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6.7
25,803
9
3 de mayo de 2021
3 de mayo de 2021
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Nomadland” es el arte de reinventar la poesía filmando actividades tan prosaicas como la recogida de la remolacha. Las historias de los desheredados de la crisis económica de 2008 encuentran en la escritura minimalista de Zhao el tono exacto de su propuesta vital, la elusión de lo superfluo, el elogio de la frugalidad, convirtiendo la necesidad de vivir en una economía de subsistencia en una elección compatible con la alegría. En las costuras más injustas del capitalismo también habita la redención del hombre solo, si te acostumbras a dormir sin echar de menos un colchón mullido, un cuerpo al costado y sabes dimitir de la dictadura de la sociedad de consumo.
En este caso, el hombre solo es una mujer, Fern, inolvidable Frances McDormand, cuyo rostro es un lienzo capaz de contarnos las heridas del pasado sin un gesto de más. Frente a las opciones de vida convencional que se le ofrecen en el camino, Fern escoge el estoicismo agreste de la libertad, el sentido telúrico de la existencia y el abrigo de la naturaleza para enfrentar la senda sin miedo, porque no puede haberlo cuando se ha perdido casi todo y tu principal problema es encontrar un sitio en el mundo donde aparcar.
Esta “road movie” con hechuras de “western” sin malos, no necesita enfatizar su mensaje contra la explotación laboral que ejercen las grandes corporaciones para hacerse entender. Los nómadas que la protagonizan son en la mayoría de los casos, personajes reales que representan al millón de personas que en Estados Unidos ya no persigue las uvas de la ira y vive en casas rodantes, transitando el reverso del sueño americano, ése en el que la Navidad se celebra cenando una hamburguesa en un camping de Amazon en el que no es probable la aparición de Santa Claus.
Como el soneto dieciocho de Shakespeare que recita Fern ante un joven perdido, “Nomadland” está destinada a perdurar y con ella, la historia de estas gentes sin casa pero no sin hogar, cuya vida está llena a despecho del frío y de las ruedas pinchadas, la intemperie cubierta por la amabilidad de los extraños, la soledad buscada esculpida en plano secuencia. Una filosofía especialmente valiosa para estos tiempos pandémicos en el que nadie está exento de salir malherido de las incertidumbres del destino. Nos vemos en el camino.
En este caso, el hombre solo es una mujer, Fern, inolvidable Frances McDormand, cuyo rostro es un lienzo capaz de contarnos las heridas del pasado sin un gesto de más. Frente a las opciones de vida convencional que se le ofrecen en el camino, Fern escoge el estoicismo agreste de la libertad, el sentido telúrico de la existencia y el abrigo de la naturaleza para enfrentar la senda sin miedo, porque no puede haberlo cuando se ha perdido casi todo y tu principal problema es encontrar un sitio en el mundo donde aparcar.
Esta “road movie” con hechuras de “western” sin malos, no necesita enfatizar su mensaje contra la explotación laboral que ejercen las grandes corporaciones para hacerse entender. Los nómadas que la protagonizan son en la mayoría de los casos, personajes reales que representan al millón de personas que en Estados Unidos ya no persigue las uvas de la ira y vive en casas rodantes, transitando el reverso del sueño americano, ése en el que la Navidad se celebra cenando una hamburguesa en un camping de Amazon en el que no es probable la aparición de Santa Claus.
Como el soneto dieciocho de Shakespeare que recita Fern ante un joven perdido, “Nomadland” está destinada a perdurar y con ella, la historia de estas gentes sin casa pero no sin hogar, cuya vida está llena a despecho del frío y de las ruedas pinchadas, la intemperie cubierta por la amabilidad de los extraños, la soledad buscada esculpida en plano secuencia. Una filosofía especialmente valiosa para estos tiempos pandémicos en el que nadie está exento de salir malherido de las incertidumbres del destino. Nos vemos en el camino.
