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7.4
40,290
9
27 de octubre de 2013
27 de octubre de 2013
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
De "La vida de Adèle" había leído bastante. Me alegraba de la rara unanimidad en las opiniones entusiastas. Pero corría el riesgo de enfrentarme a una película ya sabida, a unas buenas imágenes que rellenasen una idea escueta. Uno va a ver una película con la expectativa de, a pesar de lo sabido, sorprenderse; de que aquello que, durante unos minutos, va a llenar el panorama de su vida, brotará con fuerza, sorprendente, nacido de una mirada que se ha separado de la de todos para ver lo nuevo.
He de decir que esta película contiene una fuerza que supera cualquier acomodación del espectador. Sus imágenes irrumpen en la mirada. La cámara es intrusa hasta la obsesión, absorbente sin descanso. La vida emocional de Adèle es registrada en cada expresión física. A ello contribuye el uso apabullante de los primeros planos, hasta desdeñar el campo visual adyacente que, a veces, quisiéramos reclamar. Porque lo que importa es que no se nos escape cualquier modificación en el estado psicológico de la protagonista. A ello contribuye el excelente hacer de Adèle Exarchopoulos, que consigue aportar una gran variedad de rostros, una contundencia expresiva muy meritoria, que supera la carencia de madurez en unas facciones que gritan su juventud irrenunciable. Su sutileza expresiva nos habla de una vida indemne que queda expuesta a una serie de acontecimientos que la van a atropellar, hundiéndola en la perplejidad y el dolor, atenazándola en brutales desajustes.
Para Adèle, el mundo se ha convertido en un ejército de seres que la presionan, que esperan cosas concretas de ella y que le dan a cambio otras que apenas pueden saciar sus intrincados deseos. Los decisivos días de su adolescencia le descubren cosas de sí misma que devienen en involuntarias afrentas a concretos y diversos segmentos de una sociedad estúpidamente establecida. La incipiente homosexualidad choca contra unas amistades que se revelan condicionales. Sus padres, demasiado lejos de poder comprender cualquier ebullición en su vida, no podrían conocer realidades tan inconvenientes.
Por otro lado, su enamoramiento de Emma la conduce, sin quererlo, a otro mundo del que tampoco se siente partícipe. Adèle no puede seguir las consideraciones metafísicas de su amada. Ha de compartir veladas con sus amistades, igualmente poseídas por la ambición de una vida artística e intelectualmente sofisticada. Esa forma de vivir, a menudo ostentada por seres superficiales, de sensibilidades fingidas, choca con su pretensión de seguridad, que es para ellos un vergonzoso defecto. Adèle desea acercarse a lo real. Lejos de cualquier tentación de abstracción, se reafirma en su vocación de profesora de niños pequeños.
El periplo emocional de Adèle la conduce a la soledad. El amor, el deseo sexual incontenido, la atraen hacia ambientes y personas que no están en la órbita de aquello que la puede por fin liberar de una vida de continuas convulsiones.
Adèle vive en dos mundos a la vez: uno propio, seguro, aunque rutinario, que no le promueve deseos que la sacudan de su íntima indiferencia; y otro, en el que habitan sus pasiones más enajenantes y también la continua probabilidad de la soledad, de un gran dolor, al ser requerida como alguien que no es, que no podrá ser, si quiere dar feliz cumplimiento a sus anhelos.
Adèle vive desencajada en el mundo, en una continua fricción entre sus deseos y los de los demás, buscándose en zonas de sí misma que la condenan a duros desencuentros. La vida segura, decible, benefactora, no le basta. Se resiste a renunciar a su deseo, a una vida imaginada, abstraída de sus dolorosas adherencias.
"La vida de Adèle" es una película muy larga, en algún pequeño momento reiterativa, pero indudablemente necesaria. Es una excelente expresión de una vida en continua transformación, estructurándose, sometida a deseos emergentes, a contradicciones nuevas. Es una mirada intensa que no se despega de una adolescente que concentra toda la tempestuosa amplitud de la inmadurez.
