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Críticas ordenadas por utilidad
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6.8
11,117
5
7 de enero de 2008
7 de enero de 2008
55 de 78 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Tendría claro Adrian Lyne lo que pretendía hacer? ¿O se dejó llevar por una idea sugerente que no pudo ni supo dominar ni encauzar?
La película, en su primer tramo, parece dedicada a reflejar los problemas de una persona que sufre un profunda neurosis de guerra. Continúa luego sugiriendo que lo que realmente se presenta es un thriller en el que se va diseñando una extraña conspiración. Más adelante sugiere que el problema radica en una responsabilidad personal en un accidente de un niño.
Cuando llega el final las piezas simplemente no encajan. No es que tengan que encajar para que entre ellas construyan un algo. Es que no encajan, simplemente. Parecen haber sido imágenes y hechos gratuitos ofrecidos al espectador para excitar su imaginación.
La clave, probablemente, de esta confusión que conduce al cansancio y al aburrimiento en determinados momentos, radica en que se mezcla un drama personal con una acusación al gobierno de los Estados Unidos de pruebas de drogas en Viet Nam. Cuando Lyne pretende mezclar las dos cosas, la película se viene abajo porque el protagonista comienza a recordar lo que nunca supo. Así de simple. No es ni chicha, ni limoná.
La idea de la escalera de Jacob proviene de la Biblia y alude a la extraña comunicación de Dios con el individuo; aquí se mezcla con imágenes de Doré a la Divina comedia y termina resultando una expresión de un extraño químico que nunca ha conocido el protagonista.
La música de Maurice Jarré, decididamente buena para lo que acompaña. Sin embargo, musicalmente, el momento clave de la película es probablemente aquel en que empieza a sonar “Sonny boy”, la canción que popularizó Al Jolson y que recordaba a un hijo muerto.
La película, en su primer tramo, parece dedicada a reflejar los problemas de una persona que sufre un profunda neurosis de guerra. Continúa luego sugiriendo que lo que realmente se presenta es un thriller en el que se va diseñando una extraña conspiración. Más adelante sugiere que el problema radica en una responsabilidad personal en un accidente de un niño.
Cuando llega el final las piezas simplemente no encajan. No es que tengan que encajar para que entre ellas construyan un algo. Es que no encajan, simplemente. Parecen haber sido imágenes y hechos gratuitos ofrecidos al espectador para excitar su imaginación.
La clave, probablemente, de esta confusión que conduce al cansancio y al aburrimiento en determinados momentos, radica en que se mezcla un drama personal con una acusación al gobierno de los Estados Unidos de pruebas de drogas en Viet Nam. Cuando Lyne pretende mezclar las dos cosas, la película se viene abajo porque el protagonista comienza a recordar lo que nunca supo. Así de simple. No es ni chicha, ni limoná.
La idea de la escalera de Jacob proviene de la Biblia y alude a la extraña comunicación de Dios con el individuo; aquí se mezcla con imágenes de Doré a la Divina comedia y termina resultando una expresión de un extraño químico que nunca ha conocido el protagonista.
La música de Maurice Jarré, decididamente buena para lo que acompaña. Sin embargo, musicalmente, el momento clave de la película es probablemente aquel en que empieza a sonar “Sonny boy”, la canción que popularizó Al Jolson y que recordaba a un hijo muerto.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Lo que sucede en la mente de un moribundo es un mundo mucho más amplio, más profundo, más personal y probablemente más terrible que el que presenta la película. Se mueve en un plano de inconsciencia o semiinconsciencia similar al del sueño. Y no pueden hacer películas sobre sueños: lo que en una película se muestra como sueño es algo muy distinto de lo que todos tenemos mientras tenemos la inconsciencia del que duerme. Son procesos extraños de resolución de conflictos cuyo significado se nos escapa a nosotros mismos.
Y eso es lo que pasa a la película: como lo onírico, el pensamiento del moribundo no puede ser presentado con una textura real ni puede tener significado objetivo.
“Bueno. Ya estará en paz. Ha luchado con todas sus fuerzas” es la forma en que termina el doblaje español (“He’s gone. He looks kind of peaceful, the guy. He put out a hell of a fight, though”). Y a continuación sale un letrero denunciado pruebas con drogas en las tropas de Viet Nam. Y con ello el climax del drama personal se deshace como un azucarillo en la denuncia.