16 de enero de 2017
16 de enero de 2017
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Debo decir que veinticuatro horas después de vista la película, todavía me sigue acompañando el tarareo incesante de la contagiosa melodía del número de apertura aunque el deslumbramiento que prometía es algo menor del esperado, cosa que suele ocurrir debido a ese exceso de información previa con el que nuestra cinefilia nos impide acudir al cine con la necesaria virginidad. En ese número se agota la excelencia musical de la película y el resto de los temas de la banda sonora de Justin Hurwitz no pasan de ser correctamente agradables, y discurren en una suave cuesta abajo que quebranta aquella máxima de Cecil B. de Mille según la cual las películas debían empezar con un terremoto y a partir de ahí, seguir "in crescendo".
Y es que tras el excitante inicio, la cinta se remansa en una historia convencional de amor entre una camarera aspirante a actriz y un músico con ínfulas de genio que viven sus vidas en Los Ángeles esperando que alguien descubra en ellos su condición de estrella. Todo ello fluye con buena escritura fílmica y el encanto que transmiten las convincentes interpretaciones de Ryan Gosling y Enma Stone, que no llegándole ni a la suela de los zapatos al talento escénico de Fred Astaire o Cyd Charisse, cumplen cantando y bailando con mayor decoro que el de cualquier actor español medio, metido con calzador en experiencias musicales nivel "El otro lado de la cama".
“La la land” pretende ser un homenaje al cine musical de siempre realizado en tono menor. Se echa en falta el vigor narrativo de “Whiplash”, la excelente película anterior de Damien Chazelle que se autocita a través de la episódica aparición en ésta de J.K.Simmons, en evidente guiño a su personaje previo de mentor exigente, transmutado ahora en jefe insensible que aplasta el talento del protagonista. Los amantes del musical clásico hubiésemos deseado que el plano secuencia del enamoramiento de los amantes, con esa farola estratégicamente situada en medio de la noche estrellada, se hubiera resuelto en un abrazo de Gosling a su resplandor proclamando exultante su amor con o sin paraguas, pero el director apuesta por sujetar a sus actores dentro de apenas unos tímidos pasos de claqué y comedidas melodías de Hollywood susurradas a media voz.
Pese a todo, en medio de la nostalgia inevitablemente tocada por la manida melancolía que produce asistir una vez más al eterno sacrificio del éxito personal en la búsqueda del triunfo profesional, la película se eleva en el tramo final en donde, ahora sí Chazelle saca oro puro de una cámara que danza sin palabras en torno a la historia de lo que pudo haber sido y no fue, y por fin convierte el dulce encantamiento que acompaña al espectador durante todo el metraje, en la emoción verdadera que provoca saber expresar la tristeza del desamor tan sólo filmando dos miradas.
Y es que tras el excitante inicio, la cinta se remansa en una historia convencional de amor entre una camarera aspirante a actriz y un músico con ínfulas de genio que viven sus vidas en Los Ángeles esperando que alguien descubra en ellos su condición de estrella. Todo ello fluye con buena escritura fílmica y el encanto que transmiten las convincentes interpretaciones de Ryan Gosling y Enma Stone, que no llegándole ni a la suela de los zapatos al talento escénico de Fred Astaire o Cyd Charisse, cumplen cantando y bailando con mayor decoro que el de cualquier actor español medio, metido con calzador en experiencias musicales nivel "El otro lado de la cama".
“La la land” pretende ser un homenaje al cine musical de siempre realizado en tono menor. Se echa en falta el vigor narrativo de “Whiplash”, la excelente película anterior de Damien Chazelle que se autocita a través de la episódica aparición en ésta de J.K.Simmons, en evidente guiño a su personaje previo de mentor exigente, transmutado ahora en jefe insensible que aplasta el talento del protagonista. Los amantes del musical clásico hubiésemos deseado que el plano secuencia del enamoramiento de los amantes, con esa farola estratégicamente situada en medio de la noche estrellada, se hubiera resuelto en un abrazo de Gosling a su resplandor proclamando exultante su amor con o sin paraguas, pero el director apuesta por sujetar a sus actores dentro de apenas unos tímidos pasos de claqué y comedidas melodías de Hollywood susurradas a media voz.
