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Críticas 444
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
21 de marzo de 2022
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como James Bond, otro icono injertado en nuestro imaginario colectivo, habia sido desentrañado, y puesto en cuestión, en las cinco películas protagonizadas por Daniel Craig, Matt Reeves realiza con Batman la misma tarea en The Batman (2022) y, por añadidura, consigue como resultado que sea, junto a Batman vuelve (1992), de Tim Burton, la obra más armónica e inventiva de las múltiples películas que ha protagonizado ese personaje que cuando se quita la máscara se llama Bruce Wayne. Reeves explora la materia (oscura) de la que está hecha esa máscara, o más bien cicatriz de una herida no cerrada del todo. Y las cicatrices pueden crear monstruos, oscuridad, como un grito ciego que no se ha silenciado. Como indica el mismo Wayne (Robert Pattinson) en el magnífico montaje secuencial introductorio él es una sombra. Es la espesura oscuridad que literalmente teme un atracador que huye tras realizar su robo, por lo que decide retroceder, o que amenaza, o pende, sobre los otros dos distintos delincuentes (que representan a cualquier delincuente) que realizan su acción criminal en ese montaje secuencial. De la oscuridad, efectivamente, surgirá para enfrentarse a los que, con rostros pintados, variante de máscara, aterrorizan y agreden a un hombre en una estación de metro. Surge su máscara, su identidad enmascarada, Batman. Surge su oscuridad.

Cuando por primera vez se vea el rostro tras la máscara, sus ojos aún estarán tiznados con sombras negras, como lágrimas negras enquistadas, como su mirada es una mirada que no se ha desprendido de una pesadumbre o temor que arrastra desde su niñez. La música que acompaña ese pasaje es Something in the way, la canción de Nirvana que Kurt Cobain escribió inspirado en los cuatro meses que vivió sin hogar. Wayne es un joven huérfano que se siente sin hogar, aunque haya heredado la riqueza familiar. Un fantasma errante que se desquita con su acción justiciera en la noche, porque él se define como Yo soy venganza, aunque dispone de los cimientos más sólidos posibles para satisfacer esa mascarada (de tiznes dramáticos). Wayne arrastra un dolor que no ha superado, la muerte de sus progenitores por algún delincuente que desconoce. Cualquier infractor es la transposición de aquel asesino que no dotó de rostro. Esconde su rostro en un personaje que es máscara y sombra. La misma constitución del admirable diseño visual está preñada de sombras y oscuridad. Es probablemente la aproximación más tenebrosa realizada a su figura, a las sombras que le definen, que aletean en su interior como la respiración de un espectro agonizante, o la respiración siniestra de quien supura contradicciones. Y hay acordes musicales que recuerdan al tema asociado con Darth Vader, en la saga de La guerra de las galaxias. Él es su propia oscuridad. Por eso, el trayecto del relato, que dispone de la dinámica narrativa más fluida y armoniosa de las producciones protagonizadas por Batman, supondrá la confrontación con las inconsistencias de su sombra, con su vertiente caprichosa de adolescente que aún no se ha convertido en adulto. Un laberinto que recorrerá mientras resuelve una sucesión de acertijos cuya respuesta final es su propio reflejo.

