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7.1
8,690
8
5 de marzo de 2017
5 de marzo de 2017
38 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
El teatro es una representación de la realidad. Un escenario iluminado bajo las luces de la comedia y el drama de los seres humanos. Un maquillaje tras el cual escondemos quiénes somos en verdad. Es decir, juguetes del destino, en palabras del bardo de Stratford-upon-Avon.
Emad y Rana Etesami son dos actores a punto de estrenar “Muerte de un viajante” en un teatro de Teherán. El edificio donde viven amenaza con derrumbarse debido a un trabajo de desescombro cercano. Sorprende la demoledora imagen final tras un plano secuencia vibrante, más aún viniendo de unos títulos de crédito iniciales deslumbrantes.
En fin, lo cierto es que el matrimonio se muda a un ático.
Emad y Rana Etesami son dos actores a punto de estrenar “Muerte de un viajante” en un teatro de Teherán. El edificio donde viven amenaza con derrumbarse debido a un trabajo de desescombro cercano. Sorprende la demoledora imagen final tras un plano secuencia vibrante, más aún viniendo de unos títulos de crédito iniciales deslumbrantes.
En fin, lo cierto es que el matrimonio se muda a un ático.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
“¿Qué le están haciendo a esta ciudad? Ojalá lo tiraran todo abajo y lo levantaran de nuevo”, señala Emad desde la terraza de su nueva casa.
Algo de la frescura de las primeras representaciones se echa en falta en el libreto de este matrimonio. La grietas aparecidas en su dormitorio estaban ahí antes. Solo era una cuestión de tiempo. El ritual de unas líneas aprendidas de memoria. Recitadas en vez de sentidas. Tal vez ese niño que no llega. Ese tercer acto incompleto para Emad –él– y Rana –ella–, el nacimiento de un hijo. Pero aún hay amor entre ellos, y complicidad, y esperanzas. Todavía hay futuro.
El ático contiene aún las pertenecías de sus anteriores inquilinos: una mujer y su niño de corta edad. Hay dibujos infantiles garabateados en las paredes. Un pasado difícil de borrar. Un pasado que se hará presente ahí, desencadenando el drama de la película. Un desconocido intenta violar a Rana.
Si hay un elemento dinamizador en la dramaturgia del brillante director y guionista Asghar Farhadi es el pasado. Esa nada sartreana que con tanto acierto materializó en su anterior cinta (‘El pasado’, 2013), rodada en Francia.
Ahora, en ‘El viajante’, Farhadi vuelve a enfrentar a sus personajes con aquello que dejan atrás. O que intentan dejar atrás, como la humillación sufrida. Esta situación de impotencia envenena aún más la relación, tensiona y amplia las fisuras sentimentales hasta amenazar paulatinamente con el desplome. La ira de Emad tan solo acelera el proceso, un potente reactivo anclado en las vigas maestras, una falsa demolición controlada. Rana lo irá entendiendo poco a poco.
La pareja protagonista también se enfrenta con el pasado de los otros. ¿No dejó Arthur Miller ‘Muerte de un viajante’ para que nos encaráramos con sus fantasmas? Qué gran lección la del cineasta iraní. Escoge a Miller, hijo de emigrantes judíos polacos, y representa su obra en el corazón de la capital persa. Sin estridencias, firme en su convicción de que el arte une a los pueblos, como dejó claro hace cinco años cuando recogió el Oscar a la mejor película de habla no inglesa (‘Nader y Simin, una separación’, 2011).
Volvamos a su nueva y reveladora propuesta. El pasado de los otros cobra vida en la tablas mientras, en el presente, sus protagonistas lo interpretan a duras penas. Emad y Rana (impecables, sutiles, generosos en lo emocional: Shahab Hosseini y Taraneh Alidoosti) no distinguen la cortante línea de luz que separa el proscenio de la realidad, el cuadro de luces de su casa de aquel otro que permite el paso de la electricidad hasta los focos repartidos por el cielo del teatro. Solamente ahí, en el escenario, interpretando a sus personajes, ambos dicen lo que sienten de verdad, alumbran los lugares oscuros del matrimonio.
También hay un reflexión sobre la realidad y las habladurías. La manera en que estas últimas marcan nuestra vida, lo queramos o no.
“Seguro que a esa mujer alguien le hizo algo deshonesto cuando compartió un taxi”, le explica Emad a un joven estudiante, “y ahora piensa que todo el mundo es así”.
Sí, el pasado es una deuda imposible de salvar y, como la venganza, no se puede pagar con la misma moneda. Tal vez sea éste el legado de ‘El viajante’, como la libertad de quien otorga el perdón era el poso dejado por aquel otro viajante, aquella obra de un hijo de emigrantes judíos que llegaron a Estados Unidos en busca de nuevas oportunidades.
“Somos libres y sin deudas”, recita Rana Etesami en el escenario. “Somos libres”, remarca, oculta tras el maquillaje del personaje de Linda Loman, sin saber que, en realidad, nunca ha dejado de ser un juguete del destino, como Romeo, como Julieta, como Lady Macbeth, como Calibán, como Ricardo III, como Viola, como Shylock… o como Emad y Rana Etesami.
Tal vez porque la realidad no deja de ser una representación de la ficción, y las luces –un día– se apagarán en un pasado eterno. La función debe continuar. Siempre debe continuar.
Algo de la frescura de las primeras representaciones se echa en falta en el libreto de este matrimonio. La grietas aparecidas en su dormitorio estaban ahí antes. Solo era una cuestión de tiempo. El ritual de unas líneas aprendidas de memoria. Recitadas en vez de sentidas. Tal vez ese niño que no llega. Ese tercer acto incompleto para Emad –él– y Rana –ella–, el nacimiento de un hijo. Pero aún hay amor entre ellos, y complicidad, y esperanzas. Todavía hay futuro.
