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7
1 de mayo de 2019
1 de mayo de 2019
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas que tienen una particular similitud con ir a un restaurante concreto a cenar (un restaurante italiano, en este caso). Desde la elección del mismo hasta pagar la cuenta, puede suponer un proceso satisfactorio en mayor o menor medida, siendo la comida sólo uno de los factores del resultado final.
“Proyecto de futuro: no subestimar las consecuencias del amor”, escribe en el primer tercio de película en un pedazo de papel nuestro protagonista Titta, interpretado por un soberbio Toni Servillo, mientras recita la sentencia en off, dando eco al título de la película, enmarcada en una frase bella y presuntuosa. En esta belleza y presuntuosidad navega continuamente esta cinta de Paolo Sorrentino, segundo largometraje de su filmografía, demostrando algo que arrastra desde sus primeros trabajos y que va solventando paulatinamente según su carrera florece: ser un director notable en la narración audiovisual poética; un guionista de aprobado bajo tanto en estructura como en historia; un dialoguista bucólico y existencialista al dar voz a sus protagonistas.
“Las consecuencias del amor” resulta una película agradable de ver, sobre todo en sus dos primeros tercios, donde consigue por momentos, abrirnos la puerta al mundo solitario y desangelado de Titta Di Girolamo, empatizando incluso con este extraño personaje que se mueve entre el misterio y la absoluta desidia de una vida anodina, tratando de conectar con nosotros con esas inmutables miradas a cámara, haciendo partícipe al espectador de la triste soledad que le embarga debido a unas consecuencias que aún no conocemos, y que, al menos al principio, deseamos conocer. Sorrentino y su director de fotografía, Luca Bigazzi (el cual le acompañará en el resto de su filmografía) retratan perfectamente el destierro de Titta, con movimientos de cámara precisos y preciosistas, manipulando la puesta en escena en pos de su particular estilo, obviando la neutralidad de la realidad. Todo gira en torno a su protagonista, siendo éste el dueño y señor de la puesta en escena descrita, de la planificación exquisita y cuidada de cada una de sus escenas, de las sentencias lapidarias, de los cambios de ritmo de montaje, así como, la mayor parte de entradas y salidas de música extradiegética (en su mayoría acompasadas por una acción del propio protagonista); y por tanto, de toda la poesía trágica que vertebra este film. El problema radica para los espectadores que, ni con la particular cinematografía de Sorrentino/Bigazzi, ni con la mirada cómplice de Titta, consigan empatizar con el personaje central de la película. En estos casos, la cinta puede resultar fútil, pedante, puede que incluso misógina, pero, en definitiva, anodina. Tanto como la vida del personaje en ese hotel suizo donde espera ser valiente para morir de una manera rocambolesca. En mi caso, como en otras ocasiones, el autor (o autores, por no despreciar al resto de jefes de equipo) si han conseguido conectar conmigo, al menos hasta que la narración cae por su propio peso y las consecuencias del amor no son las consecuencias de la narración, ni siquiera de la motivación del personaje, si no otro artificio estético que se introduce en la película, cómo una preciosa estrofa de amor de cinco versos introducida en una oda de tragedia heroica inacabada.
“Proyecto de futuro: no subestimar las consecuencias del amor”, escribe en el primer tercio de película en un pedazo de papel nuestro protagonista Titta, interpretado por un soberbio Toni Servillo, mientras recita la sentencia en off, dando eco al título de la película, enmarcada en una frase bella y presuntuosa. En esta belleza y presuntuosidad navega continuamente esta cinta de Paolo Sorrentino, segundo largometraje de su filmografía, demostrando algo que arrastra desde sus primeros trabajos y que va solventando paulatinamente según su carrera florece: ser un director notable en la narración audiovisual poética; un guionista de aprobado bajo tanto en estructura como en historia; un dialoguista bucólico y existencialista al dar voz a sus protagonistas.