Obras precedentes de Reeves, como Cloverfield (2008), Déjame entrar (2010) o El amanecer del planeta de los simios (2014), se tramaban sobre la proyección de una supuración interna, de una frustración o de un miedo. La evidencia de lo negado o enmascarado o justificado o nunca asumido en lo propio, y que se proyecta en lo otro. La dinámica del espejo, la afirmación en lo otro de lo que se niega en uno mismo. Y, a la vez, la negación del espejo, del reflejo. El otro no puede ser uno. Wayne se confrontará con su doble o reflejo siniestro, como, en la magistral Seven (1995), de David Fincher, el policía Somerset (Morgan Freeman) con John Doe (Kevin Spacey), aquel que materializa, sin la contención del metrónomo vital que nutría su templanza y ecuanimidad, su repulsa del despropósito e inconsistencia y la cacofonía, crueldad e inconsecuencia de la naturaleza humana. Doe utilizaba los siete pecados capitales como inspiración metafórica para sus asesinatos, que ejercían de crítica y expeditiva declaración de principios con respecto a la corrupción ética del conjunto de la sociedad. Enigma, The Riddler (Paul Dano), mata, sucesivamente, a los representantes del poder que comparten la corrupción como condición. No es que se hayan aliado con el otro lado de la ley, sino que realmente sirven a quien, en la sombra, ejerce, realmente, la función de alcalde, Falcone (John Turturro), trasunto metafórico de esta dictadura corporativa económica que vivimos y que aceptamos tan dócil como cómodamente. Enigma es el Otro, es aquel a quien persigue, pero a la vez materializa su propósito, ya que ejecuta a quienes él también persigue o combate. También materializa una venganza. Por tanto, ¿qué les separa? O más bien, ¿qué cree Wayne que le distingue de aquel que persigue para evitar que prosiga con su propósito?. Y ¿Por qué los acertijos que deja en cada lugar del crimen, equiparable a los mensajes, como rastros de un juego, que dejaba Doe, remarcan que su interlocutor es el propio Batman, esto es, la máscara de Wayne? Tras la sucesión de percances, o episodios, del recorrido sinuoso por un laberinto (como el de los ratones) que le confronta con diversos ángulos sobre sí mismo, a través de otros personajes y sus particulares vínculos, o de sus erróneas percepciones o apresuradas conclusiones, Batman se confrontará con su reflejo en el espejo, Enigma, o la resolución de su propio enigma personal, por qué se había enmascarado para ocultarse de la confrontación consigo mismo, con su vulnerabilidad y miedos, como si meramente fuera la reacción caprichosa de un adolescente despechado. Al respecto de ese enfoque de Wayne como adolescente que aún no se ha convertido en adulto se comprende la elección de Pattinson como protagonista.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Enigma, huérfano que sufrió, como tantos otros huérfanos de Arkham, una infancia tan desdichada como precaria y rebosante de privaciones y penurias, le confronta con su condición de huérfano criado en un entorno no solo mullido y protegido, sino lujoso, aunque Wayne lo niegue con su autoindulgente actitud de espectro errante que aún llora, como niño desconsolado, la muerte de sus padres. Es un niño que convierte sus berrinches en las acciones violentas de un justiciero enmascarado. Su sed de venganza no se saciaba porque cada criminal o infractor era una reedición del que mató a sus padres. Wayne no es presentado, en este caso, a diferencia de las precedentes aproximaciones, como un hombre que, para los demás, es un hombre adulto seductor que vive plácidamente entre sus lujos, sino un recluso desaliñado que rechaza la vida social, como el adolescente que solo habita la noche como protesta por su desajuste con una realidad que no fue complaciente ya que le arrebató a sus padres. Y como dispone de los cimientos financieros para satisfacer sus caprichos (berrinches) puede dedicarse a sus actividades de alado enmascarado (o rata alada), como algunos de los delincuentes, o adversarios, que persigue también disponen de apodos relacionados con criaturas aladas, como si la realidad, irónicamente, fuera el contrapunto de su enajenación. La extravagancia de su condición de hombre con disfraz, o la autocomplacencia del lamento, queda remarcada en el hecho de que el único otro personaje que se disfraza, u oculta, es Enigma, pero su atuendo no puede ser más deslustrado o desaliñado