El ático contiene aún las pertenecías de sus anteriores inquilinos: una mujer y su niño de corta edad. Hay dibujos infantiles garabateados en las paredes. Un pasado difícil de borrar. Un pasado que se hará presente ahí, desencadenando el drama de la película. Un desconocido intenta violar a Rana.
Si hay un elemento dinamizador en la dramaturgia del brillante director y guionista Asghar Farhadi es el pasado. Esa nada sartreana que con tanto acierto materializó en su anterior cinta (‘El pasado’, 2013), rodada en Francia.
Ahora, en ‘El viajante’, Farhadi vuelve a enfrentar a sus personajes con aquello que dejan atrás. O que intentan dejar atrás, como la humillación sufrida. Esta situación de impotencia envenena aún más la relación, tensiona y amplia las fisuras sentimentales hasta amenazar paulatinamente con el desplome. La ira de Emad tan solo acelera el proceso, un potente reactivo anclado en las vigas maestras, una falsa demolición controlada. Rana lo irá entendiendo poco a poco.
La pareja protagonista también se enfrenta con el pasado de los otros. ¿No dejó Arthur Miller ‘Muerte de un viajante’ para que nos encaráramos con sus fantasmas? Qué gran lección la del cineasta iraní. Escoge a Miller, hijo de emigrantes judíos polacos, y representa su obra en el corazón de la capital persa. Sin estridencias, firme en su convicción de que el arte une a los pueblos, como dejó claro hace cinco años cuando recogió el Oscar a la mejor película de habla no inglesa (‘Nader y Simin, una separación’, 2011).
Volvamos a su nueva y reveladora propuesta. El pasado de los otros cobra vida en la tablas mientras, en el presente, sus protagonistas lo interpretan a duras penas. Emad y Rana (impecables, sutiles, generosos en lo emocional: Shahab Hosseini y Taraneh Alidoosti) no distinguen la cortante línea de luz que separa el proscenio de la realidad, el cuadro de luces de su casa de aquel otro que permite el paso de la electricidad hasta los focos repartidos por el cielo del teatro. Solamente ahí, en el escenario, interpretando a sus personajes, ambos dicen lo que sienten de verdad, alumbran los lugares oscuros del matrimonio.
También hay un reflexión sobre la realidad y las habladurías. La manera en que estas últimas marcan nuestra vida, lo queramos o no.
“Seguro que a esa mujer alguien le hizo algo deshonesto cuando compartió un taxi”, le explica Emad a un joven estudiante, “y ahora piensa que todo el mundo es así”.
Sí, el pasado es una deuda imposible de salvar y, como la venganza, no se puede pagar con la misma moneda. Tal vez sea éste el legado de ‘El viajante’, como la libertad de quien otorga el perdón era el poso dejado por aquel otro viajante, aquella obra de un hijo de emigrantes judíos que llegaron a Estados Unidos en busca de nuevas oportunidades.
“Somos libres y sin deudas”, recita Rana Etesami en el escenario. “Somos libres”, remarca, oculta tras el maquillaje del personaje de Linda Loman, sin saber que, en realidad, nunca ha dejado de ser un juguete del destino, como Romeo, como Julieta, como Lady Macbeth, como Calibán, como Ricardo III, como Viola, como Shylock… o como Emad y Rana Etesami.
Tal vez porque la realidad no deja de ser una representación de la ficción, y las luces –un día– se apagarán en un pasado eterno. La función debe continuar. Siempre debe continuar.

6.3
9,584
7
26 de febrero de 2017
26 de febrero de 2017
28 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay una línea que separa el amor del temor. A lo largo de esta línea algunos elevan una cerca de respeto.
Troy Maxson es una de esas personas.
La vida no le ha dado ningún motivo para creer que las cosas pueden cambiar. Y menos aun si eres afroamericano y vives en una ciudad de Estados Unidos a mediados de los cincuenta. Es el trasfondo de una frustrada lucha de clases –obrera y, por supuesto, aquella que tiene que ver con el color de la piel–. Lo único que puedes hacer es aceptar las normas. Trabajas por un salario mísero. Sobrevives con una sonrisa en la boca. Bebes una botella de aguardiente cada viernes por la noche. Cantas un viejo blues sobre un perro bueno y obediente llamado Blue. Encuentras a una mujer que te proporciona un hogar donde descansar. Y luego… Bueno, luego elevas una cerca a lo largo de todo ello, a lo largo de esta pequeña región a la que consideras ‘tu vida’. Crees haber encerrado ahí dentro el amor. Apoyas la mano en los tablones. Compruebas que la verja está bien asentada. Y te reafirmas en tus principios. La sociedad no cambia. Sólo la valla te separa del temor. Y has construido esa valla con tablones de respeto. Sólo así resistirá el amor aquí dentro.
Salvo que tú no quieres estar encerrado ahí. No todo el tiempo.
Troy Maxson es una de esas personas.
La vida no le ha dado ningún motivo para creer que las cosas pueden cambiar. Y menos aun si eres afroamericano y vives en una ciudad de Estados Unidos a mediados de los cincuenta. Es el trasfondo de una frustrada lucha de clases –obrera y, por supuesto, aquella que tiene que ver con el color de la piel–. Lo único que puedes hacer es aceptar las normas. Trabajas por un salario mísero. Sobrevives con una sonrisa en la boca. Bebes una botella de aguardiente cada viernes por la noche. Cantas un viejo blues sobre un perro bueno y obediente llamado Blue. Encuentras a una mujer que te proporciona un hogar donde descansar. Y luego… Bueno, luego elevas una cerca a lo largo de todo ello, a lo largo de esta pequeña región a la que consideras ‘tu vida’. Crees haber encerrado ahí dentro el amor. Apoyas la mano en los tablones. Compruebas que la verja está bien asentada. Y te reafirmas en tus principios. La sociedad no cambia. Sólo la valla te separa del temor. Y has construido esa valla con tablones de respeto. Sólo así resistirá el amor aquí dentro.
