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Críticas ordenadas por utilidad
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8
27 de noviembre de 2018
27 de noviembre de 2018
52 de 65 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si en La grande bellezza (2012) Paolo Sorrentino y su habitual director de fotografía, Luca Bigazzi, se recreaban de un modo barroco con el barroquismo romano (en todos sus sentidos: Italia, el país de las pasiones; el país de la abundancia; Roma, la ciudad barroca por excelencia) en Silvio (y los otros) (2018), la versión comercializada internacionalmente en una única cinta que aúna las dos partes ideadas por el director, la estética es rococó. Es un paso más en el ideario sorrentinesco: un estilo que ladea entre la genialidad cinematográfica y lo hortera (kitsch), entre la hiperestetización de la imagen y el retrato del vacío. Aquí pasa la raya y para retratar no sólo a Berlusconi sino al mundo que rodea la figura de Berlusconi ("loro") (y que en palabras del ex-primer ministro aquí “es exactamente igual que él”) se sirve de una estética videoclip que percorre toda la cinta, de un abierto horterismo que coquetea de manera absoluta con el sentido del ridículo. Podríamos decir que si Spring Breakers (2012) fue el videoclip más largo de su año, Silvio (y los otros) es el videoclip más largo de 2018 (sin las connotaciones negativas que los puristas podrían darle al término “videoclip”): sobre una figura fundamental para la historia política italiana que forma parte ya del ideario colectivo de político corrupto rico que abusa de su posición de poder para hacer, básicamente, lo que le venga en gana: un ejemplo paradigmático de lo que puede derivar de la política institucional y que también conocemos en España, aunque de iconografía más abstracta.
Es una película abiertamente asimétrica y posmoderna en tanto cuanto abandona el esquema tradicional para perderse en una repetición pseudo-caótica de escenas que representan la nadería (el vacío) del patriarcado y del capital italiano (y de “sus mujeres”). El personaje de Sergio Morra (que podríamos considerar co-protagonista) no va a ninguna parte y Silvio realmente tampoco. Podríamos tomarlo como una versión menor del mismo Silvio y como meramente un ejemplo más de esa “alta sociedad patriarcal”. Una repetición sin fin de escenas pasadas dos o tres veces por posproducción (el autotune cinematográfico) que retratan, a grandes rasgos, una y otra vez lo mismo: hombres ricos abusando de su posición de poder cuya ambición es ser más ricos y tener más poder (y cuando ya no se puede: ¿qué queda? ¿cuál es la diferencia entre Morra y Silvio?) y mujeres (hipersexualizadas) que prostituyéndose y usando la seducción aspiran a ser cómplices de eso, con alguna salvedad. Sorrentino no muestra crítica en ningún momento: simplemente enseña. Y quizás esa hipersexualización de la mujer (y la banalización completa y absoluta de su carácter, la supeditación al hombre) se deban a que la cámara nos está enseñando el reflejo del ego de Silvio, su propia visión de su mundo y de sí mismo. Por eso no podemos sino referirnos a los hombres ricos que pueblan esta cinta como “patriarcado del capitalismo”: hombres ricos que usan a mujeres que aceptan ese rol o que, por necesidad, no pueden sino aceptarlo. Puede que lo asimétrico, caótico y repetitivo de esta cinta sea fruto, en parte, de la necesidad de generar una versión unitaria de Loro I y Loro II. Festival estético hacia ningún lado, que huye de los convencionalismos narrativos y de los personajes con principio y fin y del centro narrativo para habitar sus bordes.
El trabajo interpretativo de Toni Servillo es magistral: el grado de mímesis y ensimismamiento con su personaje es tal que a partir de ahora, para mí, Berlusconi tiene su cara y su bótox es el suyo aquí y no el de él. Brillante. Si no es la mejor interpretación de este año que inventen más premios y si no es de lo mejor que veremos en los próximos años ¡qué suerte la nuestra! Al nivel del mejor Joaquin Phoenix o Daniel Day-Lewis.
