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España España · Barcelona
Críticas de Juan Poz
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Críticas 41
Críticas ordenadas por utilidad
8
20 de abril de 2016
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pronto hará dos meses del fallecimiento de Douglas Slocombe, director de fotografía cuyo nombre se asocia a películas que todo el mundo guarda en la memoria, tanto “de autor”, como “comerciales”, desde El sirviente, de Joseph Losey hasta En busca del arca perdida, de Spielberg. Si inicio la crítica de esta película de Charles Crichton por él es porque el blanco y negro de La isla soñada con que se retrata la ciudad de Dublín, amén de los interiores donde transcurre esta poética comedia, me ha traído a la memoria las otras dos película de Crichton que he recomendado con fervor desde este Ojo cosmológico, El tercer secreto, accesible, ignoro si por desidia de los propietarios del copyright o por infame transgresión del mismo, para quien no quiera perdérsela, en YouTube, y Clamor de indignación, Hue and cry, ambas extraordinarias y ambas, claro está, con fotografía de Slocombe. La excelencia de la fotografía en todas esas películas les concede a las mismas una pátina de calidad que luego el director se encarga, con la puesta en escena y impecable narración, de acreditar definitivamente, amén de la indiscutible bondad del trabajo de los actores, sobresalientes en La isla soñada, aun a fuer de desconocidos para el gran público, porque la película se nos presenta, en apariencia, como un producto local, una comedia de la Ealing, la gran fábrica del cine inglés de posguerra, especializada en un género, la comedia, que no excluye, por supuesto, cierta crítica social y un exquisito gusto por la sátira “al modo inglés”, esto es, la sutileza extrema de la ironía. De los estudios Ealing, además de las de Crichton, ya señaladas, conviene recordar que salieron clásicos del cine como Passport to Pimlico (1949), The Lavender Hill Mob (1951), The Man in the White Suit (1951) y The Ladykillers (1955). Es decir, que, a pesar del “localismo” de sus producciones, o precisamente por ello, se rodaron en esos estudios, los primeros de la historia del cine, verdaderas joyas del cine mundial.
La isla soñada, cuyo título en inglés Another shore (“Otras costas” podríamos traducir) acentúa la poeticidad del argumento, tiene un planteamiento sencillo entre la necesidad de evasión de la chata realidad y la aceptación de la misma, con la cereza del pastel que es el amor. La dialéctica entre la libertad y el sometimiento a la rutina es constante a lo largo de la película, cuyo protagonista se debate entre perseguir su sueño, irse a una isla del pacífico, la idealizada Charatonga, o aceptar el amor de una mujer y construir con ella su vida “como todo el mundo”, desoyendo la llamada de esa vida idealizada. Como anda más que escaso de bienes propios, el protagonista frecuenta cada día un cruce de la ciudad de Dublín en el que se producen más accidentes de tráfico, con el fin de adelantarse a socorrer a algún anciano o anciana que, agradecidos, le nombren su heredero y pueda reunir las 200 guineas (algo más de 200 libras) que le cuesta el pasaje a la libertad. Con quien se encuentra es, sin embargo, con un borrachín, controlado por su hermana, a quien vigila su chófer, pero que, como él, es un enamorado de Tahití, adonde invita a viajar al soñador con él, una vez ha fallecido su hermana y puede volver a disponer de su dinero. La comedia, entonces, se acerca algo que podríamos considerar un “desmelenamiento” de la trama, sin llegar a la screw ball comedy, y progresa con divertidas y aceleradas secuencias hacia un final en el que la mujer enamorada fuerza al azar para impedir que se vaya el “hombre de su vida”. Las escenas en la feria, antes del desenlace, tienen una fuerza visual y sociológica enorme, a lo que contribuye no poco el blanco y negro de Slocombe, de quien Spielberg comentaba que jamás le había visto usar el fotómetro… El planteamiento puede parecer algo insulso, esa tensión entre el soñador irredento y la dura realidad, pero, a su modo, me recuerda no poco la excelente película de John Schlesinger, Billy , el embustero, con un sorprendente Tom Courtenay y la aparición espectacular de una jovencísima Julie Christie, película que acaso debería haber criticado aquí, ahora que la recuerdo. A pesar, digo, de ese arranque poético que tiene la película, esta progresa con buen pie hacia un desenlace que, ajustado al principio de realidad, pretende comunicar un optimismo muy apropiado para una película realizada en la inmediata posguerra, tal y como sucedía en Clamor de indignación, sin que, por ello, ninguna de esas películas pueda ser tildada de cine propagandístico. A mí me parece que Crichton es un autor que debería ocupar un lugar más importante en el cine europeo y, por descontado, en el inglés, pero tiempo vendrá en que eso suceda, porque sucederá.