Salvo que tú no quieres estar encerrado ahí. No todo el tiempo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
“Algunos construyen cercas para mantener alejada a la gente; otros, para mantener a la gente dentro”, le dice un viejo amigo a Troy.
Troy ha construido un cerca para encerrarse a sí mismo. Todo ha sido en vano. Nada en la vida le ha dado motivos para creer que las cosas puedan cambiar; menos aun, las personas. Incluido él. Sin embargo, si no se respeta a sí mismo, qué le queda en la vida.
Este es uno de los dilemas que afronta el personaje central de la obra de August Wilson. En esta pieza teatral, llevada al cine con pulso firme e intensidad interpretativa por Denzel Washington, todos los personajes aceptan las verjas que encierran sus vidas. El autor firma un texto fluido y extenso que los va hundiendo en sus contradicciones. El drama cae al final por su propio peso, como una enorme aglomeración de nieve acumulada en las ramas de un árbol. De golpe. Casi en silencio entre tanto exceso verbal.
La butaca de una sala de cine nos contaría una historia muy distinta de aquella otra que nos relataría la butaca de una sala de teatro. Esto es una obviedad. No obstante, sólo así se logra entender la apuesta de 360º de Denzel Washington por el libreto de August Wilson, venerando casi el entorno original para el que fue escrito. No obstante, cabe preguntarse si el director podría haber sacrificado elementos teatrales dentro de la dinámica propia del producto cinematográfico. Porque, sea también obvio o no, nos hemos sentado en la butaca de una sala de cine.
Lo que no se resiente, claro, son las interpretaciones. Todas. Hablemos de Rose, la mujer de Troy, cuya complejidad emocional irá creciendo hasta revelarse pieza clave para comprender el poso final de ‘Fences’. En el epílogo, Viola Davis hace valer cada uno de los minutos de su actuación con una entereza descorazonadora.
“No sabía cómo mantener su fuerza así que tuve que darle pequeñas partes de mí”, se justifica Rose en relación a su marido, “Fue lo que la vida me ofreció como mujer y lo acepté.”
Quien está delante de ella en esta conversación final es Cory, el joven hijo del matrimonio. Cory será quien salga más malherido del conflicto. La coraza de la madurez todavía no está armada.
Sólo años más tarde entenderá el significado de la cerca levantada por su padre. No le será fácil perdonarle, ver amor donde había sentido tanto temor.
No le será fácil. Nada fácil.
Por eso son tan importantes las palabras de Rose. Cory debe aceptar que su padre ha sido parte de él, que es parte de él, que lo será siempre. Pero él no es Troy. Él representa una sociedad que lo cambiará todo. O, al menos, que lo intentará con todas sus fuerzas.
Lograr aquello que tanto temía su padre tal vez sea la única forma de demostrarle su amor.
La única manera de derribar la cerca que los separa.
Porque hay una línea que separa a padres e hijos. A lo largo de esta línea algunos padres elevan una cerca de respeto.
Troy Maxson era una de esas personas.
Más críticas diferentes en:
https://unacriticadiferente.wordpress.com/
Troy ha construido un cerca para encerrarse a sí mismo. Todo ha sido en vano. Nada en la vida le ha dado motivos para creer que las cosas puedan cambiar; menos aun, las personas. Incluido él. Sin embargo, si no se respeta a sí mismo, qué le queda en la vida.
Este es uno de los dilemas que afronta el personaje central de la obra de August Wilson. En esta pieza teatral, llevada al cine con pulso firme e intensidad interpretativa por Denzel Washington, todos los personajes aceptan las verjas que encierran sus vidas. El autor firma un texto fluido y extenso que los va hundiendo en sus contradicciones. El drama cae al final por su propio peso, como una enorme aglomeración de nieve acumulada en las ramas de un árbol. De golpe. Casi en silencio entre tanto exceso verbal.
La butaca de una sala de cine nos contaría una historia muy distinta de aquella otra que nos relataría la butaca de una sala de teatro. Esto es una obviedad. No obstante, sólo así se logra entender la apuesta de 360º de Denzel Washington por el libreto de August Wilson, venerando casi el entorno original para el que fue escrito. No obstante, cabe preguntarse si el director podría haber sacrificado elementos teatrales dentro de la dinámica propia del producto cinematográfico. Porque, sea también obvio o no, nos hemos sentado en la butaca de una sala de cine.
Lo que no se resiente, claro, son las interpretaciones. Todas. Hablemos de Rose, la mujer de Troy, cuya complejidad emocional irá creciendo hasta revelarse pieza clave para comprender el poso final de ‘Fences’. En el epílogo, Viola Davis hace valer cada uno de los minutos de su actuación con una entereza descorazonadora.
“No sabía cómo mantener su fuerza así que tuve que darle pequeñas partes de mí”, se justifica Rose en relación a su marido, “Fue lo que la vida me ofreció como mujer y lo acepté.”
Quien está delante de ella en esta conversación final es Cory, el joven hijo del matrimonio. Cory será quien salga más malherido del conflicto. La coraza de la madurez todavía no está armada.
Sólo años más tarde entenderá el significado de la cerca levantada por su padre. No le será fácil perdonarle, ver amor donde había sentido tanto temor.
No le será fácil. Nada fácil.
Por eso son tan importantes las palabras de Rose. Cory debe aceptar que su padre ha sido parte de él, que es parte de él, que lo será siempre. Pero él no es Troy. Él representa una sociedad que lo cambiará todo. O, al menos, que lo intentará con todas sus fuerzas.
Lograr aquello que tanto temía su padre tal vez sea la única forma de demostrarle su amor.
La única manera de derribar la cerca que los separa.
Porque hay una línea que separa a padres e hijos. A lo largo de esta línea algunos padres elevan una cerca de respeto.
Troy Maxson era una de esas personas.
