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Críticas ordenadas por utilidad
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7.1
29,386
9
17 de octubre de 2021
17 de octubre de 2021
41 de 62 usuarios han encontrado esta crítica útil
En El Buen Patrón, Fernando León de Aranoa dibuja de forma extraordinaria el personaje arquetípico del empresario de segunda generación, más presente en la realidad misma que en la ficción propia del mundo literario o cinematográfico, ya no español sino de la subcultura mediterránea o sur europea, tantas veces señalada en occidente como un acervo de segunda clase.
A través de la, una vez más, fantástica, interpretación de Javier Bardem, el espectador llega a empatizar con el hombre —que de cara a la galería se esfuerza por representar con solvencia el papel del buen patrón y marido— cuando en realidad la pantalla muestra todas las aristas de un villano sin más escrúpulos que los socialmente exigibles ni interés distinto al propio (o en ocasiones los de cualquier otra persona siempre que de algún modo, aunque sea tangencialmente, contribuyan a la consecución del primero). Quizá esa empatía se sustenta en que el delineado que Aranoa realiza de Blanco —de nuevo expresado de forma sublime por Bardem en la escena del baño— también permite entrever la humanidad que, pese a todo, se encuentra tras el infame patrón, miserias, miedos e inseguridades incluidos.
Ambos se apoyan, además, en las estupendas actuaciones del resto del elenco en el papel de personajes tan paradigmáticos como el de la esposa modelo, el pelota segundón, la joven becaria sexy e inteligente a partes iguales, el vigilante faldero, la fiel secretaria, el self-made man, el incansable manifestante que llega a erigirse en un David contra Goliat o el infiel arrepentido e inseguro que ha perdido el control de su vida y se empeña en desbarrancar inexorablemente; gracias a los cuales el director y guionista completa su diseño sin fisuras.
En definitiva, una comedia dramática con pinceladas de suspense que, si no se lleva el Oscar, al menos debería quedarse con el aplauso de la crítica.
A través de la, una vez más, fantástica, interpretación de Javier Bardem, el espectador llega a empatizar con el hombre —que de cara a la galería se esfuerza por representar con solvencia el papel del buen patrón y marido— cuando en realidad la pantalla muestra todas las aristas de un villano sin más escrúpulos que los socialmente exigibles ni interés distinto al propio (o en ocasiones los de cualquier otra persona siempre que de algún modo, aunque sea tangencialmente, contribuyan a la consecución del primero). Quizá esa empatía se sustenta en que el delineado que Aranoa realiza de Blanco —de nuevo expresado de forma sublime por Bardem en la escena del baño— también permite entrever la humanidad que, pese a todo, se encuentra tras el infame patrón, miserias, miedos e inseguridades incluidos.
Ambos se apoyan, además, en las estupendas actuaciones del resto del elenco en el papel de personajes tan paradigmáticos como el de la esposa modelo, el pelota segundón, la joven becaria sexy e inteligente a partes iguales, el vigilante faldero, la fiel secretaria, el self-made man, el incansable manifestante que llega a erigirse en un David contra Goliat o el infiel arrepentido e inseguro que ha perdido el control de su vida y se empeña en desbarrancar inexorablemente; gracias a los cuales el director y guionista completa su diseño sin fisuras.
En definitiva, una comedia dramática con pinceladas de suspense que, si no se lleva el Oscar, al menos debería quedarse con el aplauso de la crítica.

7.8
41,980
8
16 de enero de 2021
16 de enero de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Poco más se puede decir sobre está preciosa película que no se haya escrito ya. Para mí —gracias a la reposición en cines con motivo de su vigésimo aniversario— una especie de viaje iniciático en dirección a los confines del universo Wong Kar-Wai.
Sin duda, el director consigue acabar con la sala en sus manos, atrapando al espectador en una viscosa telaraña tejida con un elemento clave, la duda. No tardamos ni diez minutos en desorientarnos ante la sucesión de imágenes deliberadamente decadentes y, cuando ya parece que el cineasta nos ha abandonado a nuestra suerte, las corbatas y los qipaos se vuelven herramientas casi oníricas con las que medir un tiempo aún algo incierto.
A través de sus planos furtivos, nos convierte en espías de esta historia de (des)amor hasta el punto de hacernos sentir como verdaderos intrusos, como si debiéramos estar en cualquier otro lugar excepto delante de la pantalla. Gracias a ellos consigue, además, crear un sublime iceberg narrativo. Él nos enseña una parte, pero nosotros acabamos dándonos de bruces con esa otra historia que terminamos por conocer, aunque en ningún momento lleguemos a atisbarla. Es increíble todo lo que nos cuenta sin mostrárnoslo y, sin embargo, cómo entierra ante nuestras narices, casi burlándose, el secreto más profundo tapándolo con tan solo un puñado de barro.
