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6.4
11,847
6
23 de noviembre de 2020
23 de noviembre de 2020
159 de 190 usuarios han encontrado esta crítica útil
David Fincher (a mi juicio el mejor realizador norteamericano de su generación) vuelve a estrenar película tras una ausencia de seis años, y eso ya de por sí es una excelente noticia. Lo que ya no me queda tan claro es si "Mank" es la película que, al menos yo, esperaba para este ansiado regreso del director de "El club de la lucha". No cabe ninguna duda de que se trata de un proyecto muy personal (el guion es del padre de Fincher, fallecido hace casi veinte años), en el que cada plano y cada secuencia están cuidados al detalle. De hecho, ya que ha salido el tema, iré a los que para mí son los puntos fuertes de la película: su fotografía y sus decorados. "Mank" se ambienta en la década de 1930 y, en efecto, parece una película de esos años. De manera que, en lo que a la parte técnica se refiere, no existe ningún pero que reprocharle a la cinta.
¿Los actores? Bueno, bien. Pese a lo que he leído por ahí, no hay interpretaciones de relumbrón, pero tampoco ninguna que chirríe. Todos están sobrios y correctos en sus composiciones, que, imagino, es lo que esperaba Fincher de ellos, puesto que, como es bien sabido, se trata de un director que no deja nada al azar. A título personal, me agradaron las representaciones de Arliss Howard, Ferdinand Kingsley y Toby Leonard Moore como Louis B. Meyer, Irving G. Thalberg y David O. Selznick respectivamente; no solo por el meritorio parecido físico con el modelo, sino porque imitan muy bien los gestos de estos tres insignes productores de Hollywood. ¿Gary Oldman? Extremadamente preciso. Si no saca más de sí es porque no había nada más que sacar.
Y aquí es a donde quería llegar yo. Como señalé más arriba, en "Mank" la atmósfera del Hollywood de la Gran Depresión está muy lograda, pero al margen de eso yo quería que me contaran una historia. Y este es el aspecto débil de la película: su guion. En "Mank" se narran las seis semanas de 1940 en las que el guionista Herman J. Mankiewicz, ya físicamente deteriorado a causa de su alcoholismo, se dedica a escribir el guion original de "Ciudadano Kane". Sobre esta base, se van incluyendo continuos flashbacks que evocan diferentes momentos de los diez años anteriores en los que Mankiewicz fue uno de los guionistas destacados del Hollywood de la Gran Depresión y que permiten entender el por qué de su apatía de ese mundo del que ya se encuentra en retirada. De manera que sí, "Mank" es una película construida a base de flashbacks. La diferencia respecto a, por ejemplo, "Cautivos del mal" (título narrativamente similar a "Mank"), es que en la película de Minnelli cada flashback resolvía una pequeña historia, mientras que en "Mank" los flashbacks no van a ninguna parte, son rápidas pinceladas que no pretenden tanto relatar como que te lleves una impresión casi documental de aquel mundo, un mundo que hasta hace no mucho percibíamos lejano y decadente y que este durísimo año pandémico que ha puesto el amargo broche a una década de crisis económica ha permitido que nos acerquemos y empaticemos con él.
He citado "Cautivos del mal". La otra película con la que "Mank" mantiene una indudable vinculación es "El último magnate", de Elia Kazan, centrada en la figura del malogrado Irving G. Thalberg (de hecho, la película de Fincher podría haberse titulado perfectamente "El último guionista"). También he querido ver ecos de "Barton Fink", pero bueno, quizás eso ya ha sido querer ver más de la cuenta.
El que se encuentre interesado en el contexto en el que transcurre "Mank" (el Hollywood de los años treinta), sin duda disfrutará y apreciará las virtudes de la película; los que esperen algo más aparte de la panorámica general que muestra la exquisita cámara de Fincher, quedarán ligeramente decepcionados, si bien el conjunto se halla tan bien rodado que logra amortiguar la sensación de chasco, de haber presenciado un producto más vacío de lo esperado. Dicho esto, tampoco puedo dejar de señalar que el cine de Fincher suele dejarme frío en su primer visionado y que no logro captar sus intenciones hasta después de haber visto la película varias veces (con según qué poesía me sucede igual).
Bueno, pues un 6. Un 6 que, sospecho, variará cuando vea la película por segunda vez, algún día, aunque no sé si esa variación será para mejor o para peor.
¿Los actores? Bueno, bien. Pese a lo que he leído por ahí, no hay interpretaciones de relumbrón, pero tampoco ninguna que chirríe. Todos están sobrios y correctos en sus composiciones, que, imagino, es lo que esperaba Fincher de ellos, puesto que, como es bien sabido, se trata de un director que no deja nada al azar. A título personal, me agradaron las representaciones de Arliss Howard, Ferdinand Kingsley y Toby Leonard Moore como Louis B. Meyer, Irving G. Thalberg y David O. Selznick respectivamente; no solo por el meritorio parecido físico con el modelo, sino porque imitan muy bien los gestos de estos tres insignes productores de Hollywood. ¿Gary Oldman? Extremadamente preciso. Si no saca más de sí es porque no había nada más que sacar.
