Si bien como película tiene ciertos altibajos, sobre todo a la mitad del metraje, sus mejores imágenes se quedarán grabadas en la mente del espectador gracias a esa atmósfera y al blanco y negro que le hacen emparentarse directamente con Psicosis. Tanto el principio como el final de la película son auténticas joyas que han atravesado las capas de la cultura popular, la subcultura de la serie B y el terror y la contracultura de los sesenta (porque La noche de los muertos vivientes es producto de su época y tiene una lectura político-social compleja, cosa que la eleva sobre el resto de sus seguidoras) para alcanzar la cultura atemporal, los grandes clásicos del cine, y sin embargo, seguir tan viva y tan espeluznante como la primera vez que se proyectó, seguramente en algún lugar de mala muerte.

Mezcla de documental, drama, comedia y alucinógenos, Tony Wilson nos conduce en su "viaje" desde los albores del punk manchesteriano a las raves discotequeras de los noventa, a través de su mayor punto en común: una turmix de música, drogas y sexo, es decir, la fiesta. No hay ascenso y caída, hay exceso, y Tony Wilson (que a veces recuerda al Rob Gordon de Alta Fidelidad en su versión más glamourosa) nos lo muestra todo sin pararse a preguntas y valoraciones, pero con sus sabias reflexiones. Él es el único que sabe que todo esto no es más que posmodernidad.