Lo dicho: ni chicha, ni limoná.
Y eso es lo que pasa a la película: como lo onírico, el pensamiento del moribundo no puede ser presentado con una textura real ni puede tener significado objetivo.
“Bueno. Ya estará en paz. Ha luchado con todas sus fuerzas” es la forma en que termina el doblaje español (“He’s gone. He looks kind of peaceful, the guy. He put out a hell of a fight, though”). Y a continuación sale un letrero denunciado pruebas con drogas en las tropas de Viet Nam. Y con ello el climax del drama personal se deshace como un azucarillo en la denuncia.
Lo dicho: ni chicha, ni limoná.

7.3
52,741
3
6 de diciembre de 2007
6 de diciembre de 2007
73 de 118 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Hablamos de abusos de algunas empresas farmacéuticas? ¿O hablamos de la explotación que hacen las productoras y directores de su denuncia? Se está ante una película para “buenísmos”. Qué buenos somos unos y qué malos son los otros.
Se dice que es una buena historia de amor. Bien: entre la protagonista y el protagonista prácticamente sólo aparecen colchonazos. Ni una sola relación más allá de la cama. El no sabe nada de lo que hace o investiga ella, ni se interesa por ello: ella va a lo suyo y le deja a él jardinear; no le comunica nada, no confía en él. ¿Quién es Arnold Bluhm? La escena entrecortada en que ella le impone a él el casamiento es todo menos amor.
Más allá de esa ausencia de una relación amorosa real, la película pretende ser un thriller, pero lo intenta de una manera tosca. No hay espacio para la intriga, ni para el susto, ni para la espera, ni para el guiño, ni para el engaño.
Los malos –prácticamente todos- personajes irreales, y como de cartón-piedra como los protagonistas. Hay que recordar que en las malas películas, los malos son tontos. Y aquí lo son a conciencia. Dejan rastros, hablan, confiesan, denuncian. O son sea: son tontísimos.
La película aburre. Nada es sólido. Los movimientos de cámara no aportan nada sino un afán de parecer progre. "modelno". La inclusión de escenas introspectivas, como en el reencuentro de Chelsea, innecesaria e incoherente con el entorno de la película. Los flasbacks, hartantes, reiterativos e innecesarios.
Ralph Finnes, la misma cara siempre, representando a un diplomático estólido. La verdad: cuando el jardinero reconoce el cadáver pone la misma cara que ponen en otras películas los culpables. Solo faltaba que le nominaran para el Oscar.
Raquel Weisz, algo así como un Oscar ganado en una barraca de feria. O un premio al embarazo. Una interpretación digna pero magnificada.
O Meirelles demuestra que es un director de verdad que no se refugia en mensajes demagógicos o un tercer refrito le hundirá. O sabe dejar la cámara más quieta o desaparecerá. O limita el flashback a sus justos términos o cansará. Su paso del tren por la zona urbana ¿Habrá visto la escena similar de Shanghai Express? Del 32 e increíblemente mejor.
Lo más destacable: Kenya desde el aire. Pero no hay que alarmarse: eso lo pone Kenya. Pobre Kenya: habrá ganado bien poco, y sí perdido con esta película. Ya se sabe: malos, los keniatas, los políticos, los farmacéuticos, el Reino Unido, el capitalismo, Europa, las Naciones Unidas... Buenos: ustedes los espectadores. Aplaudan, por favor. Es el sistema y la regla.
Se dice que es una buena historia de amor. Bien: entre la protagonista y el protagonista prácticamente sólo aparecen colchonazos. Ni una sola relación más allá de la cama. El no sabe nada de lo que hace o investiga ella, ni se interesa por ello: ella va a lo suyo y le deja a él jardinear; no le comunica nada, no confía en él. ¿Quién es Arnold Bluhm? La escena entrecortada en que ella le impone a él el casamiento es todo menos amor.
Más allá de esa ausencia de una relación amorosa real, la película pretende ser un thriller, pero lo intenta de una manera tosca. No hay espacio para la intriga, ni para el susto, ni para la espera, ni para el guiño, ni para el engaño.