Ese peculiar ladeo sorrentinesco en el tratamiento de la imagen, junto a su habitual genialidad para retratar personajes de la alta sociedad y entornos donde “la nada” sobrevuela, hace de Silvio (y los otros) un peculiar cóctel que busca épater al espectador afín a los convencionalismos con escenas tan inverosímiles como las de una desorbitante fiesta privada en la que “caramelos” con forma de caras deformadas al modo de Francis Bacon o de su sucesor cinematográfico en este ámbito, David Lynch (véase Ant Head (2018), su último trabajo), irrumpen en pantalla como las ranas en la peculiar Magnolia (1999). La última escena es, simplemente, una maravilla: el mejor cierre posible.
Es una película abiertamente asimétrica y posmoderna en tanto cuanto abandona el esquema tradicional para perderse en una repetición pseudo-caótica de escenas que representan la nadería (el vacío) del patriarcado y del capital italiano (y de “sus mujeres”). El personaje de Sergio Morra (que podríamos considerar co-protagonista) no va a ninguna parte y Silvio realmente tampoco. Podríamos tomarlo como una versión menor del mismo Silvio y como meramente un ejemplo más de esa “alta sociedad patriarcal”. Una repetición sin fin de escenas pasadas dos o tres veces por posproducción (el autotune cinematográfico) que retratan, a grandes rasgos, una y otra vez lo mismo: hombres ricos abusando de su posición de poder cuya ambición es ser más ricos y tener más poder (y cuando ya no se puede: ¿qué queda? ¿cuál es la diferencia entre Morra y Silvio?) y mujeres (hipersexualizadas) que prostituyéndose y usando la seducción aspiran a ser cómplices de eso, con alguna salvedad. Sorrentino no muestra crítica en ningún momento: simplemente enseña. Y quizás esa hipersexualización de la mujer (y la banalización completa y absoluta de su carácter, la supeditación al hombre) se deban a que la cámara nos está enseñando el reflejo del ego de Silvio, su propia visión de su mundo y de sí mismo. Por eso no podemos sino referirnos a los hombres ricos que pueblan esta cinta como “patriarcado del capitalismo”: hombres ricos que usan a mujeres que aceptan ese rol o que, por necesidad, no pueden sino aceptarlo. Puede que lo asimétrico, caótico y repetitivo de esta cinta sea fruto, en parte, de la necesidad de generar una versión unitaria de Loro I y Loro II. Festival estético hacia ningún lado, que huye de los convencionalismos narrativos y de los personajes con principio y fin y del centro narrativo para habitar sus bordes.
El trabajo interpretativo de Toni Servillo es magistral: el grado de mímesis y ensimismamiento con su personaje es tal que a partir de ahora, para mí, Berlusconi tiene su cara y su bótox es el suyo aquí y no el de él. Brillante. Si no es la mejor interpretación de este año que inventen más premios y si no es de lo mejor que veremos en los próximos años ¡qué suerte la nuestra! Al nivel del mejor Joaquin Phoenix o Daniel Day-Lewis.
Ese peculiar ladeo sorrentinesco en el tratamiento de la imagen, junto a su habitual genialidad para retratar personajes de la alta sociedad y entornos donde “la nada” sobrevuela, hace de Silvio (y los otros) un peculiar cóctel que busca épater al espectador afín a los convencionalismos con escenas tan inverosímiles como las de una desorbitante fiesta privada en la que “caramelos” con forma de caras deformadas al modo de Francis Bacon o de su sucesor cinematográfico en este ámbito, David Lynch (véase Ant Head (2018), su último trabajo), irrumpen en pantalla como las ranas en la peculiar Magnolia (1999). La última escena es, simplemente, una maravilla: el mejor cierre posible.

6.8
11,349
8
12 de octubre de 2019
12 de octubre de 2019
42 de 48 usuarios han encontrado esta crítica útil
El espectador de 'Trono de sangre' (1957) no se creía ver al bosque caminar. Esa toma, parte del conjunto de la última escena del filme, entronca directamente con el brillante inicio de 'O que arde'. Oliver Laxe elige filmar los eucaliptos cayendo desde un punto de vista alto, desde el esteticismo; el espectador no ve qué está sucediendo, de este modo, el director 'personifica' la naturaleza, le da vida al bosque. Esto no es sino una declaración de intenciones: el rural gallego como un personaje más.