Y aquí es a donde quería llegar yo. Como señalé más arriba, en "Mank" la atmósfera del Hollywood de la Gran Depresión está muy lograda, pero al margen de eso yo quería que me contaran una historia. Y este es el aspecto débil de la película: su guion. En "Mank" se narran las seis semanas de 1940 en las que el guionista Herman J. Mankiewicz, ya físicamente deteriorado a causa de su alcoholismo, se dedica a escribir el guion original de "Ciudadano Kane". Sobre esta base, se van incluyendo continuos flashbacks que evocan diferentes momentos de los diez años anteriores en los que Mankiewicz fue uno de los guionistas destacados del Hollywood de la Gran Depresión y que permiten entender el por qué de su apatía de ese mundo del que ya se encuentra en retirada. De manera que sí, "Mank" es una película construida a base de flashbacks. La diferencia respecto a, por ejemplo, "Cautivos del mal" (título narrativamente similar a "Mank"), es que en la película de Minnelli cada flashback resolvía una pequeña historia, mientras que en "Mank" los flashbacks no van a ninguna parte, son rápidas pinceladas que no pretenden tanto relatar como que te lleves una impresión casi documental de aquel mundo, un mundo que hasta hace no mucho percibíamos lejano y decadente y que este durísimo año pandémico que ha puesto el amargo broche a una década de crisis económica ha permitido que nos acerquemos y empaticemos con él.
He citado "Cautivos del mal". La otra película con la que "Mank" mantiene una indudable vinculación es "El último magnate", de Elia Kazan, centrada en la figura del malogrado Irving G. Thalberg (de hecho, la película de Fincher podría haberse titulado perfectamente "El último guionista"). También he querido ver ecos de "Barton Fink", pero bueno, quizás eso ya ha sido querer ver más de la cuenta.
El que se encuentre interesado en el contexto en el que transcurre "Mank" (el Hollywood de los años treinta), sin duda disfrutará y apreciará las virtudes de la película; los que esperen algo más aparte de la panorámica general que muestra la exquisita cámara de Fincher, quedarán ligeramente decepcionados, si bien el conjunto se halla tan bien rodado que logra amortiguar la sensación de chasco, de haber presenciado un producto más vacío de lo esperado. Dicho esto, tampoco puedo dejar de señalar que el cine de Fincher suele dejarme frío en su primer visionado y que no logro captar sus intenciones hasta después de haber visto la película varias veces (con según qué poesía me sucede igual).
Bueno, pues un 6. Un 6 que, sospecho, variará cuando vea la película por segunda vez, algún día, aunque no sé si esa variación será para mejor o para peor.

6.7
6,887
8
11 de octubre de 2023
11 de octubre de 2023
12 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por razones que no vienen al caso, hace años (más de ocho) decidí retirar de Filmaffinity mis críticas/reseñas -y eran un buen puñado, créanme-; desde entonces he publicado unas pocas, cada una por un motivo diferente: como es perceptible, ahora me encuentro aquí, escribiendo de nuevo, para (¡quién lo hubiera dicho!) defender "Cerrar los ojos", la última película de Víctor Erice.
Aunque la vi el mismo día del estreno, he decidido esperar unos días para ir observando las reacciones que la peli generaba, cumpliéndose lo que me temía y que ya adelantó hace meses el crítico-presentador Alejandro G. Calvo en uno de sus vídeos de YouTube: que a la gente de España parece que le jode que Víctor Erice haya estrenado un largometraje después de treinta años de silencio en ese formato (el comentario de Calvo, por cierto, se refería a los rumores, abrumadoramente negativos, que envolvían al proyecto mientras estaba gestándose).
Por lo que he leído y escuchado, la impresión que me llevo es que Víctor Erice es un señor al que se le tiene bastante tirria en este país, quizá por considerarse "un artista elevado" que hace "arte en imágenes", así como por sus contundentes y nada piadosas críticas hacia el cine comercial, pese al tono suave, casi de monje zen, con el que las expone. Es cierto que los fanáticos de Erice (entre los que no me incluyo) suelen ser, en su mayor parte, unos esnobs estirados que llegan a irritar con su elitista (y subjetiva) distinción de lo que es el arte en mayúsculas del producto cultural para las masas, y es posible que el propio Erice entre en ese mismo saco, pero me parece un error que la antipatía que nos produzca la persona empañe una obra que habla por sí sola. Y ojo, soy consciente de que puede gustar o no, pero lo cierto es que no pocos de los comentarios negativos que se han vertido sobre esta película me resultan pasmosamente infantiloides. Sobre todo, considero fuera de lugar las críticas que le echan en cara a la película lo que no es y que no sea lo que el opinador esperaba de ella, los dos puntos fuertes sobre los que se sustenta el comentario negativo de hoy en día, a los que hay que añadir, en este caso -y paradójicamente-, lo que sí que es. Paso a ilustrar lo que digo: "Es que no es una película feminista" (en efecto, no lo es, como tampoco se trata de una comedia o un musical); "Es que no es igual que "El sur" (en efecto, no es igual, se trata de una película distinta); "Es que parece la película de un señor mayor" (en efecto, es lo que es); "Es que se parece mucho a las películas de Víctor Erice" (admito que esta ha sido mi favorita: echarle en cara a una película de Víctor Erice que se parezca a una película de Víctor Erice: sencillamente magnífico).
