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Críticas 4
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
1 de julio de 2019
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Arcadia: tal término, empelado por diversos poetas y artistas del Renacimiento y el Romanticismo, remite a un país imaginario donde reina la felicidad, la sencillez y la paz en un ambiente idílico. Arcadia: tal término es al cual Leonardo Favio, en su rol de director, remite constantemente, sin siquiera mencionarlo, al momento de recrear, a través del material de archivo, lo que fue la Argentina del Coronel Juan Domingo Perón. Porque siendo sincero, pese a ser un gran admirador de la obra del mendocino, he de reconocer que la visión que se ofrece de Perón es una visión sesgada, idílica y romantizada, nacido del más puro y ferviente fanatismo político e ideológico. Pero no por ello, deja de ser una visión fascinante. Una auténtica declaración de amor a una figura histórica que supo marcar un antes y un después, dejando una profunda huella (y divisiones) en la historia argentina. Un documental qué, pese a encuadrarse en la estructura arquetípica del género, logra traspasar la barrera del mismo, tornándose en un poema audiovisual que solo el lirismo del director era capaz de conseguir.
Para justificar la posición que se toma respecto a Perón, hay que tener en cuenta dos elementos. En primer lugar, una anécdota personal de Favio, que remite a su propia infancia. Tras haber sido abandonado por su padre a la edad de tres años, los primeros juguetes que recibe en su vida no se los dio éste, si no que fueron un regalo de parte de Perón y Evita. Sin saberlo en su momento, ese día ya se había vuelto peronista. En segundo lugar, los logros sociales y económicos obtenidos por Perón: creación de medidas que mejoraron la calidad de vida de las clases más desprotegidas (previsión social, jubilaciones, pensiones), inaugurando una era en que el ascenso social fue posible; nacionalización de la economía y de la industria: la ferroviaria, la telefónica, los puertos, el gas de consumo doméstico, la industria siderúrgica, la petrolera, entre otras (la gran mayoría en manos de capitales de origen inglés), aumentando de esta manera la capacidad adquisitiva y de producción industrial; la realización de más de setenta mil obras públicas, entre las mismas más de ocho mil escuelas que, a través de sus medidas, redujeron el analfabetismo drásticamente en el país; mediante la influencia de Evita, su esposa, Perón se acercó a los trabajadores, a los cuales protegió creando tribunales de trabajo que defendían la causa del empleado, evitando los abusos de los patrones; fue el primer presidente argentino en ser elegido democráticamente (en su segundo mandato) a través del sufragio universal, dándole voz y voto a la población femenina. “En nuestro tiempo gobernar es crear trabajo porque es inconcebible que en aquel entonces, en el año´46, existieran 800.000 desocupados, como existen actualmente en la Argentina, 800.000 desocupados. ¿Cómo puede explicarse que en un país que está todo por hacerse haya 800.000 personas que no pueden trabajar? ¿No es obligación del gobierno crear eso?”. En definitiva, por más sesgada, idílica y romantizada que sea la visión que Favio exhibe de Perón, hay una realidad histórica que no puede negarse: el mandatario hizo renacer una patria en ruinas devastada por el neoliberalismo, interpretando las verdaderas necesidades del pueblo.
Nacido como un encargue de parte de Eduardo Duhalde (gobernador de la provincia de Buenos Aires en la década del 90) que, con el afán del postularse a la presidencia en las elecciones de 1995, pretendía reforzar su candidatura y su posición dentro del peronismo, Favio tomó algo más del tiempo pretendido para la elaboración del documental. La reelección de Menem (rata rastrera, asquerosa figura histórica, vendepatria, genocida económico argentino), hacían a un lado los planes de Duhalde, otorgándole al director una verdadera libertad a la hora de trabajar el material, ya que dejó de ser el material de una campaña que murió antes de tiempo. Como resultado, a la fecha de su estreno (1999), se obtuvo un poema pedagógico de seis horas de duración.