Enigma consigue que Wayne se mire de frente a sí mismo en el espejo ya que el uno y el otro en buena medida son iguales, en cuanto a propósitos. O los que le diferenciará, aparte de sus orígenes distintos, será la determinación de Wayne de modificar su actitud al advertir que para Enigma no hay límites, y pretende convertir su despecho en desbocamiento que genera una completa destrucción (nada de reconfiguración, sino un borrado radical del escenario de realidad): a través de esa inconsecuencia extrema Wayne comprende su propio desenfoque, reflejo de su emoción enquistada, o cicatriz infectada, como representaba su propia máscara. Opta por la ecuanimidad, la perspectiva adulta que no enfoca desde la mera subjetividad, desde el despecho o el sentimiento de agravio. Al respecto, es significativo que una inundación de agua, agua que supera los diques contenedores de la ciudad, acontezca a la vez que la quiebra de los diques interiores que convertían a Wayne en prisionero de sus mismas sombras. El umbral que atraviesa será el rostro del secuaz de Enigma que golpea con saña, y que, a su pregunta de quién es, dice que Soy venganza. Batman se golpea a sí mismo y se desenmascara. Su actitud ya no será la del que busca meramente venganza, la satisfacción de un agravio personal, sino la del que se decide a luchar por conseguir que la corrupción que domina a la sociedad pueda tornarse en predominio de la empatía y equidad. No actúa para sí sino que actuará para los demás. La despedida de Batman y Selina/Catwoman, así como su previa asociación o alianza, en cierta medida, recuerda a la que establecían dos protagonistas de otra obra de Fincher, el periodista y la hacker que encarnaban, respectivamente, Daniel Craig y Rooney Mara, en la excelente La chica del dragón tatuado (2011). Ella es fundamental, como contraste, en la reconfiguración de Batman (ya que actúa, en principio, para salvar a una amiga, pero a partir de cierto momento también se ve ofuscada por su deseo de venganza), y comparten sentimientos, pero sus direcciones no serán las mismas. Batman/Wayne mira en el retrovisor a quien se aleja de un escenario de realidad degradada mientras que él decide encarar esa realidad que sigue infectada por el caos que no dejamos de generar con nuestra corrupción y los desquiciamientos de nuestros sentimientos de agravio.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
5 de julio de 2024
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mortensen, en su segunda como película director, Hasta el fin del mundo (Dead men don´t hurt, 2024), teje una narración tan concisa como austera, y con una contenida emoción. Un western que es un drama romántico o que más bien reflexiona sobre las inconsistencias de los hombres en contraste con las ideas sublimadas caballerescas. Hasta el fin del mundo dispone de una estructura singular, ya patente en su intrigante inicio, por las interrogantes que suscita por cuál puede ser la relación entre las diferentes secuencias: un caballero con armadura cabalga por un bosque; Vivienne (Vicky Krieps) agoniza, y muere, atendida por su esposo, Holger (Viggo Mortensen); la cámara encuadra el exterior de un saloon, en cuyo interior se escuchan disparos, del que sale Weston (Solly McLeod), al que un travelling lateral sigue mientras dispara a un par de hombres más. Como desvelará la narración posterior, que alternará tiempos, los sucesos que acontecerán posteriormente (un juicio amañado en el que se acusará a otro hombre de los asesinatos, para conveniencia de quien domina ese pueblo, el padre del asesino, Alfred (Garret Dillahunt); la dimisión como sheriff de Holger y su abandono de ese pueblo) con el pasado, cómo se gestó y desarrolló la relación entre Holger y Vivienne, con la guerra civil como determinante hiato de la misma, la relación no es causal, como hechos interrelacionados, sino asociativa o dialéctica, como ideas que definen el substrato del planteamiento narrativo.

La idea del caballero es vertebral ,y las figuras masculinas más relevantes, tanto Holger como Weston, ejercen como diferentes contrapuntos, a ese icono ideal del caballero medieval, por negligencia y oposición. En la evocación de la infancia de Vivienne se vincula también con Juana de Arco; en cierto momento, avanzada la narración, tras el yelmo se descubrirá el rostro de la propia Vivienne. Weston es el bruto, figura siempre vestida de negro, que solo se mueve a impulsos de caprichos y apetencias. Es el epítome de esa crueldad humana que ejercieron los soldados británicos con su padre cuando lo ahorcaron o en el presente la indiferencia de la decisión de quienes rigen el pueblo al decidir ahorcar a quien se utiliza como conveniente chivo expiatorio. Es la vertiente árida del ser humano, como la aridez del entorno geográfico donde construyó Holger su casa, decisión que sorprende a Vivienne desde el momento en que llega por primera vez. Define la faceta cuadriculada de Holger, carpintero y militar de origen danés, como también queda explícito en detalles como cuando pone un marco bien encuadrado en una exposición a la que asisten. Esa vertiente que pesará en su decisión para participar en la guerra civil para perplejidad, y desolación, de Vivienne, dada la armonía de su relación (y vida). ¿Qué necesita ver, comprobar, como él señala, cuando el cuadro de su vida parece idóneamente alineado?. ¿No es tampoco Holger, entonces, el caballero con el que soñaba ya que la dejará abandonada, expuesta, durante los años que dure la guerra?