Juan Poz
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10
22 de enero de 2017
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vaya por delante que no puede verse Europa ’51 sin tener en todo momento presente la devoción que Rossellini tuvo por la extraordinaria y personalísima belleza de su mujer, quien en esta película se muestra en todo su esplendor, en el mundano y en el místico, con una nitidez y unos primeros planos como toda actriz seguro que desearía ser filmada al menos una vez en su vida. Anunciaba en el título que la película tenía una ascendencia dreyeriana, y eso lo advierto en lo que tiene de análisis pormenorizado de la institución burguesa del matrimonio y de la familia y de la conversión paramística, podríamos decir, que sufre la protagonista tras el suicidio de su hijo, tan difícil de aceptar, aunque, por lo mostrado en los primeros compases de la película, tan justificado. Que los tiempos han cambiado definitivamente, que la sociedad de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial ha marcado un antes y un después en las sociedades occidentales es lo que nos quiere decir el prólogo de la película, en el que se nos describe a un matrimonio de intensa vida social con un hijo que es educado en casa mediante institutrices, primero, y tutores después, pero al margen del sano contacto social con sus iguales. La soledad casi metafísica del niño, a quien su madre parece haberle regateado la atención solícita que antes le prodigaba -es hijo único, además-, acaba empujándolo, una noche en que la pareja recibe a invitados, a lanzarse por la escalera, una caída que, a la larga, acaba siendo mortal. Mediante el contacto con un médico que pertenece al partido comunista y que le abre los ojos respecto de las miserias del proletariado, la protagonista intentará apartarse de su vacía vida mundana y dedicarse a paliar, en la medida de lo posible, las apremiantes necesidades de quienes, hasta ese momento, han estado ahí y a quienes siempre ha ignorado o simplemente no visto. La película podría resumirse en unos enmendados versos del Tenorio, pues si se cumple el A los palacios subí, a las cabañas bajé, se incumple lo de dejar memoria amarga de él, dado que la “signora” por doquiera que extiende o su ayuda material o su confortación espiritual, va dejando una estela de bondad que es inmediatamente reconocida por los destinatarios de tan generosa ayuda, hija del remordimiento y de la culpa, pero no por ello menos eficaz. El encuentro con un personaje como el encarnado por una extraordinaria -como en ella fue siempre habitual- Giulietta Masina, madre de tres hijos naturales y tres adoptados, que vive en una cabaña humildísima preocupada por su prole sin perder la alegría en ningún momento y compartiendo su pobreza con la “Signora” va a depararle a la protagonista la posibilidad de sustituirla los primeros días en la empresa donde un amigo le ha buscado trabajo, porque, cuando finalmente se lo encuentra, la mujer se ha enamorado de un hombre con quien ha de reunirse en un pueblo cercano. La experiencia del alienante trabajo en la industria, que, cinematográficamente, da pie a unas secuencias con planos de la actividad industrial por la que ciertos directores, digamos sociales, tienen debilidad, convence a la protagonista de que, frente a la prédica marxista de su amigo, el trabajo es verdaderamente una maldición y que quienes lo defienden como un valor primordial no hacen sino mentir y engañar a la gente. La familia de la protagonista, su madre viene de Usamérica tras el trágico suceso del hijo, no acaba de ver claro el proceso de alienación que, a su juicio, sufre la protagonista, desquiciada por la muerte de su hijo, quien parece estar dispuesta a pagar por ello dejando de lado su propia vida y entregándose al cuidado de la de los demás de forma tan abnegada