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Críticas ordenadas por utilidad
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7.0
2,423
9
27 de septiembre de 2021
27 de septiembre de 2021
34 de 45 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vortex fue anunciada a escasos días de la inauguración del Festival. Poco se sabía de ella: una divisa ("Life is a short party that will soon be forgotten"), un protagonista (el consagrado director de giallo Dario Argento) y una imagen (un rostro cubierto, quizá asfixiado, por una sábana). Su estreno mundial —el más vespertino de todo el certamen— estaba programado para las 11h de la noche en el Teatro Debussy. Sin embargo, la alegría habitual de Bill Murray, ocupado repartiendo rosas entre el público al terminar la proyección que precedía a Vortex, retrasó su inicio hasta la madrugada. Mientras tanto, masas ingentes de fanáticos de Gaspar Noé (el cuello de la chica de delante rezaba IRREVERSIBLE en tinta negra) se amotinaban impacientes en la entrada. Pero, ¿acaso la nocturnidad y posible alevosía no hacían sino añadir expectación al último crimen del enfant terrible del cine francés actual? Cuando por fin ocupo mi asiento —solo a unos metros por encima del propio Noé, Dario y Asia Argento, Françoise Lebrun o Tilda Swinton, entre otros— comienzo a inquietarme, embriagado por el sudor, los aplausos y los gritos de emoción que presidían el auditorio. Sabía que esto era lo más cercano que estaría a un espectáculo de gladiadores en el s. XXI. ¿Quién sería el protagonista esta vez? ¿La sangre, el sexo, la adicción, el incesto?
Las luces se apagan y la pantalla se funde en negro. En la primera escena, dos ancianos entrañables se comunican de ventana a ventana para reunirse minutos más tarde y copa de vino en mano en el patio de su inmueble parisino. La vida es bella y el mundo un lugar amable y hermoso, así que me pregunto qué le esperará a nuestra pareja octogenaria. ¿Una brutal violación de 9 minutos como en Irreversible? ¿Un angustioso viaje psicotrópico como en Climax? ¿O una muerte infeliz como en Enter the Void? Pero nada de esto ocurre. Nos sorprendemos (creo hablar asimismo por el resto de la audiencia) cuando lo único que se cierne sobre los protagonistas es la vejez y sus inescapables miserias: la enfermedad, la muerte, el olvido.
A excepción de su magnífica primera escena, la pantalla de Vortex queda dividida en dos durante la totalidad del metraje. Noé, influido por los últimos días de su madre, transmite así su visión fatalista del trayecto vital: un espacio reducido y bien acotado de soledades compartidas. De esta forma dedica grosso modo una mitad a Argento y la otra a Lebrun. Sus actuaciones, que recuerdan al Harry Dean Stanton de Lucky en tanto que leyendas del cine que se interpretan a sí mismas en el epílogo de sus vidas, son apabullantes. También merece una mención el papel de hijo de Alex Lutz, próximo al camello desdichado de Enter the Void.
Aunque Gaspar Noé recurre a medios más ortodoxos que de costumbre, Vortex resulta tan demoledora y liberadora como cualquier otra de sus películas. Sus similitudes evidentes al Amour de Haneke funcionan más como homenaje que como copia. Es sincera, personal e inesperadamente bonita. Cuando abandoné la sala tras una ovación de varios minutos, recuerdo respirar el aire húmedo de la madrugada con el mar de fondo. Me sentí feliz.
Vista en première en el Festival de Cannes 2021.
Las luces se apagan y la pantalla se funde en negro. En la primera escena, dos ancianos entrañables se comunican de ventana a ventana para reunirse minutos más tarde y copa de vino en mano en el patio de su inmueble parisino. La vida es bella y el mundo un lugar amable y hermoso, así que me pregunto qué le esperará a nuestra pareja octogenaria. ¿Una brutal violación de 9 minutos como en Irreversible? ¿Un angustioso viaje psicotrópico como en Climax? ¿O una muerte infeliz como en Enter the Void? Pero nada de esto ocurre. Nos sorprendemos (creo hablar asimismo por el resto de la audiencia) cuando lo único que se cierne sobre los protagonistas es la vejez y sus inescapables miserias: la enfermedad, la muerte, el olvido.