Narrativamente está compuesta por diversos bloques que prosiguen un orden cronológico. Se comienza planteando el contexto mundial de principios del siglo XX, haciendo un paralelo de lo que ocurría en Argentina en materia política y social en aquel entonces. Tras esto, se cuenta el ascenso al poder por parte de Perón, primero como Secretario de Trabajo y Vicepresidente del gobierno militar, hasta llegar a sus dos mandatos como presidente (1946-1952, 1952-1955). En éste momento se da un giro en torno a la figura de Evita, particularmente en lo que concierne a su renuncia a la vicepresidencia, su enfermedad y posterior muerte, haciendo énfasis en el peso que la figura de la primera dama tenía en el ideario colectivo argentino. Prosiguiendo a éste quiebre, se narra el violento derrocamiento que tuvo Perón en 1955, en el transcurso de su segundo mandato, y lo que ello conllevo: su forzado exilio a España, la proscripción de su movimiento en Argentina, las luchas sociales que se dieron para conseguir su regreso y la legitimidad del peronismo. El documental culmina con el ansiado regreso, tras diecisiete años de exilio, volviendo a ser elegido como presidente, en 1973, poco antes de morir.
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Para lidiar con tal magna empresa, Favio artículo el empleo de material de archivo, placas de texto, animaciones cutres de aves de carroña sobrevolando el cuerpo de un ternero (representando la influencia de los intereses externos en el país vecino), dibujos que enfatizan el sentido de las imágenes, entrevistas, partes de discursos de los protagonistas históricos que le dieron forma a su época, de manera conjunta a un fondo musical, de temas de diversos estilos, que dan una cohesión única al conjunto. Porque más allá del carácter pedagógico del resultado, no hay que olvidar que Favio fue un director muy lírico, que buscaba la conexión emocional del espectador. Ejemplo de ello es la reiteración de imágenes que se hace al momento del retorno de Perón a Argentina, acompañado por una bellísima canción de Victor Heredia (“Aquellos soldaditos de plomo”), cuya existencia desconocía, y que voy a transcribir parte de su letra: “yo me creía, como creía en el honor del paso del batallón dentro de mi habitación; era todo un general dirigiendo la batalla, y el humo de la metralla acunaba mi pasión por los gloriosos soldados que, sable en mano avanzaban sobre aquel cruel invasor que ataca mi nación…”.
Es interesante el hecho de, para generar la visión idealizada del peronismo que el director pretendía, las libertades tomadas. Libertades a las que solo se acceden mediante la manipulación del material en el montaje. Para ilustrar la concentración de masas del 17 de octubre de 1945 (el Día de la Lealtad), Favio empleo imágenes de otras concentraciones, en el afán de transmitir el hecho en su magnitud tal como ocurrió ese día. Como declararía en entrevistas posteriores: “Lo hice todo. Es que habían solamente tomas diurnas, porque no fue previsto lo que pasó. Fueron los noticieros y filmaron de día, pero después, ¿cómo carajo iluminaban? Lo que sí había eran fotos de Perón de noche. En base a esas fotos, nosotros tomamos a otro Perón de otro discurso y lo recortamos. Después le movimos la boca de acuerdo a ese discurso”. En éste punto el más idiota se plantearía determinadas cuestiones éticas en cuanto a la elaboración del discurso fílmico. ¿Es válido lo hecho por Favio? ¿Acaso no es una manipulación histórica? Quién haya practicado alguna vez el ejercicio de hacer cine, sabe que es un ejercicio netamente craneal, que debe responder a factores emocionales. Ante la búsqueda de ésta respuesta se ha de echar mano de recursos típicamente cinematográficos con el afán representar en su veracidad la magnitud de los hechos, no los hechos como tales. Tal como el afamado director alemán Werner Herzog decía, el documentalista no debe ser una mosca que observa la realidad desde un rincón de la pared, sino que dicha mosca debe intervenir en los hechos de esa realidad para registrar la verdad que palpita debajo de la misma. En ésta ocasión, la forma en que Favio intervino, fue mediante el montaje.