Oliver Laxe es, como Akira Kurosawa y Andrei Tarkovski, un mediador cinematográfico y sublime de lo natural. En la presentación de la película en NUMAX (Santiago de Compostela) el director sostuvo que "a beleza agóchase e hai que atopala": cuando la lluvia, el viento, la niebla y el bosque aparecen, fílmicamente, vivos y a la vez dirigidos, te das cuenta de que estás ante una mirada única. Si, como rezó la estética del Romanticismo, uno de los papeles del artista es hacer de médium entre la divinidad y la naturaleza (o entre la belleza y la naturaleza), reconciliándolas mediante el arte, el cine de Laxe es un gran poema panteísta y animista y él un 'demiurgo' de la estética natural de Galicia: de lo ya-dado un mosaico, una obra gallega por antonomasia.
Sin embargo, 'O que arde' no es sólo una escultura del espacio y una retórica adecuada, un uso de la imagen brillante, sino la 'tipicidad' del carácter rural, casi un estudio etnográfico y sociológico de vocación realista sobre sus relaciones, alejado de lo frenético de la ciudad, de las junglas de asfalto y del ruido constante. El campo son silencios largos y sonidos encontrados, una idiosincrasia distinta, como sugirió el mismo Laxe en la sala. La dicotomía rural-ciudad, rural-modernidad, está presente en diálogos y en detalles.
Amador y Benedita se interpretan aquí a sí mismos en un alarde de naturalidad. Amador se expresa mediante 'susurros' y silencios: el espectador debe intrepretar lo que dice y lo que no; un personaje sugerente que invita a pensar sobre la imposibilidad de pedir perdón, de redimirte de tus actos. Por otra parte, Benedita parece funcionar como 'universal concreto' de anciana-gallega-rural, aquel personaje que, expresándose a sí mismo, habla de un carácter y, sobre todo, de una historia y una biografía comunes a vivir sobre unas condiciones materiales tan características. El rural-urbano son antagónicos y sus reglas también lo son.
Oliver Laxe es, como Akira Kurosawa y Andrei Tarkovski, un mediador cinematográfico y sublime de lo natural. En la presentación de la película en NUMAX (Santiago de Compostela) el director sostuvo que "a beleza agóchase e hai que atopala": cuando la lluvia, el viento, la niebla y el bosque aparecen, fílmicamente, vivos y a la vez dirigidos, te das cuenta de que estás ante una mirada única. Si, como rezó la estética del Romanticismo, uno de los papeles del artista es hacer de médium entre la divinidad y la naturaleza (o entre la belleza y la naturaleza), reconciliándolas mediante el arte, el cine de Laxe es un gran poema panteísta y animista y él un 'demiurgo' de la estética natural de Galicia: de lo ya-dado un mosaico, una obra gallega por antonomasia.
Sin embargo, 'O que arde' no es sólo una escultura del espacio y una retórica adecuada, un uso de la imagen brillante, sino la 'tipicidad' del carácter rural, casi un estudio etnográfico y sociológico de vocación realista sobre sus relaciones, alejado de lo frenético de la ciudad, de las junglas de asfalto y del ruido constante. El campo son silencios largos y sonidos encontrados, una idiosincrasia distinta, como sugirió el mismo Laxe en la sala. La dicotomía rural-ciudad, rural-modernidad, está presente en diálogos y en detalles.
Amador y Benedita se interpretan aquí a sí mismos en un alarde de naturalidad. Amador se expresa mediante 'susurros' y silencios: el espectador debe intrepretar lo que dice y lo que no; un personaje sugerente que invita a pensar sobre la imposibilidad de pedir perdón, de redimirte de tus actos. Por otra parte, Benedita parece funcionar como 'universal concreto' de anciana-gallega-rural, aquel personaje que, expresándose a sí mismo, habla de un carácter y, sobre todo, de una historia y una biografía comunes a vivir sobre unas condiciones materiales tan características. El rural-urbano son antagónicos y sus reglas también lo son.