A excepción de su magnífica primera escena, la pantalla de Vortex queda dividida en dos durante la totalidad del metraje. Noé, influido por los últimos días de su madre, transmite así su visión fatalista del trayecto vital: un espacio reducido y bien acotado de soledades compartidas. De esta forma dedica grosso modo una mitad a Argento y la otra a Lebrun. Sus actuaciones, que recuerdan al Harry Dean Stanton de Lucky en tanto que leyendas del cine que se interpretan a sí mismas en el epílogo de sus vidas, son apabullantes. También merece una mención el papel de hijo de Alex Lutz, próximo al camello desdichado de Enter the Void.
Aunque Gaspar Noé recurre a medios más ortodoxos que de costumbre, Vortex resulta tan demoledora y liberadora como cualquier otra de sus películas. Sus similitudes evidentes al Amour de Haneke funcionan más como homenaje que como copia. Es sincera, personal e inesperadamente bonita. Cuando abandoné la sala tras una ovación de varios minutos, recuerdo respirar el aire húmedo de la madrugada con el mar de fondo. Me sentí feliz.
Vista en première en el Festival de Cannes 2021.

6.2
11,121
8
27 de septiembre de 2021
27 de septiembre de 2021
38 de 54 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque Wes Anderson preserva la mayoría de los atributos que lo han convertido en un auteur de fama internacional, las variaciones que introduce en The French Dispatch parecen marcar un nuevo capítulo en su filmografía –los rumores sobre su próxima producción, actualmente en fase de rodaje en Chinchón (Madrid), confirman lo anterior. La estética continúa siendo inconfundible, con planos perfectamente simétricos medidos al milímetro, pero ahora el blanco y negro es predominante salvo en las contadas escenas que se desarrollan en el presente diegético. Los personajes son típicamente andersonianos: extravagantes, dadaístas, bellamente artificiales. Sin embargo, la propia estructura del filme –he aquí la innovación fundamental– motiva una narración fragmentada, en la que el inflado elenco nunca coincide en el mismo espacio-tiempo.
En efecto, el texano nos traslada en esta ocasión a la redacción del "The French Dispatch", la filial gala de un periódico con sede en Kansas. El hilo se desarrolla a la manera de un magazine, paginado y dividido en diferentes secciones explicitadas por los intertítulos. Tras un breve obituario que anuncia la muerte del jefe de redacción (Bill Murray) y el consiguiente cierre de la publicación, se inicia una suerte de guía de viajes de Ennui-sur-Blasé –el pueblo que alberga La Crónica Francesa– a cargo de Owen Wilson y su bicicleta. El propio nombre del pueblo es un chascarrillo francófono que referencia el estancamiento de una localidad que parece no haber experimentado la más mínima transformación en el último medio siglo (a excepción de la construcción de un nuevo centro comercial con párking subterráneo).
Tras este doble prefacio, adornado con la esperable paleta de colores (rosas chicle, azules esmeralda, verdes pistacho), comienza el grueso del guion, compuesto por tres artículos independientes y representado en blanco y negro para enfatizar el pretérito periodístico.
En efecto, el texano nos traslada en esta ocasión a la redacción del "The French Dispatch", la filial gala de un periódico con sede en Kansas. El hilo se desarrolla a la manera de un magazine, paginado y dividido en diferentes secciones explicitadas por los intertítulos. Tras un breve obituario que anuncia la muerte del jefe de redacción (Bill Murray) y el consiguiente cierre de la publicación, se inicia una suerte de guía de viajes de Ennui-sur-Blasé –el pueblo que alberga La Crónica Francesa– a cargo de Owen Wilson y su bicicleta. El propio nombre del pueblo es un chascarrillo francófono que referencia el estancamiento de una localidad que parece no haber experimentado la más mínima transformación en el último medio siglo (a excepción de la construcción de un nuevo centro comercial con párking subterráneo).