Culminando, he de decir que, pese a conocer a grandes rasgos la historia argentina, no soy un historiador, ni un sociólogo, ni un politólogo. No sé si encontraran rigor histórico en estas líneas, que se abstienen a transcribir lo visionado en el film a analizar. Ni siquiera soy un crítico, solo me limito a ser un genio. Por lo tanto la visión que aquí ofrezco de Perón es una visión que viene dada por Favio, y a sabiendas de quien viene, la abrazo con gusto.

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29 de agosto de 2019 2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hoy me siento en la potestad de denigrar al cine en todas sus concepciones. Saquen las conclusiones que deseen: me desperté cruzado, estoy ovárico, o simplemente soy contra. No me importa, tengo mis motivos. Como forma de expresión relativamente joven que es, el cine mamó del resto de las artes sus peores males: la puesta en escena del teatro, la narrativa de la literatura, la composición de la pictórica. De la fusión de las mismas es que deriva lo que hoy en día conocemos, o asimilamos, al ver una película: una construcción en base a un guion previamente elaborado que le otorga una significación dada a lo que estamos viendo, el empleo de una técnica, de un lenguaje específico que busca despertar determinadas cuestiones emocionales en el espectador. En definitiva, al igual como ocurre en la literatura o en el teatro, salvando las distancias del medio, pretende contarnos algo. La reducción es muy simplista, casi de manual, simplificando el fenómeno al alcance de las mentalidades más estúpidas (la gran mayoría). Quizás el último salto evolutivo en el séptimo arte se haya dado, de forma progresiva, hasta el año 1927, fecha en que irrumpe el sonoro y modifica drásticamente la industria. Quizás vengamos arrastrando casi un siglo de pesares de un arte que jamás llegó a su esplendor y que jamás lo hará. Entonces vale cuestionarse, sin entrar demasiado en el terreno de lo teórico, ¿cuál es la verdadera naturaleza ontológica del cine? La respuesta no está a mi alcance, solo puedo ofrecerles un supuesto (lo cual expondré en el siguiente párrafo). Pero si he llegado al extremo de cuestionarme determinadas cosas es gracias al coraje y a la entrega de un solo hombre: Jhon Cassavetes.
Pese a considerarme una persona racional vamos a adentrarnos a un terreno filosófico – espiritual, y les aclaro de antemano que no me fume ningún porro al momento de redactar ésta crítica (de hecho ya hace más de ocho años que no fumo). Todo lo que puebla éste planeta está destinado a morir. Todo, absolutamente todo. Durante milenios el ser humano ha hecho lo impensable por alcanzar la inmortalidad, sin resultados. El único avance (minúsculo) que hemos tenido es el haber podido prolongar la expectativa de vida. Quizás, en las décadas venideras la ciencia logré otorgar un pequeño grano de arena a una lucha sin sentido, si es que antes no se empecina en otorgarnos el suficiente conocimiento como para destruirnos entre nosotros. Porque la verdadera victoria a la muerte no se haya en el terreno científico. No sigan buscando por ahí porque es al pedo. La verdadera victoria se haya en el campo de lo cinematográfico. El registro fílmico nos permite “robar” de la vida segundos, fragmentos, gestos, miradas, palabras. El “aquí y ahora” se capta en toda su magnitud, alcanzando el manto de lo imperecedero, de lo inmortal. Como diría el cineasta ruso Andréi Tarkovski, el registro fílmico nos permite “esculpir en el tiempo”.
¿Cómo se relaciona toda ésta perolata metafísica (ciencia que siempre me ha parecido una pelotudez, indigna de mi atención) con el arte de Jhon Cassavetes? Tranquilos, ya obtendrán respuesta. Antes de adentrarme en el análisis de la película en cuestión, voy a hacer una segunda aclaración. Si hay un oficio que está absolutamente sobrevalorado es el del actor. Para remitirnos a una buena actuación, ya desde el vamos el término está mal empleado. Un buen actor no actúa, sino que vive. Entonces ya tenemos los dos puntos de la ecuación definidos: la inmortalidad y la vivencia.
