Recibió de su amigo de infancia, ese encargo invaluable y eterno, que perduró, para conocer aquel rostro, marcado ya por la experiencia y a quien pertenecía.
Corrió la cinta y el proyector transcribió fielmente las imágenes, imágenes que evocaron desde el primer segundo una época primeriza, volvieron al la memoria de Toto los sabores, olores, amores y recuerdos de aquella época, enterrada pero latente y que fueron encendidas por cada fotograma viejo y maltrecho, que aguantó lo más que pudo, para llegar a él y arrancarle el suspiro, la lagrima contenida, el apretado nudo que le corroía la garganta, y que lo zafó muy lentamente, al son del violín.
Y dejo que se esparcieran sobre sí, todos esos besos apasionados, miradas enamoradas, victorias endulzadas que encumbraron a sus protagonistas. La luz de la gran pantalla se reflejó en la lágrima viva de Toto, quien encontró, en eso corto viaje, un nexo al pasado, la esencia de lo que hoy es…y el recuerdo de su amigo eterno, de una época maravillosa. Su infancia.
La película, montada a trozos, avanzaba parsimoniosamente, y logro al fin, dibujar la sonrisa a su destinatario, quien, con el alma en vilo, miro mas allá, deteniendo el tiempo, para aprehender esos abrazos, un día vetados, y hacerlos suyos sin dejarlos escapar jamás.