Tras este doble prefacio, adornado con la esperable paleta de colores (rosas chicle, azules esmeralda, verdes pistacho), comienza el grueso del guion, compuesto por tres artículos independientes y representado en blanco y negro para enfatizar el pretérito periodístico.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El primero, narrado por Tilda Swinton, cuenta la historia de un pintor maldito (Benicio del Toro), descaradamente inspirado en el malogrado Van Gogh, que se encuentra recluido en prisión por un doble homicidio. La figura totémica y musa de su obra es una carcelaria (Léa Sydoux) con un pasado difícil y poco dispuesta a corresponder el amor del preso. Wes Anderson ridiculiza en este primer segmento el arte contemporáneo, dando a entender que la pintura de del Toro es un mero fraude elevado a fetiche asteta por su compañero de celda (Adrien Brody), condenado por evasión fiscal y, una vez libre, mecenas del pintor.
La segunda de las historias consiste en una reimaginación de los eventos de la Revolución francesa a modo de sátira. Relatada por Frances McDormand, cuenta las reivindicaciones de un grupo de estudiantes, reunidos en el colectivo Les sans-blague (literalmente, "Los sin-broma", aludiendo a los sans-culottes revolucionarios) y liderados por un ególatra Timothée Chalamet. Tras múltiples peripecias, el pulso con las fuerzas del orden para conseguir que los chicos tengan acceso a los dormitorios universitarios de las chicas (¿un golpe bajo a mayo del 68?) decide resolverse mediante una partida de ajedrez. A pesar del ingenio demostrado aquí por Anderson, es el episodio que menos me interesa del filme.
Mi favorito, a título personal, es el tercero y último. Lo protagoniza Jeffrey Wright, quien encarna a un extrañamente memorioso periodista que sigue los pasos de un cocinero de renombre nacional. La trama culinaria se entremezcla con una subtrama policial acerca del secuestro del hijo del intendente (Mathieu Amalric) por una banda de gángsteres con Edward Norton al frente. Excavando en su intrincada superficie se termina llegando a un emocionante estudio sobre la inquietud de un chef por experimentar algo que ya creía imposible: un nuevo sabor –aunque sea a costa de envenenarse.
Aprecio el intento de Wes Anderson por no caer en un calco de su muy celebrado estilo. Si bien encuentro más disfrutables las estructuras tradicionales de sus anteriores filmes, The French Dispatch está primorosamente construida a todos los niveles. Satisfará probablemente a los acérrimos del director, no así al espectador ocasional.
Vista en el SSIFF 69.
La segunda de las historias consiste en una reimaginación de los eventos de la Revolución francesa a modo de sátira. Relatada por Frances McDormand, cuenta las reivindicaciones de un grupo de estudiantes, reunidos en el colectivo Les sans-blague (literalmente, "Los sin-broma", aludiendo a los sans-culottes revolucionarios) y liderados por un ególatra Timothée Chalamet. Tras múltiples peripecias, el pulso con las fuerzas del orden para conseguir que los chicos tengan acceso a los dormitorios universitarios de las chicas (¿un golpe bajo a mayo del 68?) decide resolverse mediante una partida de ajedrez. A pesar del ingenio demostrado aquí por Anderson, es el episodio que menos me interesa del filme.
Mi favorito, a título personal, es el tercero y último. Lo protagoniza Jeffrey Wright, quien encarna a un extrañamente memorioso periodista que sigue los pasos de un cocinero de renombre nacional. La trama culinaria se entremezcla con una subtrama policial acerca del secuestro del hijo del intendente (Mathieu Amalric) por una banda de gángsteres con Edward Norton al frente. Excavando en su intrincada superficie se termina llegando a un emocionante estudio sobre la inquietud de un chef por experimentar algo que ya creía imposible: un nuevo sabor –aunque sea a costa de envenenarse.
Aprecio el intento de Wes Anderson por no caer en un calco de su muy celebrado estilo. Si bien encuentro más disfrutables las estructuras tradicionales de sus anteriores filmes, The French Dispatch está primorosamente construida a todos los niveles. Satisfará probablemente a los acérrimos del director, no así al espectador ocasional.
Vista en el SSIFF 69.