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Tras la secuencia inicial que abre “Faces”, y tras los créditos iniciales de la misma, un solo plano nos alcanza para obtener los dos puntos anteriormente mencionados: primer plano de Gena Rowlands volteando su cabeza. Un gesto, tan solo un gesto que, de hecho, es lo más simple del mundo: un volteo de cabeza. No hay nada de particular en ello, ¿no? Pues no se trata del gesto, sino de la verdad que éste desprende. Como diría Antoine de Saint-Exupéry: “lo esencial es invisible a los ojos”. Puede sonar algo cliché, pero es la verdad. El arte de visionar un film es el arte de aprender a mirar. La esencia de la narrativa es lo que se cuenta sin decirlo. Y el oficio de un director (no como técnico, sino como autor) es la capacidad de ofrecernos una visión del mundo que solo se filtra por la óptica de sus ojos.
Si nos remitimos a la gran mayoría de las películas realizadas a lo largo de la historia del cine, apreciamos que la concepción que nos ofrecen del mundo es una visión sesgada, limitada, mentirosa. El brillo de los focos iluminando lo que se ve en pantalla es un mero artificio. Los hechos que allí se suscitan son secuencias previamente guionizadas. El desplazamiento de los actores no es más que una puesta en escena, un indicativo del “tú haces esto” y “tú te diriges hacia tal lado”. Cada tanto alguna propuesta más “artística” pretende ofrecernos algo más distante, pero a decir verdad, los resultados no son más que pajas mentales. Lo que en apariencia puede considerares un “quiebre”, vale cuestionarse hasta qué punto es “rupturista”. Y en particular, la visión que América ofrece sobre sí misma es la propaganda más obsoleta que existe.
Entonces el mérito de un director como Cassavetes es triple. En primer lugar por atreverse a hacer lo impensado: fundar el cine independiente. Fue el pionero en este asunto de filmar al margen de los estudios, con total libertad creativa, haciendo el tipo de films que él quería hacer. En segundo lugar por alejarse del american way of life, ofreciéndonos una sociedad estadounidense al borde del colapso que se debatía entre la neurosis y la psicosis. Y por último, la libertad absoluta que les otorgaba a sus actores al momento de rodar. No quería registrar personajes, quería captar seres humanos.
Por tales razones es que hacer una crítica al uso de “Faces” (remitiéndome a aspectos técnicos o narrativos de la misma) sería el ejercicio de escritura cinematográfica más disímil que pudiese realizar en mi vida. El argumento de la misma no es más que un dato meramente anecdótico, pues no se trata de historias, sino de vivencias: amores, desamores, encuentros, hartazgos, un matrimonio de años venido a menos que se separa, emprendiendo cada parte una aventura por separado con sus respectivos amantes. Cada gesto que del film se desprenden, cada risa, cada llanto, e inclusive cada borrachera (ya que los actores debieron interpretar bajos los efectos del alcohol) son auténticas explosiones emocionales. Cada toma registrada es una revelación, la búsqueda de ese instante decisivo que exhibiese la verdad de lo que sucede en pantalla. Por ello es que pueden perdonarse determinadas cuestiones técnicas: montaje brusco, composiciones imprecisas, desenfoques. Nada de ello es comparable a la vivencia inmortal que se nos está siendo ofrecida.
Porque, pese a que nos duela a los más adeptos al buen cine, el cine no es más que eso: cine. Tras el acabado de cada película, del momento de escape a la realidad que pueda ofrecernos, cuando las luces de la sala vuelven a encenderse, cuando el público que pone de pie, lo que nos queda es la vida, guste o no. Y la obra de Cassavetes es lo más parecido a la vida que un director pueda haberme ofrecido. Y por ende, también, es lo más anti-cinematográfico que he visto jamás.