Mi impresión, vista la película, es que Víctor Erice es un incuestionable teórico de lo audiovisual (se esté de acuerdo o no con sus planteamientos), pero que como director-autor tampoco tenía grandes cosas que contar; sin embargo, “Cerrar los ojos” es una película (casi con toda seguridad testamentaria) que necesitaba rodar, sobre todo a raíz de su proyecto truncado de la adaptación de la poética novela de Juan Marsé “El embrujo de Shanghai”. “Cerrar los ojos” es una película que habla sobre el cine, sí, pero sobre todo del cine de Erice; bajo el formato de la ficción (una ficción más literaria que cinematográfica y muy deudora de las novelas de Paul Auster), el director donostiarra filma unas memorias encubiertas donde realiza un ajuste de cuentas consigo mismo. Respecto a este punto, pienso que la película es francamente honesta y que no se esconde lo más mínimo.
Aunque la vi el mismo día del estreno, he decidido esperar unos días para ir observando las reacciones que la peli generaba, cumpliéndose lo que me temía y que ya adelantó hace meses el crítico-presentador Alejandro G. Calvo en uno de sus vídeos de YouTube: que a la gente de España parece que le jode que Víctor Erice haya estrenado un largometraje después de treinta años de silencio en ese formato (el comentario de Calvo, por cierto, se refería a los rumores, abrumadoramente negativos, que envolvían al proyecto mientras estaba gestándose).
Por lo que he leído y escuchado, la impresión que me llevo es que Víctor Erice es un señor al que se le tiene bastante tirria en este país, quizá por considerarse "un artista elevado" que hace "arte en imágenes", así como por sus contundentes y nada piadosas críticas hacia el cine comercial, pese al tono suave, casi de monje zen, con el que las expone. Es cierto que los fanáticos de Erice (entre los que no me incluyo) suelen ser, en su mayor parte, unos esnobs estirados que llegan a irritar con su elitista (y subjetiva) distinción de lo que es el arte en mayúsculas del producto cultural para las masas, y es posible que el propio Erice entre en ese mismo saco, pero me parece un error que la antipatía que nos produzca la persona empañe una obra que habla por sí sola. Y ojo, soy consciente de que puede gustar o no, pero lo cierto es que no pocos de los comentarios negativos que se han vertido sobre esta película me resultan pasmosamente infantiloides. Sobre todo, considero fuera de lugar las críticas que le echan en cara a la película lo que no es y que no sea lo que el opinador esperaba de ella, los dos puntos fuertes sobre los que se sustenta el comentario negativo de hoy en día, a los que hay que añadir, en este caso -y paradójicamente-, lo que sí que es. Paso a ilustrar lo que digo: "Es que no es una película feminista" (en efecto, no lo es, como tampoco se trata de una comedia o un musical); "Es que no es igual que "El sur" (en efecto, no es igual, se trata de una película distinta); "Es que parece la película de un señor mayor" (en efecto, es lo que es); "Es que se parece mucho a las películas de Víctor Erice" (admito que esta ha sido mi favorita: echarle en cara a una película de Víctor Erice que se parezca a una película de Víctor Erice: sencillamente magnífico).
Mi impresión, vista la película, es que Víctor Erice es un incuestionable teórico de lo audiovisual (se esté de acuerdo o no con sus planteamientos), pero que como director-autor tampoco tenía grandes cosas que contar; sin embargo, “Cerrar los ojos” es una película (casi con toda seguridad testamentaria) que necesitaba rodar, sobre todo a raíz de su proyecto truncado de la adaptación de la poética novela de Juan Marsé “El embrujo de Shanghai”. “Cerrar los ojos” es una película que habla sobre el cine, sí, pero sobre todo del cine de Erice; bajo el formato de la ficción (una ficción más literaria que cinematográfica y muy deudora de las novelas de Paul Auster), el director donostiarra filma unas memorias encubiertas donde realiza un ajuste de cuentas consigo mismo. Respecto a este punto, pienso que la película es francamente honesta y que no se esconde lo más mínimo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Solo si te tiene presente ese componente autobiográfico podrán entenderse mejor algunas claves de la película. Por ejemplo, su duración: "Cerrar los ojos" dura tres horas, que era lo que tenía que durar "El Sur", película que, como se sabe, se suspendió a mitad de rodaje. "El Sur" iba a constar de dos partes ("El Norte" y "El Sur") de hora y media cada una. Debido a la paralización del rodaje por parte del productor Querejeta, solo acabó estrenándose la primera de ellas, una pieza que funciona de forma autónoma. "Cerrar los ojos" dura, como hemos dicho, tres horas: la primera hora y media se ambienta en un gélido Madrid que puede pasar por cualquier ciudad del norte de España y la hora y media siguiente en Andalucía, es decir, en el soleado sur. Una espinita clavada que se quita Erice, director con poco que contar para el que lo no rodado en contra de su voluntad pesa más que lo rodado.
