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Críticas 3
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
10
19 de febrero de 2024 4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todavía recuerdo bien las sensaciones encontradas que tuve, hace ya diez años, al acabar de ver por primera vez el último episodio de Breaking Bad. Por ponerlo en términos afines a la serie, fue todo un subidón bioquímico de dopamina y serotonina; es decir, un caprichoso cóctel de euforia desatada con un chorrito de bienestar.

El chute de euforia venía cocinándose a fuego lento desde hacía varios episodios, pues, aunque en general toda la serie es bastante taquicárdica, lo de la última temporada es anfetamina de otro costal. De hecho, por si queda algún marciano en la tierra que a estas alturas aún no la haya visto, advertir que las autoridades sanitarias recomiendan hacerse con un desfibrilador antes de enfrentarse a los últimos cuatro capítulos.

En cuanto a la dosis de bienestar, sin duda fruto de un desenlace que satisfacía las enormes expectativas, fue tan intenso que todavía hoy dura la dulce resaca. Pocos dramas han sabido acabar a tiempo antes de que la tragedia se desmadre, y casi ninguno ha conseguido apañárselas para cerrar el telón a la altura de las circunstancias. En lugar de explotar a la gallina de los huevos de oro, la cadena de televisión por cable AMC tuvo el detalle –poco después volvería a hacerlo con el broche de la deliciosa Mad Men– de anteponer la calidad del conjunto a la lucrativa tentación de estirar más el chicle.

No voy a malgastar caracteres desmenuzando la trama, porque pocas obras han sido tan vistas, analizadas, agasajadas e imitadas como esta. Hace ya una década que el aura de Breaking Bad brilla con luz propia –de intenso azul cian, claro– dentro del mundo seriéfilo, por lo que baste decir que Vince Gilligan (showrunner, director y guionista de la criatura –así como de ese estupendo spin-off que es Better Call Saul–) consiguió el más difícil todavía: recoger el testigo televisivo de la nueva época dorada (inaugurada por HBO a principios de siglo con Los Soprano y The Wire) y cocinarle al espectador una experiencia inolvidable. Lo hizo, además, ajeno al auge de las plataformas de streaming, a partir de una primera temporada humilde y sin apenas hacer ruido.

El resto es historia reciente y, como suele pasar con las obras maestras y con la uva dulce, el bouquet mejora con los años. De hecho, con la excusa de conmemorar el décimo aniversario, he desafiado a la hipertensión y he vuelto a degustar la última temporada: para sorpresa de nadie, los paisajes agrestes de Nuevo Méjico lucen igual de esplendorosos, y la sombra de Heisenberg aún se extiende –a caballo entre la venganza y la rendición– tan alargada como entonces.

Pocos personajes han suscitado sentimientos tan intensos y contrapuestos como Walter White. Que levante la mano quien no empatizó con el brillante perdedor de la primera temporada, aquel sacrificado profesor de instituto al que la vida le gastaba una enésima broma pesada en forma de metástasis. Quién, de haberse visto en su lugar, no hubiese sucumbido después a la vanidad del que se sabe mejor que la competencia. Por último, que tire la primera piedra quien no se estremeció ante la pérdida de escrúpulos progresiva y la metamorfosis imparable del monstruo.

Tras un viaje tan alucinógeno, la visión del espectador ya no volverá a ser la misma. Tampoco los desiertos de Albuquerque con sabor a western ni los versos de Walt Whitman con aroma a traición; nunca miraremos igual a los yonquis de buen corazón o a las esposas acongojadas, a los agentes de narcóticos o a los picapleitos oportunistas, a los matones con principios o a las franquicias de fast food…

Carlos Boyero afirmó en su día –no sin razón– que Los Soprano fue «la serie más genial que se ha exhibido nunca en televisión». Como en la maravilla de David Chase, aquí también se conjuran Mario Puzzo y Tennessee Williams, Dostoievski y Shakespeare, Scorsese y Coppola. Ambas lograron en su momento engrandecer el formato televisivo y consiguieron, inmunes a las sucesivas crisis económicas y a los desmayos creativos de Hollywood, elevar el medio doméstico incluso por encima del celuloide.

La huella de las dos series es descomunal; la herencia de ambas en el panorama de entretenimiento actual, indiscutible. En definitiva, si bien es cierto que no hay aros de cebolla más auténticamente estadounidenses que Los Soprano, admitamos –y eso la convierte en mi favorita– que no hay ninguna sobredosis tan vertiginosa, apabullante y entretenida como Breaking Bad.
29 de enero de 2024 4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
En uno de los muchos diálogos ilustres que comparten los dos detectives protagonistas de esta miniserie, un alicaído Martin Hart le plantea a Rust Cohle, su impertérrito compañero, si alguna vez este se pregunta si es una mala persona.
–No, Marty, nunca me lo pregunto –contesta Rust, lacónico. Y, tras encenderse un cigarrillo, añade:
–El mundo necesita malas personas. Mantenemos a las otras malas personas a raya.