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18 de agosto de 2020 Sé el primero en valorar esta crítica
Hay ciertas realidades y mentiras que se han gestado en torno, no tanto al realizar de una película, sino en relación a lo que deviene posterior a las mismas. La ficción de las alfombras rojas, los flashes, los reconocimientos y las mujeres no son más que ello, una ficción que se hace sustentable siempre y cuando haya una industria detrás capaz de tornarla real. La única verdad es que el quehacer cinematográfico puede llegar a tornarse en un ejercicio muy desgastante en ciertas latitudes del globo, en determinadas condiciones, amparándose en narrativas que no son del todo apreciadas como corresponde por la masividad. El realizador no es más que un simple mortal que, tras el estreno de su respectivo trabajo, abandona la sala a la que han concurrido aproximadamente diez o quince personas (amigos, familiares y miembros del equipo), en que todos los felicitan por cortesía, y que al llegar al mismo techo que comparte con sus padres (ya que su elección por el estudio del cine no le ha brindado la oportunidad de independizarse económicamente) se cuestiona, debajo de sus sábanas, si no le dará mayores garantías a futuro el trabajar como cajero en un supermercado que el seguir haciendo películas que no son valoradas por nadie. Ésta es la triste realidad de los cineastas menores (la gran mayoría), que no obtienen mayor remuneración por su trabajo que el simple hecho de hacerlo, desconociendo si el futuro les volverá a brindar la oportunidad de ponerse en el rol de realizador.

Pero sería actuar con complacencia al decir que la triste realidad de estos cineastas menores responde a un público que no los comprende. De antemano sabemos que hay un público lobotomizado que rehúye, o tienen reticencias, a propuestas no comerciales, propuestas que justamente son las más ricas en cuanto a la ruptura de ciertos cánones narrativos y la exploración que ofrecen del medio. Pero el límite es muy fino. Cualquiera puede agarrar una cámara y ponerse el mote de artista, ya que el título de artista (conjuntamente al de escritor y al de crítico cinematográfico) ha de ser el título más generoso del mundo. Hay quienes creen que tirarse un pedo, prenderlo fuego y pintarlo de verde es arte. Considero que no soy quien para juzgar los criterios que manejan los auto llamados “artistas”, allá ellos con lo abstracto de su proceder, pero son propuestas que terminan encasillándose en lo festivalero que solo llegan a comprender cuatro o cinco personas.

Lo anteriormente dicho viene en colación al mediometraje (ya que llamarlo largometraje, dada su duración, sería una falacia) “Fantasma” del realizador argentino Lisandro Alonso. No es mi intención defenestrar el trabajo de un director que, con los pocos títulos suyos que me he dado la oportunidad de ver, he encontrado un tratamiento contemplativo y sugerente de la imagen. Pero el resultado obtenido tras el visionado de “Fantasma” es ambivalente, ya que el juego de meta ficción que Alonso plantea para consigo mismo limita los finos derroteros del cine de expiación. Ésta necesidad de analizarse el ombligo de uno, pese a los méritos cinematográficos que se proponen, puede llegar a algo incluso peor: el cine de masturbación. En este criterio catalogo a las propuestas autorales que solo existen, y llegan a comprenderse, en virtud de los fantasmas personales del propio realizador.

En el año 2004, Alonso estreno su segundo largometraje “Los muertos”, inspirado en la novela “Recuerdo de la casa de los muertos” de Dostoievski. En el mismo nos contó la historia de Argentino Vargas, un bracero de Corrientes recién salido de la cárcel, que navega rio abajo en búsqueda de su hija. Las señas autorales del argentino son fácilmente reconocidas, tales como la ausencia del diálogo, la contemplación de la imagen, el registro de acciones cotidianas, en que la acción es casi nula y la libre interpretación que uno como espectador pueda darle a su discurso.