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spoiler:
Si resulta muy sugerente cómo se delinea el afianzamiento de esa complicidad, sintonía, entre ambos, aún más los pasajes que describen el tiempo de soledad de Vivienne. Reconfigura ese entorno pero no deja de estar expuesta a las incertidumbres de las conductas caprichosas que actúan de acuerdo a sus meros impulsos. Holger, en su retorno, deberá afrontar, no solo que lo que quería ver o comprobar no era lo que esperaba (por tanto ¿Qué le he deparado esa vivencia de cuatro años?), sino que la realidad que subordinó ya no es como era. Tanto por la interferencia de otros, como porque, fundamentalmente, su negligencia, su ausencia, tuvo sus consecuencias nefastas. Lo hermoso que habían afianzado había sido alterado, enturbiado. Deberá enfrentarse también consigo mismo, proceder a una batalla interior, en la que se batan sus reacciones impulsivas y su razón comprensiva, cuando se confronte con la presencia inesperada de un niño del que no es su padre. Debe ver con claridad que la reconfiguración de su entorno no se debe a decisiones de quien ama sino que se debe tanto a su ausencia como a la irrupción de una actitud que impuso su voluntad. Su ausencia fue responsable de una cierta muerte en vida de la armonía que habían afianzado antes de la guerra. De ahí la relación entre las tres secuencias con las que se abre la narración: la idea romántica, la violencia indiscriminada y las consecuencias trágicas. Por activa o pasiva se hace daño. Los sueños derivan en la muerte, sea por la crueldad de los humanos o por las imprevisibles enfermedades. Por eso, como indica el título original, los muertos son los que no hacen daño alguno.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
3 de junio de 2022
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
The dropout se centra en Elizabeth Holmes (Amanda Seyfried), fundadora, con 19 años, de la empresa biotecnológica Theranos, que en el 2015 era calificada por la revista Forbes como la billonaria hecha a sí misma más joven, y que espera que en septiembre de este año se dictamine la sentencia, que puede alcanzar los 20 años de prisión, tras ser declarada culpable de fraude a inversores. En La gran apuesta, de Adam Mckay, inspirada en el colapso del sistema financiero global, en el 2008, por la quiebra del sector inmobiliario, se exponía cómo el sistema económico estadounidense se había sostenido, durante cuatro décadas, sobre una base fraudulenta. En cierta secuencia de la mini serie The dropout (2022), creada por Elizabeth Meriwether, hay quien la acusa de ser un fraude. En otro momento, en una entrevista mediática, le preguntan cómo es más allá de esa figura pública tan exitosa, y ella duda, como si no supiera con claridad quién es más allá del personaje que se ha creado, un personaje que se define como una emprendedora con una visión cuyo objetivo es persuadir a los inversores. Aunque en otros momentos (se) diga, y hasta con aparente convicción, que el propósito de sus investigaciones era la mejora de la salud de la gente (es decir, su prioridad son los otros), como con ese dispositivo de análisis de sangre que agiliza los procesos con un mero pinchazo en el dedo, ella es precisamente esa definición. En otra secuencia, preguntará a su madre si cuando era niña disponía de aficiones que la entusiasmaran, como si en puntuales momentos dispusiera de momentos de confusión, que a su vez son de clarividencia, al percibirse como la autómata implacable en que se ha convertido, y cuyo uniforme de cyborg terminator es su traje siempre oscuro y su maquillaje de ojos, la figura icónica imponente que se creó tras sus primeros tropiezos, fruto de su inexperiencia.

