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7.2
168,280
9
26 de diciembre de 2009
26 de diciembre de 2009
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La magia del cine nos la ha jugado. Estamos acostumbrados a ver paisajes insólitos y creer que son otros mundos ajenos al nuestro, cuando en realidad están al alcance de la mano. Gracias a la imaginación de George Lucas creímos estar en Tatooine, cuando en realidad estábamos Tataouine, Túnez; y sin ir más lejos, los grandes maestros del western nos hicieron creer que estábamos en pleno Estados Unidos cuando estabamos en Almería.
El día 18 de Diciembre ha comenzado la revolución. Avatar, de James Cameron, sentará un antes y un después en la historia del cine. Pandora, la luna de un planeta inventado, ha cobrado vida de la nada. Literalmente. Pandora es un planeta selvático lleno de vida, con montañas que levitan y criaturas fantásticas. Pero para crear esta inmensa jungla, el cineasta no ha tenido que rodar en el Amazonas: se ha quedado en un estudio en Wellington (Nueva Zelanda).
El espectador acepta convencionalmente que las localizaciones que ve en pantalla son de donde la historia dice que son. Pero con Avatar desaparece esa convención: ya no estamos viendo Almería creyéndonos en Texas. Estamos viendo Pandora y creemos que es Pandora. La realidad de la que Cameron dota a este mundo es tan increíble que ni nos hemos parado a pensar que esos paisajes no existen en absoluto, dábamos por sentado que existían en la Tierra y que seguramente habría algún tipo de tratamiento digital. Pues bien, no se han grabado en ningún sitio reconocible. Lo más parecido a ese “sitio” es la pantalla verde de los estudios Weta. Esto es lo que hace grande a Avatar: no la historia, no tanto los personajes, si no la existencia de este ecosistema vivo y dinámico que imaginó James Cameron hace 14 años. Imprescindible.
El día 18 de Diciembre ha comenzado la revolución. Avatar, de James Cameron, sentará un antes y un después en la historia del cine. Pandora, la luna de un planeta inventado, ha cobrado vida de la nada. Literalmente. Pandora es un planeta selvático lleno de vida, con montañas que levitan y criaturas fantásticas. Pero para crear esta inmensa jungla, el cineasta no ha tenido que rodar en el Amazonas: se ha quedado en un estudio en Wellington (Nueva Zelanda).
El espectador acepta convencionalmente que las localizaciones que ve en pantalla son de donde la historia dice que son. Pero con Avatar desaparece esa convención: ya no estamos viendo Almería creyéndonos en Texas. Estamos viendo Pandora y creemos que es Pandora. La realidad de la que Cameron dota a este mundo es tan increíble que ni nos hemos parado a pensar que esos paisajes no existen en absoluto, dábamos por sentado que existían en la Tierra y que seguramente habría algún tipo de tratamiento digital. Pues bien, no se han grabado en ningún sitio reconocible. Lo más parecido a ese “sitio” es la pantalla verde de los estudios Weta. Esto es lo que hace grande a Avatar: no la historia, no tanto los personajes, si no la existencia de este ecosistema vivo y dinámico que imaginó James Cameron hace 14 años. Imprescindible.
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