7.1
15,960
7
29 de septiembre de 2021
29 de septiembre de 2021
18 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Filme autobiográfico de la infancia de Paolo Sorrentino en un momento muy preciso de su vida —el antes y el después inmediatos a la muerte de sus padres en un accidente– y en un momento también muy preciso de la historia de Nápoles –cuando su ídolo Maradona ingresa en el equipo de fútbol. Los avatares del destino se conjugaron para que este segundo acontecimiento salvara a Sorrentino del primero. Fue, por supuesto, la mano de Dios.
Me gustan el humor ácido de su primera mitad, con la sala entera riendo a carcajada limpia; el imaginario felliniano, venerado y a menudo superado por su compatriota; el retrato esbozado de la ciudad más sucia y hermosa de Italia; las figuras grotescas, típicamente italianas, de su cine; el sincero homenaje a sus progenitores, desnudando un matrimonio como todos los demás (eso es lo que más duele); el templo que levanta el napolitano para hacernos partícipes, si acaso se puede, de aquella herida que nunca dejará de supurar. Lo que no me gusta es mucho más corto de narrar: su misoginia, fácilmente eludible pero más intensa que nunca; el exceso de metraje, con un tramo final que se tambalea tras la grandiosidad que lo precede.
En algún punto pensé en el joven Jep Gambardella, nadando bajo el sol mediterráneo poco antes de descubrir la grande bellezza. De alguna forma, creo que È stata la mano di Dio es el desarrollo de aquel personaje, una suerte de alter ego primigenio del director. ¿Es excelente? Sí, pero a Sorrentino le exijo algo más que eso.
Vista en el SSIFF 69.
Me gustan el humor ácido de su primera mitad, con la sala entera riendo a carcajada limpia; el imaginario felliniano, venerado y a menudo superado por su compatriota; el retrato esbozado de la ciudad más sucia y hermosa de Italia; las figuras grotescas, típicamente italianas, de su cine; el sincero homenaje a sus progenitores, desnudando un matrimonio como todos los demás (eso es lo que más duele); el templo que levanta el napolitano para hacernos partícipes, si acaso se puede, de aquella herida que nunca dejará de supurar. Lo que no me gusta es mucho más corto de narrar: su misoginia, fácilmente eludible pero más intensa que nunca; el exceso de metraje, con un tramo final que se tambalea tras la grandiosidad que lo precede.
En algún punto pensé en el joven Jep Gambardella, nadando bajo el sol mediterráneo poco antes de descubrir la grande bellezza. De alguna forma, creo que È stata la mano di Dio es el desarrollo de aquel personaje, una suerte de alter ego primigenio del director. ¿Es excelente? Sí, pero a Sorrentino le exijo algo más que eso.
Vista en el SSIFF 69.

7.2
49,897
10
27 de septiembre de 2021
27 de septiembre de 2021
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Año 10191. La Casa Atreides, una de las más populares, ergo poderosas del universo conocido, recibe del Emperador los derechos de explotación de la “especia” –un codiciado recurso natural presente en el desértico planeta Arrakis, hasta entonces administrado por la temida Casa Harkonnen.
La novela Dune, escrita por el estadounidense Frank Herbert en 1965, está considerada uno de los hitos de la literatura fantástica y de ciencia ficción. Se trata de una obra extremadamente densa que, a pesar de sus evidentes vínculos con la realidad de nuestro mundo, está plagada de sectas pseudorreligiosas milenarias, astros orbitados por dos lunas y viajes interestelares.
No han sido pocos los intentos de llevar Dune a la gran pantalla: Alejandro Jodorowsky trabajó en los 70 más de cinco años en el proyecto para luego abandonarlo a medida que el presupuesto aumentaba; David Lynch firmó en 1984 una adaptación que es, para muchos, el nadir de su carrera filmográfica; en el año 2000, William Hurt protagonizó una miniserie de tres episodios que ha pasado, en gran parte, desapercibida… Todos los intentos habían sido infructíferos, y algunos ya hablaban de Dune como la novela imposible, una suerte de El Dorado que condujo a los más ambiciosos a su perdición, un Atlantis que marcó el fracaso de aquellos que osaban aventurarse en sus innavegables aguas. Todos los intentos habían sido infructíferos… Hasta hoy.