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6.4
8,984
6
11 de febrero de 2017
11 de febrero de 2017
17 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un padre mira a su hija.
La hija permanece enganchada al móvil. A su lado, unos metros más allá, en las escaleras de acceso a la vivienda, espera el padre. Son dos mundos alejados. Una vez estuvieron unidos. Una vez, él le enseñó tantas cosas: a ir en bicicleta, a cantar clásicos de karaoke, a tomarse la vida con humor. Ella era entonces una niña. En los viejos días, él se sentaba al piano con la confianza puesta aún en un futuro repleto de posibilidades. Ahora, aquella niña es una mujer independiente, soltera, imbuida en la vorágine de su trabajo. Ocupa un cargo relevante en una multinacional petrolífera. Pero quiere más. Por eso vive fuera del país donde nació y creció, al que regresa sólo en contadas ocasiones. Como hoy.
Hoy, padre e hija, son casi unos desconocidos. Pero, ¿habrá todavía un hilo que los una? ¿Un hilo que conecte de nuevo esos dos mundos separados? Esta es la pregunta que se refleja en la mirada preocupada del padre.
Y este es hilo del que tira la directora y guionista alemana Maren Ade para ofrecernos una historia que se lleva mal con la realidad. No es una valoración negativa. Digamos que, en la historia, hay momentos sorprendentes, flirteando incluso con el surrealismo. Hay comedia. Hay drama. Servido, además, en un montaje inesperado. La transición entre escenas se produce como en un suspiro entrecortado; se asciende un escalón sonoro. Así, de la quietud final de una conversación se pasa al rugido que impregna nuestro día a día, como el crepitar de una bolsa al ser depositada sobre una superficie o el zumbido del tráfico en hora punta.
Buena parte de los extensos pasajes de ‘Toni Erdmann’ se sostienen gracias a dos actores increíbles. La verdad, viéndoles ahí, a lo largo de 162 minutos, uno intuye cómo han trabajado cada pequeño detalle. Sin duda, ambos han llegado al centro de unos personajes únicos.
En Inès (Sandra Hüller), la hija, adivinamos los mecanismos –inhumanos, salvajes, dominantes– de la economía de mercado. Lleva un vestido impecable, chaqueta y falda negros, una blusa blanca y unos zapatos de tacón. Es un corsé de fuerza. Moldea su vida. La manera que tiene su cuerpo de exprésalo cada vez que alguien la despierta lo dice todo. Porque no es sólo que se lleve mal con la realidad; es que no puede fallarle. El pelo recogido o suelto sí; pero siempre perfecto, impecable.
“¿Eres realmente una persona humana?”, le pregunta su padre.
En Winfried (Peter Simonischek), el padre, profesor de piano en horas bajas, nos deslizamos por el lado irreverente de la vida. Y lo hacemos en los momentos menos recomendables para ello, aquellos en los que es mejor no colocarse la máscara con la sonrisa pintada. Por eso, Winfried necesita crear un nuevo personaje, Toni Erdmann. Él será quien altere y provoque a Inès. Primero, ella se avergüenza de él; luego, de sí misma. Por supuesto, Toni Erdmann no se llevará bien con la realidad. No la entiende.
“No podía creer que le dijeras a aquella pobre gente que no perdieran el sentido del humor”, le echa en cara su hija.
No siempre la línea que separa a Winfried de Toni Erdmann quedará clara. A veces, el humor no conducirá a situaciones graciosas. Hay drama. Y ésta impone su realidad. Pero también el humor hará pedazos la realidad y permitirá que un padre sea abrazado por su hija. En todo caso, Inès se enfrenta a la misma pregunta: ¿Encontraré un camino para entender la vida, para conectar un hilo que me comunique con mi padre? Tal vez, ella necesita crear ese hilo, dar a luz a su propio Toni Erdmann.
En esta búsqueda patética de un padre por recuperar a su hija, en este abrazo imposible de casi tres horas, aprendemos que darle un sentido a la vida es, por qué no, encontrar tu propio sentido del humor.
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La hija permanece enganchada al móvil. A su lado, unos metros más allá, en las escaleras de acceso a la vivienda, espera el padre. Son dos mundos alejados. Una vez estuvieron unidos. Una vez, él le enseñó tantas cosas: a ir en bicicleta, a cantar clásicos de karaoke, a tomarse la vida con humor. Ella era entonces una niña. En los viejos días, él se sentaba al piano con la confianza puesta aún en un futuro repleto de posibilidades. Ahora, aquella niña es una mujer independiente, soltera, imbuida en la vorágine de su trabajo. Ocupa un cargo relevante en una multinacional petrolífera. Pero quiere más. Por eso vive fuera del país donde nació y creció, al que regresa sólo en contadas ocasiones. Como hoy.
Hoy, padre e hija, son casi unos desconocidos. Pero, ¿habrá todavía un hilo que los una? ¿Un hilo que conecte de nuevo esos dos mundos separados? Esta es la pregunta que se refleja en la mirada preocupada del padre.
Y este es hilo del que tira la directora y guionista alemana Maren Ade para ofrecernos una historia que se lleva mal con la realidad. No es una valoración negativa. Digamos que, en la historia, hay momentos sorprendentes, flirteando incluso con el surrealismo. Hay comedia. Hay drama. Servido, además, en un montaje inesperado. La transición entre escenas se produce como en un suspiro entrecortado; se asciende un escalón sonoro. Así, de la quietud final de una conversación se pasa al rugido que impregna nuestro día a día, como el crepitar de una bolsa al ser depositada sobre una superficie o el zumbido del tráfico en hora punta.
Buena parte de los extensos pasajes de ‘Toni Erdmann’ se sostienen gracias a dos actores increíbles. La verdad, viéndoles ahí, a lo largo de 162 minutos, uno intuye cómo han trabajado cada pequeño detalle. Sin duda, ambos han llegado al centro de unos personajes únicos.