Pese a todo, en medio de la nostalgia inevitablemente tocada por la manida melancolía que produce asistir una vez más al eterno sacrificio del éxito personal en la búsqueda del triunfo profesional, la película se eleva en el tramo final en donde, ahora sí Chazelle saca oro puro de una cámara que danza sin palabras en torno a la historia de lo que pudo haber sido y no fue, y por fin convierte el dulce encantamiento que acompaña al espectador durante todo el metraje, en la emoción verdadera que provoca saber expresar la tristeza del desamor tan sólo filmando dos miradas.
8
14 de marzo de 2018
14 de marzo de 2018
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Brunnen es la historia de un fracaso. El relato de una ambición frustrada por la eterna lucha entre la realidad y el deseo. Brunnen significa pozo en sueco y un pozo de la finca de Antonio Ordóñez es el improbable catafalco donde fueron a parar las cenizas de Orson Welles. Hasta allí peregrina un grupo de cineastas fascinados por la idea de descifrar en Ronda el misterio de Xanadu, pero ni en aquel lugar que hizo escuela en el toreo, ni en el chalet de Aravaca que albergó por unos años la pasión por España del bueno de Orson, hallaron la bola de cristal que en vez de una casita entre la nieve quizá pudo contener un día, una taberna en Triana.
Brunnen habla del perfeccionismo del genio incomprendido, de la dificultad para conciliar las necesidades del talento con las exigencias de la industria del cine. Si a los veinticinco años has hecho de tu opera prima una obra maestra y esa será la última vez que lograrás la absoluta libertad creativa, la nostalgia por recuperar ese momento único te acompañará el resto de tu vida, preñando de insatisfacción cada uno de los proyectos que tu mente diseñe. Nos cuenta Jess Franco que Welles abominaba de maravillas como “Sed de mal”, porque le negaron el derecho al último montaje. Sabemos de la grandeza de “El cuarto mandamiento”, a pesar de los cuarenta minutos que los carniceros de la RKO enviaron al limbo a espaldas de su creador. Lo que hubiera sido de esas películas terminadas tal y como las concibió Orson Welles, se esconde entre las sombras de los viejos estudios de Hollywood, que aquel niño prodigio quiso hallar veinte años después de la mano de Falstaff entre los muros de Calatañazor.
Brunnen es además un documental sobre la obsesión taurófila de Welles que analizaba la corrida como una tragedia en tres actos, tan indefendible como irresistible. Sorprende la capacidad del cineasta para anticipar debates de absoluta actualidad, cuando en su famosa entrevista con Michael Parkinson, realizada en 1974, se muestra alejado de la mítica fiesta que conoció durante sus largas temporadas en España. En ella reniega del toreo cuando se convierte en un asunto folclórico, en una industria decadente al servicio de un fin falso y rememora los años en los que la tauromaquia era todavía un encuentro ritual casi místico entre un hombre valiente y un toro bravo capaz de generar grandes enseñanzas para la vida. Tal vez en las andanzas de sus amigos los toreros, el genio incomprendido veía reflejado el ancestral combate contra el rebaño que Don Quijote Welles siguió librando hasta el final.
Brunnen habla del perfeccionismo del genio incomprendido, de la dificultad para conciliar las necesidades del talento con las exigencias de la industria del cine. Si a los veinticinco años has hecho de tu opera prima una obra maestra y esa será la última vez que lograrás la absoluta libertad creativa, la nostalgia por recuperar ese momento único te acompañará el resto de tu vida, preñando de insatisfacción cada uno de los proyectos que tu mente diseñe. Nos cuenta Jess Franco que Welles abominaba de maravillas como “Sed de mal”, porque le negaron el derecho al último montaje. Sabemos de la grandeza de “El cuarto mandamiento”, a pesar de los cuarenta minutos que los carniceros de la RKO enviaron al limbo a espaldas de su creador. Lo que hubiera sido de esas películas terminadas tal y como las concibió Orson Welles, se esconde entre las sombras de los viejos estudios de Hollywood, que aquel niño prodigio quiso hallar veinte años después de la mano de Falstaff entre los muros de Calatañazor.