Jamás será una opción para quien busque soluciones sencillas o respuestas categóricas, aunque quizás se podría marcar como obligatoria para quien tenga intención de bucear en una historia de una belleza y con una potencia emocional difícilmente alcanzables. Sólo quizás.
Sin duda, el director consigue acabar con la sala en sus manos, atrapando al espectador en una viscosa telaraña tejida con un elemento clave, la duda. No tardamos ni diez minutos en desorientarnos ante la sucesión de imágenes deliberadamente decadentes y, cuando ya parece que el cineasta nos ha abandonado a nuestra suerte, las corbatas y los qipaos se vuelven herramientas casi oníricas con las que medir un tiempo aún algo incierto.
A través de sus planos furtivos, nos convierte en espías de esta historia de (des)amor hasta el punto de hacernos sentir como verdaderos intrusos, como si debiéramos estar en cualquier otro lugar excepto delante de la pantalla. Gracias a ellos consigue, además, crear un sublime iceberg narrativo. Él nos enseña una parte, pero nosotros acabamos dándonos de bruces con esa otra historia que terminamos por conocer, aunque en ningún momento lleguemos a atisbarla. Es increíble todo lo que nos cuenta sin mostrárnoslo y, sin embargo, cómo entierra ante nuestras narices, casi burlándose, el secreto más profundo tapándolo con tan solo un puñado de barro.
Jamás será una opción para quien busque soluciones sencillas o respuestas categóricas, aunque quizás se podría marcar como obligatoria para quien tenga intención de bucear en una historia de una belleza y con una potencia emocional difícilmente alcanzables. Sólo quizás.

6.8
32,477
9
6 de diciembre de 2021
6 de diciembre de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me encanta el cine. Aunque la verdad es que, dicho así, revela poco de uno. Es como decir que a uno le apasiona la música, que es con seguridad la más extendida de las llamadas artes clásicas junto con la literatura, pese a que en estos tiempos ésta última no sea la más cool, o a que quizá lo sea demasiado. El caso es que decir, pues dice poco.
Lo que dice mucho, quizá demasiado, es la última película de Almodóvar. Lo que dice y lo que revela. Ya no de él, visto que nada más lejos de ser un filme autobiográfico, viene a ser un compendio de vivencias, propias y ajenas. Vivencias de Pedro, vivencias de uno, vivencias de la persona que se sienta en la butaca de al lado, y de la que está en la puerta revisando las entradas. Esta película habla de la vida, de vivir, y de lo que eso implica.
Habla de amor, fraternal y pasional, de amar, de ser amado y de no ser correspondido. Habla de ruptura, de rabia, de dolor, del dolor físico y del emocional, habla de tristeza, de reencontrarse y de dejar marchar, y de marcharse.
Pero también habla de perdón. Es una historia de reconciliación, de la reconciliación del protagonista consigo mismo, con su pasado, pero también con su futuro. Su reconciliación con la vida.
Decía que me encanta el cine, pero lo que tuve el placer de disfrutar, sentado mientras que en mi reloj de pulsera volaban los últimos minutos de un domingo cualquiera, fue mucho más que cine. Hablaba de las artes clásicas, hace más de dos mil años, la arquitectura, la escultura, la pintura, la música, la danza y la literatura. Hablaba de ellas, porque habiendo ido a ver una película para cerrar el como siempre nunca insustancial fin de semana madrileño, me encontré de repente con todas a la vez frente mi persona.
Almodóvar, representando al director de cine, se descubre como el artista total. Hasta ayer, no recordaba haber tenido nunca semejante sensación a la salida de una sala.
La sensación de escuchar un Nessun Dorma sublime alrededor de las tajuelas acariciadas por unos pececillos jaboneros, o de apreciar los arcos imperfectos de una cueva convertida con esfuerzo en hogar. La sensación de presenciar a un perfecto David, cuyos ángulos y contorno resalta el agua turbia de un barreño, y de que una reflexión del protagonista sobre el dolor o el perdón, parezca verso siendo prosa. De que cada fotograma, cada secuencia estática, es un lienzo, inerte pero precioso. Y la danza, la de ese último beso, abrazando al amor de una vida que se escapa, una vez más, y esta vez para siempre.
Por eso me Almodóvar me pareció el artista total, con perdón de otros artistas, perdón por mi infinita ignorancia. Pero al final, y desde esa atrevida ignorancia, para mí el arte es sentir, y con Dolor y Gloria sentí, mucho y muy profundo.
Ahora sí, me encanta el cine, y dicho así, hecho así, lo revela todo.
Lo que dice mucho, quizá demasiado, es la última película de Almodóvar. Lo que dice y lo que revela. Ya no de él, visto que nada más lejos de ser un filme autobiográfico, viene a ser un compendio de vivencias, propias y ajenas. Vivencias de Pedro, vivencias de uno, vivencias de la persona que se sienta en la butaca de al lado, y de la que está en la puerta revisando las entradas. Esta película habla de la vida, de vivir, y de lo que eso implica.
