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Críticas 32
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
23 de junio de 2008
93 de 96 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sostengo una teoría que, cada vez que vuelvo sobre ella, no deja de resultarme sino descabellada: todo el cine de Wong Kar-Wai nace de un momento ínfimo y cotidiano de la biografía de este cineasta. En mi imaginación este momento se postula como algo apenas significativo, ni tan siquiera una mera anécdota, un instante trivial y común cuyo carácter realmente fundador pasaría completamente desapercibido para cualquiera. Me lo represento como la contemplación distraída de los zapatos de tacón de una de sus amantes o del reflejo de ésta en un espejo mientras sorbe un vaso de whisky, ensimismada y dejándose llevar por la música; o tal vez acicalándose cuidadosamente el pelo en una buhardilla cochambrosa, cigarrillo entre los labios, anticipando una noche de juerga y mujeres.

Porque, en realidad, ¿cuánto dura un momento, un instante? Eso es lo que Yuddy le muestra a So Lai-Chun, la taquillera del estadio: el minuto que pasa desde las 15:00 a las 15:01 del 16 de abril de 1960 todavía dura para ella a pesar de que lo desmientan las hojas del calendario, la sucesiva conmemoración anual del Día del Presidente, o todos los nuevos rostros que conozca en su vida. Ante todos ellos descubre la insospechada fuerza que residía -reside, porque para ella es su verdadero presente- en ese minuto, atrapándola alrededor de su centro de gravedad, en lo que sin duda constituye la verdadera relatividad del tiempo.

Al igual que la de Morel en la novelita de Bioy Casares, la invención de Wong, todas y cada una de sus películas con sus bellísimas mujeres orientales de vestidos ceñidos y estampados, sus donjuanes displicentes y su Hong-Kong occidentalizado de ritmos latinos, sería también una tentativa en busca de la eternidad, ya que un instante que no se acaba, que se demora y que funda todas esas presencias bien puede trascender el fluir de los acontecimientos.
6 de septiembre de 2007
83 de 104 usuarios han encontrado esta crítica útil
Consideremos una partida de póker en cualquiera de sus modalidades. Todos los jugadores poseen las mismas cualidades técnicas (son capaces de reconocer cuándo llevan o no una buena mano) y una cantidad pareja de fichas. En estas circunstancias, en el caso de que alguna entidad pudiera ver las cartas de todos los jugadores, se daría cuenta de que no siempre ganaría la partida aquel que tuviera la mejor mano de la mesa sino que factores ajenos a los naipes determinan la resolución de las manos: el timorato escaldado se arruga ante una fuerte apuesta a pesar de llevar dobles parejas, el que perdió una mano que consideraba suya arriesgará más de la cuenta para exponer al que cree farolero, etc.
Consideremos ahora una partida de póker descubierto en la que los jugadores ven las cartas de los demás. Por supuesto, nadie va contra la apuesta más tímida del que tiene ful de Jotas y cincos. ¡Qué risa cuando Marianito mete todas sus fichas dentro con sólo pareja de sietes! Esta modalidad, aunque esclarecedora y meridiana, es totalmente inviable y sólo se practica entre notarios y otro tipo de ilusos. Diferente es cuando los jugadores se presentan a la partida ataviados con cualquier tipo de máscara, sin ningún tipo de rasgo que nos permita identificarlos: por supuesto que siempre habrá alguien que apostará fuerte con dos cuatros bien visibles sobre la mesa, pero en este caso no podremos identificar al autor de tal apuesta (aunque siempre sospechemos que es Marianito); aún y así, es esta una modalidad igual de inviable que la anterior y no reconocida oficialmente por ninguna federación internacional.
Ahora bien, la modalidad de juego que presenta el Sr. Kubrick en esta película introduce el factor decisivo que permite una total jugabilidad: si el problema es que todos los jugadores saben a qué atender porque ven las cartas sobre la mesa entonces éstos deberán simplemente cerrar los ojos con la fuerza que cada uno de ellos crea conveniente dependiendo de la fe que tengan en sus cartas y en su juego. Sólo de esta manera, y no con el póker encubierto de toda la vida (una simple entelequia), se consigue una normalidad regularizada absoluta, ¡¡y no me vengan con que no saben jugar a los naipes!!
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Leí en un artículo de un afamado articulista catalán que el Sr. Kubrick pidió consejo a uno de sus productores a la hora de grabar la escena de la orgía ya que, por lo visto, "nunca había participado en ninguna". Lamentaba el citado articulista que dicha escena había quedado un tanto irreal y lo achacaba a la confesada inexperiencia del Sr. Kubrick y a la deducida del productor consejero. Posiblemente fuera así, pero creo que al Sr. Kubrick se le planteó una posibilidad mucho más tentadora que la de representar dicha escena de una manera más cruda, se le presentó la oportunidad de echar mano de un recurso cinematográfico vetado con la seguridad de que no tendría que arrepentirse o sonrojarse más tarde: desde el momento en que William Harford se pone la máscara hasta que es expulsado del castillo el espectador no deja de percibirlo como el personaje concreto que es pero, a la vez, lo percibe como representación de algo más general: toda la escena de la orgía, central en la película, no es más que una simple alegoría, una figura que la mayoría de los buenos artistas se prohíbe pero que aquí el Sr. Kubrick plantea habilmente.
Y es cierto que la película trata sobre el poder: sobre el poder o no poder.
12 de febrero de 2008
87 de 116 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si bien no me considero un cinéfilo sí puedo decir que conozco a uno con todas las letras. En una de las habitaciones de la casa de mi amigo Diego se encuentra una más que nutrida cinemateca repleta de tesoros ignotos para un neófito como yo, un bastión que soporta con paciencia mis continuos saqueos. La última vez que fui a casa de Diego (es decir, la última vez que fui a abusar de su generosidad) me propuso que eligiera una película para verla juntos, ya que tenía la tarde libre. No sólo pretendía seguir instruyendo mi candidez cinematográfica, sino que, además, dijo sacando una botella del armario, iba a presentarme a su amigo “Bourbon”. Así que mientras inspeccionaba las estanterías y caía en la cuenta de que Diego debía haber vuelto a ordenar su colección, di a parar con la carátula de esta película, ‘Teen Wolf. De pelo en pecho’, entre otras de las que, sólo ahora me doy cuenta, debería haberme fijado mejor.

