You must be a loged user to know your affinity with avellanal
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred

7.7
2,925
8
15 de septiembre de 2024
15 de septiembre de 2024
Sé el primero en valorar esta crítica
En "Europa ’51" (con guión de Fellini y un notable papel secundario de Giulietta Masina) Ingrid Bergman es una caprichosa aristócrata romana que vive sumida en la frivolidad, aislada en un mundo de naderías, hasta que su pequeño hijo, repleto de impotencia y dolor frente a la desatención materna, decide arrojarse por las escaleras, buscando acaso llamar la atención de una madre ausente que sólo tiene tiempo para cócteles y reuniones sociales (quienes hayan leído "Por la parte de Swann", de Proust, notarán que esos acontecimientos iniciales guardan una cierta similitud con algunos de los recuerdos de la infancia en Combray del narrador). El desenlace de lo que inicialmente se presupone un accidente y no un acto voluntario del niño, termina por cobrar un cariz trágico, instantes después de que Irene Girard –tal es el nombre de la mujer interpretada por la musa inspiradora de Rossellini–, en una escena memorable y desconsoladora, le dice a su marido: “tenemos que cambiar nuestra manera de vivir”.
Empero, sólo será Irene quien decide dar otro sentido a su existencia, primero guiada por su primo comunista, y más adelante por su propia intuición y afán de redención. A medida que se sumerge en los bajo fondos, en las barriadas romanas, en el lodoso terreno de los pobres, se aleja cada vez más del universo de lujos que la rodeaba y le confería rasgos identitarios y de pertenencia; sobre todo, se aparta de su familia conservadora y reaccionaria, incapaz de comprender el irremediable sentimiento de culpa que anida en el corazón de una madre que perdió, por negligencia o falta de amor, al fruto de sus entrañas. Irene descubre los meandros de un mundo desconocido para ella, un mundo en el que un niño igual al suyo puede morir, no por desatención, sino por falta de cobertura médica. En un excelente artículo, Ángel Faretta escribe: "Así Irene Girard visita una villa miseria, conoce a las gentes que allí habitan y comienza a practicar con ellos una caridad que luego se convierte en una entrega total".
Cuando la cámara de Rossellini se detiene en el rostro de la Bergman, el sufrimiento, la culpa y la angustia se corporizan ad æternum. Estamos hablando de una mujer destrozada que se purifica con cada acción bondadosa, y que incluso llega a rozar el delito, poniendo su propia humanidad en peligro, en el momento que protege a un delincuente marginal acechado por la policía. Su abnegación llega al extremo de reemplazar en su trabajo en una fábrica a una obrera con la que traba amistad. Apunta Faretta al respecto: "Esta sola secuencia, con la entrada al establecimiento, la descripción minuciosa del trabajo en cadena, las filas de obreras, las sirenas marcando las entradas y salidas, todo magistralmente realizado con rigurosidad absoluta por Rossellini, prácticamente incita al espectador a regresar a la producción artesanal". No es la única, pero quizás si la más notoria analogía con la vida de Simone Weil, lúcida filósofa francesa que se brindó por completo a los más desfavorecidos. De hecho, según el propio director del filme, el personaje principal tenía como punto de partida algunos detalles biográficos de la mujer fallecida tempranamente en 1943.
Por ende, la asociación no resulta novedosa ni mucho menos. En cambio, sí encuentro bastante original la interpretación que efectúa Faretta a posteriori: al lleva parte de la vida de Simone Weil al cine, Rossellini también estaba apuntalando –sospechándolo o no– el mito de Eva Perón, cuyo corazón dejaría de latir precisamente en 1952. "A dos años de su periplo europeo, y en donde por cierto en Italia visitó la propia Roma –así como Milán y el Vaticano–, allí como en otros lugares su figura era ya por entonces algo incomprensible. Sobre todo por la imposibilidad de ser –como la mujer del filme– ubicada en un casillero fijo de aquellos que se exigían por aquel tiempo".
