Corte epistemológico que divide el orden apolíneo, de un lado, del orden dionisíaco, del otro. En el primero: la familia y el orden establecido, la sonrisa y el nudo de la corbata en su sitio; la libertad en corsé. En el segundo, la fluidez del continuo, la carcajada y la carta del loco, la confusión de la noche y el día, la basura continua y la libertad cuando menos se le espera. La inevitabilidad de la muerte rasga esa barrera cuando no ocurre como instante sino que se arrastra durante un lugar y un tiempo. Esta es la puesta en escena del film, que bebe a grandes sorbos, no a sorbos comedidos y estudiados, de la “muerte en Venecia”: en vez de la insistencia mahleriana tenemos a Grace Jones, en vez de la luz blanquecina de Venecia, el azul natural y de neón de París, en vez de Tadzio a Michelle, en vez de un compositor/escritor que pierde los papeles, a un cirujano de Nueva York. Adentrarse en el otro lado, cruzar la barrera, deshacer el hombre desde sus premisas, implosionarlo. Pero Harrison Ford, ahimè, no es Dirk Bogarde y tampoco James Stewart, capaz de plasmar en su mirada la debacle psicológica de la muerte arrastrada de lo que parece ser, la vida que pasa de ser una a mero punto de vista, donde un simple desliz tira de la alfombra y cambia el decorado, acabando así con la ingenua creencia de que era el decorado mismo el que constituía tu vida y destino.