Habla de amor, fraternal y pasional, de amar, de ser amado y de no ser correspondido. Habla de ruptura, de rabia, de dolor, del dolor físico y del emocional, habla de tristeza, de reencontrarse y de dejar marchar, y de marcharse.
Pero también habla de perdón. Es una historia de reconciliación, de la reconciliación del protagonista consigo mismo, con su pasado, pero también con su futuro. Su reconciliación con la vida.
Decía que me encanta el cine, pero lo que tuve el placer de disfrutar, sentado mientras que en mi reloj de pulsera volaban los últimos minutos de un domingo cualquiera, fue mucho más que cine. Hablaba de las artes clásicas, hace más de dos mil años, la arquitectura, la escultura, la pintura, la música, la danza y la literatura. Hablaba de ellas, porque habiendo ido a ver una película para cerrar el como siempre nunca insustancial fin de semana madrileño, me encontré de repente con todas a la vez frente mi persona.
Almodóvar, representando al director de cine, se descubre como el artista total. Hasta ayer, no recordaba haber tenido nunca semejante sensación a la salida de una sala.
La sensación de escuchar un Nessun Dorma sublime alrededor de las tajuelas acariciadas por unos pececillos jaboneros, o de apreciar los arcos imperfectos de una cueva convertida con esfuerzo en hogar. La sensación de presenciar a un perfecto David, cuyos ángulos y contorno resalta el agua turbia de un barreño, y de que una reflexión del protagonista sobre el dolor o el perdón, parezca verso siendo prosa. De que cada fotograma, cada secuencia estática, es un lienzo, inerte pero precioso. Y la danza, la de ese último beso, abrazando al amor de una vida que se escapa, una vez más, y esta vez para siempre.
Por eso me Almodóvar me pareció el artista total, con perdón de otros artistas, perdón por mi infinita ignorancia. Pero al final, y desde esa atrevida ignorancia, para mí el arte es sentir, y con Dolor y Gloria sentí, mucho y muy profundo.
Ahora sí, me encanta el cine, y dicho así, hecho así, lo revela todo.
Documental

7.2
5,475
7
20 de marzo de 2021
20 de marzo de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entré a la sala convencido de asistir a uno de los thrillers del año, debido a una lectura en diagonal de la sinopsis y al notable en esta misma página, que suele asociarse a un éxito rotundo. Sin duda lo ha sido. Todo un éxito, pese a lo fortuito, la elección de esta película de entre todo lo interesante que marzo ha traído a las carteleras. Un planteamiento radicalmente inusual para un documental imperdible sobre el fin de nuestros días. Una historia cargada de fantasía y realidad a partes iguales. Un canto a la esperanza a través de la arrolladora humanidad de sus protagonistas ante una vejez que, pese a resultar brutalmente desoladora, puede por momentos entenderse como una última etapa que disputar al calor del pelotón, acompañado en cierto modo por ese compañero de fatigas. Y, sobre todo, una demoledora llamada de atención, un aviso a navegantes con el que apelar a la responsabilidad emocional que, si bien debería entenderse consuetudinario a nuestra propia existencia, por desgracia está cada vez más alejada de nuestras conductas y costumbres.

5.1
1,771
6
7 de enero de 2021
7 de enero de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En sus primeras escenas, Coixet presenta un sublime retrato de la soledad. Quizá elección, quizá condena, pero sin duda mostrada por la directora y guionista con una belleza tan absoluta como desoladora. Cuando finalmente —quizá obligado por las circunstancias o quizá salvado por éstas— el protagonista decide escapar de su rutina llevándose en la maleta cada una de sus manidas costumbres, nos embarcamos en un viaje por un Benidorm ya decadente, sombra de lo que pudo ser en los días en los que Silvia Plath devolvía pelotas en sus playas. Esa travesía, si bien pretende alimentarse de las estructuras de un thriller, en ocasiones no consigue tocar la tierra de lo que supondría es su objetivo último. Ese fuego —normalmente lento y atrapante cualquier tarde de invierno— sólo consigue crepitar, como a medio gas, haciendo al espectador perder el foco. Ese medio camino entre la tensión del hilo argumental y la intrahistoria acaba por dejar al espectador más reflexivo que sediento de escenas con las que desmadejar el misterio. Riordan termina por resultar un hidalgo valiente, casi quijotesco, buscando el amor de Alex, su particular dulcinea empoderada y arrebatadora. Aunque quizá es precisamente este viaje, del tradicional suspense cinematográfico al drama vital mostrado con toda su crudeza en una pantalla, para el que Coixet pretende regalarnos un billete. En cualquier caso, la película trasmite un atractivo místico a través de sus diálogos y, sobre todo, de sus planos, en ocasiones cargados de contrastes y coloridos que nos permiten —durante algunos fotogramas— hasta olvidar esa historia de caballería en ese Benidorm decadente.
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