Si "Europa ’51" es una metáfora aplicable mucho más allá de las fronteras italianas, aun a miles de kilómetros de distancia de la Europa de posguerra, el personaje de Ingrid Bergman se transforma –con su cabello dorado y algunas similitudes físicas a cuestas– curiosamente, en el retrato cinematográfico más fidedigno y trascendente que se haya realizado de la “abanderada de los humildes”, muy lejos ética y estéticamente de aquel injuriante pastiche hollywoodense pergeñado por Alan Parker y protagonizado por Madonna. ¡Cuánto más cercana la figura de Evita a esa sufriente Irene Girard que al final es internada por su propia familia en una institución psiquiátrica! Ciertamente, no son pocos los paralelismos que se me vienen a la cabeza: la escena en que los pobres, congregados en el jardín del psiquiátrico, reclaman la presencia de aquella a la que llaman “una santa” guarda parecido con las imágenes de la primera dama argentina, ya consumida por la enfermedad y dejando jirones de su vida, al saludar a sus descamisados prácticamente en estado de trance. El misticismo subyace en ambos planos. Volviendo a la película, sobre el cierre, la colosal actriz sueca se asoma por la ventana y también saluda a los únicos que no la consideran una loca.
De este modo, Rossellini no sólo concibió una joya a menudo pasada por alto a la hora de apreciar su obra, sino que afianzó el ingreso de Eva Perón a la inmortalidad, "seguramente en forma mucho más efectiva que la manera en que lo vienen haciendo, desde hace ya tantos años, tantos supuestos seguidores que sólo quieren que tenga y mantenga una eternidad de afiche y cartón". Será cierto pues lo que dice un personaje en el largometraje de Bertolucci "Prima della rivoluzione": ¡no se puede vivir sin Rossellini!
Empero, sólo será Irene quien decide dar otro sentido a su existencia, primero guiada por su primo comunista, y más adelante por su propia intuición y afán de redención. A medida que se sumerge en los bajo fondos, en las barriadas romanas, en el lodoso terreno de los pobres, se aleja cada vez más del universo de lujos que la rodeaba y le confería rasgos identitarios y de pertenencia; sobre todo, se aparta de su familia conservadora y reaccionaria, incapaz de comprender el irremediable sentimiento de culpa que anida en el corazón de una madre que perdió, por negligencia o falta de amor, al fruto de sus entrañas. Irene descubre los meandros de un mundo desconocido para ella, un mundo en el que un niño igual al suyo puede morir, no por desatención, sino por falta de cobertura médica. En un excelente artículo, Ángel Faretta escribe: "Así Irene Girard visita una villa miseria, conoce a las gentes que allí habitan y comienza a practicar con ellos una caridad que luego se convierte en una entrega total".
Cuando la cámara de Rossellini se detiene en el rostro de la Bergman, el sufrimiento, la culpa y la angustia se corporizan ad æternum. Estamos hablando de una mujer destrozada que se purifica con cada acción bondadosa, y que incluso llega a rozar el delito, poniendo su propia humanidad en peligro, en el momento que protege a un delincuente marginal acechado por la policía. Su abnegación llega al extremo de reemplazar en su trabajo en una fábrica a una obrera con la que traba amistad. Apunta Faretta al respecto: "Esta sola secuencia, con la entrada al establecimiento, la descripción minuciosa del trabajo en cadena, las filas de obreras, las sirenas marcando las entradas y salidas, todo magistralmente realizado con rigurosidad absoluta por Rossellini, prácticamente incita al espectador a regresar a la producción artesanal". No es la única, pero quizás si la más notoria analogía con la vida de Simone Weil, lúcida filósofa francesa que se brindó por completo a los más desfavorecidos. De hecho, según el propio director del filme, el personaje principal tenía como punto de partida algunos detalles biográficos de la mujer fallecida tempranamente en 1943.
Por ende, la asociación no resulta novedosa ni mucho menos. En cambio, sí encuentro bastante original la interpretación que efectúa Faretta a posteriori: al lleva parte de la vida de Simone Weil al cine, Rossellini también estaba apuntalando –sospechándolo o no– el mito de Eva Perón, cuyo corazón dejaría de latir precisamente en 1952. "A dos años de su periplo europeo, y en donde por cierto en Italia visitó la propia Roma –así como Milán y el Vaticano–, allí como en otros lugares su figura era ya por entonces algo incomprensible. Sobre todo por la imposibilidad de ser –como la mujer del filme– ubicada en un casillero fijo de aquellos que se exigían por aquel tiempo".