En Inès (Sandra Hüller), la hija, adivinamos los mecanismos –inhumanos, salvajes, dominantes– de la economía de mercado. Lleva un vestido impecable, chaqueta y falda negros, una blusa blanca y unos zapatos de tacón. Es un corsé de fuerza. Moldea su vida. La manera que tiene su cuerpo de exprésalo cada vez que alguien la despierta lo dice todo. Porque no es sólo que se lleve mal con la realidad; es que no puede fallarle. El pelo recogido o suelto sí; pero siempre perfecto, impecable.
“¿Eres realmente una persona humana?”, le pregunta su padre.
En Winfried (Peter Simonischek), el padre, profesor de piano en horas bajas, nos deslizamos por el lado irreverente de la vida. Y lo hacemos en los momentos menos recomendables para ello, aquellos en los que es mejor no colocarse la máscara con la sonrisa pintada. Por eso, Winfried necesita crear un nuevo personaje, Toni Erdmann. Él será quien altere y provoque a Inès. Primero, ella se avergüenza de él; luego, de sí misma. Por supuesto, Toni Erdmann no se llevará bien con la realidad. No la entiende.
“No podía creer que le dijeras a aquella pobre gente que no perdieran el sentido del humor”, le echa en cara su hija.
No siempre la línea que separa a Winfried de Toni Erdmann quedará clara. A veces, el humor no conducirá a situaciones graciosas. Hay drama. Y ésta impone su realidad. Pero también el humor hará pedazos la realidad y permitirá que un padre sea abrazado por su hija. En todo caso, Inès se enfrenta a la misma pregunta: ¿Encontraré un camino para entender la vida, para conectar un hilo que me comunique con mi padre? Tal vez, ella necesita crear ese hilo, dar a luz a su propio Toni Erdmann.
En esta búsqueda patética de un padre por recuperar a su hija, en este abrazo imposible de casi tres horas, aprendemos que darle un sentido a la vida es, por qué no, encontrar tu propio sentido del humor.
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16 de abril de 2017
16 de abril de 2017
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
“La transición (del cuerpo a la consola) era una oscura implosión, como si entrara en otra carne.” FRAGMENTOS DE UNA ROSA HOLOGRÁFICA, William Gibson, 1977.
La tecnología.
“Ahora, tus ojos se van a abrir”, le advierte la doctora Ouelet.
La tecnología nos ha convertido.
“Eso es”.
La tecnología nos ha convertido en un dios.
“Estás a salvo”.
La tecnología nos ha convertido en un dios con prótesis.
“Tranquila, solo respira”, le aconseja la doctora Ouelet.
Eso es.
De eso nos advirtió Freud.
“Solo respira”, le dice de nuevo, con una sonrisa.
Y Freud, sentado en un diván del Café Schwarzenberg, en Viena, se relajó. Adormecido por el humo de los cigarros y por el susurro bélico de los periódicos vespertinos. Afuera, en la Ringstraße, el ímpetu de hierro y electricidad de los tranvías apuntaba al futuro.
“Respira”.
Y ella, Mira Killian, respira.
Entonces, Freud cerró los ojos.
“Bien”.
Y Freud soñó…
“Muy bien”.
…con ser un Dios con prótesis.
Estamos en el futuro. Estamos en una ciudad japonesa. La tecnología lo envuelve todo. Mira Killian es la primera de una nueva especie, obra de la empresa Hanka. Tras un ataque terrorista, su cerebro ha sido rescatado y trasplantado a un cuerpo robótico. Tan sólo conserva un puñado de recuerdos del pasado. Ha despertado en esta nueva realidad. Su objetivo: hacer justicia. Para ello, forma parte de la Sección 9, un grupo policial de élite.
“Ella es un arma. No es una máquina”, dice Cutter, el director de Hanka.
Y eso hace ella. Hasta que un ciberterrorista, conocido como Kuze, hackea y elimina a miembros de Hanka. Son todos los relacionados con el proyecto que dio vida a la obra maestra de la empresa: Mira Killian.
De forma paralela a esta trama, a este thriller de acción, ‘Ghost in the shell’ ahonda en la psique, se sumerge en la pregunta: ¿Quién es Mira Killian? Es un descenso al alma humana. Aquí, la actriz Scarlett Johansson realiza una interpretación orgánica, entre lo físico y lo espiritual, medida en gestos y calibrada en la profundidad de la mirada. Pieza clave en el engranaje del personaje.
La tecnología.
“Ahora, tus ojos se van a abrir”, le advierte la doctora Ouelet.
La tecnología nos ha convertido.
“Eso es”.
La tecnología nos ha convertido en un dios.
“Estás a salvo”.
La tecnología nos ha convertido en un dios con prótesis.
“Tranquila, solo respira”, le aconseja la doctora Ouelet.
Eso es.
De eso nos advirtió Freud.
“Solo respira”, le dice de nuevo, con una sonrisa.
Y Freud, sentado en un diván del Café Schwarzenberg, en Viena, se relajó. Adormecido por el humo de los cigarros y por el susurro bélico de los periódicos vespertinos. Afuera, en la Ringstraße, el ímpetu de hierro y electricidad de los tranvías apuntaba al futuro.
“Respira”.
Y ella, Mira Killian, respira.
Entonces, Freud cerró los ojos.
“Bien”.
Y Freud soñó…
“Muy bien”.
…con ser un Dios con prótesis.
Estamos en el futuro. Estamos en una ciudad japonesa. La tecnología lo envuelve todo. Mira Killian es la primera de una nueva especie, obra de la empresa Hanka. Tras un ataque terrorista, su cerebro ha sido rescatado y trasplantado a un cuerpo robótico. Tan sólo conserva un puñado de recuerdos del pasado. Ha despertado en esta nueva realidad. Su objetivo: hacer justicia. Para ello, forma parte de la Sección 9, un grupo policial de élite.