7.6
9,661
Animación
9
1 de enero de 2015
1 de enero de 2015
15 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cuento de la princesa Kaguya (Kaguya-hime no monogatari, en su título en japonés, 2013), la, confirmada por el propio director, última película de Isao Takahata, co-fundador de Studio Ghibli junto a su amigo Hayao Miyazaki, otro mítico director de la historia del cine japonés más reciente, quien también ha anunciado el cese de producción de largometrajes este mismo año, está inspirada en un cuento japonés de finales del siglo IX: El cortador de bambú, de autoría anónima y considerada una de las piezas más míticas de la historia de la literatura nipona, al estar hablando de la primera pieza de ficción de la que se tiene constancia y precursora absoluta de toda la literatura de ficción posterior en el mismo país, un mito que ha dado lugar incluso al nacimiento de las erupciones del mítico Monte Fuji, según el folclore japonés, cuando la princesa Kaguya se enfada.
Narra la historia de un anciano campesino que encuentra a una recién nacida dentro de un tallo de bambú que brilla en medio de la montaña y quien, junto a su mujer, decide adoptarla como si fuera su propia hija e intentar hacerla feliz. Poco a poco, el destino de esta mujer y el papel que debe ejercer en el mundo van destapándose…
La protagonista de esta historia es Kaguya (literalmente “Luz Brillante”), un personaje bondadoso, de sabiduría casi-divina y, sobre todo, muy humano, que se ve fuertemente influenciado durante toda la cinta por los intereses de sus allegados y no por los de ella misma, haciendo que su (rápido) crecimiento tanto físico como mental se vean muy influenciados por decisiones que ella misma no ha decidido seguir.
Aunque a primera vista pueda parecer una historia bastante simple, lo cual sería consecuentemente lógico teniendo en cuenta que se basa en una obra literaria muy prematura, lo cierto es que cuenta con varias lecturas y personajes cuya complejidad puede llegar a sorprender. Puede leerse desde dos prismas: el primero, una parábola existencialista que busca hablarnos sobre la vida, sobre cómo vivirla como uno mismo desea, y no como una sociedad nos dicte (también, como en muchas otras producciones de Studio Ghibli, el mensaje podría llevarnos por caminos naturalistas, aunque en este caso es una lectura que no comparto, pues se centra en lo que Kaguya quiere y no en que Kaguya tenga apego hacia una vida más primitiva y rural). Y es que la película se dedica a diseccionar los arquetipos aristócratas propios del Japón feudal desde un punto de vista irónico, destacando la vacuidad del sistema, enseñándonos que, al fin y al cabo, sus ideales no valen nada y están sujetos a un mundo donde reinan las apariencias y los protocolos; contraponiendo esto a la infancia de Kaguya en el campo, en la que absolutamente todo era más vital y las personas vivían en unas circunstancias muchísimo más humanas. El segundo prisma desde el que podemos analizar la película: el punto de vista del padre de Kaguya (incluso también su madre, aunque en menor medida, pues funciona más de apoyo entre personajes que como entidad propia). Un hombre que recibe una niña por gracia divina, una hija que de forma biológica no podría haber tenido, una mujer que pasa a ser el eje de su existencia, haciendo que todas sus decisiones y acciones pasen a un supuesto beneficio de ella, aunque él mismo, ignorante, cometa el error de dejarse llevar por ese sistema vacío que es la nobleza, centrándose en la idea de que lo más importante en la vida y el secreto de la verdadera felicidad está en la riqueza o en casar a su hija con un hombre, cuanto más importante mejor.
Dejando de lado su historia, uno de los aspectos que más destaca de la película, tanto antes como después de verla, es su estética. Isao Takahata vuelve a incidir en el estilo pictórico de su anterior y poco conocida obra Mis vecinos los Yamada (Hôhokekyo Tonari no Yamada-kun, 1999), aunque mucho más depurado y perfeccionista; y a reivindicar la animación tradicional, como siempre desde Studio Ghibli, en unos tiempos donde no abunda precisamente entre los grandes estudios de animación a nivel mundial. El cuento de la princesa Kaguya es una película cuya realización y puesta a punto ha durado alrededor de siete años, todos y cada uno de ellos dedicados a dibujar a mano miles de fotogramas, con un resultado, obviamente, fantástico.