He de decir que esta película contiene una fuerza que supera cualquier acomodación del espectador. Sus imágenes irrumpen en la mirada. La cámara es intrusa hasta la obsesión, absorbente sin descanso. La vida emocional de Adèle es registrada en cada expresión física. A ello contribuye el uso apabullante de los primeros planos, hasta desdeñar el campo visual adyacente que, a veces, quisiéramos reclamar. Porque lo que importa es que no se nos escape cualquier modificación en el estado psicológico de la protagonista. A ello contribuye el excelente hacer de Adèle Exarchopoulos, que consigue aportar una gran variedad de rostros, una contundencia expresiva muy meritoria, que supera la carencia de madurez en unas facciones que gritan su juventud irrenunciable. Su sutileza expresiva nos habla de una vida indemne que queda expuesta a una serie de acontecimientos que la van a atropellar, hundiéndola en la perplejidad y el dolor, atenazándola en brutales desajustes.
Para Adèle, el mundo se ha convertido en un ejército de seres que la presionan, que esperan cosas concretas de ella y que le dan a cambio otras que apenas pueden saciar sus intrincados deseos. Los decisivos días de su adolescencia le descubren cosas de sí misma que devienen en involuntarias afrentas a concretos y diversos segmentos de una sociedad estúpidamente establecida. La incipiente homosexualidad choca contra unas amistades que se revelan condicionales. Sus padres, demasiado lejos de poder comprender cualquier ebullición en su vida, no podrían conocer realidades tan inconvenientes.
Por otro lado, su enamoramiento de Emma la conduce, sin quererlo, a otro mundo del que tampoco se siente partícipe. Adèle no puede seguir las consideraciones metafísicas de su amada. Ha de compartir veladas con sus amistades, igualmente poseídas por la ambición de una vida artística e intelectualmente sofisticada. Esa forma de vivir, a menudo ostentada por seres superficiales, de sensibilidades fingidas, choca con su pretensión de seguridad, que es para ellos un vergonzoso defecto. Adèle desea acercarse a lo real. Lejos de cualquier tentación de abstracción, se reafirma en su vocación de profesora de niños pequeños.
El periplo emocional de Adèle la conduce a la soledad. El amor, el deseo sexual incontenido, la atraen hacia ambientes y personas que no están en la órbita de aquello que la puede por fin liberar de una vida de continuas convulsiones.
Adèle vive en dos mundos a la vez: uno propio, seguro, aunque rutinario, que no le promueve deseos que la sacudan de su íntima indiferencia; y otro, en el que habitan sus pasiones más enajenantes y también la continua probabilidad de la soledad, de un gran dolor, al ser requerida como alguien que no es, que no podrá ser, si quiere dar feliz cumplimiento a sus anhelos.
Adèle vive desencajada en el mundo, en una continua fricción entre sus deseos y los de los demás, buscándose en zonas de sí misma que la condenan a duros desencuentros. La vida segura, decible, benefactora, no le basta. Se resiste a renunciar a su deseo, a una vida imaginada, abstraída de sus dolorosas adherencias.
"La vida de Adèle" es una película muy larga, en algún pequeño momento reiterativa, pero indudablemente necesaria. Es una excelente expresión de una vida en continua transformación, estructurándose, sometida a deseos emergentes, a contradicciones nuevas. Es una mirada intensa que no se despega de una adolescente que concentra toda la tempestuosa amplitud de la inmadurez.

6.8
41,242
8
16 de noviembre de 2013
16 de noviembre de 2013
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me ha sorprendido gratamente esta película de Woody Allen. Desde hace bastantes años uno acude a ver sus puntuales estrenos (no siempre) predispuesto a consentir una muestra más de su redundancia. Lo hace con un poco de conmiseración y una egoísta expectativa de encontrar, dispersos, pequeños hallazgos, como también una forma magistral y amable de dirigir.