como los misioneros católicos en los lejanos confines de la Tierra. La sospecha del marido sobre la infidelidad de su esposa deja paso al convencimiento de su enajenación, porque, además de asistir a una prostituta en su lecho de muerte, dejó escapar al hijo delincuente de una familia del mismo bloque tras convencerlo, después de quitarle la pistola, de que se entregase a la policía, si, como decía, él no había cometido el asesinato en un atraco. Detenida por la policía es liberada, pero posteriormente trasladada a un sanatorio mental donde ingresa sin resistencia ninguna. El contraste entre el marcado blanco y negro de la fotografía, que acentúa el drama familiar y la crisis existencial de la protagonista, deja paso, en la clínica, a un predominio del blanco que recuerda en todo momento la Gertrud de Dreyer, del mismo modo que las escenas burguesas recordaban a las de El amo de la casa, también de Dreyer. Del proceso de concienciación social que marca el choque postraumático que vive la protagonista pasamos a esa suerte de nirvana blanco de la resignación a ser considerada una enajenada, en un espacio en el que, sin embargo, la inquietante presencia de las perturbadas mentales con quienes entra en contacto ni la intimida ni la contagia, es más, hasta es capaz de tranquilizar, mediante la voz y la caricia, a una paciente a quien ya están dispuestos a aplicar los más severos tratamientos de reducción, desde la camisa de fuerza a la aplicación de electrochoques. De hecho, sume al psiquiatra que la trata en la mayor de las perplejidades, del mismo modo que le ocurre al sacerdote que, finalmente, cree que la paciente sufre del orgullo de la santidad. La revisión judicial del caso no hace sino confirmar el diagnóstico y, en una escena, propiamente de Buñuel, con todos los proletarios a quienes ayudaba presentes en la clínica, estos protestan por su encierro y acaban elevándola de “signora” a “santa”. A su manera, más allá del planteamiento intelectual sobre el compromiso social que se dirime entre el médico comunista y la protagonista, la obra me ha recordado a otra, Nazarín, que yo vi antes pero que fue rodada después, por lo que es posible que Buñuel tuviera está muy presente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Juan Poz
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9
22 de enero de 2017
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me alegra no haber hecho lo posible y lo imposible por ver ciertas obras que he ido dejando voluntariamente pendientes hasta encontrar el momento idóneo para verlas sin otro condicionamiento que, en la mayoría de las ocasiones, su inmenso crédito crítico, no necesariamente acompañado del éxito popular, como es el caso, sin duda, de Cabeza borradora, una fantasía tétrica no especialmente apta para paladares cinematográficos hechos al cine complaciente de los grandes estudios y las multimillonarias producciones con artistas rebosantes del viejo glamour hollywoodiense. Hay que tener valor, lo reconozco, para asistir, impávido, a la proyección de esta película, en la que se mezclan a partes iguales lo sórdido, lo gore, lo deshumanizado, lo cruel, lo absurdo y lo genial, todo ello a partir de un guión muy simple que gira en torno a la existencia cohibida de un ser al que la vida le resulta inexplicable y al que la impotencia ata de pies y manos. Se trata de un ser que tiene más de autómata que de persona y que, por un azar, acaba, después de atravesar las ruinas apocalípticas de lo que se supone que es un extrarradio industrial en ruinas, ante la casa de quien fuera su novia. Entra, invitado a cenar, y saldrá de ella, de la invitación, convertido en marido y padre de un alien, no hay otra manera de designar el engendro que “cultivan” como hijo, la madre y él, hasta que ella, incapaz de soportar por más tiempo el llanto crónico