Aunque en un primer análisis este estilo pudiese parecer torpe o molesto a la hora de narrar correctamente la historia, lo cierto es que la “estética cuento”, al final, acaba metiéndote más en la obra. La expresividad que logra la imagen gracias a los retazos pictóricos, por momentos impresionistas, es muy, muy difícil de conseguir. Quizás suene a típica frase sin sentido para encumbrar películas con un buen tratado visual, pero ciertos fragmentos son cuadros en movimiento, al más puro estilo de Aleksandr Petrov (El viejo y el mar, 1999) o el ya póstumo Frédéric Back (El hombre que plantaba árboles, 1987), amigo íntimo de Isao Takahata y una de las primeras personas en disfrutar El cuento de la princesa Kaguya, unos meses antes de su muerte: dos magos de la animación al óleo con un trabajo puramente artesanal.
*Sigue en "spoiler" sin spoilers*
Narra la historia de un anciano campesino que encuentra a una recién nacida dentro de un tallo de bambú que brilla en medio de la montaña y quien, junto a su mujer, decide adoptarla como si fuera su propia hija e intentar hacerla feliz. Poco a poco, el destino de esta mujer y el papel que debe ejercer en el mundo van destapándose…
La protagonista de esta historia es Kaguya (literalmente “Luz Brillante”), un personaje bondadoso, de sabiduría casi-divina y, sobre todo, muy humano, que se ve fuertemente influenciado durante toda la cinta por los intereses de sus allegados y no por los de ella misma, haciendo que su (rápido) crecimiento tanto físico como mental se vean muy influenciados por decisiones que ella misma no ha decidido seguir.
Aunque a primera vista pueda parecer una historia bastante simple, lo cual sería consecuentemente lógico teniendo en cuenta que se basa en una obra literaria muy prematura, lo cierto es que cuenta con varias lecturas y personajes cuya complejidad puede llegar a sorprender. Puede leerse desde dos prismas: el primero, una parábola existencialista que busca hablarnos sobre la vida, sobre cómo vivirla como uno mismo desea, y no como una sociedad nos dicte (también, como en muchas otras producciones de Studio Ghibli, el mensaje podría llevarnos por caminos naturalistas, aunque en este caso es una lectura que no comparto, pues se centra en lo que Kaguya quiere y no en que Kaguya tenga apego hacia una vida más primitiva y rural). Y es que la película se dedica a diseccionar los arquetipos aristócratas propios del Japón feudal desde un punto de vista irónico, destacando la vacuidad del sistema, enseñándonos que, al fin y al cabo, sus ideales no valen nada y están sujetos a un mundo donde reinan las apariencias y los protocolos; contraponiendo esto a la infancia de Kaguya en el campo, en la que absolutamente todo era más vital y las personas vivían en unas circunstancias muchísimo más humanas. El segundo prisma desde el que podemos analizar la película: el punto de vista del padre de Kaguya (incluso también su madre, aunque en menor medida, pues funciona más de apoyo entre personajes que como entidad propia). Un hombre que recibe una niña por gracia divina, una hija que de forma biológica no podría haber tenido, una mujer que pasa a ser el eje de su existencia, haciendo que todas sus decisiones y acciones pasen a un supuesto beneficio de ella, aunque él mismo, ignorante, cometa el error de dejarse llevar por ese sistema vacío que es la nobleza, centrándose en la idea de que lo más importante en la vida y el secreto de la verdadera felicidad está en la riqueza o en casar a su hija con un hombre, cuanto más importante mejor.
Dejando de lado su historia, uno de los aspectos que más destaca de la película, tanto antes como después de verla, es su estética. Isao Takahata vuelve a incidir en el estilo pictórico de su anterior y poco conocida obra Mis vecinos los Yamada (Hôhokekyo Tonari no Yamada-kun, 1999), aunque mucho más depurado y perfeccionista; y a reivindicar la animación tradicional, como siempre desde Studio Ghibli, en unos tiempos donde no abunda precisamente entre los grandes estudios de animación a nivel mundial. El cuento de la princesa Kaguya es una película cuya realización y puesta a punto ha durado alrededor de siete años, todos y cada uno de ellos dedicados a dibujar a mano miles de fotogramas, con un resultado, obviamente, fantástico.