The dropout desarrolla con mordaz precisión su evolución y transformación, o conversión fulminante, en el prototipo de la empresaria eficiente y persuasiva que sustenta su labor en el fraude y en el inclemente tratamiento de sus empleados. Quien la contraria o no la complace resulta eliminado. Aprenderá, sobre todo con el creador de Oracle, James Ellison, que es fundamental cómo te presentas a los demás, y por otro lado, que a sus empleados hay que exigirles todo (incluido que trabajen las veinticuatro horas para conseguir un propósito). En cuanto al cultivo conveniente de las apariencias, no dudará en vender lo que no hay o en manipular del modo más mezquino. Su primer tropiezo, en su intento de vender a unas empresas farmaceuticas un prototipo que aún no funciona, determinará que, en las siguientes circunstancias, en las que el producto sigue sin funcionar como esperaba, no dude en utilizar aparatos de otra empresa que haga pasar por propios, o que emita incorrectos análisis que pueden poner en peligro la vida de los pacientes porque determinarán erróneos diagnósticos.

Los vaivenes de su relación sentimental con Sunny (Naveen Andrews), que a partir de cierto momento también será socio, y que en ningún momento, durante quince años, expondrá a los demás como tal, evidencia esa difusa línea entre conveniencias y sentimientos que la caracterizan, y cómo su vida la cimenta en las apariencias preferentes. Los lazos afectivos son igual de aparentes, como ejemplifica, sobre todo, su relación con el químico Ian Gibbons (Stephen Fry), fundamental en sus inicios, al que primero arrinconará (literalmente, inactivo ante un ordenador, sin poder acceder al laboratorio) cuando él comienza a cuestionar su actitud, y que, después, se convertirá en una figura incómoda cuando haya quien, al intentar evidenciar que Elizabeth es un fraude, pueda descubrir que ella se arrogó también las patentes cuando no estuvo implicada en el descubrimiento. El montaje secuencial del suicidio de Gibbons es una de las secuencias más brillantes, y demoledoras de la serie. Como la reacción de Elizabeth, quien parece afectada, pero para sorpresa de Sunny se vuelve a él para comentar que están a salvo porque él no puede declarar que la patente solo le correspondía a él.
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Hay otra excelente secuencia, que capta un vacío vital, relacionada con quien pone en marcha la acción de exponer que es un fraude, el inventor y físico Richard Fuisz (William H Macy), quien fuera su vecino durante su infancia y adolescencia. Tras que el periodista le notifique, por teléfono, que por fin se ha publicado el primer artículo que pone en cuestión el posible fraude del negocio de salud de Elizabeth, Richard mira a su alrededor, a su habitación desordenada, y en su expresión se advierte la consciencia del vacío de su vida. Su propósito, que incluso había determinado el abandono de su esposa, se había convertido en tal obsesión que no se había apercibido de que no había nada más allá, un mero desorden sin fundamento. Recuerda, con otros matices, a aquella desolación del personaje de Jessica Chastain, en la conclusión de La noche más oscura (2012), de Kathryn Bigelow, tras concluir su persecución y búsqueda de Osama Bin Laden. ¿Y ahora qué? Elizabeth, en las secuencias finales, pese a que su empresa se haya desmontado, y también sea ya un mero desorden de residuos y abandono, aún se empecina en negar cuál era su actitud. Aún pretende proyectar la imagen conveniente, esto es, que su propósito era la mejora de la salud de los demás. Ya en soledad, su impotencia y frustración, se torna desesperado grito que pronto, como un resorte, se mutará en una esplendorosa sonrisa cuando alguien la aluda. Una radiante expresión (perturbadora), potenciada por la gran interpretación de Amanda Seyfried, que podría ser otra variante del personaje del Joker.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