El quebequés Denis Villeneuve, uno de los grandes directores contemporáneos, lleva soñando con los cuerpos celestes de Dune –algunos secos como Arrakis, otros húmedos como Caladan, la mayoría inhóspitos como Tupile– desde que leyó su primer tomo con 14 años. La soledad y la pesada carga nobiliaria de Paul Atreides (“Un gran hombre no busca ser un líder, está llamado a serlo”) sirvieron de refugio identitario al joven que con apenas 18 años pasó cuatro horas en una sala vacía de Montreal donde se proyectaba Lawrence of Arabia (su otra gran inspiración).
En cierto modo, su carrera cinematográfica puede interpretarse como una ardua preparación para Dune, su magnum opus: la complexidad psicológica dostoievskiana de Jake Gyllenhaal en Enemy impregna aquí a cada uno de los personajes; las alargadas naves alienígenas de Arrival sirven de prototipo para los imponentes vehículos espaciales, ahora de ingeniería humana, que surcan este macrouniverso; la asombrosa ciencia ficción de Blade Runner 2049 (¿recordáis cuando Villeneuve se embarcó en la segunda parte de una de las películas más emblemáticas de la historia y salió no solo airoso, sino también laureado?) alcanza en Dune cotas de maestría nunca vistas…
Además, algunas de las cuestiones que aborda el Dune de Villeneuve son infinitamente más acuciantes en la actualidad que hace medio siglo. Arrakis es un planeta pobre, pero muy rico en recursos. Las referencias, tanto raciales como lingüísticas, políticas, religiosas y paisajísticas, hacen eco constante de regiones similares de La Tierra como Oriente Medio o determinados rincones de África. También Arrakis (conocida por sus habitantes como “Dune”) sufre el abuso imperialista de potencias extranjeras que se suceden las unas a las otras en los juegos de hegemonía intergalácticos. Si bien es cierto que la feroz pugna entre los Atreides y los Harkonnen resultaba aún más pertinente en tiempos de la Guerra Fría, no ocurre así con la problemática medioambiental.
La novela Dune, escrita por el estadounidense Frank Herbert en 1965, está considerada uno de los hitos de la literatura fantástica y de ciencia ficción. Se trata de una obra extremadamente densa que, a pesar de sus evidentes vínculos con la realidad de nuestro mundo, está plagada de sectas pseudorreligiosas milenarias, astros orbitados por dos lunas y viajes interestelares.
No han sido pocos los intentos de llevar Dune a la gran pantalla: Alejandro Jodorowsky trabajó en los 70 más de cinco años en el proyecto para luego abandonarlo a medida que el presupuesto aumentaba; David Lynch firmó en 1984 una adaptación que es, para muchos, el nadir de su carrera filmográfica; en el año 2000, William Hurt protagonizó una miniserie de tres episodios que ha pasado, en gran parte, desapercibida… Todos los intentos habían sido infructíferos, y algunos ya hablaban de Dune como la novela imposible, una suerte de El Dorado que condujo a los más ambiciosos a su perdición, un Atlantis que marcó el fracaso de aquellos que osaban aventurarse en sus innavegables aguas. Todos los intentos habían sido infructíferos… Hasta hoy.
El quebequés Denis Villeneuve, uno de los grandes directores contemporáneos, lleva soñando con los cuerpos celestes de Dune –algunos secos como Arrakis, otros húmedos como Caladan, la mayoría inhóspitos como Tupile– desde que leyó su primer tomo con 14 años. La soledad y la pesada carga nobiliaria de Paul Atreides (“Un gran hombre no busca ser un líder, está llamado a serlo”) sirvieron de refugio identitario al joven que con apenas 18 años pasó cuatro horas en una sala vacía de Montreal donde se proyectaba Lawrence of Arabia (su otra gran inspiración).