Y ese es otro de los temas que se tratan en "Cerrar los ojos": el de los proyectos truncados. El leitmotiv de la cinta pivota en torno a las dos únicas secuencias de una película donde se habla de Shanghai pero ambientada en la posguerra (la época en la que se desarrollan "El espíritu de la colmena" y "El Sur") que jamás se concluyó y que son las piezas con las se abre y se cierra la película: todo el viaje que emprende el protagonista de "Cerrar los ojos" (el director interpretado por Manolo Solo) buscando al protagonista de su película fallida (José Coronado) es un recorrido circular con diversas capas que acaba por devolvernos al punto de origen, que no es otro que el concepto que Víctor Erice tiene del cine, el cual se halla muy vinculado con el cine que consumió de niño, especialmente el western (la relación del personaje de Manolo Solo con la del montador/proyeccionista que interpreta Mario Pardo -a mi juicio el auténtico álter ego de Erice en la peli- es la propia de dos viejos cowboys que están de retirada en un mundo que ya nada tiene que ver con ellos).
En fin, tampoco quiero extenderme más. Solo destacar otro detalle, que encuadra con ese deliberado toque paulausteriano que impregna la narración de "Cerrar los ojos": el actor al que da vida José Coronado solo se nos revela como la persona que fue mediante fotos y diálogos; de resto solo aparece como personaje de ficción y desmemoriado (en esta parte Coronado está magnífico, por cierto). Ah, sí: también aparece, levemente (como él mismo, me refiero), en un sueño que tiene el personaje de Manolo Solo y que es la parte visual más poética de toda la película, la que mejor conecta con el Erice contemplativo de sus dos primeros largometrajes (y que aquí no vemos tanto, lo cual ha disgustado a sus incondicionales). Un sueño muy poético, como la prosa de Juan Marsé, cuya penúltima novela, titulada precisamente "Caligrafía de los sueños", tiene un cameo en la película.
Y así, con estos guiños, juegos y autorreferencias, podríamos seguir durante un largo rato, pero mejor lo dejamos aquí.
Salud y suerte a todas y a todos.
Y ese es otro de los temas que se tratan en "Cerrar los ojos": el de los proyectos truncados. El leitmotiv de la cinta pivota en torno a las dos únicas secuencias de una película donde se habla de Shanghai pero ambientada en la posguerra (la época en la que se desarrollan "El espíritu de la colmena" y "El Sur") que jamás se concluyó y que son las piezas con las se abre y se cierra la película: todo el viaje que emprende el protagonista de "Cerrar los ojos" (el director interpretado por Manolo Solo) buscando al protagonista de su película fallida (José Coronado) es un recorrido circular con diversas capas que acaba por devolvernos al punto de origen, que no es otro que el concepto que Víctor Erice tiene del cine, el cual se halla muy vinculado con el cine que consumió de niño, especialmente el western (la relación del personaje de Manolo Solo con la del montador/proyeccionista que interpreta Mario Pardo -a mi juicio el auténtico álter ego de Erice en la peli- es la propia de dos viejos cowboys que están de retirada en un mundo que ya nada tiene que ver con ellos).
En fin, tampoco quiero extenderme más. Solo destacar otro detalle, que encuadra con ese deliberado toque paulausteriano que impregna la narración de "Cerrar los ojos": el actor al que da vida José Coronado solo se nos revela como la persona que fue mediante fotos y diálogos; de resto solo aparece como personaje de ficción y desmemoriado (en esta parte Coronado está magnífico, por cierto). Ah, sí: también aparece, levemente (como él mismo, me refiero), en un sueño que tiene el personaje de Manolo Solo y que es la parte visual más poética de toda la película, la que mejor conecta con el Erice contemplativo de sus dos primeros largometrajes (y que aquí no vemos tanto, lo cual ha disgustado a sus incondicionales). Un sueño muy poético, como la prosa de Juan Marsé, cuya penúltima novela, titulada precisamente "Caligrafía de los sueños", tiene un cameo en la película.
Y así, con estos guiños, juegos y autorreferencias, podríamos seguir durante un largo rato, pero mejor lo dejamos aquí.
Salud y suerte a todas y a todos.

6.6
17,686
5
3 de enero de 2022
3 de enero de 2022
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vi esta película el pasado 30 de noviembre, y fue entonces cuando debí escribir la presente crítica; ignoro las causas por las que no lo hice: tal vez fuese el miedo, tal vez la pereza, tal vez el desinterés, tal vez la falta de inspiración, tal vez un poco de todo junto, quién sabe. El caso es que dejé anotado en un papel las cuatro ocurrencias que quería volcar aquí, y pronto ese papel se convirtió en una presencia maldita que me perseguía y me recordaba mi irresponsabilidad al no haber escrito esta crítica cuando tocaba. Las horas, los días y las semanas fueron pasando y ahora sucede que ya no es el momento de hablar de "Last night in Soho", sino de "Spiderman: no way home" y de "Matrix 4". Pero en fin, tampoco me he caracterizado por ir acorde con los tiempos, así que qué diablos, vamos a quitarnos este compromiso de encima, aunque sea para presumir de haber hecho las cosas, o sea, de actuar con responsabilidad (aunque no sea exactamente así, porque en estos momentos debería estar estudiando para un examen, de manera que la supuesta responsabilidad se ha convertido en una procrastinación en toda regla).