Si "Europa ’51" es una metáfora aplicable mucho más allá de las fronteras italianas, aun a miles de kilómetros de distancia de la Europa de posguerra, el personaje de Ingrid Bergman se transforma –con su cabello dorado y algunas similitudes físicas a cuestas– curiosamente, en el retrato cinematográfico más fidedigno y trascendente que se haya realizado de la “abanderada de los humildes”, muy lejos ética y estéticamente de aquel injuriante pastiche hollywoodense pergeñado por Alan Parker y protagonizado por Madonna. ¡Cuánto más cercana la figura de Evita a esa sufriente Irene Girard que al final es internada por su propia familia en una institución psiquiátrica! Ciertamente, no son pocos los paralelismos que se me vienen a la cabeza: la escena en que los pobres, congregados en el jardín del psiquiátrico, reclaman la presencia de aquella a la que llaman “una santa” guarda parecido con las imágenes de la primera dama argentina, ya consumida por la enfermedad y dejando jirones de su vida, al saludar a sus descamisados prácticamente en estado de trance. El misticismo subyace en ambos planos. Volviendo a la película, sobre el cierre, la colosal actriz sueca se asoma por la ventana y también saluda a los únicos que no la consideran una loca.
De este modo, Rossellini no sólo concibió una joya a menudo pasada por alto a la hora de apreciar su obra, sino que afianzó el ingreso de Eva Perón a la inmortalidad, "seguramente en forma mucho más efectiva que la manera en que lo vienen haciendo, desde hace ya tantos años, tantos supuestos seguidores que sólo quieren que tenga y mantenga una eternidad de afiche y cartón". Será cierto pues lo que dice un personaje en el largometraje de Bertolucci "Prima della rivoluzione": ¡no se puede vivir sin Rossellini!

4.6
12,700
4
12 de marzo de 2011
12 de marzo de 2011
Sé el primero en valorar esta crítica
Desde antes de verla, y con Michael Bay de por medio, pocas esperanzas tenía ya con respecto a la nueva versión de "A Nightmare on Elm Street". Es cierto que me he encontrado con más de un remake de terror francamente superior a su original (sin ir más lejos, "The Hills Have Eyes" bajo el prisma de Alexandre Aja me resultó más satisfactoria que la del amigo Wes Craven). Pero tratándose de una de las cintas de terror a todas luces más icónicas de varias generaciones, aunque innegablemente asociada con la entrañable década de los ochenta, resultaba bastante obvio que el debutante Samuel Bayer –dejando a salvo el costado económico, claro está– tenía más para perder que para ganar desempolvando por enésima vez a nuestro querido y nunca olvidado Freddy Krueger.
Cuando Wes Craven inventó al psycho killer de rostro carbonizado supo combinar el tratamiento de algunos de los temores adolescentes en boga por aquellos años insuflados de puritanismo made in Reagan, con una saludable veta palomitera que se iría profundizando a medida que las entregas de la saga, que él ya no dirigiría, regaban las pantallas del mundo con más y más sangre joven. No es casualidad que su personaje haya logrado empatizar mejor que ningún otro con los desbarajustes hormonales teenagers, pues con sus enfermizas dosis de humor negro, Freddy Krueger absorbió en su cuerpo saturado de inocentes niños esas complejas vicisitudes existenciales propias del universo adolescente (recordar, por ejemplo, la tortuosa relación entre Nancy y su madre alcohólica, o las alusiones hacia la anorexia).
Tal vez uno de los mayores errores conceptuales que se les puede achacar al director Samuel Bayer y a los guionistas de esta nueva versión, es que la misma hace agua al pretender, por un lado, conformar a los viejos espectadores de la saga (y por eso se comete el error garrafal de repetir escenas literalmente calcadas del film original, evidenciando además una falta de creatividad pasmosa), y asimismo introducir modificaciones sustanciales, entre las cuales el cambio de los rasgos psicológicos del personaje central me parece el más desacertado. Freddy Krueger se transformó en un villano ícono debido a su personalidad entre desquiciada y sarcástica, a su propensión a corretear y juguetear con sus ocasionales víctimas, así como a soltar frases ingeniosas, antes que las vísceras se esparcieran por los aires; sin embargo, en esta producción de Michael Bay el carácter lúdico y libidinoso del hombre de las cuchillas es reemplazado por una espantosa voz de ultratumba que sólo consigue que añoremos a Robert Englund a más no poder, pese a que el trabajo de Jackie Earle Haley es aceptable en comparación con el catastrófico casting de adolescentes que no aportan ni siquiera una pizca de carisma o expresividad a unos personajes de por sí completamente vacíos.