“Ella es un arma. No es una máquina”, dice Cutter, el director de Hanka.
Y eso hace ella. Hasta que un ciberterrorista, conocido como Kuze, hackea y elimina a miembros de Hanka. Son todos los relacionados con el proyecto que dio vida a la obra maestra de la empresa: Mira Killian.
De forma paralela a esta trama, a este thriller de acción, ‘Ghost in the shell’ ahonda en la psique, se sumerge en la pregunta: ¿Quién es Mira Killian? Es un descenso al alma humana. Aquí, la actriz Scarlett Johansson realiza una interpretación orgánica, entre lo físico y lo espiritual, medida en gestos y calibrada en la profundidad de la mirada. Pieza clave en el engranaje del personaje.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
“Me recuerdas a Motoko, mi hija, por la forma en que me miras”.
Killian no se reconoce en los robots que elimina. Tampoco en los humanos. Ella es la primera de una clase única. Pero, ¿de qué materialidad estamos hablando? ¿Cómo reconocerse? ¿Dónde está su singularidad, su identidad? ¿Conserva el alma de quien fue?
“Eres más que un arma”, le hace saber el jefe de la Sección 9, Aramaki (Takeshi Kitano, impecable, la manera en que ajusta su trabajo al kimono del personaje), “Tienes un alma, un ‘ghost’. Solo cuando vemos nuestra singularidad como una virtud, solo entonces, hallamos la paz”.
“Los humanos nos aferramos a nuestros recuerdos como si nos definieran pero no es así”, señala más tarde la doctora Ouelet (Juliette Binoche, el corazón de la película), “Son las acciones. Ellas son las que nos definen”.
Killian no posee un pasado. Su mente es un maleta de recuerdos vacía. Sus actos tendrían que ser libres. Sin embargo, ha sido programada. Además, necesita saber quién es. Lo necesita.
Porque ella no se reconoce en los robots que elimina. Tampoco en los humanos.
Hasta que conoce a Kuze. Él es como ella. Son almas gemelas. Comparten el mismo pasado. Kuze es el componente clave de su identidad. Por eso en incapaz de destruirle, como ordena su código máquina. Nace entonces el acto de insumisión total. La razón toma conciencia de sí. El alma de Killian, su ghost, se materializa en toda su plenitud.
Lo que nos hace humanos no es nuestro cuerpo, esa exterioridad de carne o de materia sintética soldada con tecnología, esa celda (shell).
Lo que nos hace humanos es nuestra rebeldía.
“Motoko, mi hija, escribía manifiestos sobre cómo la tecnología estaba destruyendo el mundo”.
Nos reconocemos en los otros.
“No teníamos nada… Nada, excepto los unos a los otros”, termina reconociéndole Killian/Motoko a Kuze.
En la libertad de los otros.
Si olvidamos eso, nos convertimos en una máquina, en un robot, en un cascarón de metal tecnológico sin alma; cuando somos, en realidad, un alma encerrada en una celda de carne.
El director Rupert Sanders trata con respeto el proyecto. Recoge con acierto el desarrollo visual de Mamoru Oshii, que elevó el manga de Masamune Shirow a un sorprendente plano filosófico. El soterrado duelo intelectual entre una Mira Killian sartreana y un Kuze (Puppet Master) nietzscheano. En todo caso, todo encajaba ya en el anime de 1995, todo aquel espíritu cyberpunk post-BladeRunner y pre-Matrix, destilado desde los oscuros primeros cuentos de William Gibson. Un material fascinante. Sin duda. Y tan atractivo. Un envoltorio visceral de acción, intriga y sensibilidad.
Por cierto, habíamos dejado a Freud en la Viena de ‘fin de siècle’, adormilado en aquel cargado aire de la cafetería Schwarzenberg, con los ojos cerrados.
“Ahora, tus ojos se van a abrir”.
“Eso es”.
“Estás a salvo”.
“Solo respira”.
“Bien”.
“Muy bien”.
Todavía con la pesadilla dibujada en el rostro, la respiración entrecortada, Freud se reconoció en el nutrido grupo de parroquianos. Allí estaban ellos, él, tras aquellos encorsetados trajes negros y aquellas cintas anudadas a unos cuellos de camisas blancas. Cadenas de relojes en los bolsillos de los chalecos. Mecanismos automáticos de una precisión cibernética.
Decidió tomar el aire, antes de recogerse en el 19 de la calle Berggasse.
Y así, con la falsa sobriedad aristocrática de un anarquista que deja atrás un acto de sabotaje, depositó la cucharilla sobre la mesa de mármol, se levantó, colocó la silla de tal forma que no interfiriera el paso y, tras tomar el sombrero del perchero, abandonó la cafetería para sortear los primeros jirones de la niebla nocturna. Nunca antes la ciudad le había parecido tan irreal.
Afuera, en la Ringstraße, el ímpetu de hierro y electricidad de los tranvías apuntaba ya al futuro, hacia aquel porvenir donde todos se convertirían, sin remedio, en un dios con prótesis.
Killian no se reconoce en los robots que elimina. Tampoco en los humanos. Ella es la primera de una clase única. Pero, ¿de qué materialidad estamos hablando? ¿Cómo reconocerse? ¿Dónde está su singularidad, su identidad? ¿Conserva el alma de quien fue?
“Eres más que un arma”, le hace saber el jefe de la Sección 9, Aramaki (Takeshi Kitano, impecable, la manera en que ajusta su trabajo al kimono del personaje), “Tienes un alma, un ‘ghost’. Solo cuando vemos nuestra singularidad como una virtud, solo entonces, hallamos la paz”.
“Los humanos nos aferramos a nuestros recuerdos como si nos definieran pero no es así”, señala más tarde la doctora Ouelet (Juliette Binoche, el corazón de la película), “Son las acciones. Ellas son las que nos definen”.