Desde muy pronto, he sentido el aire fresco de la novedad. Por una vez confluyen dos elementos ya por separado muy poco frecuentes: la ausencia de personajes intelectualoides y la presencia de representantes de la clase baja. No omite tampoco esta vez su gusto por el mundo de los pijos, pero ahora la visión que nos aporta de ella no es parcialmente crítica sino que apuesta por una presentación inequívocamente demoledora. Los ricos de esta película lo son por corruptelas, están llenos de ambiciones hueras, de ridículas servidumbres a las que no pueden renunciar. Precisan de exagerados equilibrios para no caer de lleno sobre los segmentos sociales aborrecidos con ostentación. Por su parte, el mundo hortera de la hermana de la protagonista es, aunque a menudo irrisorio, más franco, más adherido a sus deseos.
Entre los recursos habituales del cine de Allen, nos reencontramos aquí con el del personaje traspasado por los efectos más espectaculares de la ansiedad y de la angustia. Estos rasgos que, en un principio daban juego a una amplia comicidad patrimonio exclusivo de su autor, paulatinamente fueron traspasándose a personajes femeninos que alternaban estas características. En las dos últimas décadas, la cada vez más recurrente inhibición de Allen como actor, no suponía la desaparición de su propio personaje, sino que este lo encarnaba otro actor, en el que podíamos detectar numerosos tics que eran claro remedo de su particularidad expresiva. En esta película, el personaje más próximo a esa identificación sería el que muy bien interpreta Cate Blanchet, pero este se distancia notablemente de otros anteriores al contener un elemento de absoluto fracaso que va más allá de lo sentimental o lo social, iluminando la ingenuidad propia de una persona inconsistentemente ambiciosa.
Hay en todos los personajes una sed de aproximación a un yo deseado, preestablecido. Se viven a sí mismos desde una insatisfacción originaria, aspiran a una felicidad que les resulta ajena, a la quisieran acostumbrarse a pesar del peligro de acabar por descubrir su precariedad, su falsa altura. Hay quienes creen que aspiran a menos porque se lo merecen, porque “está en sus genes”. Se lo creen y no aprenderán nunca a saber que aquella aspiración a la que renuncian tal vez solo sea un resultón simulacro de felicidad.
Cate Blanchet sería la prueba de la insustancialidad del éxito social. Está hundida pero es incapaz de sacar conclusiones que la redirijan por otras actitudes; más por vergüenza ajena que por amor, insta a su hermana a pretender a otros hombres más decibles, mejor situados socialmente, que la salven de su ámbito, en el que conviven la humildad y los ridículos engreimientos.
Me ha parecido que en esta película Woody Allen se ha sentido menos clasista, más empático; ha ido más allá de la crítica superficial, cuyo mayor interés reside en un humorismo que a veces se apoya sobre personajes un tanto lejanos. Blue Jasmine se ha aproximado a sus mejores películas, aquellas en las que rebasó los límites de su mundo exclusivo e indagó en sentimientos más transversales, más básicos. Esta vez lo ha hecho desde una historia que no llega a ser ni un drama ni una comedia, porque se queda en un punto indeciso, el de la perplejidad ante las características humanas, ahora menos limitadas por su adscripción a una clase social, más compartidas.
Desde muy pronto, he sentido el aire fresco de la novedad. Por una vez confluyen dos elementos ya por separado muy poco frecuentes: la ausencia de personajes intelectualoides y la presencia de representantes de la clase baja. No omite tampoco esta vez su gusto por el mundo de los pijos, pero ahora la visión que nos aporta de ella no es parcialmente crítica sino que apuesta por una presentación inequívocamente demoledora. Los ricos de esta película lo son por corruptelas, están llenos de ambiciones hueras, de ridículas servidumbres a las que no pueden renunciar. Precisan de exagerados equilibrios para no caer de lleno sobre los segmentos sociales aborrecidos con ostentación. Por su parte, el mundo hortera de la hermana de la protagonista es, aunque a menudo irrisorio, más franco, más adherido a sus deseos.