Cuando Wes Craven inventó al psycho killer de rostro carbonizado supo combinar el tratamiento de algunos de los temores adolescentes en boga por aquellos años insuflados de puritanismo made in Reagan, con una saludable veta palomitera que se iría profundizando a medida que las entregas de la saga, que él ya no dirigiría, regaban las pantallas del mundo con más y más sangre joven. No es casualidad que su personaje haya logrado empatizar mejor que ningún otro con los desbarajustes hormonales teenagers, pues con sus enfermizas dosis de humor negro, Freddy Krueger absorbió en su cuerpo saturado de inocentes niños esas complejas vicisitudes existenciales propias del universo adolescente (recordar, por ejemplo, la tortuosa relación entre Nancy y su madre alcohólica, o las alusiones hacia la anorexia).
Tal vez uno de los mayores errores conceptuales que se les puede achacar al director Samuel Bayer y a los guionistas de esta nueva versión, es que la misma hace agua al pretender, por un lado, conformar a los viejos espectadores de la saga (y por eso se comete el error garrafal de repetir escenas literalmente calcadas del film original, evidenciando además una falta de creatividad pasmosa), y asimismo introducir modificaciones sustanciales, entre las cuales el cambio de los rasgos psicológicos del personaje central me parece el más desacertado. Freddy Krueger se transformó en un villano ícono debido a su personalidad entre desquiciada y sarcástica, a su propensión a corretear y juguetear con sus ocasionales víctimas, así como a soltar frases ingeniosas, antes que las vísceras se esparcieran por los aires; sin embargo, en esta producción de Michael Bay el carácter lúdico y libidinoso del hombre de las cuchillas es reemplazado por una espantosa voz de ultratumba que sólo consigue que añoremos a Robert Englund a más no poder, pese a que el trabajo de Jackie Earle Haley es aceptable en comparación con el catastrófico casting de adolescentes que no aportan ni siquiera una pizca de carisma o expresividad a unos personajes de por sí completamente vacíos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Desde el punto de vista técnico, casi todo el metraje ostenta una estética propia de un video-clip extendido, con planos en absoluto arriesgados que tampoco ayudan demasiado. Los intervalos de los sueños, que particularmente en el largometraje de 1984 y en la tercera entrega estaban muy logrados (desarrollados en un ambiente onírico y en atmósferas asfixiantes que se grababan a fuego en la memoria visual del espectador, simbolizando con nitidez los entresijos de la realidad y la tenue línea que separa la vigilia del sueño), aquí no destacan en lo más mínimo, limitándose a recaer en el redundante escenario de la sala de calderas. A eso, una vez más, hay que agregarle que las escenas de susto o sangre más convincentes y “originales” son aquellas tomadas del filme de Wes Craven (por caso, el guante de garras emergiendo entre las piernas de la chica en la bañera).
En rigor, "A Nightmare on Elm Street" 2010 es una película a mitad de camino entre un remake y una precuela (algunos le llaman reboot), pues únicamente toma ciertos aspectos específicos de la historia tal como se dio a conocer en 1984, reemplazando los demás por una suerte de nuevo canon, y ensayando a su vez una explicación sobre sucesos cronológicamente anteriores a la muerte de Frederick Charles Krueger que Wes Craven tan sólo insinuaba. Quizás la justificación de esta desventura cinematográfica radique en esa explicitación de lo que siempre permaneció más o menos velado, en esa escena donde vemos al villano sin el guante de cuchillas ni el rostro desfigurado. Otra excusa para la existencia de este film, a los efectos del aporte a la saga, con sinceridad, no se me ocurre.
En rigor, "A Nightmare on Elm Street" 2010 es una película a mitad de camino entre un remake y una precuela (algunos le llaman reboot), pues únicamente toma ciertos aspectos específicos de la historia tal como se dio a conocer en 1984, reemplazando los demás por una suerte de nuevo canon, y ensayando a su vez una explicación sobre sucesos cronológicamente anteriores a la muerte de Frederick Charles Krueger que Wes Craven tan sólo insinuaba. Quizás la justificación de esta desventura cinematográfica radique en esa explicitación de lo que siempre permaneció más o menos velado, en esa escena donde vemos al villano sin el guante de cuchillas ni el rostro desfigurado. Otra excusa para la existencia de este film, a los efectos del aporte a la saga, con sinceridad, no se me ocurre.
Más sobre avellanal
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here