de “eso” se vuelve a casa de sus padres y deja al protagonista solo con “la cosa” repugnante a la que, sin embargo, cuida con tierna solicitud. La ficción incluye un ser devastado por una enfermedad cutánea que mueve unas palancas mediante las cuales se activa, al parecer, la vida del protagonista, llena de miedo, de desorientación, de desconcierto y de sólidas rutinas en un mundo extrañísimo del que, como única liberación, es rescatado por la figuración de un escenario de suelo ajedrezado -muy lynchiano en el futuro- donde una mujer de dulce expresión y pómulos deformes, como megaamígdalas externas, baila y luego canta una canción promesa: En el cielo, todo será agradable. Ni siquiera hace falta insistir en que en la película de Lynch, algo así como la figuración del delirio de una mente enferma, la puesta en escena es capital para la transmisión del pathos opresivo que se respira a lo largo de toda la cinta. No quedan siquiera claros los límites del espacio en la película, excepto en algunos interiores como en la casa de la novia o en el taller del hacedor de lápices a partir de la masa cerebral de la desgajada cabeza del protagonista, sustituida, en su cuerpo, en una pesadilla del personaje, por la cabeza escuchimizada del alien. La desolada experiencia de la vida en pareja y la enfermiza visión de la maternidad predominan en la cinta, y ni siquiera una aventura con su atractiva vecina, encarnación de la femme fatale, es capaz de distraer del horror en que vive el protagonista. Resulta especialmente duro el momento en que se imagina durmiendo de nuevo con su mujer y va sacando de ella una especie de espermatozoides gigantes que son los hijos de la parturienta, hijos que el protagonista va lanzando sucesivamente contra la pared, contra la que explota la masa encefálica de los mismos…; los mismos seres que “llueven” sobre el escenario donde la cantante carifarta los va pisando con idéntico efecto. La banda sonora va más allá de la música para orquestarse en forma de ruidos agudos e hirientes que acompañan el desarrollo de la acción y, al tiempo, transmiten el sinsentido de una historia cuyo progreso está en manos del movedor de palancas que activan el destino del personaje. Si tétricos son los paisajes del declive industrial por los que se mueve el protagonista con una parsimonia temerosa que se explica no solo a través de sus andares sino, sobre todo, de sus miradas: la exacta representación de la perplejidad y la ignorancia; no menos tétrico es el espacio donde se aloja el protagonista, algo así como una habitación fantasmagórica en un hotel sin personal y en ruinas. La actuación de Jack Nance es determinante para seguir la mínima acción de la historia con el interés que su figura despierta. Visto desde hoy, incluso estaríamos tentados de pensar que toda la película se podría considerar un imaginativo videoclip de algún cantante o grupo extravagantes o transgresores. Y no hay más que pensar en el último vídeo de Bowie, Lazarus, para saber de qué hablo. Esta ópera prima de Lynch tiene la virtud de contener todo su mundo, el que habría de venir después, diseminado en películas y una serie modélica hasta que se le fue la pinza. Todo está aquí, desde el barroquismo tenebroso de las imágenes, a lo Valdés Leal -La retirada de los sarracenos, por ejemplo- y a lo Gutiérrez Solana, hasta el estilismo depuradísimo de una puesta en escena en la que no parece haber objeto que no se revista de un aura simbólica mediante la que parece articularse el sentido de la película. Bien es cierto que la obra transcurre totalmente por la noche, pero ello forma parte de esa pesadilla en la que vive el protagonista y que él acaba confundiendo con su verdadera realidad. El final, sin embargo, actúa como una instancia consoladora, reparadora, tras tanto horror a manos llenas y total desesperanza.