Como dije al principio, vi esta película el pasado 30 de noviembre. Fue un martes. En la sesión de las diez de la noche. No tenía más opción: era el último pase en versión original (con subtítulos en castellano, claro), y yo ya no puedo ver películas dobladas, mi paladar las repudia. Así que ese día salí de clase a las ocho y bajé en guagua hasta los multicines cargado con la mochila, los apuntes y el portátil como si fuera un veinteañero, cuando la realidad es que ya rondo los cuarenta, pero en fin, esa es otra y lamentable historia. Así que allí estaba yo, con casi cuarenta años, solo, cansado y con frío, dando vueltas por la zona recreativa adyacente a los multicines, haciendo tiempo hasta que fuese la hora. Aproveché para comerme unas cuantas bolitas de chocolate a un precio escandaloso, porque sabía que cuando llegase a casa, a las tantas, ya no tendría apetito para cenar. (Las bolas de chocolate, por cierto, me provocaron un desagradable ataque de tos, porque ya no estoy acostumbrado a tanta dosis de azúcar de golpe).
Finalmente, llegó la hora de entrar a la sala. En total seríamos unas veinte personas allí dentro. Todo el mundo llevaba camisas anchas a cuadros, incluso las chicas (cinco para ser exactos). Había franceses, rusos, asiáticos, ingleses e incluso un vasco. Por un momento tenía la sensación de encontrarme en otro país, y no me desagradó del todo. Creo que la sala era la misma donde dos años atrás vi "Puñales por la espalda" y eso incrementó mis expectativas. También tenía depositadas muchas esperanzas en "Last night in Soho" porque el mes anterior se me escapó la última de Verhoeven, "Benedetta", que también quería ver en el cine, pero en versión original solo la proyectaban en la otra punta de la isla, y me fue imposible asistir, aunque podría haberlo hecho (pero a qué precio, amigo: por mucho que me jorobe la realidad es que ya no tengo la vitalidad de los veinte años).
Tras casi media hora de anuncios y trailers, comenzó, al fin, "Last night in Soho". Los primeros cuarenta minutos, bien. A partir de ahí, la película pega un bajón, como ya le sucedió a la anterior de su director que había visto, "Bienvenidos al fin del mundo", algo que coincidió con la noticia de la muerte de Robin Williams, por lo que tuve que parar el visionado para escribir un texto en Facebook narcisista y sensiblero exponiendo mi dolor por el fallecimiento del carismático actor. Ese notorio bajón que experimenta "Last nigh in Soho" al poco de iniciar su segundo acto y que se mantiene hasta el final, no llegó, sin embargo, a provocarme un mal sabor de boca. Quizás es que tenía ganas de ver una película "como las de antes" en el cine, y "Last night in Soho" cumple con ese requisito "retro", al homenajear, entre otras, las pelis giallo de Argento y Fulci y toda esa gente de la que Paco Fox y su séquito son fieles admiradores. También estaba emocionado por la posibilidad de que yo le gustase a alguna de las compañeras de clase (unas cuarenta y cinco), idea sustentada más en el deseo que en otra cosa, porque hace tiempo que comprendí que el que una chica te trate bien, e incluso que tontee un poco contigo, no implica necesariamente que esté interesada en compartir su genitalidad con la tuya (tengo casi cuarenta años, ¿recuerdan?)
Total, que la película acabó. Fuera, en la calle, llovía mogollón. Afortunadamente, llevaba encima el paraguas. Si me daba prisa, podía coger el último tranvía: solo necesitaba recorrer, bajo la lluvia y en apenas diez minutos, los 1,5 kilómetros que había desde los multicines hasta la parada (y cargado con la mochila, el portátil, los libros, etc). Sorprendentemente, logré hacerlo, pero en no pocas ocasiones del trayecto recordé lo viejo que estaba para esos trotes.
En el tranvía había un grupo de chavales que probablemente todavía fuesen menores mirando fotos de chicas en Instagram y calificándolas en estos términos: "Es fea de cojones, pero me la follo", "Fooosss, qué cara de hedionda que tiene", "Chaass, menudas lorzas". Sentí pena y asco por ellos, pero tengo que reconocer que con su edad los pibes con los que me movía eran iguales. Me hubiese gustado sentarme a su lado y hablarles a esos chavales de la vida como Robin Williams hizo con Matt Damon en "El indomable Will Hunting", pero no tenía ganas de que me rompieran el portátil, ni de que llamaran a la Policía.
Al final llegué a casa, me di una ducha caliente, me rompí una uña al ponerme el pijama y me fui a la cama sin cenar. Al día siguiente me puse en contacto con Paco Fox por el chat de Facebook y me dijo que a él la película le había encantado. A la tarde asistí a clase y las compañeras con las que había fantaseado en el cine me hablaron por primera vez de sus novios. Me sentí doblemente triste, pero intenté que no me afectara.
Y esto es, más o menos, lo que tenía que contar.
Feliz año a tod@s.