Aunque en un primer análisis este estilo pudiese parecer torpe o molesto a la hora de narrar correctamente la historia, lo cierto es que la “estética cuento”, al final, acaba metiéndote más en la obra. La expresividad que logra la imagen gracias a los retazos pictóricos, por momentos impresionistas, es muy, muy difícil de conseguir. Quizás suene a típica frase sin sentido para encumbrar películas con un buen tratado visual, pero ciertos fragmentos son cuadros en movimiento, al más puro estilo de Aleksandr Petrov (El viejo y el mar, 1999) o el ya póstumo Frédéric Back (El hombre que plantaba árboles, 1987), amigo íntimo de Isao Takahata y una de las primeras personas en disfrutar El cuento de la princesa Kaguya, unos meses antes de su muerte: dos magos de la animación al óleo con un trabajo puramente artesanal.
*Sigue en "spoiler" sin spoilers*
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El cuento de la princesa Kaguya supone la consagración de Isao Takahata como uno de los mejores directores de animación de los últimos tiempos y uno de los mayores acercamientos recientes a los códigos aristócratas del Japón feudal desde la época dorada del cine japonés, de los Kenji Mizoguchi (director del que, por cierto, no cuesta mucho acordarse durante la película: tanto a términos narrativos como guionísticos) o los Akira Kurosawa. El batacazo en la taquilla japonesa fue gordo y, probablemente, a nivel internacional no tenga la atención que posiblemente merezca, lo que es totalmente normal, por otra parte. Lo que está claro es que, haya sido un fracaso comercial o no, el tiempo la pondrá en su lugar como una de las mejores películas animadas de lo que va de siglo y un ejercicio de CINE con maýusculas de Takahata, un director que, en mi opinión, toca techo en sus propias aptitudes con ésta, su mejor película.
Documental

7.8
1,413
8
25 de octubre de 2017
25 de octubre de 2017
13 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siguiendo la estela de aquel crítico americano que había dicho algo así como "Amanecer (Murnau, 1927) despliega más fantasía en sus movimientos de cámara que una semana de MTV" actualizamos a "Louis Lumière encuadraba y planificaba mejor los movimientos de cámara con un cacharro de quince kilos que tú con tu smartphone de aptitud fotográfica futurista". ¡Qué estética, qué panorámicas! No es para menos, teniendo como referentes compositivos a Cézanne o a Renoir; y a evocar encuadres de Degas o pinceladas de Turner. Los Lumière leyeron con mucha audacia su propio tiempo, con la misma audacia que los antes citados, que ya es suficiente halago,¡pero ellos lo filmaron!
Resume Boyero el planteamiento de cada una de las películas de los Lumière, de no más de 50 segundos, un rollo de celuloide, como: "¿qué quiero contar? ¿cómo lo quiero contar? ¿dónde debe ir la cámara". Es el propio Frémaux quien se encarga de recordarnos mediante la voz en off, durante la proyección de las 108 obras que conforman esta película, las habilidades y las innovaciones que desarrollaron los Lumière con su propio invento, para quienes acusan que ellos mismos no creían demasiado en él, o para quienes se creyeron -entre los que me incluyo- que fueron brillantes "técnicos", "inventores" pero no "artistas", "directores" o "realizadores". Y si a ese recordatorio sumamos el brillante trabajo de restauración, el volver a poner al alcance del público obras mitológicas como "Llegada del tren a la estación" o "Salida de los obreros de la fábrica" en una sala de cine, la experiencia se vuelve única. El mayor logro de Frémaux en este documental es recrear la obra de los Lumière desde la óptica de la historia del cine y desde la modernidad, comparando algunos recursos de su trabajo con el de otras leyendas del celuloide: la cámara baja de Ozu, planos que “inventaría” luego Griffith o tanteos precoces con la profundidad de campo y el poder narrativo de este recurso.
Ni los Lumière ni su equipo técnico pudieron imaginar los límites de su invento. En favor de la ficción, del documental, del experimental y de sus derivados en el siglo XX. Por no hablar de su importancia para el devenir del arte, de la historia o su aportación primordial a la era de los medios de comunicación de masas.
¡Y como todo acercamiento romántico a la historia del cine francés, desde Francia, por pequeño que sea, la hay: rajada a Thomas Edison! ¡La novedad está en que no sólo lanza la piedra Frémaux, también los Lumière! ¡Qué viva el cine!