-Esto que tienes aquí, me dirás que es de algunos de tus ligues, que se la dejó en tu casa…-le dije en tono de guasa.

Diego entró en la habitación sosteniendo dos vasos y sonriendo, tratando de descubrir a qué me refería. Me acercó uno de los vasos y se topó con el pecho de lobo del protagonista. Sostuvo la película mientras daba un trago, y me replicó con un impostado tono académico de reprobación:

-¡Qué dices! ¡Es un clásico! Esta película inaugura el género “encestar dos tiros libres para ganar con el tiempo ya cumplido”. Además, hay una escena de una fiesta brutal a la que, si no fuera porque ya me siento mayor, sin duda me apuntaría.
-Pues entonces la vamos a ver -respondí siguiendo la broma.

La había visto hacía ya mucho tiempo y tenía un recuerdo bastante difuso de ella, simplemente me apetecía aprovechar la oportunidad de resarcirme de tanta instrucción solapada, de tanto parloteo sobre el cine de los 50 y sobre la épica en Kurosawa. Pero no tardé en darme cuenta de que no sería así.

(Sigue en spoiler sin desvelar nada de la película).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Apenas me había dado tiempo a hacer un par de chistes sobre el partido de baloncesto, cuando noté que Diego le prestaba más atención a la pantalla que a mis ocurrencias. Un par de tragos al bourbon en silencio, con la mirada puesta en la pantalla, y vigilando de reojo las reacciones de mi amigo, me hicieron comprender que Diego mantenía algún vínculo especial con aquella película. En algún momento esbozó algún chiste sobre la caracterización del hombre-lobo o sonrió ligeramente en respuesta a algún comentario que hice, pero yo ya tenía claro que debía respetar el ensimismamiento, trago tras trago, en el que se había sumido. Poco antes del final, mientras se jugaba el trascendental y decisivo partido, Diego pareció recuperarse de su trance.

Cuando salí de su casa, con un par de películas de Bergman y Woody Allen bajo el brazo, tenía ya claro que todo tenía que ver con la actriz morena que aparecía en la película interpretando el papel de amiga enamorada del protagonista. Reconozco mi predisposición a la especulación pero para mí era evidente que le recordaba a alguien, no creí a mi amigo tan cursi como para haberse enamorado de una actriz, idolatrándola con esos silencios tan intensos desde este otro lado de la pantalla, obviando la distancia no sólo del océano sino también del tiempo. Traté de imaginar el día en que descubrió por casualidad, tal vez en la televisión, el asombroso parecido de ‘Boof’ con, pongamos, aquel amor de su adolescencia, su espera abstraída durante los anuncios. Y cómo, semanas después, encontraba esta película en algún centro comercial, no dudando en llevársela a casa escondida entre alguna de Lynch o de cine coreano, disimulando ante la aburrida cajera.

En todo caso, todas estas consideraciones me llevaron a pensar sobre la extrañeza de la vida. Una película que fue concebida como un simple entretenimiento para adolescentes de los ochenta logra sumir en la melancolía sin proponérselo. El cine, ese baile de luces y sombras, es capaz de alcanzarnos de la manera más imprevista y hasta la película más floja tiene plausible justificación.

¡Atento, amigo cinéfilo! El tiempo y el creciente tamaño de la Filmoteca no te hacen estar a salvo.
3 de marzo de 2008
56 de 63 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fast Eddie apura el vaso en un trago rápido. Se inclina sobre la mesa empuñando el taco. Lo más difícil ya está hecho, ha echado el cebo y con ciega vehemencia han picado. Mucho trabajo para tan pocos dólares. Él, que juega para ser el mejor, está ya cansado de estas estafas de medio pelo. Se concentra un momento antes de golpear, superando fácilmente el aturdimiento del alcohol. Sonríe. Ni tan siquiera vemos el destino de las bolas.