Los malos –prácticamente todos- personajes irreales, y como de cartón-piedra como los protagonistas. Hay que recordar que en las malas películas, los malos son tontos. Y aquí lo son a conciencia. Dejan rastros, hablan, confiesan, denuncian. O son sea: son tontísimos.
La película aburre. Nada es sólido. Los movimientos de cámara no aportan nada sino un afán de parecer progre. "modelno". La inclusión de escenas introspectivas, como en el reencuentro de Chelsea, innecesaria e incoherente con el entorno de la película. Los flasbacks, hartantes, reiterativos e innecesarios.
Ralph Finnes, la misma cara siempre, representando a un diplomático estólido. La verdad: cuando el jardinero reconoce el cadáver pone la misma cara que ponen en otras películas los culpables. Solo faltaba que le nominaran para el Oscar.
Raquel Weisz, algo así como un Oscar ganado en una barraca de feria. O un premio al embarazo. Una interpretación digna pero magnificada.
O Meirelles demuestra que es un director de verdad que no se refugia en mensajes demagógicos o un tercer refrito le hundirá. O sabe dejar la cámara más quieta o desaparecerá. O limita el flashback a sus justos términos o cansará. Su paso del tren por la zona urbana ¿Habrá visto la escena similar de Shanghai Express? Del 32 e increíblemente mejor.
Lo más destacable: Kenya desde el aire. Pero no hay que alarmarse: eso lo pone Kenya. Pobre Kenya: habrá ganado bien poco, y sí perdido con esta película. Ya se sabe: malos, los keniatas, los políticos, los farmacéuticos, el Reino Unido, el capitalismo, Europa, las Naciones Unidas... Buenos: ustedes los espectadores. Aplaudan, por favor. Es el sistema y la regla.
8
16 de julio de 2013
16 de julio de 2013
19 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
“El silencio del mar” es una película extraña e impactante. Producto del encuentro de dos fuerzas: Melville y Vercors. Este aporta una obra que reúne dos voces: la del oficial alemán y la del francés en cuya casa se hospeda, pero que traducida al cine supone con más claridad la superposición de una voz viva y una voz en off, lo que produce el efecto de que silencio sea más sonoro, más palpable, mas visible, es decir que el silencio se perciba de manera total. El silencio se cierne en la película también sobre el dueño de la casa y su sobrina; indudablemente hablarán entre ellos, pero eso queda fuera de la narración.
En suma, el silencio es protagonista de la película. Aunque acompañado de sonidos y de una breve irrupción de Bach. En su gran parte atribuido al oficial alemán, cuyas pisadas reveladoras de una cojera cobran una especial presencia. Los franceses son puso silencio salvo un tímido “Adieux” final.
La obra de Vercors se escribió en plena ocupación, en tanto que la obra de Melville data ya de 1947. Recoge el sentimiento de la Francia no colaboracionista que se ha visto literalmente arrollada por el ejecito alemán y que opta por continuar luchando por la vía del silencio. Lo que sucede es que en “El silencio del mar” se oponen a estos peculiares resistentes que no dudan en recurrir a la crueldad del silencio un oficial alemán idealista que ama por igual a Alemania y Francia y cree en la amistad final de ambos pueblos. Que durante seis meses, tras una inclinación de cabeza, les desea buenas noches sin recibir ni una mirada. Vercors y Melville, en cualquier caso, para evitar confusiones presentan a un grupo vociferante de oficiales alemanes que responde con exactitud al paradigma del soldado nazi.
Lo que sucede es que, reducido el drama a lo individual, el oficial alemán Werner von Ebrennak termina resultando mucho más humano y defendible que la pareja francesa cuyos nombres ni siquiera se dan a conocer. Eso sí, el primero termina abocado al fracaso personal al incorporarse nuevamente al frente. Pero resulta evidente que también la pareja francesa acaba con una sensación de fracaso personal, más allá de su actitud más o menos patriótica, que no va a ocultar las orgullosas palabras que, al principio de la película, pronuncia, en off, el viejo francés.
