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7.2
38,294
6
22 de marzo de 2015
22 de marzo de 2015
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quien se enfrenta en un principio a “La Cinta Blanca” (Michael Haneke, 2009), puede sentirse desconcertado, engañado y estafado. Y puede que en parte tenga razón… porque no se lo han dado todo mascado. Y me explico con un sencillo ejemplo:
En el arte moderno ocurre un fenómeno similar: cuando una persona decide embarcarse en la aventura de visitar un museo, generalmente se jacta de despreciar las expresiones de parte importante de las obras del siglo XX. Sólo ven cuadros llenos de garabatos (Cy Twombly), franjas de color sin ton ni son (Rothko) o líneas y puntos que ellos mismos podrían hacer (Miró). En “La cinta blanca” puede ocurrir exactamente lo mismo.
Una puesta en escena aparentemente sencilla, con una fotografía en un blanco y negro de alto contraste, nos pone en situación: corre el año 1913 en un pueblo movido (o, más bien estancado) por los férreos modos del protestantismo situado al norte de Alemania. Nunca conocemos su nombre, pero no importa. Podría haber pasado en cualquier lugar de una Alemania que todavía no sabía de lo que iba a ser capaz. Volviendo a lo puramente fílmico, y sin adentrarnos en cuestiones morales, el espectador de a pie puede estar esperando durante toda la película que pase algo… y se va a llevar un buen chasco. Haneke es removedor de conciencias por sistema, desprecia al espectador pasivo. Intenta introducirnos en su película a través de un narrador que servirá de hilo conductor de los acontecimientos en todo momento, tanto por lo que está contando como por sus apariciones en la cinta. Es el único personaje que encontramos con un mínimo de amabilidad, tal vez por su condición de forastero. Nos sentimos inmediatamente identificados con él por ello: somos forasteros en la obra de Haneke, y no entendemos nada de lo que está pasando en ese pueblo maldito. La brutalidad que nos presenta en las acciones del resto de personajes, nos es ajena desde nuestra confortable vida de siglo XXI, rodeados de una normalidad que antes no existía.
En definitiva, Haneke busca que nos sintamos un poblador más, y que los acontecimientos nos abrumen para, así, sacar nuestras propias conclusiones. Desprecia también el modo de narración lineal; de ahí que, en un principio, tengamos la sensación de que en la película “no ocurre nada”. Podría decirse que en la película no aparece la típica estructura de “Introducción, nudo y desenlace”, ya que los acontecimientos ocurren ante nuestros ojos casi sin esperarlos. Nosotros somos los que tenemos que pensar cuál ha sido la introducción, el nudo y el desenlace. Por ello, esta película debe ser valorada más bien como experimento fílmico, y no como una narración. En la primera, aprueba con sobresaliente, mientras que en la segunda, a mi parecer, deja mucho que desear.
En cuanto a mi experiencia, pensaba ser muchísimo más dura con ella; pero es lo que hablaba en un principio sobre el arte moderno: lo entiendes cuando te preocupas por indagar qué es lo que ha llevado al autor a hacer algo así. Si nadie se preocupara por investigar un poco, no admiraría con pasión los campos de color de Rothko, la tragedia de Twombly en “Nueve discursos sobre Cómodo” ni asistiría divertido al minimalismo de Miró. En un principio, vi manchas sin sentido donde tenía que haber visto algo mucho más fuerte: la maldad, los bajos instintos del ser humano, a lo que se puede llegar por venganza. Incluso la gran responsabilidad que tienen los padres al criar a sus hijos. Un paso en falso puede crear al próximo Hítler, Göth o Grese, verdaderas bestias de las que solo hay que indagar mínimamente para conocer las desdichadas infancias que tuvieron: suicidios de padres, distanciamientos de los mismos, brutales muertes, educaciones férreas…
En conclusión, una película en un principio ligeramente tediosa pero que resulta fantástica como ejercicio de pensamiento: el cine es el séptimo arte, y con películas como esta se demuestra. El arte debe despertar a los sujetos pasivos, y abrirles a una realidad que en la vida cotidiana no están preparados para afrontar. En mi experiencia personal, me descubrí sintiendo verdadero terror y sincera desazón ante lo que había visto, pero no por ello dejo de reconocer que es un experimento que no recomendaría a muchas personas, por lo singular de la narración (inexistente) y la poca empatía que en un principio genera. Eso sí, cualquier amante del buen cine puede deleitarse con una pericia técnica exquisita: planos generales fijos cargados de simbología (como por ejemplo, los campos de trigo, que nos hablan de que se recoge lo que se siembra, principal mensaje de la película), la ya referida filmación en blanco y negro y las escenas fijas cargadas de tensión. Todo apoyado por unas interpretaciones frías que ponen histérico a cualquiera.