Entre los recursos habituales del cine de Allen, nos reencontramos aquí con el del personaje traspasado por los efectos más espectaculares de la ansiedad y de la angustia. Estos rasgos que, en un principio daban juego a una amplia comicidad patrimonio exclusivo de su autor, paulatinamente fueron traspasándose a personajes femeninos que alternaban estas características. En las dos últimas décadas, la cada vez más recurrente inhibición de Allen como actor, no suponía la desaparición de su propio personaje, sino que este lo encarnaba otro actor, en el que podíamos detectar numerosos tics que eran claro remedo de su particularidad expresiva. En esta película, el personaje más próximo a esa identificación sería el que muy bien interpreta Cate Blanchet, pero este se distancia notablemente de otros anteriores al contener un elemento de absoluto fracaso que va más allá de lo sentimental o lo social, iluminando la ingenuidad propia de una persona inconsistentemente ambiciosa.
Hay en todos los personajes una sed de aproximación a un yo deseado, preestablecido. Se viven a sí mismos desde una insatisfacción originaria, aspiran a una felicidad que les resulta ajena, a la quisieran acostumbrarse a pesar del peligro de acabar por descubrir su precariedad, su falsa altura. Hay quienes creen que aspiran a menos porque se lo merecen, porque “está en sus genes”. Se lo creen y no aprenderán nunca a saber que aquella aspiración a la que renuncian tal vez solo sea un resultón simulacro de felicidad.
Cate Blanchet sería la prueba de la insustancialidad del éxito social. Está hundida pero es incapaz de sacar conclusiones que la redirijan por otras actitudes; más por vergüenza ajena que por amor, insta a su hermana a pretender a otros hombres más decibles, mejor situados socialmente, que la salven de su ámbito, en el que conviven la humildad y los ridículos engreimientos.
Me ha parecido que en esta película Woody Allen se ha sentido menos clasista, más empático; ha ido más allá de la crítica superficial, cuyo mayor interés reside en un humorismo que a veces se apoya sobre personajes un tanto lejanos. Blue Jasmine se ha aproximado a sus mejores películas, aquellas en las que rebasó los límites de su mundo exclusivo e indagó en sentimientos más transversales, más básicos. Esta vez lo ha hecho desde una historia que no llega a ser ni un drama ni una comedia, porque se queda en un punto indeciso, el de la perplejidad ante las características humanas, ahora menos limitadas por su adscripción a una clase social, más compartidas.

7.6
64,652
8
13 de octubre de 2013
13 de octubre de 2013
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La pretensión de Prisioneros, de Denis Villeneuve, como la de tantas películas, es la de producir un impacto emocional en el espectador, atenazarlo en la butaca con unas imágenes poderosas, ineludibles; transportarlo hasta situaciones dramáticas que empequeñezcan sus problemas cotidianos. Conseguir este objetivo, ya es método apreciable, pero esta película ofrece algo más: unos personajes que, más allá de su interés coyuntural, de hombres y mujeres sometidos a situaciones límite, con la consiguiente dramatización de sus respuestas ante los graves retos propuestos, nos sugieren algo que está más allá, una visión de la vida muy particular que impone estilos muy determinados y que difícilmente se pueden rehusar.
El detective Loki, interpretado con una intensa contención llena de sensibilidad por Jake Guyllenhaal, es un hombre que se implica obsesivamente en los casos que se le asignan. En el que narra la película, el secuestro de dos niñas, su preocupación es tan grande o más que la de los padres. No sabemos nada de su vida privada. En su primera aparición, lo vemos solitario, comiendo en un restaurante chino vacío, bromeando con la camarera desde cierta tristeza inconmovible. Un solo apunte de su biografía se nos da a conocer: que estuvo en un reformatorio. El caso del secuestro que se le asigna lo ocupa todo el día. Le supone un fuerte estrés. Debe enfrentarse a su superior, al padre de una de las niñas, Keller Dover, que no cree en las evidencias que suspenden la persecución del principal sospechoso.