Resume Boyero el planteamiento de cada una de las películas de los Lumière, de no más de 50 segundos, un rollo de celuloide, como: "¿qué quiero contar? ¿cómo lo quiero contar? ¿dónde debe ir la cámara". Es el propio Frémaux quien se encarga de recordarnos mediante la voz en off, durante la proyección de las 108 obras que conforman esta película, las habilidades y las innovaciones que desarrollaron los Lumière con su propio invento, para quienes acusan que ellos mismos no creían demasiado en él, o para quienes se creyeron -entre los que me incluyo- que fueron brillantes "técnicos", "inventores" pero no "artistas", "directores" o "realizadores". Y si a ese recordatorio sumamos el brillante trabajo de restauración, el volver a poner al alcance del público obras mitológicas como "Llegada del tren a la estación" o "Salida de los obreros de la fábrica" en una sala de cine, la experiencia se vuelve única. El mayor logro de Frémaux en este documental es recrear la obra de los Lumière desde la óptica de la historia del cine y desde la modernidad, comparando algunos recursos de su trabajo con el de otras leyendas del celuloide: la cámara baja de Ozu, planos que “inventaría” luego Griffith o tanteos precoces con la profundidad de campo y el poder narrativo de este recurso.
Ni los Lumière ni su equipo técnico pudieron imaginar los límites de su invento. En favor de la ficción, del documental, del experimental y de sus derivados en el siglo XX. Por no hablar de su importancia para el devenir del arte, de la historia o su aportación primordial a la era de los medios de comunicación de masas.
¡Y como todo acercamiento romántico a la historia del cine francés, desde Francia, por pequeño que sea, la hay: rajada a Thomas Edison! ¡La novedad está en que no sólo lanza la piedra Frémaux, también los Lumière! ¡Qué viva el cine!

7.3
1,624
9
16 de noviembre de 2016
16 de noviembre de 2016
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
El J-Horror es un subgénero del de terror, exclusivamente japonés, que se recrea en la aparición de espíritus o fantasmas propios de su folclore. Aunque fue popularizado en la década de los noventa, debido a la expectación que causó The Ring (1998) en el público occidental, lo cierto es que este tipo de relatos en el ámbito cinematográfico son más bien viejos (y en el caso literario debemos remontarnos al propio medievo nipón con los cuentos "kaidan"). Aquí, dirige Kaneto Shindo, uno de sus maestros absolutos, y uno de los mejores cineastas japoneses del siglo pasado.
Sin inventar ninguna fórmula y como ya hiciera antaño con Onibaba (1964), considerada por muchos su mejor obra, Shinto nos deleita con una historia de las mismas características: ubicada en las cercanías de la puerta de Rashomon (que da paso a Kyoto y que nos recuerda al maestro Kurosawa) y desarrollada temporalmente durante una época aparentemente indeterminada del período feudal japonés, hacia la época de guerras entre clanes. En ambas, Shindo se recrea en las características que lo hacen ser un director único: la estética tenebrista y la recreación, mediante ella, de una atmósfera profundamente fantasmagórica y fascinante. Nadie hace eso mejor que él.
Abre la película con una escena de extrema solemnidad: un plano fijo por el que vemos llegar a unos samuráis. Cuando ha acabado una de las mejores escenas de la propia cinta, nos damos cuenta de que no se ha dicho una sola palabra. Se deleita en el ritmo, en su propia narrativa. Los samuráis sudan, el sol les abrasa; cuando se cierra la cinta, nieva y lo que nos queda es una reflexión, una escena inquietante e ilusoria.
En un análisis superficial, nos encontramos a mujeres campesinas (doblemente damnificadas) esperando la llegada de su marido, un campesino que vuelve convertido en un honorable guerrero. El campesino, que vivió fuera de casa durante años, a causa de la guerra, sólo piensa en regresar y volver a ver a su mujer y a su madre, pero tampoco lo consigue. La guerra no ha beneficiado a nadie, y sólo ha causado desunión y sufrimiento. Esto parece querer decirnos Shindo, que ya se reiteró bajo el mismo contexto belicoso en la antes mentada Onibaba.