La película está muy bien contada. Los actores apenas tienen que reducirse a una austeridad interpretativa, aunque destaca la de Howard Vernon dentro de esa línea de sobriedad. La música acompaña perfectamente los momentos que no ocupan el silencio o los monólogos del alemán. La fotografía y la luz son estables; en todo caso parece sobrar la serie de escenas que reflejan sin mucha necesidad la monumentalidad de París.
En suma una película para no perderse.
En suma, el silencio es protagonista de la película. Aunque acompañado de sonidos y de una breve irrupción de Bach. En su gran parte atribuido al oficial alemán, cuyas pisadas reveladoras de una cojera cobran una especial presencia. Los franceses son puso silencio salvo un tímido “Adieux” final.
La obra de Vercors se escribió en plena ocupación, en tanto que la obra de Melville data ya de 1947. Recoge el sentimiento de la Francia no colaboracionista que se ha visto literalmente arrollada por el ejecito alemán y que opta por continuar luchando por la vía del silencio. Lo que sucede es que en “El silencio del mar” se oponen a estos peculiares resistentes que no dudan en recurrir a la crueldad del silencio un oficial alemán idealista que ama por igual a Alemania y Francia y cree en la amistad final de ambos pueblos. Que durante seis meses, tras una inclinación de cabeza, les desea buenas noches sin recibir ni una mirada. Vercors y Melville, en cualquier caso, para evitar confusiones presentan a un grupo vociferante de oficiales alemanes que responde con exactitud al paradigma del soldado nazi.
Lo que sucede es que, reducido el drama a lo individual, el oficial alemán Werner von Ebrennak termina resultando mucho más humano y defendible que la pareja francesa cuyos nombres ni siquiera se dan a conocer. Eso sí, el primero termina abocado al fracaso personal al incorporarse nuevamente al frente. Pero resulta evidente que también la pareja francesa acaba con una sensación de fracaso personal, más allá de su actitud más o menos patriótica, que no va a ocultar las orgullosas palabras que, al principio de la película, pronuncia, en off, el viejo francés.
La película está muy bien contada. Los actores apenas tienen que reducirse a una austeridad interpretativa, aunque destaca la de Howard Vernon dentro de esa línea de sobriedad. La música acompaña perfectamente los momentos que no ocupan el silencio o los monólogos del alemán. La fotografía y la luz son estables; en todo caso parece sobrar la serie de escenas que reflejan sin mucha necesidad la monumentalidad de París.
En suma una película para no perderse.

6.2
1,920
6
23 de mayo de 2010
23 de mayo de 2010
19 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Estación Polar Cebra es una película fiel a su tiempo, lo que no se sabe si hay que considerarlo grandeza o servidumbre. Así que nos ofrece la guerra fría como base de una obra que no pasa de entretener y que, al final, defrauda a la mayor parte del público. No deja de ser curioso que los finales malos perjudican menos a la película que los desarrollos malos: en definitiva, se prefiere el desencanto de breves minutos al aburrimiento de muchos minutos.
John Sturges tiene una larga lista de películas dirigidas donde la acción domina. Grandes westerns están firmado por él. Y de buenas películas netamente de acción. La habilidad como director se aprecia también en esta película.
Llegó a alcanzar dos nominaciones a los Oscar: en fotografía fue desplazada por el Romeo y Julieta de Zefirelli; en efectos especiales fue barrida por 1001, odisea del espacio. Enemigo mayor no se podía encontrar.
Más que hablar de una película habría que hablar de dos: una que se desarrolla en un submarino nuclear y otra que se desarrolla en el Ártico, perdón en un decorado que pretende recrear el Ártico con escasísima fortuna. La primera es, como buena película de submarino, claustrofóbica. La segunda, pretende ser lo contrario: agorafóbica. Pero al sustituir el desolado Ártico por un escenario reducido pintado de blanco, termina siendo también algo claustrofóbica, aunque sea de escenario.
Pero cumple su función de entretener. Estamos en 1968 donde la televisión apenas balbucea y donde las películas de Hollywood nos hacían ir los domingos a los cines de estreno. Y donde, al mismo tiempo, los cineclubs tenían vida real. Había sitio y tiempo para todo. Eran otros tiempos y, al juzgar aquellas películas, esas circunstancias no pueden olvidarse.
John Sturges tiene una larga lista de películas dirigidas donde la acción domina. Grandes westerns están firmado por él. Y de buenas películas netamente de acción. La habilidad como director se aprecia también en esta película.
