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7.4
8,068
8
5 de abril de 2025
5 de abril de 2025
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un hombre sin pasado es una obra profundamente humana, construida con una precisión y una sensibilidad que raras veces se ven en el cine contemporáneo. Kaurismäki, fiel a su estilo minimalista y seco, consigue aquí una de sus películas más accesibles y conmovedoras, sin traicionar en absoluto su particular forma de mirar el mundo.
La historia parte de una premisa casi bíblica: un hombre que pierde la memoria tras una brutal agresión y que, despojado de todo vínculo con su pasado, comienza una nueva vida en un entorno completamente ajeno. Pero esta amnesia no es tratada como un artificio dramático ni como un juego narrativo. Al contrario, sirve como excusa para explorar algo mucho más profundo: la posibilidad de reinventarse, de encontrar dignidad en la intemperie, de construir lazos humanos donde el sistema sólo ha dejado ruinas.
Lo más admirable es cómo la película se aproxima a sus personajes sin caer nunca en el sentimentalismo ni en el juicio. Hay una mirada profundamente compasiva, sí, pero también una enorme contención emocional. Los diálogos son breves, escuetos, incluso absurdos en ocasiones, pero detrás de cada palabra, de cada gesto, late una humanidad conmovedora. Los personajes viven al margen –en contenedores, en barrios olvidados, en instituciones caritativas– pero no por ello se rinden al cinismo ni a la desesperación. En su silencio y en su rutina hay algo de resistencia serena, de dignidad cotidiana.
Estéticamente, la película es una lección de economía expresiva. Cada plano está medido con una sobriedad que roza lo pictórico. La luz fría, los colores apagados, los encuadres estáticos, todo está al servicio de una atmósfera que nunca resulta impostada. Hay una belleza casi documental en cómo se retrata Helsinki: sus rincones industriales, sus bares decrépitos, sus estaciones de tren desiertas. Pero también hay un lirismo discreto, que brota en los momentos más inesperados: en una canción, en una mirada, en un gesto de ayuda.
La música, como siempre en el cine de Kaurismäki, juega un papel fundamental. No solo ambienta, sino que construye sentido. Las canciones de rock y blues finlandés, interpretadas en directo en varios momentos del film, aportan una calidez melancólica que contrasta con la dureza del entorno. La elección musical no es decorativa, sino profundamente coherente con el tono de la película: nostálgica, sobria, pero en ningún caso derrotista.
Un hombre sin pasado es una historia de pérdida, sí, pero también de redención. Habla de los olvidados sin victimismo y encuentra la luz en los márgenes. Hay un mensaje claro pero nunca subrayado: la verdadera humanidad no se encuentra en los grandes gestos, sino en los pequeños actos de solidaridad anónima, en los vínculos que surgen cuando todo lo demás ha desaparecido.
Kaurismäki logra aquí algo muy difícil: emocionar sin manipular, hacer reír sin ridiculizar, narrar sin adornos innecesarios. Es cine esencial, en el sentido más noble de la palabra. Una película que deja huella no por lo que dice, sino por cómo lo dice. Y sobre todo, por lo que sugiere sin necesidad de alzar la voz.
La historia parte de una premisa casi bíblica: un hombre que pierde la memoria tras una brutal agresión y que, despojado de todo vínculo con su pasado, comienza una nueva vida en un entorno completamente ajeno. Pero esta amnesia no es tratada como un artificio dramático ni como un juego narrativo. Al contrario, sirve como excusa para explorar algo mucho más profundo: la posibilidad de reinventarse, de encontrar dignidad en la intemperie, de construir lazos humanos donde el sistema sólo ha dejado ruinas.
Lo más admirable es cómo la película se aproxima a sus personajes sin caer nunca en el sentimentalismo ni en el juicio. Hay una mirada profundamente compasiva, sí, pero también una enorme contención emocional. Los diálogos son breves, escuetos, incluso absurdos en ocasiones, pero detrás de cada palabra, de cada gesto, late una humanidad conmovedora. Los personajes viven al margen –en contenedores, en barrios olvidados, en instituciones caritativas– pero no por ello se rinden al cinismo ni a la desesperación. En su silencio y en su rutina hay algo de resistencia serena, de dignidad cotidiana.