En cierto modo, su carrera cinematográfica puede interpretarse como una ardua preparación para Dune, su magnum opus: la complexidad psicológica dostoievskiana de Jake Gyllenhaal en Enemy impregna aquí a cada uno de los personajes; las alargadas naves alienígenas de Arrival sirven de prototipo para los imponentes vehículos espaciales, ahora de ingeniería humana, que surcan este macrouniverso; la asombrosa ciencia ficción de Blade Runner 2049 (¿recordáis cuando Villeneuve se embarcó en la segunda parte de una de las películas más emblemáticas de la historia y salió no solo airoso, sino también laureado?) alcanza en Dune cotas de maestría nunca vistas…
Además, algunas de las cuestiones que aborda el Dune de Villeneuve son infinitamente más acuciantes en la actualidad que hace medio siglo. Arrakis es un planeta pobre, pero muy rico en recursos. Las referencias, tanto raciales como lingüísticas, políticas, religiosas y paisajísticas, hacen eco constante de regiones similares de La Tierra como Oriente Medio o determinados rincones de África. También Arrakis (conocida por sus habitantes como “Dune”) sufre el abuso imperialista de potencias extranjeras que se suceden las unas a las otras en los juegos de hegemonía intergalácticos. Si bien es cierto que la feroz pugna entre los Atreides y los Harkonnen resultaba aún más pertinente en tiempos de la Guerra Fría, no ocurre así con la problemática medioambiental.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La principal oposición a la extracción masiva de especia viene constituida por los Fremen, un pueblo ancestral repartido por las zonas más agrestes e inhabitables de Arrakis. Veneran al Shai-Hulud, una deidad del desierto encarnada por los mastodónticos gusanos de arena, y cultivan tradiciones arcaicas como el Tahaddi (un combate a muerte para dirimir, por ejemplo, el liderazgo de un grupo) o el rito del cuchillo crys, cuya hoja se elabora a partir de un diente de gusano de arena. Los Fremen defienden el respeto a la tierra y las manifestaciones de la naturaleza, entendida como un regalo más en el transcurso vital, del que se consideran meros partícipes. Frank Herbert ya apuntaba, a mediados de los 60, a un incipiente germen ecologista que entraba en contradicción con las pujantes corporaciones industriales y extractivas del momento (representadas en Dune por el CHOAM, que controla la política económica del cosmos). Mientras que entonces el clima árido, el suelo yermo y la escasez de agua que azotan Arrakis no eran en Occidente más que una distopía futurista, ahora son nuestro presente.
La serie Dune fue asimismo analizada en tanto que contrapunto a la célebre trilogía de la Fundación de Isaac Asimov, que cuenta como el matemático Hari Seldon predice, por medio de leyes estadísticas, la inminente caída del imperio vigente así como un interregno de 30.000 años hasta que un nuevo imperio se erija. Aunque el colapso imperial parece inevitable, Seldon propone la creación de dos grupos de científicos (las “Fundaciones”) para reducir el interregno a tan solo 1.000 años. Sin embargo, una figura irrumpe: el Mulo, un conquistador de galaxias que desbarata las predicciones de Seldon, según las cuales ningún individuo podía influir significativamente en el curso de la historia. En el universo de Frank Herbert ocurre al contrario: la solución al declive del Imperio no reside en la Fundación, sino en el Mulo, esto es, Paul Atreides. Porque Dune también advierte de los peligros del mesianismo. La secta femenina de la Bene Gesserit espera el advenimiento del Kwisatz Haderach; los Fremen aguardan la venida del Mahdi (alusión directa a la escatología islámica)… En una era desesperada con tintes medievales y feudales, donde el sustento y la cordura escasean, todos depositan su inmotivada confianza y su fe en que una persona, un Elegido, les ofrezca un mejor futuro. En Dune, este mesías es Paul Atreides.
Pero el Dune de 2021 va muchísimo más allá del magistral puzzle ficcional ingeniado por Frank Herbert: el mejor “blockbuster de autor” hasta la fecha es, ante todo, una experiencia. Porque Dune te arrolla y te engulle como sus gusanos de arena. La imagen (la única forma que imagino de disfrutarla en su plenitud es IMAX 3D) y el sonido (a cargo del legendario compositor Hans Zimmer) son responsables de un viaje inmersivo donde somos verdaderamente transportados a otro universo, muy distinto pero tan letal y amenazante como el real. El apartado interpretativo, con un elenco actoral que va desde Timothée Chalamet en el rol protagonista hasta Stellan Skarsgård como antagonista principal al frente de los Harkonnen, pasando por Rebecca Ferguson, Oscar Isaac, Zendaya, Javier Bardem, Josh Brolin, Charlotte Rampling, Chang Chen o Jason Momoa, es sencillamente espectacular. Villeneuve, acompañado de Eric Roth y Jon Spaihts en el guion, consigue desarrollar cada personaje hasta el máximo exponente que dos horas y media de metraje permiten (no olvidemos que el material original consiste en páginas y páginas elaboradas al detalle).