Llegó a alcanzar dos nominaciones a los Oscar: en fotografía fue desplazada por el Romeo y Julieta de Zefirelli; en efectos especiales fue barrida por 1001, odisea del espacio. Enemigo mayor no se podía encontrar.
Más que hablar de una película habría que hablar de dos: una que se desarrolla en un submarino nuclear y otra que se desarrolla en el Ártico, perdón en un decorado que pretende recrear el Ártico con escasísima fortuna. La primera es, como buena película de submarino, claustrofóbica. La segunda, pretende ser lo contrario: agorafóbica. Pero al sustituir el desolado Ártico por un escenario reducido pintado de blanco, termina siendo también algo claustrofóbica, aunque sea de escenario.
Pero cumple su función de entretener. Estamos en 1968 donde la televisión apenas balbucea y donde las películas de Hollywood nos hacían ir los domingos a los cines de estreno. Y donde, al mismo tiempo, los cineclubs tenían vida real. Había sitio y tiempo para todo. Eran otros tiempos y, al juzgar aquellas películas, esas circunstancias no pueden olvidarse.

6.8
898
8
13 de octubre de 2007
13 de octubre de 2007
18 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine cuenta siempre una historia. Una película es siempre una narración. Cuando no es así deviene documental o ensayo. El Gran Flamarion cuenta una historia muy simple y muy lineal, con un argumento casi esquemático y escasos personajes.
Es una pelicula de la serie B que revela la dignidad que esta serie puede tener y que obliga a estar por encima de valoraciones basadas en presupuestos y reconocer la importancia que en la calidad de una pelicula puede tener la ambición de quienes la construyen.
Pero aunque sea serie B, El Gran Flamarion cuenta con excelentes actores encabezados por Eric von Stroheim y con una dirección de Anthony Mann. En muchos de sus momentos recuerda lo más clásico del expresionismo alemán, no siendo de extrañar teniendo en cuenta la participación de personas procedentes del área germánica.
Los espejos y las sombras, por ejemplo, tienen una presencia constante en esta película de por sí sombría.
Es de destacar tambien el cuidado de los planos y los enfoques, cada dìa más desatendido. Y el toque de suspense que en muchos momentos se ofrece. Y la música de Alexander Lazlo, nada despreciable. Y la idea original de Vicki Baum, autora hoy tan olvidada, que nos hace volver a la idea de la relacion entre el cine y la narración.
El Gran Flamarion es un drama. El drama, aunque pueda narrarse en la novela, tiene siempre su entorno original en el teatro. Y el cine no es sino teatro liberado de la servidumbre del espacio y el tiempo.
En definitiva, una clase de B con una dignidad que sería deseable encontrar en la clase A con más frecuencia. Recordando siempre que estamos ante una pelicula de 1945.
Es una pelicula de la serie B que revela la dignidad que esta serie puede tener y que obliga a estar por encima de valoraciones basadas en presupuestos y reconocer la importancia que en la calidad de una pelicula puede tener la ambición de quienes la construyen.
Pero aunque sea serie B, El Gran Flamarion cuenta con excelentes actores encabezados por Eric von Stroheim y con una dirección de Anthony Mann. En muchos de sus momentos recuerda lo más clásico del expresionismo alemán, no siendo de extrañar teniendo en cuenta la participación de personas procedentes del área germánica.
Los espejos y las sombras, por ejemplo, tienen una presencia constante en esta película de por sí sombría.
Es de destacar tambien el cuidado de los planos y los enfoques, cada dìa más desatendido. Y el toque de suspense que en muchos momentos se ofrece. Y la música de Alexander Lazlo, nada despreciable. Y la idea original de Vicki Baum, autora hoy tan olvidada, que nos hace volver a la idea de la relacion entre el cine y la narración.
El Gran Flamarion es un drama. El drama, aunque pueda narrarse en la novela, tiene siempre su entorno original en el teatro. Y el cine no es sino teatro liberado de la servidumbre del espacio y el tiempo.
En definitiva, una clase de B con una dignidad que sería deseable encontrar en la clase A con más frecuencia. Recordando siempre que estamos ante una pelicula de 1945.
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