Como dije al principio, vi esta película el pasado 30 de noviembre. Fue un martes. En la sesión de las diez de la noche. No tenía más opción: era el último pase en versión original (con subtítulos en castellano, claro), y yo ya no puedo ver películas dobladas, mi paladar las repudia. Así que ese día salí de clase a las ocho y bajé en guagua hasta los multicines cargado con la mochila, los apuntes y el portátil como si fuera un veinteañero, cuando la realidad es que ya rondo los cuarenta, pero en fin, esa es otra y lamentable historia. Así que allí estaba yo, con casi cuarenta años, solo, cansado y con frío, dando vueltas por la zona recreativa adyacente a los multicines, haciendo tiempo hasta que fuese la hora. Aproveché para comerme unas cuantas bolitas de chocolate a un precio escandaloso, porque sabía que cuando llegase a casa, a las tantas, ya no tendría apetito para cenar. (Las bolas de chocolate, por cierto, me provocaron un desagradable ataque de tos, porque ya no estoy acostumbrado a tanta dosis de azúcar de golpe).
Finalmente, llegó la hora de entrar a la sala. En total seríamos unas veinte personas allí dentro. Todo el mundo llevaba camisas anchas a cuadros, incluso las chicas (cinco para ser exactos). Había franceses, rusos, asiáticos, ingleses e incluso un vasco. Por un momento tenía la sensación de encontrarme en otro país, y no me desagradó del todo. Creo que la sala era la misma donde dos años atrás vi "Puñales por la espalda" y eso incrementó mis expectativas. También tenía depositadas muchas esperanzas en "Last night in Soho" porque el mes anterior se me escapó la última de Verhoeven, "Benedetta", que también quería ver en el cine, pero en versión original solo la proyectaban en la otra punta de la isla, y me fue imposible asistir, aunque podría haberlo hecho (pero a qué precio, amigo: por mucho que me jorobe la realidad es que ya no tengo la vitalidad de los veinte años).
Tras casi media hora de anuncios y trailers, comenzó, al fin, "Last night in Soho". Los primeros cuarenta minutos, bien. A partir de ahí, la película pega un bajón, como ya le sucedió a la anterior de su director que había visto, "Bienvenidos al fin del mundo", algo que coincidió con la noticia de la muerte de Robin Williams, por lo que tuve que parar el visionado para escribir un texto en Facebook narcisista y sensiblero exponiendo mi dolor por el fallecimiento del carismático actor. Ese notorio bajón que experimenta "Last nigh in Soho" al poco de iniciar su segundo acto y que se mantiene hasta el final, no llegó, sin embargo, a provocarme un mal sabor de boca. Quizás es que tenía ganas de ver una película "como las de antes" en el cine, y "Last night in Soho" cumple con ese requisito "retro", al homenajear, entre otras, las pelis giallo de Argento y Fulci y toda esa gente de la que Paco Fox y su séquito son fieles admiradores. También estaba emocionado por la posibilidad de que yo le gustase a alguna de las compañeras de clase (unas cuarenta y cinco), idea sustentada más en el deseo que en otra cosa, porque hace tiempo que comprendí que el que una chica te trate bien, e incluso que tontee un poco contigo, no implica necesariamente que esté interesada en compartir su genitalidad con la tuya (tengo casi cuarenta años, ¿recuerdan?)
Total, que la película acabó. Fuera, en la calle, llovía mogollón. Afortunadamente, llevaba encima el paraguas. Si me daba prisa, podía coger el último tranvía: solo necesitaba recorrer, bajo la lluvia y en apenas diez minutos, los 1,5 kilómetros que había desde los multicines hasta la parada (y cargado con la mochila, el portátil, los libros, etc). Sorprendentemente, logré hacerlo, pero en no pocas ocasiones del trayecto recordé lo viejo que estaba para esos trotes.
En el tranvía había un grupo de chavales que probablemente todavía fuesen menores mirando fotos de chicas en Instagram y calificándolas en estos términos: "Es fea de cojones, pero me la follo", "Fooosss, qué cara de hedionda que tiene", "Chaass, menudas lorzas". Sentí pena y asco por ellos, pero tengo que reconocer que con su edad los pibes con los que me movía eran iguales. Me hubiese gustado sentarme a su lado y hablarles a esos chavales de la vida como Robin Williams hizo con Matt Damon en "El indomable Will Hunting", pero no tenía ganas de que me rompieran el portátil, ni de que llamaran a la Policía.
Al final llegué a casa, me di una ducha caliente, me rompí una uña al ponerme el pijama y me fui a la cama sin cenar. Al día siguiente me puse en contacto con Paco Fox por el chat de Facebook y me dijo que a él la película le había encantado. A la tarde asistí a clase y las compañeras con las que había fantaseado en el cine me hablaron por primera vez de sus novios. Me sentí doblemente triste, pero intenté que no me afectara.
Y esto es, más o menos, lo que tenía que contar.
Feliz año a tod@s.

6.2
15,235
5
28 de agosto de 2024
28 de agosto de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo primero, lo más inmediato, que me ha sorprendido mientras veía "La casa Gucci", además de que estuviera dirigida con buen pulso por un anciano de 84 años (Ridley Scott), es que parecía en todo momento que, por forma y fondo, estaba viendo una película hecha en los noventa, en concreto en 1992 o 1993. De haber sido así, lo más probable es que, en su día, hubiese visto el trailer en el cine, en los estertores de la niñez, y la película posteriormente en Canal Plus, en los inicios del fiero despertar sexual adolescente, lo que habría implicado más de una paja mientras la curvilínea Lady Gaga aparecía en pantalla. Probablemente, años después, y ya más calmado, hubiese vuelto a ver la película en Telecinco o un sitio así, tras haber cambiado de canal, porque hasta comienzos de los 2000 era capaz de ver varias veces la misma película aunque la misma no me llamase especialmente la atención (hoy pierdo el tiempo viendo vídeos absurdos de YouTube o escuchando podcast todavía más absurdos).