Estéticamente, la película es una lección de economía expresiva. Cada plano está medido con una sobriedad que roza lo pictórico. La luz fría, los colores apagados, los encuadres estáticos, todo está al servicio de una atmósfera que nunca resulta impostada. Hay una belleza casi documental en cómo se retrata Helsinki: sus rincones industriales, sus bares decrépitos, sus estaciones de tren desiertas. Pero también hay un lirismo discreto, que brota en los momentos más inesperados: en una canción, en una mirada, en un gesto de ayuda.
La música, como siempre en el cine de Kaurismäki, juega un papel fundamental. No solo ambienta, sino que construye sentido. Las canciones de rock y blues finlandés, interpretadas en directo en varios momentos del film, aportan una calidez melancólica que contrasta con la dureza del entorno. La elección musical no es decorativa, sino profundamente coherente con el tono de la película: nostálgica, sobria, pero en ningún caso derrotista.
Un hombre sin pasado es una historia de pérdida, sí, pero también de redención. Habla de los olvidados sin victimismo y encuentra la luz en los márgenes. Hay un mensaje claro pero nunca subrayado: la verdadera humanidad no se encuentra en los grandes gestos, sino en los pequeños actos de solidaridad anónima, en los vínculos que surgen cuando todo lo demás ha desaparecido.
Kaurismäki logra aquí algo muy difícil: emocionar sin manipular, hacer reír sin ridiculizar, narrar sin adornos innecesarios. Es cine esencial, en el sentido más noble de la palabra. Una película que deja huella no por lo que dice, sino por cómo lo dice. Y sobre todo, por lo que sugiere sin necesidad de alzar la voz.

7.6
27,721
8
29 de abril de 2025
29 de abril de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bong Joon-ho firma con Memories of Murder un thriller que, lejos de conformarse con los códigos del género, los descompone con inteligencia, humor negro y una atmósfera inquietante que se adhiere a la piel. Basada en hechos reales, la película sigue la investigación de una serie de asesinatos en un pequeño pueblo surcoreano durante los años 80. Lo que podría haber sido otro procedimental más se convierte en una profunda reflexión sobre la frustración, la violencia y el abismo de lo desconocido.
La puesta en escena es magistral: los campos de arroz anegados, la lluvia constante y los rostros marcados por la impotencia configuran un retrato melancólico de un país a la deriva. Song Kang-ho está inmenso, dotando a su personaje de un patetismo entrañable que evoluciona hacia una gravedad desesperada.
La película avanza con ritmo hipnótico, alternando momentos de comedia con otros de una crudeza abrumadora, y la tensión se acumula como una herida que nunca llega a cerrarse.
La puesta en escena es magistral: los campos de arroz anegados, la lluvia constante y los rostros marcados por la impotencia configuran un retrato melancólico de un país a la deriva. Song Kang-ho está inmenso, dotando a su personaje de un patetismo entrañable que evoluciona hacia una gravedad desesperada.
La película avanza con ritmo hipnótico, alternando momentos de comedia con otros de una crudeza abrumadora, y la tensión se acumula como una herida que nunca llega a cerrarse.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El final es, sencillamente, demoledor. Años después de los crímenes, el detective Park vuelve al lugar donde comenzó todo. Una niña le dice que otro hombre también había mirado dentro de la alcantarilla, buscando algo. “Tenía una cara corriente”, dice ella. La mirada de Park se quiebra. Mira a cámara. Nos mira. Es un cierre devastador, sutil y perfecto: no hay resolución, no hay redención, solo la persistencia del mal y la imposibilidad de entenderlo. Una escena que permanece mucho después de que acaben los créditos.

6.0
72
6
23 de abril de 2025
23 de abril de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La torre sin sombra, de Zhang Lu, es una película sobre la memoria y las ausencias, narrada con una melancolía contenida que nunca se desborda. Su protagonista, Gu Wentong, es un crítico gastronómico atrapado en una rutina anodina en la Pekín contemporánea, una ciudad que parece en permanente transformación, pero donde él se mueve como un espectador cansado. Divorciado, algo distanciado de su hija y con heridas familiares no cerradas, Gu es uno de esos personajes que viven a medias, hasta que una visita al cementerio de su madre le da el empujón para buscar a su padre, ausente desde hace décadas.
Ese impulso hacia el pasado no se construye con dramatismo, sino con una suavidad que a veces roza la apatía. El vínculo que desarrolla con Ouyang Wenhui, una joven fotógrafa, actúa como catalizador silencioso de ese lento despertar emocional. Ella lo acompaña en sus recorridos por restaurantes tradicionales en decadencia, y en ese ir y venir gastronómico se filtra algo más íntimo: una forma de estar con otro, de permitirse ser visto.