En “Fantasma” se retoma al personaje de Argentino Vargas. Alejándolo del ambiente natural del cual procede, se le inserta en un ambiente urbano, concretamente el Teatro San Martín de Buenos Aires, sitio en el cual se haya perdido. Concurre allí para verse a sí mismo en “Los muertos”, trabajo en que fue participe como actor, en una sala completamente vacía. Éste trabajo de metaficción podría haberme ofrecido mejores resultados de no ser por algo que me molesta rotundamente: que el cine se torne una herramienta para la contemplación personal.
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Deteniendo la cámara en ciertos rincones del Teatro, el relato (si es que existe) sigue a diversos personajes que van y vienen, que nunca se cruzan, y que dilatan el momento en que Argentino Vargas se confronte a si mismo frente a la pantalla. Hay que reconocer la principal virtud de éste trabajo: en un oficio con engranajes tan mentirosos como resulta ser el séptimo arte, el dominio del tiempo dentro del plano, ser capaz de “esculpir en el tiempo” tal como lo dijese Tarkovsky, es algo a destacar. Pero en dicha virtud puntual de la realización, la retórica del trabajo se destrata. Puede que Alonso haya querido ofrecernos una mirada irónica en relación a como su trabajo es desmerecido en el hermetismo de ciertos círculos culturales (y de ahí lo fantasmal que asoma en el título del film). Pero se cae en el error de que uno, como artífice audiovisual, es de interés para quien lo observa. La verdad es que me chupa tres reverendos huevos la óptica de un realizador si la misma no es capaz de comprenderse, o contemplarse, fuera de sí mismo.

Ergo, “Fantasma” se hunde en su propio peso y deambula sin rumbo por los mismos pasillos que lo hacen sus personajes. No considero por ello, que el experimento que éste film significa, se resuma injustamente a una oportunidad mal aprovechada. La carencia de relato fortalece las sensaciones que se transmite mediante las imágenes y los sonidos, en un arte que como tal basa sus virtudes en ontologías que le son ajenas a sí. Pero lo interpretativo que se puede desprender de ello radica mucho en la figura que Alonso busca y ofrece de sí mismo mediante su trabajo. El cine como tal es válido como una herramienta de exploración de inquietudes personales, pero no como un artilugio para hacerse la paja.

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7 de julio de 2019 Sé el primero en valorar esta crítica
El cine de América Latina ha de agradecer la existencia de un espacio tal como el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Basta con apreciar la escasa representación que tiene el cine latino en los principales certámenes cinematográficos a nivel mundial para afirmarlo. Por lo general, aquellas películas que llegan a destacar son las que se acercan a un empleo de la técnica, narrativa y lenguaje más artífice, propio de la industria Hollywoodense. Porque la capacidad de una nación para poder desarrollar una filmografía básicamente radica en ello: en la industria. En ésta región del mundo, salvo algunos polos puntuales como Argentina, Brasil o México, el resto de los países carecen de una estructura para poder desarrollar una producción fluida, rentable, y que se refleje en un número X de films que se realicen por año. Haciendo un paralelismo con la realidad social y económica, en el pedestal sólo parecen haber cupos para películas de origen yanqui, europeo, o de determinadas regiones de Asia. La impronta que dejamos allí para poder decir presente se podría resumir en los planos secuencias de “El secreto de sus ojos” o “El clan” (de lo peor hecho por Pablo Trapero), que abraza más la noción de un cine-espectáculo que de un cine-identidad. Entonces el espacio que nos queda, como bloque continental, para garantizar, reafirmar, y desnudar las realidades que nos tocan vivir, definiéndonos como latinos, es allí, en La Habana.
Es dentro de éste marco que obras tales como “Alanis”, de la directora Anahí Berneri, logran destacar y hacerse un hueco, que de otra manera no tendrían. En ésta película en cuestión lo que destaco no es su valor social o identitario en relación a nuestras problemáticas (elemento que en el Festival se tiene muy en cuenta al momento de la premiación), si no la construcción de su discurso con los elementos visuales disponibles. Porque yendo a la realidad, el hacer cine sin tener una gran producción detrás, no se basa en el querer hacer, si no en la disponibilidad para hacer. Por ello, para quien escribe, a nivel estético tiene más fuerza la construcción de un film en base a planos estáticos que sean funcionales a lo que se cuentan, que una cámara prodigiosa que realiza movimientos suntuosos por el mero afán de la espectacularidad (sin ir más lejos, la escena en la cancha de Racing de “El secreto de sus ojos”).