Lo segundo que me llamó la atención es que los personajes de la película (el grueso de la acción se sitúa en las décadas de 1970 y 1980) fuman una barbaridad, porque antes se fumaba muchísimo en el cine y no se tenía que pedir disculpas por ello, como sí hacen de manera un tanto ridícula al inicio de "Saben aquell", la biografía sobre el humorista Eugenio donde también se fuma como se fumaba antes, es decir, con exceso y complacencia.
Lo tercero en lo que pensé mientras veía "La casa Gucci" es en el sentido que tiene rodar una película de estas características en plena década de 2020, en la era post-pandemia, post-confinamiento y "full screen": ¿por qué le dejan un gran presupuesto (porque se nota que en la película se han gastado las perras) a un señor de 84 años para que dirija una película estándar de dos estrellas que podía tener sentido en 1992 o 1993 pero ahora no, dado que el ciclo vital es otro? ¿Qué sentido tiene estrenar una obra así en las salas de cine, cuya existencia cada vez tiene menos sentido para la gente de treinta años para abajo?
Pues eso, que parece una película de los noventa, y ya solo por ese detalle, otrora insignificante, tiene su gracia.
Salud a tod@s.
Lo segundo que me llamó la atención es que los personajes de la película (el grueso de la acción se sitúa en las décadas de 1970 y 1980) fuman una barbaridad, porque antes se fumaba muchísimo en el cine y no se tenía que pedir disculpas por ello, como sí hacen de manera un tanto ridícula al inicio de "Saben aquell", la biografía sobre el humorista Eugenio donde también se fuma como se fumaba antes, es decir, con exceso y complacencia.
Lo tercero en lo que pensé mientras veía "La casa Gucci" es en el sentido que tiene rodar una película de estas características en plena década de 2020, en la era post-pandemia, post-confinamiento y "full screen": ¿por qué le dejan un gran presupuesto (porque se nota que en la película se han gastado las perras) a un señor de 84 años para que dirija una película estándar de dos estrellas que podía tener sentido en 1992 o 1993 pero ahora no, dado que el ciclo vital es otro? ¿Qué sentido tiene estrenar una obra así en las salas de cine, cuya existencia cada vez tiene menos sentido para la gente de treinta años para abajo?
Pues eso, que parece una película de los noventa, y ya solo por ese detalle, otrora insignificante, tiene su gracia.
Salud a tod@s.
6
28 de agosto de 2024
28 de agosto de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Descubrí la existencia de esta película en el extinto programa de televisión "Cartelera"; teniendo en cuenta que dicho programa se emitía los sábados por la mañana, supongo que esto tuvo que suceder el 4 de diciembre de 1999, es decir, al día siguiente del estreno de la peli en España. Lo que se emitió fue un brevísimo corte de poco más de un minuto, porque a la película no le prestaron demasiada atención al no tratarse de un estreno fuerte, que eran a los que solían dedicarle algo más de tiempo. Ese corte cortísimo fue todo lo que había visto de la película hasta que, finalmente, el pasado mes de julio, casi veinticinco años después de su estreno, la conseguí ver completa.
Lo cierto es que ha sido una experiencia la mar de extraña descubrir esta película justo ahora: por una parte, aparecen en ella jóvenes que estaban emergiendo en aquella época y que aprovechaban cada oportunidad para lucirse interpretativamente (caso evidente el de Angelina Jolie y Ryan Phillippe); también, caras conocidas de aquel momento de las que nunca más se supo (Jay Mohr o Madeleine Stowe), y actores consagrados de ayer y de hoy que, o aparecen más jovencitos (Gillian Anderson o Dennis Quaid, quien, por cierto, está horrible), o vivos (Sean Connery y Gena Rowlands).
También me ha llamado la atención el ritmo tranquilo de la película, así como su tono amable e, incluso, inocente, algo inaudito en una obra "mainstream" de ahora y que son más propios de una película de los ochenta que de una que estaba acariciando el cambio de siglo.
La acción de la película (por cierto, respecto a su contenido, son historias cruzadas con una presunta sorpresa final que, a mí al menos, no me ha sorprendido nada) transcurre en Los Ángeles, una ciudad que se nos muestra salvajemente urbanizada, sucia y nihilista; en diciembre de 1999, cuando supe de la existencia de esta película, ese tipo de ciudades solo se nos mostraba a los paletos de provincias en el cine, particularmente en el cine norteamericano. En la actualidad, así es la ciudad de poco más de doscientos mil habitantes en la que vivo (la fea y ruidosa transformación empezó tras la crisis económica de 2008). No solo se trata de un cambio en la geografía física: también ha cambiado la actitud de la gente, que ya ha pasado a ser igual de individualista, gaznápira e insensibilizada que lo era la masa urbana que veíamos en el cine norteamericano hasta principios de los 2000.