Zhang Lu filma todo esto con extrema delicadeza. Los encuadres son precisos, los diálogos escasos, y el ritmo deliberadamente pausado. Hay belleza en ese minimalismo, pero también una cierta falta de riesgo. La película se mantiene siempre en el terreno de lo sugerido, sin dar un paso en falso, pero también sin buscar un desequilibrio que la haga inolvidable. Es una obra honesta, elegante, sensible… pero que quizás, como su protagonista, parece temerle un poco al conflicto.
Ese impulso hacia el pasado no se construye con dramatismo, sino con una suavidad que a veces roza la apatía. El vínculo que desarrolla con Ouyang Wenhui, una joven fotógrafa, actúa como catalizador silencioso de ese lento despertar emocional. Ella lo acompaña en sus recorridos por restaurantes tradicionales en decadencia, y en ese ir y venir gastronómico se filtra algo más íntimo: una forma de estar con otro, de permitirse ser visto.
Zhang Lu filma todo esto con extrema delicadeza. Los encuadres son precisos, los diálogos escasos, y el ritmo deliberadamente pausado. Hay belleza en ese minimalismo, pero también una cierta falta de riesgo. La película se mantiene siempre en el terreno de lo sugerido, sin dar un paso en falso, pero también sin buscar un desequilibrio que la haga inolvidable. Es una obra honesta, elegante, sensible… pero que quizás, como su protagonista, parece temerle un poco al conflicto.

8.3
15,144
10
14 de abril de 2025
14 de abril de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Luis Buñuel, uno de los más irreverentes y lúcidos cineastas del siglo XX, firmó con Los olvidados una de sus obras más desgarradoras y socialmente comprometidas. Rodada en México en 1950, esta película no sólo representa un viraje fundamental dentro de su carrera –del surrealismo puro a un realismo social cargado de simbolismo– sino también una de las más brutales denuncias de la miseria infantil y la desigualdad estructural de las grandes urbes latinoamericanas.
Lejos de cualquier paternalismo o sentimentalismo, Buñuel dirige su cámara con una frialdad casi quirúrgica sobre la realidad de los niños marginados en los barrios pobres de Ciudad de México. La pobreza, la violencia, la desesperanza y la ausencia total de oportunidades conforman un paisaje donde la infancia está condenada de antemano. En este sentido, Los olvidados es una película profundamente política, que confronta al espectador con una verdad incómoda: la existencia de una clase social sumida en el abandono sistemático, excluida del relato oficial del progreso.
Pedro, Jaibo, Julián, Meche… no son sólo personajes, son arquetipos vivos de una infancia fracturada. Buñuel los filma sin concesiones, sin artificios de redención ni moralejas edulcoradas. Su mirada es dura, pero profundamente humana: no juzga, observa. En la figura de Jaibo, por ejemplo, encarna el ciclo vicioso de la violencia estructural: un adolescente embrutecido por la calle, víctima y verdugo de un sistema que lo expulsa desde la cuna. Pedro, por su parte, representa el intento –doloroso, fallido– de redención, la posibilidad de escapar, aunque sea momentáneamente, de la espiral de marginalidad.
El uso de elementos oníricos y simbólicos –la célebre secuencia del sueño, los animales, la leche derramada – introduce una dimensión casi surrealista dentro del marco realista, recordando que, pese al cambio de registro, Buñuel nunca abandona del todo sus raíces vanguardistas. Esta fusión es uno de los grandes aciertos de la película: la miseria no se representa sólo como una condición material, sino también como una cárcel mental y emocional.
Formalmente, los olvidados destaca por su dirección sobria pero precisa, el uso expresivo del claroscuro, el rodaje en locaciones reales que otorgan una textura casi documental al filme, y una interpretación sorprendentemente naturalista por parte de actores no profesionales. Todo ello se conjuga para crear una experiencia cinematográfica cruda, sin adornos, que golpea con la fuerza de lo auténtico.
Estrenada en un México que prefería mirar hacia el glamour del cine de oro, Los olvidados fue inicialmente rechazada por parte de la crítica local. Pero el reconocimiento internacional no tardó en llegar: Buñuel obtuvo el premio a Mejor Dirección en el Festival de Cannes, y la película pasó a ser considerada, con justicia, una obra capital del cine mundial.
