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Críticas 1
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
4
29 de diciembre de 2024
72 de 108 usuarios han encontrado esta crítica útil
Han pasado ya 102 años desde que, valga el oxímoron, la sombra de Nosferatu salió a la luz de las pantallas. Habiendo pasado un siglo, se hace evidente que el mundo jamás dejó de maravillarse por el oscuro sortilegio de Murnau. La siniestra ternura que despierta en el alma ese juego casi infantil –pero perfecto– de luces, sombras, monstruos y encantamientos mudos se vuelve ahora, desde este presente remoto, incluso reconfortante: mirar al torvo vampiro silencioso es casi como lanzar la mirada al origen, allí donde ese prodigio fantasmagórico que es la imagen en movimiento aprendía a andar, dando zancadas milagrosas.
Sintiendo todo esto, uno no puede más que dejarse llevar por la emoción al saber que las pantallas van a resucitar –eso sí, por tercera vez– al vampiro Nosferatu. Pero, pese a todo, tampoco puede uno dejar de preguntarse ¿por qué ahora? ¿quién se atrevería?

Robert Eggers, pese a su trayectoria cinematográfica presuntamente impecable, y tal vez pese a –o a causa de– su inagotable alarde de un entendimiento casi arcano en torno a todas las cuestiones relativas al pobre Nosferatu, ha cometido una falta muy antigua: el pecado de desmesura –soberbia, altanería–, aquello que los griegos llamaron hybris. No sólo es desmesurada su pretendida omnisciencia que se prueba fallida en pantalla (como marketing, tal vez, fue exitosa; esperemos que eso le permita dormir por las noches), sino que también se trata de la propia desmesura monstruosa de una historia completamente transfigurada en espectáculo, en ruido, en mancha.

La película de Eggers es un remake a todas luces: escena por escena, acto por acto, elabora un eco digital de la obra de Murnau. Se permite, pese a todo, algunas libertades argumentales que no terminan de precisarse como significativas. La más reseñable es, probablemente, que Ellen ahora posee un vínculo más estrecho, personal y siniestro con Nosferatu. No es completamente víctima, ni completamente inocente, aunque tampoco es culpable ni diabólica. No llegaremos nunca a saber si la pasión oscura que retuerce su alma está plenamente infundida por el vampiro o si en su naturaleza se esconde algo salvaje, algo que por momentos reconoce en Nosferatu. Tal vez esta ambigüedad del personaje que ya no es víctima, ni tampoco villano, es un signo de modernidad impregnado en el argumento. Pese a todo, Eggers no está a la altura de las circunstancias que presenta: si pretende añadirle sombras a la mujer o erotizar al vampiro, el resultado deviene por momentos en mero masoquismo irreflexivo. La carga sexual de la que alardea el marketing de la película es, en cualquier caso, ridícula. Solamente se puede decir que en el estilo visual del filme prevalece una obscenidad monstruosamente abigarrada en la que cada imagen grita y se exhibe histriónicamente sin llegar, casi nunca, a decir nada. No se puede desestimar de ningún modo la calidad visual y compositiva de cada fotograma rodado por Eggers: hay amor al detalle y un profundo sentido estético en toda la película, pero, sobre todo, predominan las desmesuradas ansias de efectismo de cada plano. Si recordáramos los enormes planos gélidos en los que Murnau capturaba ese sublime paisaje desnudo que contenía, en el silencio de sus tierras, el secreto de las fuerzas oscuras que amenazarían después la pantalla, no podríamos más que sentir un vacío insoportable ante la saturadísima fotografía de Eggers – a ratos con escenarios casi un poco como prestados de Disney–. Parece como si, en su despliegue de espectaculares formas sin contenido, no quisiera más que embriagar el ojo hasta dejarlo mareado y confundido, incapaz de reconocer los simulacros exhibidos. La silenciosa verdad del horror desvelada por Murnau ahora es un cuento ensordecedor que, cuanto más alto grita para que creamos lo que se nos dice, más artificial parece. Eggers, que de ningún modo es falto de habilidades en el uso de la cámara, palidece ante la pericia artesanal de Murnau. Al lado de éste, Eggers se ha convertido en el idiota que dice Shakespeare, contando un cuento lleno de ruido y furia, que no tiene sentido alguno.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pese a todo, yo sabía que Eggers todavía tenía tiempo de –y podía, creía yo– demostrar su habilidad técnica a la hora de enfrentar la escena final de la película. La solución elegida era la misma que la de Murnau: Ellen muere a manos del vampiro y, con su sacrificio –tal vez con interrogantes– la luz del amanecer penetra a través de la ventana del dormitorio, desintegrando la sombra que es Nosferatu. Murnau, desde la sencilla sinceridad del celuloide y con una pericia artesanal casi milagrosa, había hecho de este momento una de las visiones más maravillosas de la historia del cine. Esa escena estática en la que el vampiro, silencioso, se retuerce a medida que su materia etérea se descompone, tal y como lo haría la imagen emitida por el proyector cuando se encendieran las luces de la sala de cine, no sólo contiene esa tierna belleza humilde de cuento de hadas, sino que también es una reflexión sobre la naturaleza misma de la representación. Podemos decir, a riesgo de desviarnos –con una finalidad– por un momento de la película de Eggers, que Murnau cerró su fantasía con una imagen que enuncia lo mismo que Shakespeare en La Tempestad:

«¡Alégrate!
El juego ha terminado, y estos actores,
como les decía, son espíritus.
Se han fundido en el aire, en el aire que no se palpa.
Y, similares a la fábrica de esta
visión, que no tiene ningún fundamento,
las torres coronadas de neblinas,
los palacios suntuosos, los grandes templos
solemnes, y hasta la inmensa esfera de este mundo,
y todos los que le hereden y gobiernen,
se disolverán, y, al igual que se ha desvanecido
esta fantasía sin cuerpo,
no dejarán ni humo, ni grito, ni rastro.
Estamos hechos del mismo material que los sueños
y un sueño ciñe nuestra corta vida.»

Nosferatu es un sueño, un espíritu que se funde en el aire, tal y como lo es el cine. Está hecho de la misma materia que la fantasía que lo contiene: la luz mágica, creadora de imágenes, y las sombras que ésta necesita para existir. También en la escurridiza naturaleza de la sombra reside la esencia del terror profundo, velado y etéreo, y, por eso mismo, más terrible que cualquier forma real. Está bien, ¿a qué viene todo esto, si ahora se trata de la película de Eggers y no de la de Murnau? Precisamente a que Eggers, que insistió en comprender todos los oscuros secretos de Nosferatu, no fue capaz, ante esta escena, de crear más que otro artificio monstruoso del cine digital. Nosferatu es ahora un monstruo plasticoide, purulento y deforme que chorrea sangre por todos los orificios de su rostro ante el contacto con la luz. No hay sombra, ni fantasía, ni horror: sólo una criatura grotesca y ruidosa que con su estruendo y su artificiosidad casi te pide que no mires demasiado, que no hay mucho que ver más allá de lo que se te grita en la cara. Murnau tejió una fantasía por medio de la sombra y la luz para finalmente desvelar, con sutileza, la verdad desnuda. Parece que Eggers no pudo entenderlo: él, en cambio, orquesta un artificio protético y, pese a todos sus esfuerzos por convertirlo en verdad, se delata constantemente como engaño. Ahora, en la pantalla, todo es forma: nada significa nada. No hay sombríos secretos que desvelar, sólo ruido y furia para esconder el vacío. Es una pena que, antes de filmar la película, Eggers no pudiera recordar que el mundo no termina con una explosión, sino con un quejido.
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