Son casi las ocho y, como todas las noches, Minnesota Fats sube las escaleras que llevan a la sala de billar. Piensa en lo que encontrará en las páginas del periódico vespertino, anticipa el olor del cigarro. Juega de vez en cuando para dar sentido a todas las horas que pasa y ha pasado en ese local, aunque él ya no lo busque. Es el mejor. Por eso le espera una silla y una copa de aguardiente tras esa puerta. Menos esta noche. Tras su primer golpe, el sonido de las bolas al chocar entre sí -la música repetida y amortecida de su vida- hoy le hace bailar.

La silla empieza a torturarle. Son ya muchas las horas que lleva sentado en ella, pero sabe que hay que tener paciencia. Juega porque gana, eso es sólo la consecuencia. Lo suyo es establecer el sentido de esa relación y dejar bien claro que el reverso de la moneda, la fortuna esquiva, no tiene nada que ver con ella. Tantea el ánimo de los jugadores, oye madurar la fruta. No sonríe, pero sus anteojos negros ocultan la satisfacción del ave de rapiña.

La tragedia consiste en que de la confluencia de estos tres hombres el más perjudicado de todos no sea ninguno de ellos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Me sorprende que casi todas las críticas describan al protagonista como un perdedor cuando el resultado de la partida final es evidente. Es más, a medida que se acerca el final, el espectador no sólo sabe que Eddie volverá a esa sala de billar sino que, además, una vez confirmada su sospecha, ganará.

Sin duda lo que hace que le atribuyamos el aura de perdedor es la muerte de la chica en el hotel de Louisville. Victoria con sabor de derrota nos parece. Y sin embargo pensar de esta manera es hacerlo igual que el pájaro de ‘Bird’ Gordon. “Ganar y perder –nos dice- son dos caras diferentes de la misma moneda”. Lo que esta película nos enseña es a responderle que serán dos caras distintas, pero es siempre la misma e inevitable moneda, el mismo destino.

El jugador de ajedrez que sacrifica su caballo en el enroque enemigo lo hace esperando que la combinación anticipada se cumpla; las fichas lanzadas al centro de la mesa por el jugador de póker son el signo de la fe en su juego. No hay épica en la derrota, sólo una vuelta cabizbaja a casa. No hay épica en la victoria, sólo botellas de ‘champagne’ y felicitaciones de gente desconocida. La épica viene de fuera.

“If you can meet with Triumph and Disaster, and treat those two impostors just the same” (“If”, Rudyard Kipling).
7 de septiembre de 2008
47 de 54 usuarios han encontrado esta crítica útil
El epitafio del poeta antiguo Meleagro de Gádara, compuesto por él mismo, reza como sigue: “La única patria, extranjero, es el mundo en el que vivimos; un único caos produjo a todos los mortales”.
La inscripción de su lápida deroga la vigencia de todas las patrias y banderas y nos advierte del origen común de todos los hombres, un origen nada hospitalario que queda más allá del entendimiento humano.

Son las palabras que un muerto le dice a un vivo.

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Si toda muerte es una caída en el olvido, el punto de inicio de un proceso que niega nuestra existencia, la de Melquíades Estrada, lejos de la tierra que lo vio nacer, se presenta como más concluyente y definitiva.

El primer entierro es el encubrimiento de un homicidio en un paraje remoto. De un plumazo se le niega no sólo la existencia sino incluso la propia muerte.

El segundo entierro es el registro burocrático de un deceso. Su túmulo, trazado con escuadra y cartabón y únicamente reconocible por la inscripción ‘Melquíades-Mexican’, pasa a engrosar los volúmenes funerarios: un óbolo indiscernible en la bolsa de Caronte.

El tercer entierro es el cumplimiento de una promesa hecha por el viejo Pete Perkins. Sus afanes restituyen un orden que éste siente como necesario: honrar la memoria del amigo muerto.

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De la invocación que el poeta muerto, Meleagro, lanza sobre el vivo llama la atención la designación de este último como “extranjero”. Una vez que el poeta ha muerto, que ha regresado al caos originario y absurdo –el polvo-, parece sentirse legitimado para revelar el carácter errante e incierto de todo vivir humano.

Entre el segundo y tercer entierro son muchos los trabajos que deben llevar a cabo para dar sentido a la muerte de Melquíades, para cumplir su voluntad. En realidad a Melquíades, asediado por las hormigas, le da ya igual. Si pudiera hablar liberaría a Pete de su promesa: era la voluntad del Melquíades vivo, los muertos no quieren nada.

Todas las tribulaciones de Pete en su expedición funeraria –cuyo origen es la fidelidad a la palabra dada- se deben a su condición de extranjero.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
De lo más adecuado resulta que la promesa que Melquíades hace hacer a Pete se funde en una mentira, en los deseos del vaquero emigrado. Refuerza el carácter ilusorio de todo sentimiento humano de pertenencia.
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