Brunnen es además un documental sobre la obsesión taurófila de Welles que analizaba la corrida como una tragedia en tres actos, tan indefendible como irresistible. Sorprende la capacidad del cineasta para anticipar debates de absoluta actualidad, cuando en su famosa entrevista con Michael Parkinson, realizada en 1974, se muestra alejado de la mítica fiesta que conoció durante sus largas temporadas en España. En ella reniega del toreo cuando se convierte en un asunto folclórico, en una industria decadente al servicio de un fin falso y rememora los años en los que la tauromaquia era todavía un encuentro ritual casi místico entre un hombre valiente y un toro bravo capaz de generar grandes enseñanzas para la vida. Tal vez en las andanzas de sus amigos los toreros, el genio incomprendido veía reflejado el ancestral combate contra el rebaño que Don Quijote Welles siguió librando hasta el final.

7.0
28,013
10
27 de febrero de 2019
27 de febrero de 2019
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La maquinaria de Hollywood ya no estrena películas como las de antes y anda haciendo caja entre secuelas de éxito asegurado y cine de superhéroes de cartón piedra, producciones de poco riesgo y mucho efecto digital. La antigua emoción se sirve sólo de vez en cuando, si alguno de los pocos artistas que se atreven todavía a encarar el reto de contar una historia sin artificio, la ruedan en estado de gracia y como Alfonso Cuarón en Roma, son capaces de imaginar el mar sobre un patio de baldosas.
Roma es la película del año y de muchos años. Nos presenta el relato sentido de una ruptura familiar, la eterna crónica de las consecuencias del desamor y el empeño del ser humano por sobreponerse a todo y sanar las heridas con la costumbre del cariño. La cámara de Cuarón acaricia el recuerdo de su infancia en la barriada Roma de la ciudad de México. Lo hace desde los ojos de Cleo, la mucama de una familia acomodada en los años setenta, convirtiendo la sencillez de la vida diaria en un maravilloso espectáculo fotografiado en esplendoroso blanco y negro, el ambiente de la época perfectamente recreado a través de una danza hipnótica de planos secuencia que convierte en magia una cotidianeidad de cuartos desordenados y coladas en las azoteas.
Roma alcanza esa categoría de películas que es necesario contemplar desde el reclinatorio y abandonarse a su admirable puesta en escena a través de la cual pasa la vida como ese avión que sobrevuela nuestros sueños, nuestras miserias y nuestras proezas. Roma es un cuento sobre la pérdida. La felicidad de la familia reunida en torno al padre se sustenta en una armonía tan delicada como la exactitud de las maniobras de su vehículo para que éste encaje entre las estrecheces del portal, cuando el héroe llega a casa y todo parece estar en su sitio. La derrota del amor no conoce clases sociales, la criada y la señora viven al tiempo su abandono, hermanadas por el desamparo y el desconsuelo de la soledad. La fortaleza de las mujeres ya era la norma antes de que se inventara el “empoderamiento” y la maternidad frustrada también puede ejercerse en hogar ajeno, cuando los hijos de otro que cuidas a diario se convierten en el bálsamo callado del dolor.