Killian no posee un pasado. Su mente es un maleta de recuerdos vacía. Sus actos tendrían que ser libres. Sin embargo, ha sido programada. Además, necesita saber quién es. Lo necesita.
Porque ella no se reconoce en los robots que elimina. Tampoco en los humanos.
Hasta que conoce a Kuze. Él es como ella. Son almas gemelas. Comparten el mismo pasado. Kuze es el componente clave de su identidad. Por eso en incapaz de destruirle, como ordena su código máquina. Nace entonces el acto de insumisión total. La razón toma conciencia de sí. El alma de Killian, su ghost, se materializa en toda su plenitud.
Lo que nos hace humanos no es nuestro cuerpo, esa exterioridad de carne o de materia sintética soldada con tecnología, esa celda (shell).
Lo que nos hace humanos es nuestra rebeldía.
“Motoko, mi hija, escribía manifiestos sobre cómo la tecnología estaba destruyendo el mundo”.
Nos reconocemos en los otros.
“No teníamos nada… Nada, excepto los unos a los otros”, termina reconociéndole Killian/Motoko a Kuze.
En la libertad de los otros.
Si olvidamos eso, nos convertimos en una máquina, en un robot, en un cascarón de metal tecnológico sin alma; cuando somos, en realidad, un alma encerrada en una celda de carne.
El director Rupert Sanders trata con respeto el proyecto. Recoge con acierto el desarrollo visual de Mamoru Oshii, que elevó el manga de Masamune Shirow a un sorprendente plano filosófico. El soterrado duelo intelectual entre una Mira Killian sartreana y un Kuze (Puppet Master) nietzscheano. En todo caso, todo encajaba ya en el anime de 1995, todo aquel espíritu cyberpunk post-BladeRunner y pre-Matrix, destilado desde los oscuros primeros cuentos de William Gibson. Un material fascinante. Sin duda. Y tan atractivo. Un envoltorio visceral de acción, intriga y sensibilidad.
Por cierto, habíamos dejado a Freud en la Viena de ‘fin de siècle’, adormilado en aquel cargado aire de la cafetería Schwarzenberg, con los ojos cerrados.
“Ahora, tus ojos se van a abrir”.
“Eso es”.
“Estás a salvo”.
“Solo respira”.
“Bien”.
“Muy bien”.
Todavía con la pesadilla dibujada en el rostro, la respiración entrecortada, Freud se reconoció en el nutrido grupo de parroquianos. Allí estaban ellos, él, tras aquellos encorsetados trajes negros y aquellas cintas anudadas a unos cuellos de camisas blancas. Cadenas de relojes en los bolsillos de los chalecos. Mecanismos automáticos de una precisión cibernética.
Decidió tomar el aire, antes de recogerse en el 19 de la calle Berggasse.
Y así, con la falsa sobriedad aristocrática de un anarquista que deja atrás un acto de sabotaje, depositó la cucharilla sobre la mesa de mármol, se levantó, colocó la silla de tal forma que no interfiriera el paso y, tras tomar el sombrero del perchero, abandonó la cafetería para sortear los primeros jirones de la niebla nocturna. Nunca antes la ciudad le había parecido tan irreal.
Afuera, en la Ringstraße, el ímpetu de hierro y electricidad de los tranvías apuntaba ya al futuro, hacia aquel porvenir donde todos se convertirían, sin remedio, en un dios con prótesis.

6.7
31,861
7
12 de febrero de 2017
12 de febrero de 2017
12 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todo lo que entregamos nos es devuelto, de una manera o de otra.
En un camino circular, principio y final carecen de sentido.
El pequeño Chiron, con tan sólo nueve años, ve en Juan el adulto que un día será. Juan, que está al frente de una banda que distribuye drogas en un barrio marginal de Miami, rescata a Chiron de un episodio de acoso escolar. No es la primera vez que sufre ‘bullying’; no será la última. Los motivos se irán revelando. En esta ocasión, Chiron se había escondido en una casa abandonada, antiguo refugio de drogadictos. Juan se abre paso hasta él, arrancado el panel de madera de una ventana tapiada, y le insta a salir. A partir de ese momento, el exterior se muestra diferente a los ojos del niño. Ahora, allí afuera, además de incomprensión, además de una solitaria madre enganchada al ‘crack’ e incapaz de amar, está Juan.
En un camino circular, principio y final carecen de sentido.
El pequeño Chiron, con tan sólo nueve años, ve en Juan el adulto que un día será. Juan, que está al frente de una banda que distribuye drogas en un barrio marginal de Miami, rescata a Chiron de un episodio de acoso escolar. No es la primera vez que sufre ‘bullying’; no será la última. Los motivos se irán revelando. En esta ocasión, Chiron se había escondido en una casa abandonada, antiguo refugio de drogadictos. Juan se abre paso hasta él, arrancado el panel de madera de una ventana tapiada, y le insta a salir. A partir de ese momento, el exterior se muestra diferente a los ojos del niño. Ahora, allí afuera, además de incomprensión, además de una solitaria madre enganchada al ‘crack’ e incapaz de amar, está Juan.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Juan comprende la conexión circular establecida con aquel niño. Chiron no deja de ser él, de alguna manera. Juan también sufrió el desafecto de su madre. Ahora, el pequeño Chiron se presenta como una posibilidad de cambiar el pasado. Una posibilidad que se verá pronto cercenada. Juan tomará conciencia del camino circular del cual forma parte junto a aquel niño. Chiron será, un día, él. Esta toma de conciencia se produce en dos de las escenas más descarnadas de la película.
En la primera, Paula, la madre, le descerraja a bocajarro a Juan: “¿Tú vas a criar a mi hijo? No, tú vas a seguir vendiéndome droga”.
En la segunda, Juan afronta las dos cuestiones que le lanza el pequeño Chiron. La verdad es la única salida. La verdad es árida, compacta, simple. Él responde “sí” las dos veces. Luego se derrumba.