Otro detalle que me ha chocado de "Jugando con el corazón" es ver a los personajes desenvolverse por el mundo sin teléfonos móviles, es decir, haciendo su vida sin pasarse las veinticuatro horas pegados a una pantalla, tal y como nos sucede hoy en día.
Entre los elementos de la película que me han chirriado, además de la lamentable actuación de Dennis Quaid (posiblemente sea uno de sus peores trabajos como actor), es la ambientación de la discoteca en la que se conocen los personajes de Angelina Jolie y Ryan Phillippe; no me resulta nada verosímil ese escenario, por mucho empeño que le puse de verdad que no conseguí ver más allá de un cutre decorado plagado de extras que se movían de manera absurda antes de comerse un bocata de mortadela durante la hora de descanso. Y, ya que estamos, la manera en la que ligan los personajes de Jolie y Phillippe tampoco es que sea demasiado verosímil, pero, ya ves tú, ese detalle bobo sí que conseguí tolerarlo.
Lo mejor de "Jugando con el corazón", además de haber saldado la deuda de verla, al fin, tras casi un cuarto de siglo de espera -se dice pronto, eh-, es que la empecé a eso de las ocho de la tarde, coincidiendo con el romántico atardecer veraniego, el cual pude disfrutar, al tener la pantalla del ordenador al lado de la ventana: no voy a omitir que se trató de una imagen bastante bonita y que encajaba perfectamente con el espíritu bondadoso de la película.
Pues nada, poco más que añadir, salvo que se trata de una peli que entretiene, que no produce demasiada vergüenza ajena y que se olvida en menos de cuarenta y ocho horas, lo que no es poca cosa para estos tiempos de malsana mediocridad audiovisual en la que vivimos atrapados y sin opciones de salida.
Salud a tod@s.
Lo cierto es que ha sido una experiencia la mar de extraña descubrir esta película justo ahora: por una parte, aparecen en ella jóvenes que estaban emergiendo en aquella época y que aprovechaban cada oportunidad para lucirse interpretativamente (caso evidente el de Angelina Jolie y Ryan Phillippe); también, caras conocidas de aquel momento de las que nunca más se supo (Jay Mohr o Madeleine Stowe), y actores consagrados de ayer y de hoy que, o aparecen más jovencitos (Gillian Anderson o Dennis Quaid, quien, por cierto, está horrible), o vivos (Sean Connery y Gena Rowlands).
También me ha llamado la atención el ritmo tranquilo de la película, así como su tono amable e, incluso, inocente, algo inaudito en una obra "mainstream" de ahora y que son más propios de una película de los ochenta que de una que estaba acariciando el cambio de siglo.
La acción de la película (por cierto, respecto a su contenido, son historias cruzadas con una presunta sorpresa final que, a mí al menos, no me ha sorprendido nada) transcurre en Los Ángeles, una ciudad que se nos muestra salvajemente urbanizada, sucia y nihilista; en diciembre de 1999, cuando supe de la existencia de esta película, ese tipo de ciudades solo se nos mostraba a los paletos de provincias en el cine, particularmente en el cine norteamericano. En la actualidad, así es la ciudad de poco más de doscientos mil habitantes en la que vivo (la fea y ruidosa transformación empezó tras la crisis económica de 2008). No solo se trata de un cambio en la geografía física: también ha cambiado la actitud de la gente, que ya ha pasado a ser igual de individualista, gaznápira e insensibilizada que lo era la masa urbana que veíamos en el cine norteamericano hasta principios de los 2000.
Otro detalle que me ha chocado de "Jugando con el corazón" es ver a los personajes desenvolverse por el mundo sin teléfonos móviles, es decir, haciendo su vida sin pasarse las veinticuatro horas pegados a una pantalla, tal y como nos sucede hoy en día.
Entre los elementos de la película que me han chirriado, además de la lamentable actuación de Dennis Quaid (posiblemente sea uno de sus peores trabajos como actor), es la ambientación de la discoteca en la que se conocen los personajes de Angelina Jolie y Ryan Phillippe; no me resulta nada verosímil ese escenario, por mucho empeño que le puse de verdad que no conseguí ver más allá de un cutre decorado plagado de extras que se movían de manera absurda antes de comerse un bocata de mortadela durante la hora de descanso. Y, ya que estamos, la manera en la que ligan los personajes de Jolie y Phillippe tampoco es que sea demasiado verosímil, pero, ya ves tú, ese detalle bobo sí que conseguí tolerarlo.
Lo mejor de "Jugando con el corazón", además de haber saldado la deuda de verla, al fin, tras casi un cuarto de siglo de espera -se dice pronto, eh-, es que la empecé a eso de las ocho de la tarde, coincidiendo con el romántico atardecer veraniego, el cual pude disfrutar, al tener la pantalla del ordenador al lado de la ventana: no voy a omitir que se trató de una imagen bastante bonita y que encajaba perfectamente con el espíritu bondadoso de la película.
Pues nada, poco más que añadir, salvo que se trata de una peli que entretiene, que no produce demasiada vergüenza ajena y que se olvida en menos de cuarenta y ocho horas, lo que no es poca cosa para estos tiempos de malsana mediocridad audiovisual en la que vivimos atrapados y sin opciones de salida.
Salud a tod@s.
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