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Juan Poz
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10
16 de mayo de 2016
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hacía tiempo, mucho tiempo, que no aplaudía en una sala de cine. Ayer varios espontáneos, conmovidos por la dignidad del alegato final de Dalton Trumbo, un viejo luchador antifascista, guionista del Espartaco de Kubrick y director del alegato antibelicista tan efectivo que fue Johnny cogió su fusil, basado en una novela que él mismo escribió a raíz de las terribles secuelas físicas sufridas por muchos combatientes de la Primera Guerra Mundial, algo así como la eficaz Nacido el 4 de julio, hija directa de aquella; ayer, digo, al acabar la sesión, algunos no pudimos ni quisimos reprimir la costumbre de aplaudir, impropia de las salas de cine, pero necesaria para quienes han experimentado una catarsis a través de una denuncia tan inteligente de cómo el fascismo de derechas, valiéndose del pretexto del fascismo de izquierdas, pretende convertir en hegemonía política su moral inquisidora y conservadora. No fue un alegato cualquiera, sino que resumía perfectamente el daño moral que la caza de brujas, ese diabólico intento del fascismo usamericano por imponerse ideológicamente en plena Guerra Fría, infligió a buena parte del mundo intelectual y artístico usamericano. El caso del cine, concretamente de los Diez de Hollywood, entre los que se hallaba Dalton Trumbo, es el que se narra en esta película de corte biográfico pero cuyas implicaciones de época permiten comprender perfectamente el modo como se desarrolló la coacción moral y económica de aquel temible movimiento integrista que fue el macartismo. Me ha recordado, aunque sin la variante melodramática propia del cine de su autor, del alegato final de El gran dictador, de Chaplin. Y es justo empezar por el final esta crítica porque se trata de una historia suficientemente conocida, puesto que el propio hijo de Trumbo confeccionó un documental de éxito sobre el caso de su padre. No es exactamente un biopic, la película de Jay Roach, sino una muy inteligente narración de la peripecia vital y social de un “apestado” que ha de recurrir a su más que demostrado ingenio narrativo para sacar a la familia adelante y esperar el momento en que pueda recuperar su propio nombre, que es la quest artúrica en que el protagonista, tras pasar por la cárcel -¡que perfecta síntesis de la humillación el “reconocimiento” físico ante el carcelero!-, la pérdida total de su identidad, se empeña, paso a paso, en recuperar lo que nunca debería haber perdido: su nombre propio. Hemos de recordar que mientras duró el ostracismo a que fue condenado Dalton Trumbo ganó dos Oscars al mejor guion sin poder recoger ninguno de ellos, por ser un autor al que le estaba prohibido trabajar en la industria, por más que él lo hiciera mediante el uso de testaferros, Vacaciones en Roma, que supuso el lanzamiento a la fama de Audrey Hepburn, y el otro una modesta película de serie B, El bravo, ambientada en Méjico. Cinco años después de que él realizara Johnny cogió su fusil, y bastante después de que hubiera podido volver a firmar guiones como Espartaco, Éxodo o Papillon, un cineasta tan comprometido socialmente como Martin Ritt llevó al cine La tapadera, con Zero Mostel y Woody Allen, la primera película en que se trata de forma abiertamente crítica la época de la caza de brujas en la industria cinematográfica americana, una película, por cierto, que no está de más volverla a ver, una vez se ha degustado, como corresponde, este Trumbo de un director, Jay Roach, de quien ninguno de sus trabajos precedentes, sean los de la serie de Austin Powers, sean Los padres de ella y Los padres de él, por ejemplo, permitía pensar que fuera capaz de realizar una película tan emocionante como Trumbo, tan eficaz, tan conmovedora y tan inteligente. Es cierto que el propio Trumbo era ya, per se, un personaje, pero la película lo sobredimensiona hasta convertirlo en un héroe de la resistencia intelectual contra el fascismo, amén de la encarnación del pícaro cuyo ingenio y agudeza le permiten sobrevivir. La interpretación de Bryan Cranston, el inolvidable Mr. White/Heisenberg de Breaking Bad, es un verdadero prodigio, porque ha sabido hacer suyos tanto la persona como el personaje, y en la película exhibe una gama de registros interpretativos que van de la alta comedia hasta el drama existencial pasando por el lirismo sentimental o el cinismo de la supervivencia, todos ellos con una capacidad de persuasión que explican el aplauso final. La película trae a la memoria otra biografía, la de Edward Murrow, narrada en la película Buenas noches, y buena suerte, de George Clooney, quizás mejor director que actor, porque, de hecho, fue el gran valladar del pensamiento libre contra el movimiento fascista de McCarthy, ¡tan extraordinariamente representado en la película por la acción destructiva de la periodista amarilla Hedda Hopper!, a quien Helen Mirren es capaz de convertir en el prototipo de la crueldad, la vileza y el fanatismo hipócrita del integrismo moral mediante una soberbia interpretación que compite en igualdad de condiciones con la de Cranston. ¡Duelo memorable, el de ambos!