25 de febrero de 2023 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Quién es ese hombre del pegamento que se dedica a embadurnar con tal sustancia los cabellos de las mujeres de este pequeño pueblo de Kent, colindante con Canterbury? Sin duda, un misterio, aunque los hay mayores, e imprevisibles. Un misterio, por otra parte, que quizá no esté relacionado con un maldición, con algo siniestro, sino quizá con una bendición, como contrapunto de una pérdida de ilusión. El sucinto prologo de esta deliciosa fábula (a la vez que coyuntural vitamínico impulso en tiempos de guerra), Un cuento de Canterbury (A Canterbur tale, 1944), de Michael Powell y Emeric Pressburger, nos sitúa, en la introducción, en los tiempos de Chaucer, en el siglo XIV, cuando escribió Los cuentos de Canterbury. El vuelo de un ave sirve de transición a nuestros días con el vuelo de un avión de combate. Las risas de antaño, de aquellos peregrinos en busca de una bendición en Canterbury, ahora están envueltas por las sombras de un conflicto bélico, expuesto con sabiduría cinematográfica en la secuencia que nos presenta a los tres jóvenes que llegan en tren, en plena noche, a Salisbury y que no saben que son peregrinos. No se disciernen sus rostros, siempre en sombras, por la carencia de luz en el andén y aledaños, en el que, por añadidura, tiene lugar el ataque de ese hombre del pegamento, una figura confundida con las propias sombras que embadurna con pegamento el cabello de Alison (Sheila Sim).

Aunque las sombras siempre pendan, no sólo en el presente, sino en el futuro incierto de los jóvenes y en su pasado, el tono de la obra es cálidamente radiante, como si viviéramos en un universo paralelo, en otro tiempo y lugar que tiene algo de Arcadia o Brigadoon. Dos de los jóvenes son soldados, uno británico, Gibbs (Dennis Price), que pronto tendrá que ir al frente de combate, y cuyo sueño siempre ha sido ser organista en una iglesia; parece haber abandonado sus ilusiones, conformado con ser organista de un cine y sin mayores aspiraciones que tener un piso donde vivir. El otro, estadounidense, Johnson (Peter Sweet), llega accidentalmente, porque se ha equivocado de estación (es vivazmente hilarante su diálogo con el revisor discutiendo si avisó con antelación o si lo hizo cuando el tren se ponía en marcha, para finalmente darse cuenta de que no indicaba cuál era la estación sino que anunciaba la siguiente, aquella en la que él quería bajarse); su preocupación la vive aparentemente con desapego: hace siete semanas que no ha recibido carta de su novia; ha especulado sobre las posibles causas pero ya lo toma como algo irremediable: el fin de una ilusión. Alison ya conocía el lugar, y viene a trabajar en el campo; tiempo atrás vivió unos momentos mágicos en su relación con su prometido, en una caravana ( ahora cubierta de polvo en un garaje de Canterbury, como sus ilusiones también lo están, cubiertas de polvo tras la notificación de la muerte en combate de su novio). Cada uno de ellos parece haber perdido ilusión, como sombras errantes que no saben que son peregrinos que anhelan volver a sentir la luz. Su alianza, en las pesquisas detectivescas para descubrir quién puede ser el hombre del pegamento, ejerce de pegamento vital para su propia recuperación de la luz de la ilusión.