En otro más profundo, podemos ver cómo Shindo trata el sometimiento de los campesinos en el feudalismo frente a los señores (líderes de los clanes), que son protegidos por los samuráis (aparentemente guerreros honorables). El tipo de samurai que se ve en el filme sólo sigue órdenes del señor, pese a no ser de su agrado o ir en contra de su voluntad, y en algunos casos, se convierten incluso en depredadores bandoleros que, ante la penuria de la guerra, asaltan a campesinos y los tratan a su gusto. Parece que el único fin de este guerrero es obtener reputación y, una vez conseguida, mantenerla a toda costa: cuestión de honor. En el estamento más privilegiado, el señor, que, pasando por encima de cualquier ciudadano, sólo busca su propio beneficio, llegando a la invención de heroicidades en su figura en pos de mantener su status. Una muestra de las relaciones estamentales (durante la guerra), donde premia el egoísmo, el afán por sobrevivir y por subir en la escala social. En medio de eso, conceptos como el amor que, sin llegar a salvarlo todo, maquillan mucho el alma humana.
Es una completa espiral de horror. En definitiva, un J-Horror con la mejor estética y con una historia que bien podría ser un drama griego, donde, al final, sólo queda desazón y sufrimiento, pese a todo.
Crítica publicada originalmente el 16/09/2016 en http://cuentosdelalunapalidadeagosto.blogspot.com.es/2016/11/el-gato-negro-kuroneko-1968-de-kaneto.html
Sin inventar ninguna fórmula y como ya hiciera antaño con Onibaba (1964), considerada por muchos su mejor obra, Shinto nos deleita con una historia de las mismas características: ubicada en las cercanías de la puerta de Rashomon (que da paso a Kyoto y que nos recuerda al maestro Kurosawa) y desarrollada temporalmente durante una época aparentemente indeterminada del período feudal japonés, hacia la época de guerras entre clanes. En ambas, Shindo se recrea en las características que lo hacen ser un director único: la estética tenebrista y la recreación, mediante ella, de una atmósfera profundamente fantasmagórica y fascinante. Nadie hace eso mejor que él.
Abre la película con una escena de extrema solemnidad: un plano fijo por el que vemos llegar a unos samuráis. Cuando ha acabado una de las mejores escenas de la propia cinta, nos damos cuenta de que no se ha dicho una sola palabra. Se deleita en el ritmo, en su propia narrativa. Los samuráis sudan, el sol les abrasa; cuando se cierra la cinta, nieva y lo que nos queda es una reflexión, una escena inquietante e ilusoria.
En un análisis superficial, nos encontramos a mujeres campesinas (doblemente damnificadas) esperando la llegada de su marido, un campesino que vuelve convertido en un honorable guerrero. El campesino, que vivió fuera de casa durante años, a causa de la guerra, sólo piensa en regresar y volver a ver a su mujer y a su madre, pero tampoco lo consigue. La guerra no ha beneficiado a nadie, y sólo ha causado desunión y sufrimiento. Esto parece querer decirnos Shindo, que ya se reiteró bajo el mismo contexto belicoso en la antes mentada Onibaba.
En otro más profundo, podemos ver cómo Shindo trata el sometimiento de los campesinos en el feudalismo frente a los señores (líderes de los clanes), que son protegidos por los samuráis (aparentemente guerreros honorables). El tipo de samurai que se ve en el filme sólo sigue órdenes del señor, pese a no ser de su agrado o ir en contra de su voluntad, y en algunos casos, se convierten incluso en depredadores bandoleros que, ante la penuria de la guerra, asaltan a campesinos y los tratan a su gusto. Parece que el único fin de este guerrero es obtener reputación y, una vez conseguida, mantenerla a toda costa: cuestión de honor. En el estamento más privilegiado, el señor, que, pasando por encima de cualquier ciudadano, sólo busca su propio beneficio, llegando a la invención de heroicidades en su figura en pos de mantener su status. Una muestra de las relaciones estamentales (durante la guerra), donde premia el egoísmo, el afán por sobrevivir y por subir en la escala social. En medio de eso, conceptos como el amor que, sin llegar a salvarlo todo, maquillan mucho el alma humana.
Es una completa espiral de horror. En definitiva, un J-Horror con la mejor estética y con una historia que bien podría ser un drama griego, donde, al final, sólo queda desazón y sufrimiento, pese a todo.
Crítica publicada originalmente el 16/09/2016 en http://cuentosdelalunapalidadeagosto.blogspot.com.es/2016/11/el-gato-negro-kuroneko-1968-de-kaneto.html
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