Son dos escenas donde Mahershala Ali actúa con extrema sensibilidad y contención. Excepcional. El trabajo del director y guionista Barry Jenkins con cada uno de los actores es sobresaliente. Los personajes de Moonlight calan bien dentro del espectador. Lo dicho, excepcional. Por cierto, afroamericanos, cubanos…, aquí el color de la piel los protagonistas es negra.
Sigamos. La película se articula en tres actos, que corresponden a diferentes periodos de la vida de Chiron: niñez, adolescencia y madurez. El paso del tiempo no se marca de manera especial, en concordancia con el planteamiento circular de la historia. El tema de la homosexualidad se presenta en el primer acto pero es en el segundo donde pivota de manera fundamental hacia su consagración final, en un tercer acto que resuelve y, quizá, proyecte su desvío al círculo trazado.
La homosexualidad de Chiron es, desde mi punto de vista, aquello que lo diferencia de Juan. Sin embargo, no es algo que los separe. Al contrario.
“Aquí, estás en tu propio mundo”, le dice Juan al pequeño Chiron mientras le enseña a nadar en la aguas del océano. Escena bautismal, relacionada luego a nivel sexual en el segundo acto. Tras la lección, Juan le cuenta una incidente de su niñez. Un relato que le da sentido al título de la película: bajo la luz de la luna todo parece azul. Por cierto, cuidada composición a la hora de elegir los tonos y colores en la pantalla. La paleta de James Laxton, director de fotografía, aporta mucho contenido dramático. Un acierto.
Chiron se reconoce en Juan –de hecho, ya de mayor, se gana la vida como ‘dealer’– pero su corazón…, éste se reconoce en Kevin, su compañero de colegio. Él encarna el amor puro, redentor, eterno e incondicional, pues debe sobrevivir en un entorno que lo niega. Quizá, aquí, Barry Jenkins peca de cierto idealismo. También resulta excesivamente moralizante la última aparición de la madre; una escena en la que, eso sí, se luce Naomie Harris. Además, se percibe cierta falta de sincronía general entre la tensión y el ritmo narrativo, que lastra algunas secuencias. En todo caso, ninguna de estas consideraciones hacen mella en la sinceridad de la película. Es más, ayudan a poner el foco en el amor, ese sentimiento pausado pero firme, herramienta con la cual Chiron afrontará la posibilidad de un nuevo destino.
Todo lo que entregamos –sea violencia, sea amor– nos es devuelto, de una manera o de otra.
En un camino circular, principio y final carecen de sentido; hasta que finalmente aceptamos nuestra finitud y abordamos entonces ese desvío, esa senda no marcada que un día habrá de finalizar. Somos, entonces, libres. Y plenos, como busca serlo al final Chiron.
Más críticas diferentes en:
https://unacriticadiferente.wordpress.com/
En la primera, Paula, la madre, le descerraja a bocajarro a Juan: “¿Tú vas a criar a mi hijo? No, tú vas a seguir vendiéndome droga”.
En la segunda, Juan afronta las dos cuestiones que le lanza el pequeño Chiron. La verdad es la única salida. La verdad es árida, compacta, simple. Él responde “sí” las dos veces. Luego se derrumba.
Son dos escenas donde Mahershala Ali actúa con extrema sensibilidad y contención. Excepcional. El trabajo del director y guionista Barry Jenkins con cada uno de los actores es sobresaliente. Los personajes de Moonlight calan bien dentro del espectador. Lo dicho, excepcional. Por cierto, afroamericanos, cubanos…, aquí el color de la piel los protagonistas es negra.
Sigamos. La película se articula en tres actos, que corresponden a diferentes periodos de la vida de Chiron: niñez, adolescencia y madurez. El paso del tiempo no se marca de manera especial, en concordancia con el planteamiento circular de la historia. El tema de la homosexualidad se presenta en el primer acto pero es en el segundo donde pivota de manera fundamental hacia su consagración final, en un tercer acto que resuelve y, quizá, proyecte su desvío al círculo trazado.
La homosexualidad de Chiron es, desde mi punto de vista, aquello que lo diferencia de Juan. Sin embargo, no es algo que los separe. Al contrario.
“Aquí, estás en tu propio mundo”, le dice Juan al pequeño Chiron mientras le enseña a nadar en la aguas del océano. Escena bautismal, relacionada luego a nivel sexual en el segundo acto. Tras la lección, Juan le cuenta una incidente de su niñez. Un relato que le da sentido al título de la película: bajo la luz de la luna todo parece azul. Por cierto, cuidada composición a la hora de elegir los tonos y colores en la pantalla. La paleta de James Laxton, director de fotografía, aporta mucho contenido dramático. Un acierto.
Chiron se reconoce en Juan –de hecho, ya de mayor, se gana la vida como ‘dealer’– pero su corazón…, éste se reconoce en Kevin, su compañero de colegio. Él encarna el amor puro, redentor, eterno e incondicional, pues debe sobrevivir en un entorno que lo niega. Quizá, aquí, Barry Jenkins peca de cierto idealismo. También resulta excesivamente moralizante la última aparición de la madre; una escena en la que, eso sí, se luce Naomie Harris. Además, se percibe cierta falta de sincronía general entre la tensión y el ritmo narrativo, que lastra algunas secuencias. En todo caso, ninguna de estas consideraciones hacen mella en la sinceridad de la película. Es más, ayudan a poner el foco en el amor, ese sentimiento pausado pero firme, herramienta con la cual Chiron afrontará la posibilidad de un nuevo destino.
Todo lo que entregamos –sea violencia, sea amor– nos es devuelto, de una manera o de otra.
En un camino circular, principio y final carecen de sentido; hasta que finalmente aceptamos nuestra finitud y abordamos entonces ese desvío, esa senda no marcada que un día habrá de finalizar. Somos, entonces, libres. Y plenos, como busca serlo al final Chiron.
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