Del padre de esa niña ya sabemos cómo era antes de la presumible transformación de un impacto tan brutal como el secuestro de su hija. Este hombre paranoico tiene por lema – y así quiere transmitírselo a sus hijos -: “espera lo mejor pero prepárate para lo peor”. Es hombre religioso, pero a la vez, muy temperamental, muy activo, y siente la vida como una imperiosa necesidad de enfrentarse a todas las amenazas.
La gran virtud de esta excelente película – aparte de su desarrollo hipnótico, el largo metraje que nunca resulta desmesurado – es la creación de un buen número de personajes de gran impacto e interés, como Alex, el principal sospechoso del secuestro, un adulto con una edad mental de 10 años, un ser humano que nos sume en la incertidumbre emocional, pues no sabemos si sentir desprecio o compasión por él, con ese rostro que contiene toda la pasividad de un aturdimiento infinito. Asimismo, el joven pederasta que se suma a los sospechosos, ya avanzada la película, también es un rostro de difícil asimilación, una humanidad retorcida, una repugnante transgresión de la cordura, de la dignidad, difícil de perdonar aun en su muy posible inocencia.
Keller Dover, el padre de la niña blanca, no se detiene en ningún dilema moral, no atiende sus dudas, está dispuesto a asumir el riesgo de una fatal equivocación. Lo importante es superar los obstáculos que ralentizan una solución cuyo retraso puede resultar trágico. Y los obstáculos son los hombres y mujeres, amigos o sospechosos, que no puedan comprender esa urgencia decisiva.
El detective Loki, interpretado con una intensa contención llena de sensibilidad por Jake Guyllenhaal, es un hombre que se implica obsesivamente en los casos que se le asignan. En el que narra la película, el secuestro de dos niñas, su preocupación es tan grande o más que la de los padres. No sabemos nada de su vida privada. En su primera aparición, lo vemos solitario, comiendo en un restaurante chino vacío, bromeando con la camarera desde cierta tristeza inconmovible. Un solo apunte de su biografía se nos da a conocer: que estuvo en un reformatorio. El caso del secuestro que se le asigna lo ocupa todo el día. Le supone un fuerte estrés. Debe enfrentarse a su superior, al padre de una de las niñas, Keller Dover, que no cree en las evidencias que suspenden la persecución del principal sospechoso.
Del padre de esa niña ya sabemos cómo era antes de la presumible transformación de un impacto tan brutal como el secuestro de su hija. Este hombre paranoico tiene por lema – y así quiere transmitírselo a sus hijos -: “espera lo mejor pero prepárate para lo peor”. Es hombre religioso, pero a la vez, muy temperamental, muy activo, y siente la vida como una imperiosa necesidad de enfrentarse a todas las amenazas.
La gran virtud de esta excelente película – aparte de su desarrollo hipnótico, el largo metraje que nunca resulta desmesurado – es la creación de un buen número de personajes de gran impacto e interés, como Alex, el principal sospechoso del secuestro, un adulto con una edad mental de 10 años, un ser humano que nos sume en la incertidumbre emocional, pues no sabemos si sentir desprecio o compasión por él, con ese rostro que contiene toda la pasividad de un aturdimiento infinito. Asimismo, el joven pederasta que se suma a los sospechosos, ya avanzada la película, también es un rostro de difícil asimilación, una humanidad retorcida, una repugnante transgresión de la cordura, de la dignidad, difícil de perdonar aun en su muy posible inocencia.