Pero empecemos por el principio. ¿De qué va “Alanis”? La trama de la película gira en torno a la protagonista, de nombre homologo al título (interpretado por Sofía Gala), una madre soltera, joven y prostituta que trata de abrirse paso en la sociedad llevando consigo a un hijo de apenas año y medio de edad. Ergo, en la misma no se abarca la problemática en su totalidad, si no en un hecho puntual e igual de reducido a los valores de planos empleados: el desalojo de la protagonista de su vivienda y su consiguiente luchar por conseguir un nuevo espacio que le permita seguir ejerciendo su profesión. Aquí la grandeza de su relato: el no abarcar la problemática en su totalidad, pero si en su complejidad. Y por consecuente, la grandeza del cine como dispositivo comunicacional al actuar como sinécdoque: la parte por el todo.
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Tal figura retórica no se limita únicamente en el concepto que se pretende plasmar, si no que se refleja en un planteo visual tan potente como temerario. No se hace necesario mostrar una locación en su totalidad para que comprendamos el espacio en que los personajes se mueven, así como tampoco teme al recorte de los mismos fuera del encuadre para que comprendamos su acción, o al empleo del fuera de plano para trasmitirnos lo inquietante de la acción dramática en sí. Ejemplo de ello es al inicio de la película cuando la protagonista trata de bloquear el acceso a su departamento de dos agentes que, haciéndose pasar por clientes, llegan con la intención de clausurarles el negocio. Mientras la acción pasa, de fondo se escuchan los llantos del niño ante la invasión que se está sucediendo en su hogar. De igual manera ocurre cuando el propietario del apartamento decide dejar fuera del mismo a la madre y al hijo tras lo acontecido. Mientras ésta golpea con insistencia la puerta para qué, aunque sea, le deje retirar sus pertenencias, el niño se hace presente mediante sus llantos, sin verse en ningún momento. Mediante tal recurso, sin prostituir el relato o volverlo gratuito en ningún momento, es que la magnitud de los hechos adquiere el dramatismo necesario y da el correlativo golpe de efecto al espectador. Mención especial a la construcción de encuadres mediante el recorte y el uso de espejos con sus correspondientes reflejos en los mismos.
Sin subrayarlo, la directora expone la marginación social a la cual la protagonista está sometida por la simple elección de su profesión. Marginación que se da en el personaje de la tía a la cual acude para que le brinde techo por unos días, en sus colegas callejeras que la persiguen por trabajar en su “territorio”, y a través de la propia clientela (muy bien construida la escena en el telo, con el típico cliente “langa” y merquero, y el consecuente acto qué, mediante el cambio de la tonalidad en los parlamentos que buscan “calentar” al cliente, reflejan la emancipación y la bronca que siente la protagonista hacia aquellos que la tratan como un objeto meramente sexual). En cierto momento de la trama la tía le manifiesta que a ella “solo le gusta trabajar de una cosa”, menospreciándola. Pero hay una realidad que la película no tiene que decirla para que se comprenda, y que tampoco la digo yo, si no que la dice Marta Elisa de León (ex prostituta española) en su correspondiente biografía “Las ocultas”: una vez que una se ve inmersa en el ambiente laboral de la prostitución no existe otra manera en que ésta pueda seguir permitiéndose llevar la vida que lleva sin seguir trabajando en la misma. Más aún cuando no se tienen estudios, y cuando se tiene una criatura a cargo.

Es dentro de la figura de la sinécdoque, de la construcción de los espacios y de los hechos a través de las partes, que se manifiesta el verdadero conflicto de la película: el sitio para el amor que una madre trata de darle a su hijo dentro del contexto en el cual le toca vivir.

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