto.
No es que Pedro Costa suponga una transición entre el cine clásico y el cine más vanguardista, es que sus obras traen consigo ambas tendencias y coexisten de forma orgánica. Y es que el cineasta portugués trabaja admirablemente sus influencias -de igual forma que supo hacer también Adolfo Arrieta en "Flammes", por ejemplo-, ya que estas conviven con el director de forma inconsciente y al exteriorizarlas están casi filtradas, esto es, no resultan como guiños torpes ni alusiones explícitas, sino que se aplican en la obra y emergen de forma natural, pasadas por la mirada personal e irrepetible de Costa. De ahí que Jacques Tourneur esté presente en "Casa de Lava" pero no haya sido copiado, o que las coreografías y manos de Bresson o lo que acontece de forma «fantasmal» en el corte -tal como afirmaba Rivette sobre "Gertrud" de Dreyer y que posteriormente recogió Adrian Martin- se encuentren en "O sangue", pero en forma de agradecimiento discreto y no de cita evidente.
La desazón que provoca su cine se acentúa todavía más en sus trabajos posteriores, en los que se empieza a retratar de forma desalentadora y hosca la marginalidad del barrio de Fontainhas a través de la docuficción. Pero es algo mucho más complejo que una mezcla de documental y ficción o un punto de partida de lo primero para bucear en lo segundo, su concepción es más radical y profunda, resulta como si todo se ramificase en todas direcciones hasta que no se concluye en nada y todo regresa al mismo lugar, retroalimentándose. Esto último ya presente desde su primera película, aparentemente ficcionada en su totalidad: una obra maestra que hipnotiza con cada encuadre.
Este recurso se lleva a cabo en una de las secuencias más hermosas y mejor rodadas del cine portugués (en la que Vicente persigue a Clara y, cuando la alcanza, la sujeta del brazo y le ruega que le salve, cerrándolo con un precioso encadenado interminable). Es uno de los momentos más complejos y emocionantes no solo de la película, sino del cine de los ochenta, pues posee una complicidad entre ambos personajes de la que no se ha dado cuenta y cuyo enamoramiento se ha cimentado a espaldas del espectador. Eso es lo que esconden las imágenes, la historia que atesoran y que el espectador deduce tras sentirlas tan intensamente.
La insólita fotografía envuelve el relato con una atmósfera esotérica y misteriosa, cediéndole un deje de ambigüedad y ambivalencia a sus imágenes. Ese blanco y negro tan contrastado y enigmático de "O sangue" confiere a la película un tono onírico único, de una belleza inmensa. En él, vislumbramos entre luces y sombras a un par de hermanos que, marcados por la ausencia paterna, se ven abocados a la madurez prematura y a un enfrentamiento con los conflictos del mundo adulto.
No es que Pedro Costa suponga una transición entre el cine clásico y el cine más vanguardista, es que sus obras traen consigo ambas tendencias y coexisten de forma orgánica. Y es que el cineasta portugués trabaja admirablemente sus influencias -de igual forma que supo hacer también Adolfo Arrieta en "Flammes", por ejemplo-, ya que estas conviven con el director de forma inconsciente y al exteriorizarlas están casi filtradas, esto es, no resultan como guiños torpes ni alusiones explícitas, sino que se aplican en la obra y emergen de forma natural, pasadas por la mirada personal e irrepetible de Costa. De ahí que Jacques Tourneur esté presente en "Casa de Lava" pero no haya sido copiado, o que las coreografías y manos de Bresson o lo que acontece de forma «fantasmal» en el corte -tal como afirmaba Rivette sobre "Gertrud" de Dreyer y que posteriormente recogió Adrian Martin- se encuentren en "O sangue", pero en forma de agradecimiento discreto y no de cita evidente.
La desazón que provoca su cine se acentúa todavía más en sus trabajos posteriores, en los que se empieza a retratar de forma desalentadora y hosca la marginalidad del barrio de Fontainhas a través de la docuficción. Pero es algo mucho más complejo que una mezcla de documental y ficción o un punto de partida de lo primero para bucear en lo segundo, su concepción es más radical y profunda, resulta como si todo se ramificase en todas direcciones hasta que no se concluye en nada y todo regresa al mismo lugar, retroalimentándose. Esto último ya presente desde su primera película, aparentemente ficcionada en su totalidad: una obra maestra que hipnotiza con cada encuadre.

5.4
34,436
7
31 de octubre de 2022
31 de octubre de 2022
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Brian De Palma ha tenido que salirse de la Tierra para poder hacer una película que, a ratos, consigue emocionar. Quizá con el único precedente de "Carlito’s Way", encuentro en ella bastante sensibilidad —siempre a su manera— en su tercer acto (como en su película de 1993, de hecho).
Su tercer acto es, a mi juicio, lo mejor de "Mission to Mars". Curiosamente, no encuentro excesivamente admirables los momentos en los que reconozco a Brian De Palma (el plano secuencia inicial o el plano habitual con split diopter, que siento que están ahí únicamente como recordatorio de que es él quien dirige), pero por el contrario sí encuentro justa y me consigue deslumbrar esa secuencia final. Es valiente, loca, extraña, conscientemente artificiosa, estéticamente arriesgada y bella, impredecible y —al menos desde mi manera de percibirla— emocionante.
Por alguna razón —y aun siendo quien escribe esto alguien que admira muchísimo el reconocible estilo del cineasta, y teniendo la certeza de que ese final decepcionaría tanto a seguidores de De Palma como a los del género de ciencia ficción—, defiendo que esta propuesta brilla más cuanto más se aleja el director de su zona de confort: cuando prueba caminos distintos y extraños que poco tienen que ver con el suspense o con las naves espaciales.
Su tercer acto es, a mi juicio, lo mejor de "Mission to Mars". Curiosamente, no encuentro excesivamente admirables los momentos en los que reconozco a Brian De Palma (el plano secuencia inicial o el plano habitual con split diopter, que siento que están ahí únicamente como recordatorio de que es él quien dirige), pero por el contrario sí encuentro justa y me consigue deslumbrar esa secuencia final. Es valiente, loca, extraña, conscientemente artificiosa, estéticamente arriesgada y bella, impredecible y —al menos desde mi manera de percibirla— emocionante.
Por alguna razón —y aun siendo quien escribe esto alguien que admira muchísimo el reconocible estilo del cineasta, y teniendo la certeza de que ese final decepcionaría tanto a seguidores de De Palma como a los del género de ciencia ficción—, defiendo que esta propuesta brilla más cuanto más se aleja el director de su zona de confort: cuando prueba caminos distintos y extraños que poco tienen que ver con el suspense o con las naves espaciales.
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