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Ese misterio del hombre de pegamento que ha embadurnado ya a casi una docena de chicas les alía e incentiva en esa villa en la que no tienen periódico porque ya tienen un bar, un lugar en el que Sweet puede conversar con un maderero sobre cuándo es la mejor época del año para talar cada árbol (la sintonía se puede crear con cualquiera sea donde sea; la puedes encontrar a cientos de kilómetros del lugar donde creciste en un entorno diferente). Un lugar en el que destaca, sobremanera, una tan enigmática como cautivadora figura, Colpeper (Eric Portman), el magistrado de la localidad, y bastión de la transmisión de conocimientos (su ironía cuando le señala a Sweet en su primer encuentro que, en vez de indagar sobre qué puede conocer en y sobre la zona y su historia, lo primero que ha preguntado es si hay algún cine; viene a un lugar que no conoce para meterse en un cine; en otra posterior secuencia comenta, con pesar, cómo le cuesta encontrar la receptividad para su anhelo de proveer de conocimientos). Powell y Pressburger modulan con armoniosa fluidez un relato que integra a los personajes en el tiempo y en su entorno ( esa bella secuencia en los campos, en la que conversan Colpeper y Alison entre las altas hierbas), que se va embadurnando sutilmente de una patina fantástica (la apertura a lo posible: ese momento en el que Alison cree oír, en el campo, sonidos de caballos, personas y algún laúd, como si escuchara sonidos de tiempos pretéritos), y que culmina en las magníficas secuencias finales en Canterbury en la que los tres personajes se encuentran con inesperadas bendiciones, o lo que es lo mismo, con felices giros imprevistos que apuntalan la convicción de que la ilusión no debe desfallecer como impulso de acción aunque las sombras pendan amenazadoras, las apariencias de realidad estén dominadas por los más tenebrosos indicios o la resignación se acomode como mullido conformismo. De la misma manera que hay que excavar en las personas como se hace en los caminos, lo que parece puede no ser, y no necesariamente debemos abocarnos a no ser o no realizar lo que realmente aspiramos a ser o realizar. En cierto momento Colpeper dice que hay dos tipos de hombres lo que estudian a Bach y Haendel y se acostumbran, resignan o conforman, a interpretar música de menor calibre y los que empiezan dando pequeños pasos y un día alcanzan la cima del Everest.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
18 de enero de 2023 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
En las primeras secuencias de La Venus rubia (Blonde Venus, 1932), de Josef Von Sternberg, un grupo de jóvenes norteamericanos, entre ellos Ned (Herbert Marshall), están de excursión en un bosque alemán. Y se encuentran ante la sorprendente visión de varias chicas bañándose desnudas en un lago, entre ellas Helen (Marlene Dietrich). Ned flirtea con ella proponiéndola verse después de su espectáculo (todas actúan en un cabaret), e indicándole que no se irán hasta que le diga que sí. Elipsis. Una singular elipsis. Otros pies son los que retozan en el agua, ahora son los de un niño, al que baña Helen. ¿Qué ha pasado con la cita? ¿tiene un hijo?, y ¿cuánto tiempo ha discurrido desde la anterior situación en el río, horas, años? En la siguiente secuencia vemos a Ned acudir a la consulta de un médico. Por las radiaciones consecuencia de su trabajo de químico tiene los meses contados, a no ser que pueda pagar un caro tratamiento (cuyo coste es excesivo para él). La siguiente secuencia ya nos sitúa, tras este fulgurante y desconcertante inicio, en el hogar al que retorna Ned. Queda ya claro que han pasado varios años, y Ned y Helen se han casado, tienen un hijo y viven en Estados Unidos. Acuestan a su hijo el cual les pide que le cuenten cómo se conocieron. Y entonces ambos narran, como si fuera un cuento de hadas, aquello que la elipsis nos hurtó, su cita, y cómo surgió el amor, y su primer beso. Un relato de fábula para un hermoso acontecimiento personal, un hito, cuyo recuerdo se ha visto empañado, contaminado, por la gravedad de la enfermedad de Ned (quien puede vivir como mucho un año si no se pone en tratamiento). Es sin duda una singular forma de construir el inicio del relato. El inicio parece ya un final por la amenaza de la muerte.