Y para terminar, un consejo para los que quieran emprender esta aventura de casi 3 horas: “La cinta blanca” requiere de tres ingredientes: mente abierta, ganas de pensar y de vivir cine de autor y, sobre todo, mucha paciencia.
En el arte moderno ocurre un fenómeno similar: cuando una persona decide embarcarse en la aventura de visitar un museo, generalmente se jacta de despreciar las expresiones de parte importante de las obras del siglo XX. Sólo ven cuadros llenos de garabatos (Cy Twombly), franjas de color sin ton ni son (Rothko) o líneas y puntos que ellos mismos podrían hacer (Miró). En “La cinta blanca” puede ocurrir exactamente lo mismo.
Una puesta en escena aparentemente sencilla, con una fotografía en un blanco y negro de alto contraste, nos pone en situación: corre el año 1913 en un pueblo movido (o, más bien estancado) por los férreos modos del protestantismo situado al norte de Alemania. Nunca conocemos su nombre, pero no importa. Podría haber pasado en cualquier lugar de una Alemania que todavía no sabía de lo que iba a ser capaz. Volviendo a lo puramente fílmico, y sin adentrarnos en cuestiones morales, el espectador de a pie puede estar esperando durante toda la película que pase algo… y se va a llevar un buen chasco. Haneke es removedor de conciencias por sistema, desprecia al espectador pasivo. Intenta introducirnos en su película a través de un narrador que servirá de hilo conductor de los acontecimientos en todo momento, tanto por lo que está contando como por sus apariciones en la cinta. Es el único personaje que encontramos con un mínimo de amabilidad, tal vez por su condición de forastero. Nos sentimos inmediatamente identificados con él por ello: somos forasteros en la obra de Haneke, y no entendemos nada de lo que está pasando en ese pueblo maldito. La brutalidad que nos presenta en las acciones del resto de personajes, nos es ajena desde nuestra confortable vida de siglo XXI, rodeados de una normalidad que antes no existía.
En definitiva, Haneke busca que nos sintamos un poblador más, y que los acontecimientos nos abrumen para, así, sacar nuestras propias conclusiones. Desprecia también el modo de narración lineal; de ahí que, en un principio, tengamos la sensación de que en la película “no ocurre nada”. Podría decirse que en la película no aparece la típica estructura de “Introducción, nudo y desenlace”, ya que los acontecimientos ocurren ante nuestros ojos casi sin esperarlos. Nosotros somos los que tenemos que pensar cuál ha sido la introducción, el nudo y el desenlace. Por ello, esta película debe ser valorada más bien como experimento fílmico, y no como una narración. En la primera, aprueba con sobresaliente, mientras que en la segunda, a mi parecer, deja mucho que desear.
En cuanto a mi experiencia, pensaba ser muchísimo más dura con ella; pero es lo que hablaba en un principio sobre el arte moderno: lo entiendes cuando te preocupas por indagar qué es lo que ha llevado al autor a hacer algo así. Si nadie se preocupara por investigar un poco, no admiraría con pasión los campos de color de Rothko, la tragedia de Twombly en “Nueve discursos sobre Cómodo” ni asistiría divertido al minimalismo de Miró. En un principio, vi manchas sin sentido donde tenía que haber visto algo mucho más fuerte: la maldad, los bajos instintos del ser humano, a lo que se puede llegar por venganza. Incluso la gran responsabilidad que tienen los padres al criar a sus hijos. Un paso en falso puede crear al próximo Hítler, Göth o Grese, verdaderas bestias de las que solo hay que indagar mínimamente para conocer las desdichadas infancias que tuvieron: suicidios de padres, distanciamientos de los mismos, brutales muertes, educaciones férreas…
En conclusión, una película en un principio ligeramente tediosa pero que resulta fantástica como ejercicio de pensamiento: el cine es el séptimo arte, y con películas como esta se demuestra. El arte debe despertar a los sujetos pasivos, y abrirles a una realidad que en la vida cotidiana no están preparados para afrontar. En mi experiencia personal, me descubrí sintiendo verdadero terror y sincera desazón ante lo que había visto, pero no por ello dejo de reconocer que es un experimento que no recomendaría a muchas personas, por lo singular de la narración (inexistente) y la poca empatía que en un principio genera. Eso sí, cualquier amante del buen cine puede deleitarse con una pericia técnica exquisita: planos generales fijos cargados de simbología (como por ejemplo, los campos de trigo, que nos hablan de que se recoge lo que se siembra, principal mensaje de la película), la ya referida filmación en blanco y negro y las escenas fijas cargadas de tensión. Todo apoyado por unas interpretaciones frías que ponen histérico a cualquiera.
Y para terminar, un consejo para los que quieran emprender esta aventura de casi 3 horas: “La cinta blanca” requiere de tres ingredientes: mente abierta, ganas de pensar y de vivir cine de autor y, sobre todo, mucha paciencia.
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