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Críticas 1
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
3
21 de noviembre de 2024
33 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ridley Scott regresa a la arena con Gladiator II, una secuela que no solo enfrenta la sombra de su predecesora, sino también la de los peplums clásicos que marcaron a generaciones anteriores. ¿El resultado? Un despliegue de espectacularidad que, por desgracia, apenas logra enmascarar una historia desprovista de alma y que insiste en tropezar con los mismos clichés que creíamos haber superado.

En el centro de esta odisea está Lucio Vero, un personaje atrapado entre su reverencia a Máximo, la búsqueda de libertad y una incapacidad para tomar decisiones. La trama lo empuja por un camino que parece no conducir a ninguna parte, mientras el Senado, reducido a un puñado de rostros sin identidad, languidece como un simple accesorio escénico. Roma, esa ciudad que en Gladiator aparecía como un gigante majestuoso, ahora se presenta como un cascarón vacío, un fondo de pantalla que apenas sirve para sustentar las acrobacias de la trama.

El mayor pecado de Gladiator II no radica en su inevitable licencia histórica, los anacronismos son ya un sello del género, sino en su falta de interés por profundizar en las capas que sostienen una historia épica. No es tanto que carezca de rigor; es que parece no importarle. Los personajes quedan reducidos a funciones casi anecdóticas, un eco lejano en una trama que apenas les deja espacio para existir. Incluso Lucilla (Connie Nielsen), que en teoría debería tener un peso importante en la trama, se diluye en un papel secundario sin apenas desarrollo. Así, muchos terminan en personajes planos y poco memorables, con la excepción de Macrino.

Por otro lado, el tratamiento de los antagonistas retoma tropos problemáticos que el llamado cine de romanos y, en general, cualquier película ambientada en la Antigüedad, lleva arrastrando desde los tiempos de Quo Vadis, con ejemplos más recientes como el Jerjes de 300. La asociación entre villanos y ciertos rasgos afeminados o extravagantes se siente no solo trasnochada, sino también perezosa. Esta insistencia en perpetuar estereotipos resta fuerza a los conflictos internos de los personajes, que terminan eclipsados por caracterizaciones superficiales y una estética tan recargada como redundante.

A pesar de la presencia de Denzel Washington, que aporta la intensidad y presencia que la película necesita con su personaje Macrino, el filme no logra alcanzar su potencial. Su arco, el de un esclavo que escala hasta las más altas esferas del poder, podría haber sido el ancla emocional que diese cohesión al relato. Sin embargo, incluso este personaje queda desdibujado, atrapado en un guion que prefiere apilar batallas grandilocuentes antes que explorar las dinámicas de poder y las tensiones que alguna vez hicieron del cine épico un género fascinante.

Es inevitable comparar con su predecesora de 2000, una película que, con sus virtudes y defectos, supo capturar algo esencial sobre la épica y la humanidad. La secuela parece más interesada en replicar su éxito visual que en construir una historia que emocione. Donde antes había intrigas palaciegas, miradas que decían más que mil palabras y silencios cargados de significado, ahora hay ruido. Donde antes había un diálogo memorable, ahora hay frases recicladas que suenan huecas, desprovistas del peso que alguna vez tuvieron.

Y, sin embargo, hay algo que subyace en Gladiator II, una especie de espejo distorsionado de nuestro tiempo. En su visión de una Roma decadente, gobernada por emperadores jóvenes y caprichosos, se detectan ciertos paralelismos con el desencanto hacia las instituciones modernas. Macrino, como figura outsider que promete una purga del sistema, recuerda tanto a los magnates tecnológicos de nuestra época como a los hombres fuertes que parecen ser glorificados en la política contemporánea. Pero estas ideas, aunque intrigantes, nunca se desarrollan del todo. Quedan flotando, perdidas en un mare nostrum de efectos especiales mediocres y peleas coreografiadas hasta la extenuación.

Al final, Gladiator II no es tanto un filme histórico ni un relato épico, sino una declaración de amor, o quizá de obsesión, hacia el espectáculo. Su mayor logro está en su estética, en el vestuario y en la recreación del Coliseo. Sin embargo, cuando el sol se oculta tras los arcos del anfiteatro Flavio y el eco de los aplausos se desvanece, lo que queda es una sensación de vacío.

Más allá de los errores y carencias, cabe preguntarse: ¿de qué nos habla realmente Gladiator II? En cierto modo, se trata de un ejercicio de nostalgia, no solo hacia su predecesora, sino hacia todo un legado cinematográfico. La original se convirtió en un símbolo del cambio de milenio y en el emblema de una nueva mirada hacia los péplums de siempre. Era, en su esencia, un homenaje renovado a aquellas grandes producciones "de romanos" de los años 50 y 60, que también eran imperfectas en su rigor histórico, pero que brillaban gracias a guiones sólidos, personajes memorables y diálogos brillantes. Películas como Ben-Hur, Espartaco, o La caída del Imperio Romano lograron trascender sus limitaciones con narrativas que emocionaban y escenas de acción que no necesitaban excusas tecnológicas para ser espectaculares. En cambio, Gladiator II parece empeñada en mirar hacia atrás sin entender aquello que hacía vibrar al público de entonces: no solo la escala o los efectos, sino el alma misma de las historias que contaba.

Quizá sea el peso de los años, de tantas noches de cine y tantas historias consumidas, pero cada vez espero menos de este tipo de producciones. No quiero que me sorprendan con giros imposibles ni que me deslumbren con un derroche de CGI. Quiero historias que me conmuevan, personajes que me acompañen más allá de la sala de cine. Y, aunque Gladiator II lo intenta, su propuesta queda demasiado lejos de ese ideal. Como dijo el bueno de Danny Glover en Arma Letal: “Soy demasiado viejo para esta mierda”. Por primera vez, siento que esas palabras me resuenan de verdad, y no es un sentimiento fácil de digerir.
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