No es casual que ese momento de la gestación de su amor se nos eliptize, dada las dudas o recelos que suscitará en Ned, primero, el hecho de que Helen decida volver a su trabajo de cabaretera, con el fin de conseguir el necesario dinero para el tratamiento de Ned, y, segundo, y especialmente, al retornar ya recuperado, cuando ella le revele que ha mantenido un romance con un hombre rico, Nick (Cary Grant), cuyo dinero ha sido el que, precisamente, ha posibilitado que Ned logre sanase. Entre su marcha y su retorno una reconfiguración completa de su escenario vital. Ned no sólo no será capaz de apreciar el sacrificio de Helen y lo que ha supuesto para que salve su vida, sino que sentirá ese romance como una traición o infracción (no hay agradecimiento sino dramatización, repulsa). La sombra sobre su rostro, cuando discute con ella, es elocuente, como también lo eran las penumbras que dominaban la habitación de Nick cuando Helen afirmaba que retornará con su marido porque le necesita (y el posterior lento y hermoso travelling de retroceso desde dos caballos hasta ambos apoyados en un árbol; un vacío que indica una ruptura inevitable; son las dos semanas que se han dado como despedida; lo que ignoran es que Ned retornará precisamente dos semanas antes de lo previsto). El resto de la película narra, con una admirable narración concisa y elíptica, el via crucis que sufre Helen, perseguida por todo el país, porque se resiste a que Ned aparte de su vida a su hijo ( como si su mancha implicara que no lo merece).
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Su sacrificio (al fin y al cabo estaba decidida a volver con él pese a lo que siente por Nick) se torna fatalidad. Irónicamente, en su trayecto de huida, para sobrevivir, deberá ganarse la vida como prostituta. Esta sombría odisea, narrada sin énfasis ni tremendismo, no finalizará hasta el momento en el que Ned recupere la cordura de la comprensión y de la consciencia del gesto de amor de Helen. Y será con la recreación de aquel relato, ante su hijo, sobre cómo se conocieron y gestó y afianzó su relación, cuando lo que en él se había ausentado, la capacidad de saber amar, que es saber ver al otro, vuelva a cobrar realidad y sepa verla, discernirla, sin la radiación de la mancha de la inflexibilidad en su mirada.

La venus rubia es, sobre todo, célebre por los excelentes números musicales de Marlene Dietrich, como cuando aparece disfrazada de gorila, desprendiéndose de ese disfraz cuando se dispone a cantar (en correspondencia con cómo Ned la investirá con la calificación de bestia cuando no valore su sacrificio sino su infidelidad). Para ella dejó de ser esa princesa en un entorno natural límpido, como aquel en el que la conoció desnuda en el agua. El impoluto ideal que había creado también era un potencial contaminante como la radiación que sufre su cuerpo. Al respecto, es significativo el vestuario en su última actuación en París, un traje con sombrero de copa, un atuendo que puede ser tanto masculino como femenino, elección que indica cómo ella ha quedado desterrada de su condición de madre, pero a la vez cómo se ha afirmado en el control de su propia vida. Por otra parte, aunque los desnudos de la secuencia inicial nos indican que aún no había entrado en vigor el Código Hays de censura, sí sufrieron la presión de la Paramount para que suavizaran la contundencia del planteamiento inicial del argumento original de Marlene Dietrich, quien no constaría en los títulos de crédito para no suscitar reticencias censoras, por lo que en su lugar aparecería acreditado el propio Von Sternberg. Pero no fue suficiente. Les molestaba el tratamiento del adulterio (fue rechazado que Ned tuviera otra relación sexual tras su cura mientras Helen está con Nick dos semanas) y de la actividad sexual femenina (¿en qué se fundamentan, o qué condicionan, las decisiones de Helen?¿a quien ama de los dos o es a los dos de diferente forma o en distinto grado?). Fueron realizadas tres versiones del guion que redujeron el interés tanto de Von Sternberg como de Dietrich al alejarse cada vez más el resultado final de sus intenciones originales. De todas maneras, resulta interesante, por lo que sugiere, cómo planifica la última secuencia. Por un lado, la reconciliación entre Ned y Helen satisface a los censores pues concluye con una reconciliación entre quienes representan la pareja legitima, por estar casados. Pero el último plano se centra en el juguete que utiliza Helen para cantar la canción a su hijo (encuadrado desde la perspectiva de éste). El juguete que representa el tratamiento de cuento de hadas de la gestación y el afianzamiento de la relación de sus padres. Una sugerencia corrosiva como conclusión.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
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