Keller Dover, el padre de la niña blanca, no se detiene en ningún dilema moral, no atiende sus dudas, está dispuesto a asumir el riesgo de una fatal equivocación. Lo importante es superar los obstáculos que ralentizan una solución cuyo retraso puede resultar trágico. Y los obstáculos son los hombres y mujeres, amigos o sospechosos, que no puedan comprender esa urgencia decisiva.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Por su lado, el detective Loki, está viviendo un infierno paralelo. No ha perdido a su hija pero, que si se le escapara este caso, sería para él tan grave como si hubiera cometido la mayor de las atrocidades. Sus desvelos, las recriminaciones, las censuras, la agresividad de Keller Dover, los peligros, los errores que no puede eludir cometer, lo llevan hasta el paroxismo. Su conseguida contención ante las provocaciones, ante su propia frustración, se interrumpe ante la insoportable ineficacia de un interrogatorio. Su impulsividad es un error que se convierte en una grave consecuencia. El pederasta sospechoso se suicida, de tal modo que parece abortada la posibilidad de averiguar el camino de la salvación de las niñas. Ante este enorme contratiempo, explota la frustración de Loki. Este vuelve a su mesa de la oficina y empieza a golpearlo todo, a destrozar el teclado de su ordenador. Sus compañeros apenas lo miran, lo dejan hacer, que se calme por sí solo. Y es que tiene que vivir en una inhóspita soledad la vehemencia con la que se implica en los casos que se le presentan, que casi siempre solventa con éxito y a los que se entrega su ser misterioso, del que solo se puede intuir alguna forma de mala relación con la vida, algún golpe brutal y continuado, alguna desesperanza que, sin embargo, tiene que llenar de un obsesivo cumplimiento, como una condena.
Esta película nos da la oportunidad de enfrentarnos a muy diferentes formas de afrontar la imposición de la vida, de dudar y convertirnos en perplejos observadores de una humanidad que reclama sentimientos de una complejidad que no comprendemos
Esta película nos da la oportunidad de enfrentarnos a muy diferentes formas de afrontar la imposición de la vida, de dudar y convertirnos en perplejos observadores de una humanidad que reclama sentimientos de una complejidad que no comprendemos
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8
12 de noviembre de 2013
12 de noviembre de 2013
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La realidad puede ser brutal en cualquier insospechado interior de nuestras ciudades. Lo que vemos en el documental “Paquita y todo lo demás” es la áspera cotidianidad, la penumbra doméstica en la que conviven una madre que no quiere dejar de luchar - a pesar de que la pena le roba todas sus fuerzas - y un hijo esquizofrénico que malvive en su absurda enfermedad. Los vemos desde sí mismos. No es la mirada intrusa de un reportero sino la de quienes se padecen sin descanso. Con indiferente condescendencia, con su atenazada naturalidad, nos invitan a su mundo miserable. Es un ámbito triste, de paredes desconchadas y silencios que solo se rompen con palabras esforzadas pero inútiles. La persistencia de lo sabido invade el lugar de la inerte esperanza, desaloja la posibilidad de cualquier tregua. La vida es aquí oposición a lo risueño.
La palabras del hijo son un balbuceo narcótico, un camino de retorno inmediato hacia su nada viviente; su infantilismo, rémora que desbordó en tiempos antiguos el contenido de la gracia. El alcance de su mirada se disuelve en la mudez de los objetos familiares. Su laberíntica pesadilla solo se suspende con porros, alcohol, que le modifican una conciencia extenuante, que le ayudan a traspasar débilmente los límites de su reducción obsesiva.
La madre es mujer condenada a un amor dolorido. Mirar, oír a su hijo, es constatar el procedimiento de la tragedia. No puede salir de él, de su atosigante presencia, de su infierno inamovible. Pero tampoco es feliz cuando sola. En la relación que mantiene con su vida no son posibles las treguas. Solo le queda la compulsión del cigarrillo, el relato triste, las lágrimas de siempre.
Su casa y el barrio son depauperados espacios de un entorno coincidente. El padre no sale en las imágenes. Podría haber huido, como hacen tantos, pusilánimes y egoístas ante las desgracias, o quedarse, demostrando la más habitual actitud evasiva del hombre, menos comprensiva, más tosca. Pero sigue ahí, solícito, íntegro, atenuante.
La sociedad no socorre, no es solidaria con quienes sufren enormes y vitalicias desgracias. A la paternidad, a cualquier vínculo afectivo responsable, se le exige la entrega de su vida, su estabilidad emocional; el riesgo físico, incluso. Paquita, con una confusa mezcla de alivio y dolor, consigue que temporalmente su hijo ingrese en centros psiquiátricos. Pero, sin mejora alguna, por exceso de cupo, se lo devuelven.