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Juan Poz
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8
6 de marzo de 2020
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
No sé si mi costumbre de ver películas mientras corro en el tapiz rodante tiene que ver con algún descenso en ni espíritu crítico, como si me relajara y estuviera dispuesto a verle bondades a casi cualquier película, pero he de reconocer que esta desconocido western, en su variante de comedia, me ha hecho pasar un rato estupendo, a lo que contribuye decisivamente la actuación de un jovencísimo Glenn Ford de 25 años, cuya vis cómica tiene una efectividad que no me hubiera imaginado, porque tampoco es un actor por el que sienta especial predilección, aunque reconozco su extraordinario nivel de calidad. La película, de un metraje muy ajustado, que impide andarse por las ramas o desviarse en secuencias de relleno, tiene un arranque estupendo con ambos protagonistas, Ford y Penny Singleton metidos en la caravana que los lleva al pueblo, a una como sobrina del dueño del Saloon, al otro como nuevo sheriff del pueblo. El ataque de los indios, resuelto con tanto humor como excelente brío en las secuencias de acoso y derribo, según de qué lado se dispare nos preparan para una acción que va a centrarse en el acoso de una banda de maleantes para hacerse con la riqueza y el poder de un pueblo en el que el dueño del Saloon y café cantante tiene un protagonismo especial. La película ha de considerarse un musical por los muchos números, todos ellos de mucha calidad, que animan el desarrollo e la historia. ¡Ojo!, porque el gran peso de ese apartado musical recae en una singular bailarina, especialista en claqué, Ann Miller, cuya calidad deja boquiabierto al espectador. Pocas mujeres en la historia del musical han bailado el también llamado "tap dance" . El numero en que exhibe sus cualidades en la barra del Saloon es maravilloso. Para un aficionado al western, la comedia y el musical, ¡ninguna película más entretenida que esta para correr 10 kilometros disfrutando de la lindo! La parte musical de la película se completa con un número de música "country" con un sabor genuino de ese estilo musical, y puedo asegurar que a quien sea aficionado a él va a disfrutar en grande.
La película arranca con un conflicto sexual de primera magnitud, porque el padre de la protagonista, que quería un hijo a toda costa, decidió llamar Bill a su hija, en vez del Belinda con que fue bautizada. Con todo, el padre la enseñó a disparar y otras artes de defensa que acabará luciendo a lo largo de la historia, porque es muy de señalar la excelente pelea entre las dos mujeres de la historia, ella y la cantante estrella del Saloon, una vez que se ha descubierto la trama del doble juego de uno de los "prohombres" de la localidad. El inevitable enamoramiento de los dos jóvenes, que arranca del momento de su defensa contra los indios en la caravana y por el decidido empeño de él en casarse con ella, va a tener unos divertidos lances que irán aplazando el momento del sí hasta prácticamente el final de la película.
De verdad, jamás había visto una actuación tan divertida de Glenn Ford, un punto histriónica y como de comedia "screwball", un género en el que nadie podía competir con Cary Grant, aunque en esta me lo recordó en varios momentos, aunque manteniendo siempre su excelente singularidad interpretativa. Con todo, la narración está muy bien planteada y permite seguir sus alternativas con total interés por el desenlace de la trama. Nada se aparta de los trillados caminos de las habituales obras del género, pero la vertiente cómica que se entremezcla con el fondo serio de la historia le proporciona a la película un interés inusitado. Supongo que la película no ha sido estrenada en España, porque me ha sido imposible encontrar siquiera una traducción del título, pero les aseguro a los posibles espectadores que el festivo espíritu con que ha sido dirigida e interpretada esta comedia no les dejará indiferentes. ¡Espero!
Juan Poz
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