La escena anterior creo que refleja muy bien, por un lado, el tono siniestro de la serie y, por el otro, los claroscuros de sus dos personajes principales. De hecho, el mayor logro de esta pequeña joya (parece mentira que apenas ocho horas de ficción puedan atesorar tantas virtudes) es, sin duda, su formidable pareja protagonista. Por encima del resto de logros –el ritmo vibrante, la hermosa fotografía, la cuidada banda sonora o incluso la desgarradora trama–, es la relación entre los dos detectives (sus bondades y sus vicios, su sintonía y sus broncas) lo que hace de True Detective, no ya una cautivadora buddy movie, sino una alucinógena hipodérmica directa a la yugular.

Además, por suerte el casting se eleva a la altura de circunstancias y tanto Woody Harrelson como Matthew McConaughey –ambos ejercen también de productores ejecutivos– están magníficos. Mención especial merece este último: ante el órdago de encarnar a un personaje tan complejo, el tejano envida a grande y se marca una caracterización memorable en la que resuenan ecos de otros iconos del género; con el atractivo pétreo de Harry Callahan, la perseverancia de Sérpico y la serenidad zen de William Somerset, el detective Rust Chole rezuma tragedia, nihilismo y charm a partes iguales.

En definitiva, es gracias al magnetismo de la dupla protagonista que el espectador, encandilado por la química entre ambos, se sumerge desde el minuto uno en el ambiente asfixiante del caso –ceniza y aluminio, que diría Rust– y se ve arrastrado por los sobresaltos de la investigación.

La trama policial en sí es otro de los puntos fuertes de la historia: la acción –que discurre a caballo entre varias líneas temporales durante casi veinte años– arranca una fría mañana en las afueras de Erath, un pueblecito perdido en el sur de Luisiana. En medio de una inhóspita plantación chamuscada, amanece, rodeado de elementos que indican rituales de brujería, el cadáver desnudo y mutilado de una joven.

La historia alterna los vaivenes de la investigación con las zozobras personales de los detectives; Hart es un padre de familia conservador (y un marido infiel incapaz de controlar sus impulsos), acostumbrado a la endogamia –cristiana y rural– de esa región del país. En cambio Cohle, recién trasladado desde el estado de Texas (tras años de hastío como infiltrado en un brutal cártel mejicano), es un hombre solitario, ateo y pesimista, sacudido por la reciente muerte de su hija y resignado ante la banalidad de la existencia humana.

La milimétrica trama intercala los sucesos del pasado con los de la actualidad, donde unos ya retirados Hart y Cohle son interrogados –por separado– acerca de una serie de asesinatos recientes, análogos a los que estos investigaron años atrás sin lograr detener a todos los implicados. Las pesquisas irán desenmascarando tanto la corrupción cruel de la policía estatal respecto a una ristra de desapariciones como la conexión con los crímenes de una popular iglesia local (salpicada por escándalos de pederastia y encabezada por un influyente pastor evangélico). Asimismo, poco a poco irá emergiendo la misteriosa figura del llamado rey amarillo, quien parece ser el sádico y esquivo chamán –encarnado por un turbador Glenn Fleshler– que se esconde detrás de los asesinatos.

Aunque toda la factura artística de la serie es impecable, cabe destacar, por una parte, la dirección de Cary Fukunaga, cuya sutil mirada dota al conjunto de una estética fascinante e inmersiva (amén de algún virtuosismo técnico como el cardíaco plano secuencia del cuarto episodio) y, por otro lado, el guion de Nic Pizzolatto: el también creador de la serie construye un relato magistral y adictivo, así como una radiografía metódica, sórdida y conmovedora del antihéroe policial.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En resumen, esta exquisitez pesadillesca es una rotunda obra maestra –literalmente– de principio a fin: desde los primeros acordes de la intro (la inquietante y etérea Far from any road) hasta el emotivo fundido a negro final sobre el cielo estrellado de Erath (al principio todo era oscuridad, por lo que incluso un realista empedernido como Cohle concede la esperanza de que la luz esté ganando la batalla). En conclusión, la primera temporada de True Detective se erige como la quintaesencia contemporánea del género policial, y conforma –junto con Los Soprano y The Wire– la triple corona dramática de ese insólito tejedor de sueños llamado HBO.
BoJack Horseman (Serie de TV)
SerieAnimación
Estados Unidos2014
8.0
12,426
Animación, Voz: Will Arnett, Alison Brie, Amy Sedaris ...
10
17 de enero de 2024 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una breve reflexión, primero, a medio camino entre el piropo y la crítica: que Netflix haya alumbrado una serie como BoJack Horseman es poco menos que un milagro. Me explico: de un tiempo a esta parte (de hecho, desde su reinvención como plataforma de streaming hace más de quince años), la empresa de la gran N roja, a diferencia de otras marcas de la competencia, se ha caracterizado más por aumentar su enorme –e irregular– catálogo que por mantener alto el listón de la excelencia. Aunque Netflix lidera el mercado internacional de la transmisión en directo, es evidente que el gigante digital ha cimentado su imperio en un modelo que apuesta más por la cantidad que por la calidad.