Solo dibujando, fumando, comiendo los dulces prohibidos, parece que Paquita puede reponer el enorme ánimo que necesita para su lucha cotidiana. En esos momentos, su gesto insinúa una breve levedad que, por contraste, casi parece una sonrisa. Está cansada, enferma, arrasada. Heroicamente sigue posponiendo la derrota definitiva. Pero no puede saber cuándo la decrepitud, la muerte, le impedirán ser el soporte vital de su hijo Cristian. Mientras tanto, el dolor, la ha hecho más compasiva. Su hijo, frustrado, sin haber podido acceder a novias, trabajos, amigos, odia el mundo y se desprecia a sí mismo; pero ella todavía tiene la mirada y el impulso para el sufrimiento ajeno.
La convivencia con un enfermo mental es una tarea abrumadora. Hurta la paz, la alegría. Es la agobiante exposición a los más hirientes reclamos, la denegación de la esperanza, la refutación de la felicidad prevista, la angustia recíproca. Y así, la inexistencia de una ayuda eficaz, solo puede superarse con los misticismos más audaces, sobrevolando hasta los más mínimos atisbos del egoísmo inmediato. Se hace necesario ser espíritu naciente, amor sin apego.
La palabras del hijo son un balbuceo narcótico, un camino de retorno inmediato hacia su nada viviente; su infantilismo, rémora que desbordó en tiempos antiguos el contenido de la gracia. El alcance de su mirada se disuelve en la mudez de los objetos familiares. Su laberíntica pesadilla solo se suspende con porros, alcohol, que le modifican una conciencia extenuante, que le ayudan a traspasar débilmente los límites de su reducción obsesiva.
La madre es mujer condenada a un amor dolorido. Mirar, oír a su hijo, es constatar el procedimiento de la tragedia. No puede salir de él, de su atosigante presencia, de su infierno inamovible. Pero tampoco es feliz cuando sola. En la relación que mantiene con su vida no son posibles las treguas. Solo le queda la compulsión del cigarrillo, el relato triste, las lágrimas de siempre.
Su casa y el barrio son depauperados espacios de un entorno coincidente. El padre no sale en las imágenes. Podría haber huido, como hacen tantos, pusilánimes y egoístas ante las desgracias, o quedarse, demostrando la más habitual actitud evasiva del hombre, menos comprensiva, más tosca. Pero sigue ahí, solícito, íntegro, atenuante.
La sociedad no socorre, no es solidaria con quienes sufren enormes y vitalicias desgracias. A la paternidad, a cualquier vínculo afectivo responsable, se le exige la entrega de su vida, su estabilidad emocional; el riesgo físico, incluso. Paquita, con una confusa mezcla de alivio y dolor, consigue que temporalmente su hijo ingrese en centros psiquiátricos. Pero, sin mejora alguna, por exceso de cupo, se lo devuelven.
Solo dibujando, fumando, comiendo los dulces prohibidos, parece que Paquita puede reponer el enorme ánimo que necesita para su lucha cotidiana. En esos momentos, su gesto insinúa una breve levedad que, por contraste, casi parece una sonrisa. Está cansada, enferma, arrasada. Heroicamente sigue posponiendo la derrota definitiva. Pero no puede saber cuándo la decrepitud, la muerte, le impedirán ser el soporte vital de su hijo Cristian. Mientras tanto, el dolor, la ha hecho más compasiva. Su hijo, frustrado, sin haber podido acceder a novias, trabajos, amigos, odia el mundo y se desprecia a sí mismo; pero ella todavía tiene la mirada y el impulso para el sufrimiento ajeno.
La convivencia con un enfermo mental es una tarea abrumadora. Hurta la paz, la alegría. Es la agobiante exposición a los más hirientes reclamos, la denegación de la esperanza, la refutación de la felicidad prevista, la angustia recíproca. Y así, la inexistencia de una ayuda eficaz, solo puede superarse con los misticismos más audaces, sobrevolando hasta los más mínimos atisbos del egoísmo inmediato. Se hace necesario ser espíritu naciente, amor sin apego.
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