“Las consecuencias del amor” resulta una película agradable de ver, sobre todo en sus dos primeros tercios, donde consigue por momentos, abrirnos la puerta al mundo solitario y desangelado de Titta Di Girolamo, empatizando incluso con este extraño personaje que se mueve entre el misterio y la absoluta desidia de una vida anodina, tratando de conectar con nosotros con esas inmutables miradas a cámara, haciendo partícipe al espectador de la triste soledad que le embarga debido a unas consecuencias que aún no conocemos, y que, al menos al principio, deseamos conocer. Sorrentino y su director de fotografía, Luca Bigazzi (el cual le acompañará en el resto de su filmografía) retratan perfectamente el destierro de Titta, con movimientos de cámara precisos y preciosistas, manipulando la puesta en escena en pos de su particular estilo, obviando la neutralidad de la realidad. Todo gira en torno a su protagonista, siendo éste el dueño y señor de la puesta en escena descrita, de la planificación exquisita y cuidada de cada una de sus escenas, de las sentencias lapidarias, de los cambios de ritmo de montaje, así como, la mayor parte de entradas y salidas de música extradiegética (en su mayoría acompasadas por una acción del propio protagonista); y por tanto, de toda la poesía trágica que vertebra este film. El problema radica para los espectadores que, ni con la particular cinematografía de Sorrentino/Bigazzi, ni con la mirada cómplice de Titta, consigan empatizar con el personaje central de la película. En estos casos, la cinta puede resultar fútil, pedante, puede que incluso misógina, pero, en definitiva, anodina. Tanto como la vida del personaje en ese hotel suizo donde espera ser valiente para morir de una manera rocambolesca. En mi caso, como en otras ocasiones, el autor (o autores, por no despreciar al resto de jefes de equipo) si han conseguido conectar conmigo, al menos hasta que la narración cae por su propio peso y las consecuencias del amor no son las consecuencias de la narración, ni siquiera de la motivación del personaje, si no otro artificio estético que se introduce en la película, cómo una preciosa estrofa de amor de cinco versos introducida en una oda de tragedia heroica inacabada.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Los personajes que aparecen para perfilar a Titta quedan sepultados por la decisión de los autores de obtener un protagonista más grande que la propia historia, quedando como peleles ante el carácter pétreo y la frases cortantes del mismo. El propio hermano (poco creíble, por cierto), la completa antítesis de Titta, resulta vulgar y estúpido, ante nuestro Napoléon en su particular Santa Elena; siendo objetivamente, sin embargo, un tipo guapo, libre y triunfador, que se gana la vida de una manera que más de uno quisiese en su vida. Pero la narración consigue que nos parezca ridículo. Eso, sin duda, es un gran logro del realizador. También es cierto que ayuda el hecho de haya sido previamente rechazado por la “coprotagonista” de la historia, Sofía (Olivia Magnani). Y, nombrando a Sofía, creo que abordamos una de las tramas más díscolas de la narración. El propio protagonista declara que probablemente sentarse en ese taburete sea lo más peligroso que haya echo nunca, cuando se dirige por primera vez a la hermosa (y en la que poco se profundiza) camarera del bar del hotel. Hasta ese momento, la relación de ambos se había sostenido por unas miradas cruzadas deliciosamente filmadas y cortadas en montaje, y un pequeño rapapolvo de Sofía por el ninguneo continuo que le muestra Titta en cada saludo. Más allá de lo inverosímil de esta posible relación y dejando al lado una interpretación cosificada de sus intereses, podemos entrar al trapo de esta argucia narrativa del autor para seguir sumergidos en el existencialismo trágico de este personaje. Y yo entré, sobre todo tras la sonrisa que nos dedica Titta cuando vuelve a su habitación, la única sonrisa que ofrece en todo el metraje. Sin embargo, tras la hermosa confesión de Titta a Sofía bajo los efectos narcóticos de la heroína, todo se tuerce. Todo se precipita. Y no hay consecuencia. Y no hay amor. Y el sentarse en ese taburete no significa nada para la historia. Sólo se produce una serie de circunstancias causa-efecto. La principal de todas, un estúpido y circunstancial accidente de Sofía que avoca al protagonista a tomar decisiones que le conducen a su rocambolesca muerte (algunas tan inverosímiles como darle la maleta de dinero a unos personajes que poco importan en la narración) rompiendo el título y la intención dramática que parece dibujar el autor en el primer tercio de cinta.
No hay consecuencias al amor, ni de manera literal, ni de manera cínica; tampoco hay consecuencias a la ambición, que es donde se ve arrastrado en primera instancia el protagonista, y de las cuales rehúye para escapar. La única consecuencia que cumple Sorrentino, es el estudio lírico de la soledad poética, algo que para mí no es baladí, pero que puede resultar insuficiente para más de un espectador. La película se disfruta, se respira, emociona y te acaricia la piel en algunos momentos. Es salir del restaurante con la satisfacción de haber disfrutado de la velada, aunque el hermoso local y el servicio delicioso, sólo enmascaren unos sencillos, pero bien cocinados, tagliatelle con tomate.
No hay consecuencias al amor, ni de manera literal, ni de manera cínica; tampoco hay consecuencias a la ambición, que es donde se ve arrastrado en primera instancia el protagonista, y de las cuales rehúye para escapar. La única consecuencia que cumple Sorrentino, es el estudio lírico de la soledad poética, algo que para mí no es baladí, pero que puede resultar insuficiente para más de un espectador. La película se disfruta, se respira, emociona y te acaricia la piel en algunos momentos. Es salir del restaurante con la satisfacción de haber disfrutado de la velada, aunque el hermoso local y el servicio delicioso, sólo enmascaren unos sencillos, pero bien cocinados, tagliatelle con tomate.
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