El preestreno de Dune ha sido, sin lugar a duda, la experiencia cinemática más poderosa de mi vida. Espero ansioso su segunda parte.
Vista en preestreno en IMAX 3D.
La serie Dune fue asimismo analizada en tanto que contrapunto a la célebre trilogía de la Fundación de Isaac Asimov, que cuenta como el matemático Hari Seldon predice, por medio de leyes estadísticas, la inminente caída del imperio vigente así como un interregno de 30.000 años hasta que un nuevo imperio se erija. Aunque el colapso imperial parece inevitable, Seldon propone la creación de dos grupos de científicos (las “Fundaciones”) para reducir el interregno a tan solo 1.000 años. Sin embargo, una figura irrumpe: el Mulo, un conquistador de galaxias que desbarata las predicciones de Seldon, según las cuales ningún individuo podía influir significativamente en el curso de la historia. En el universo de Frank Herbert ocurre al contrario: la solución al declive del Imperio no reside en la Fundación, sino en el Mulo, esto es, Paul Atreides. Porque Dune también advierte de los peligros del mesianismo. La secta femenina de la Bene Gesserit espera el advenimiento del Kwisatz Haderach; los Fremen aguardan la venida del Mahdi (alusión directa a la escatología islámica)… En una era desesperada con tintes medievales y feudales, donde el sustento y la cordura escasean, todos depositan su inmotivada confianza y su fe en que una persona, un Elegido, les ofrezca un mejor futuro. En Dune, este mesías es Paul Atreides.
Pero el Dune de 2021 va muchísimo más allá del magistral puzzle ficcional ingeniado por Frank Herbert: el mejor “blockbuster de autor” hasta la fecha es, ante todo, una experiencia. Porque Dune te arrolla y te engulle como sus gusanos de arena. La imagen (la única forma que imagino de disfrutarla en su plenitud es IMAX 3D) y el sonido (a cargo del legendario compositor Hans Zimmer) son responsables de un viaje inmersivo donde somos verdaderamente transportados a otro universo, muy distinto pero tan letal y amenazante como el real. El apartado interpretativo, con un elenco actoral que va desde Timothée Chalamet en el rol protagonista hasta Stellan Skarsgård como antagonista principal al frente de los Harkonnen, pasando por Rebecca Ferguson, Oscar Isaac, Zendaya, Javier Bardem, Josh Brolin, Charlotte Rampling, Chang Chen o Jason Momoa, es sencillamente espectacular. Villeneuve, acompañado de Eric Roth y Jon Spaihts en el guion, consigue desarrollar cada personaje hasta el máximo exponente que dos horas y media de metraje permiten (no olvidemos que el material original consiste en páginas y páginas elaboradas al detalle).
El preestreno de Dune ha sido, sin lugar a duda, la experiencia cinemática más poderosa de mi vida. Espero ansioso su segunda parte.
Vista en preestreno en IMAX 3D.
Documental

7.1
737
9
27 de septiembre de 2021
27 de septiembre de 2021
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vibrante, eléctrica, avant-garde, rupturista. Todd Haynes no solo encapsula el espíritu de una de las mayores bandas de la historia, sino también el de un Nueva York en en su apogeo cultural de los 60. Los archivos dejados por Warhol o Meckas son lo suficientemente vastos para que las imágenes y su montaje funcionen como un videoclip psicodélico y fotosensible para Heroin, I'm Waiting for my Man o Sweet Jane.
Vista en el SSIFF 69, con presentación a cargo del director.
Vista en el SSIFF 69, con presentación a cargo del director.
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