Más de siete décadas después, Los olvidados no ha perdido un ápice de su relevancia. Sus imágenes, su denuncia, su humanidad feroz siguen interpelando al espectador actual con una vigencia alarmante. Es, sin duda, una obra maestra: incómoda, devastadora, imprescindible.
Lejos de cualquier paternalismo o sentimentalismo, Buñuel dirige su cámara con una frialdad casi quirúrgica sobre la realidad de los niños marginados en los barrios pobres de Ciudad de México. La pobreza, la violencia, la desesperanza y la ausencia total de oportunidades conforman un paisaje donde la infancia está condenada de antemano. En este sentido, Los olvidados es una película profundamente política, que confronta al espectador con una verdad incómoda: la existencia de una clase social sumida en el abandono sistemático, excluida del relato oficial del progreso.
Pedro, Jaibo, Julián, Meche… no son sólo personajes, son arquetipos vivos de una infancia fracturada. Buñuel los filma sin concesiones, sin artificios de redención ni moralejas edulcoradas. Su mirada es dura, pero profundamente humana: no juzga, observa. En la figura de Jaibo, por ejemplo, encarna el ciclo vicioso de la violencia estructural: un adolescente embrutecido por la calle, víctima y verdugo de un sistema que lo expulsa desde la cuna. Pedro, por su parte, representa el intento –doloroso, fallido– de redención, la posibilidad de escapar, aunque sea momentáneamente, de la espiral de marginalidad.
El uso de elementos oníricos y simbólicos –la célebre secuencia del sueño, los animales, la leche derramada – introduce una dimensión casi surrealista dentro del marco realista, recordando que, pese al cambio de registro, Buñuel nunca abandona del todo sus raíces vanguardistas. Esta fusión es uno de los grandes aciertos de la película: la miseria no se representa sólo como una condición material, sino también como una cárcel mental y emocional.
Formalmente, los olvidados destaca por su dirección sobria pero precisa, el uso expresivo del claroscuro, el rodaje en locaciones reales que otorgan una textura casi documental al filme, y una interpretación sorprendentemente naturalista por parte de actores no profesionales. Todo ello se conjuga para crear una experiencia cinematográfica cruda, sin adornos, que golpea con la fuerza de lo auténtico.
Estrenada en un México que prefería mirar hacia el glamour del cine de oro, Los olvidados fue inicialmente rechazada por parte de la crítica local. Pero el reconocimiento internacional no tardó en llegar: Buñuel obtuvo el premio a Mejor Dirección en el Festival de Cannes, y la película pasó a ser considerada, con justicia, una obra capital del cine mundial.
Más de siete décadas después, Los olvidados no ha perdido un ápice de su relevancia. Sus imágenes, su denuncia, su humanidad feroz siguen interpelando al espectador actual con una vigencia alarmante. Es, sin duda, una obra maestra: incómoda, devastadora, imprescindible.
13 de abril de 2025
13 de abril de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Wei Shujun firma un thriller que parece más interesado en parecer importante que en contar algo realmente memorable. La trama policial arranca con promesas de misterio y tensión, pero se va diluyendo en un mar de silencios cargados de intención… y poco más. Hay oficio, sí, y una puesta en escena cuidada que sugiere una sensibilidad autoral, pero lo que falta es carne, conflicto real, riesgo.
Los personajes se deslizan por la pantalla como si supieran que forman parte de una película contemplativa, pero en su contención se pierde la humanidad. La investigación del crimen, eje del relato, avanza con una cadencia tan meditada que termina por rozar la apatía. Y aunque algunos momentos rozan lo inquietante, el conjunto nunca aprieta lo suficiente como para dejar marca.
El silencio del agua no es una mala película, pero sí una que parece pensada para ser admirada en la distancia, más que para ser vivida. Su mayor crimen, irónicamente, es la tibieza.
Los personajes se deslizan por la pantalla como si supieran que forman parte de una película contemplativa, pero en su contención se pierde la humanidad. La investigación del crimen, eje del relato, avanza con una cadencia tan meditada que termina por rozar la apatía. Y aunque algunos momentos rozan lo inquietante, el conjunto nunca aprieta lo suficiente como para dejar marca.
El silencio del agua no es una mala película, pero sí una que parece pensada para ser admirada en la distancia, más que para ser vivida. Su mayor crimen, irónicamente, es la tibieza.
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