Como soy incapaz de resumir en una sola frase una serie tan poliédrica y ambiciosa, intentaré hacerlo en tres: sí, claro que es una parodia de las entrañas de Hollywoo(d), de su frívola hipocresía, su hueca complacencia y sus decadentes guateques. Por supuesto, también es una fábula posmoderna, variopinta y sesuda, plagada de referencias hilarantes, gags absurdos y animales antropomórficos. Ahora bien, por encima de todo, BoJack Horseman se revela como una radiografía conmovedora de la condición humana, una tragicomedia brillante y crepuscular que, en definitiva, nos invita a relativizar nuestras propias miserias.

El hilo conductor de la trama es la odisea de su caprichoso protagonista –un centauro malcriado y libertino– en busca de algo que se le parezca a la felicidad. BoJack es un antihéroe cínico y entrañable, un hedonista autodestructivo incapaz de reconducir tanto su tormentosa vida personal como su oxidada carrera profesional. Un actor venido a menos, nostálgico de su lejano pasado como estrella televisiva (back in the 90’s, he was in a very famous TV show…); un eterno adolescente incapaz de pasar página, traumatizado por una infancia desdichada víctima de unos padres mezquinos.

En su periplo le acompaña un casting de personajes fabulosos, entre los que destaca su mejor amiga Diane (una atractiva escritora, feminista e incomprendida, con la que BoJack comparte una tensión sexual irresoluble), su expareja –y actual agente profesional– Princess Carolyn (una incombustible gata persa a quien se le empieza a pasar el arroz de la maternidad), su compañero de piso Todd (un holgazán asexual con cerebro de cacahuete y corazón dorado) y su acérrimo archiamigo Mr. Peanutbutter, un perro labrador, vivaracho y superficial, especialista en desquiciar hasta la arcada al caballo protagonista.

La obra creada por Raphael Bob-Waksberg consigue, además, un propósito que la mayoría de series de animación ni siquiera pretenden: un hilo narrativo continuado. Año tras año, a lo largo de seis temporadas sin apenas fisuras (de hecho, y eso también la convierte en una rara avis del mundo seriéfilo, puede que la última campaña sea la mejor de todas), los personajes se reinventan en una incansable espiral ascendente y, como si de un desafío para los guionistas se tratase, muchos capítulos resultan pequeñas obras de arte de insólita creatividad. Para no extenderme demasiado, pongo tan solo tres ejemplos: Como pez fuera del agua (temporada 3, episodio 4) discurre enteramente en el fondo del mar y representa –sin palabras, eso sí– una emotiva oda muda a la incomunicación; Churro gratis (T5, E6) es un panegírico brutal de veinte minutos donde el espectador asiste sin pestañear a la despedida visceral de un hijo en el funeral de su madre; para acabar, La vista desde la mitad de la caída (T6, E15) supone un penúltimo y surrealista escalofrío en el que todos los fantasmas del protagonista se despiden de él en un torbellino onírico de fantasía y muerte.

En conclusión, si todavía no la has visto y únicamente dispones de media hora al día para dedicarle a la caja tonta, ya estás tardando: no solo te arrancará sonrisas y acaso alguna carcajada, también te acelerará las neuronas y te helará el corazón. Absolutamente todo en esta serie merece la pena, desde los pegadizos créditos iniciales hasta la última escena del epílogo. En ella, BoJack y Diane charlan a solas bajo la noche azul estrellada de Los Ángeles, en un comedido adiós que resume a la perfección las delicias de este clásico instantáneo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
«BoJack: La vida es una mierda y luego te mueres, ¿verdad?
Diane: A veces. A veces la vida es una mierda y luego continúas viviendo.
BoJack: Sí.
Diane: Pero hace una bonita noche, ¿verdad?
BoJack: Sí.»
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