Hasta llegar a ese puerto, Cleo apaga los incendios de sus señores, sobrevive a los seísmos y atraviesa las revoluciones con la extraña sabiduría indígena de su origen, que le hace mantener el equilibrio incluso cuando nadie a su alrededor es capaz de hacerlo con los ojos cerrados y sobre un solo pie. Cleo es la clave de bóveda de un universo sorprendentemente cercano al de nuestra propia infancia en la España de los setenta, la mítica patria de los días sin prisa, cuando el futuro era un rumbo aún sin concretarse y las horas no herían si alguien todavía te arropaba en la cama y a la mañana siguiente te despertaba el dulce silbido del afilador.
Alfonso Cuarón firma esta maravilla cinco años después de ser oscarizado por su aventura espacial en Gravity, una cinta emparentada directamente con esta historia tan diferente en la forma y tan similar en la esencia. No incurro en “spoiler” si digo que Sandra Bullock y Yalitza Aparicio interpretan en realidad a la misma persona, la hembra telúrica enfrentada al destino de sostener el mundo. Ambas se aferran a la vida que un momento antes se esfumaba en el agua y al fin sale a flote para adueñarse de la cámara en un increíble travelling que se adentra en el mar. Debajo de los adoquines sigue existiendo la playa.
Roma es la película del año y de muchos años. Nos presenta el relato sentido de una ruptura familiar, la eterna crónica de las consecuencias del desamor y el empeño del ser humano por sobreponerse a todo y sanar las heridas con la costumbre del cariño. La cámara de Cuarón acaricia el recuerdo de su infancia en la barriada Roma de la ciudad de México. Lo hace desde los ojos de Cleo, la mucama de una familia acomodada en los años setenta, convirtiendo la sencillez de la vida diaria en un maravilloso espectáculo fotografiado en esplendoroso blanco y negro, el ambiente de la época perfectamente recreado a través de una danza hipnótica de planos secuencia que convierte en magia una cotidianeidad de cuartos desordenados y coladas en las azoteas.
Roma alcanza esa categoría de películas que es necesario contemplar desde el reclinatorio y abandonarse a su admirable puesta en escena a través de la cual pasa la vida como ese avión que sobrevuela nuestros sueños, nuestras miserias y nuestras proezas. Roma es un cuento sobre la pérdida. La felicidad de la familia reunida en torno al padre se sustenta en una armonía tan delicada como la exactitud de las maniobras de su vehículo para que éste encaje entre las estrecheces del portal, cuando el héroe llega a casa y todo parece estar en su sitio. La derrota del amor no conoce clases sociales, la criada y la señora viven al tiempo su abandono, hermanadas por el desamparo y el desconsuelo de la soledad. La fortaleza de las mujeres ya era la norma antes de que se inventara el “empoderamiento” y la maternidad frustrada también puede ejercerse en hogar ajeno, cuando los hijos de otro que cuidas a diario se convierten en el bálsamo callado del dolor.
Hasta llegar a ese puerto, Cleo apaga los incendios de sus señores, sobrevive a los seísmos y atraviesa las revoluciones con la extraña sabiduría indígena de su origen, que le hace mantener el equilibrio incluso cuando nadie a su alrededor es capaz de hacerlo con los ojos cerrados y sobre un solo pie. Cleo es la clave de bóveda de un universo sorprendentemente cercano al de nuestra propia infancia en la España de los setenta, la mítica patria de los días sin prisa, cuando el futuro era un rumbo aún sin concretarse y las horas no herían si alguien todavía te arropaba en la cama y a la mañana siguiente te despertaba el dulce silbido del afilador.
Alfonso Cuarón firma esta maravilla cinco años después de ser oscarizado por su aventura espacial en Gravity, una cinta emparentada directamente con esta historia tan diferente en la forma y tan similar en la esencia. No incurro en “spoiler” si digo que Sandra Bullock y Yalitza Aparicio interpretan en realidad a la misma persona, la hembra telúrica enfrentada al destino de sostener el mundo. Ambas se aferran a la vida que un momento antes se esfumaba en el agua y al fin sale a flote para adueñarse de la cámara en un increíble travelling que se adentra en el mar. Debajo de los adoquines sigue existiendo la playa.
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