Me siento en la butaca del cine esperando poco de su nueva película. Aunque en los últimos años solo ha podido hacer películas menores, siempre es agradable volver a reunirse con un viejo amigo, aquel que, de alguna forma, ayudó a configurar quién eres (si es posible hoy en día todavía definirse). A esos amigos solo les pides muchas veces que vuelvan a contar las mismas anécdotas, con los mismos detalles e incluso las mismas pausas. Y puede que ya solo te una a él ese cariño que se forjó hace tanto tiempo y que ya no os entendáis en el presente, pero siempre acudirás a su encuentro si así te lo pide.

Esta vez, en cambio, es aún peor que las últimas veces. Ya no hay nada que pueda ser salvado. Solo me queda decir gracias por todo lo que me ofreciste, pero, por el bien de tu filmografía, es momento de que te retires.

P.D. Si vuelves a hacer una nueva película no dudaré en acudir a verla. Así que, hazme el favor y ahórrame ese suplicio.

Una niña de 11 años graba, sin ser consciente, las últimas vacaciones que vivirá con su padre.

Ahora han transcurrido 20 años. Esa niña, ya adulta, revisa las cintas de vídeo de aquel último verano. También ahora, ella es madre. Y duda.

¿Cómo contar con el recuerdo cuando no sabemos de su veracidad? La memoria construye historias que ayudan a sostener nuestra identidad pero las imágenes y los relatos no sustituyen la necesidad de certezas. Entre silencios y vacíos, van surgiendo todas aquellas preguntas por formular que ya no podrán ser respondidas.

Y te preguntas, ¿qué nos queda después del sol? Nos queda la resignación. La tristeza ante el acontecer de los sucesos. La ausencia, ocupando más que cualquier presencia. Pero también nos queda la necesidad de aprender a comprender, aunque no siempre comprendamos. La alegría del recuerdo conservado. La certeza del amor, a pesar de no haber sido suficiente. Nos queda la vida en toda su compleja sencillez.

Y tras su puesta, bailaremos. Bailaremos sin necesidad de dar ya, nunca más, ninguna explicación.