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Críticas ordenadas por utilidad
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5.5
6,601
3
3 de junio de 2014
3 de junio de 2014
42 de 73 usuarios han encontrado esta crítica útil
El entusiasmo que despertó ayer la Sección Oficial tenía que verse empañado sí o sí en Zonazine. Como dice el refrán: nada es perfecto. Tras los buenos augurios del sábado en la sección paralela, el domingo le tocaba el turno a la presentación de La cueva, film adscrito al fantástico que ya pudo verse en el Festival de Sitges y que llegaba a Málaga suscitando bastantes expectativas. Pero esta historia de cinco amigos que, durante unas vacaciones en una isla, encuentra una cueva y deciden explorarla quedando atrapados, perdidos, desorientados, en su interior ya la habíamos visto antes. Dirigida por Alfredo Montero, la cinta quiere provocar miedo a través del empleo del ya, por desgracia, muy manido punto de vista subjetivo. Y es que, a estas alturas, tras éxitos del calibre de la saga [REC] o de El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Bitch Project) (1999), de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, sorprende y asusta ya muy poco una película que supedita su sensación de miedo al uso de la cámara al hombro, lo que podría servir de indicio a pensar en el agotamiento de la fórmula.
La cueva no da miedo, logra generar un clima agobiante y descorazonador, salpicado de momentos de angustia, claustrofobia e instantes aislados de tensión, pero todo ello es más producto de la confusión que genera su aparato formal que de una puesta en escena plenamente trabajada. De hecho, es tanta la dependencia que el alcance final del film tiene del empleo de la cámara subjetiva que son muchas las dudas que nos asaltan sobre si sin tal recurso la historia hubiera podido funcionar. Y la certeza llega en el epílogo, cuando se abandona lo subjetivo por un punto de vista objetivo y toda la intencionalidad enfermiza que transpiraba la película desaparece, con un final complaciente y del todo innecesario. Una lástima, porque el estudio de comportamientos al que se prestaba la premisa del film podía haber generado una película demoledora, algo que La cueva sólo consigue ser en momentos aislados.
La cueva no da miedo, logra generar un clima agobiante y descorazonador, salpicado de momentos de angustia, claustrofobia e instantes aislados de tensión, pero todo ello es más producto de la confusión que genera su aparato formal que de una puesta en escena plenamente trabajada. De hecho, es tanta la dependencia que el alcance final del film tiene del empleo de la cámara subjetiva que son muchas las dudas que nos asaltan sobre si sin tal recurso la historia hubiera podido funcionar. Y la certeza llega en el epílogo, cuando se abandona lo subjetivo por un punto de vista objetivo y toda la intencionalidad enfermiza que transpiraba la película desaparece, con un final complaciente y del todo innecesario. Una lástima, porque el estudio de comportamientos al que se prestaba la premisa del film podía haber generado una película demoledora, algo que La cueva sólo consigue ser en momentos aislados.

6.3
26,687
5
22 de marzo de 2009
22 de marzo de 2009
17 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me da la sensación, tras ver "Los abrazos rotos", que a Almodóvar se le ha pegado algo de la escasez de (buenas) ideas que pulula por Hollywood de tanto atravesar el charco. Vale que en su cine, el director haga referencias sutiles a su cinefilia (lo admito con agradecida complicidad en películas como "Todo sobre mi madre" o "Volver), pero que en este caso recurra a referencias tan descaradas no hace más que advertirme que su cine (sus ideas) se está quedando hueco. Y cuando las referencias se convierten en autohomenajes el sonrojo acude a mi mente de manera implacable, pues no hace más que evidenciar que "los tiempos pasados siempre fueron mejores".
Aparte de estar técnicamente bien construida (no voy a repetir los mil y un halagos hechos por todos en este aspecto), la película se tambalea porque su guión juega constantemente con lagunas, precipitándose casi por completo al borde del ridículo (frases como * o todo el monólogo explicativo del final a cargo de Blanca Portillo, no son recursos tomados de los grandes melodramas "noir" con los que se empeñan en comparar la película, sino más bien del cutre culebrón acartonado).
La risa en "Los abrazos rotos" sacude al espectador no en los momentos pretendidamente cómicos (salvo en la magistral secuencia de Carmen Machi, por supuesto), sino en los más apasionados y románticos, haciendo que el bochorno se apodere del espectador como única sensación permanente a lo largo del visionado.
**
Todo esto nos lleva a implorar que el cine del manchego vuelva pronto al redil desde el que llegaba a apasionarnos sobremanera, lo cual confirman los comentados cameos que se suceden a lo largo del metraje (destacando, la sentida aparición de la gran Ángela Molina) y que nos hacen añorar a aquel Almodóvar que, aunque superficial y estrambótico, al menos seguía siendo auténtico.
Aparte de estar técnicamente bien construida (no voy a repetir los mil y un halagos hechos por todos en este aspecto), la película se tambalea porque su guión juega constantemente con lagunas, precipitándose casi por completo al borde del ridículo (frases como * o todo el monólogo explicativo del final a cargo de Blanca Portillo, no son recursos tomados de los grandes melodramas "noir" con los que se empeñan en comparar la película, sino más bien del cutre culebrón acartonado).
La risa en "Los abrazos rotos" sacude al espectador no en los momentos pretendidamente cómicos (salvo en la magistral secuencia de Carmen Machi, por supuesto), sino en los más apasionados y románticos, haciendo que el bochorno se apodere del espectador como única sensación permanente a lo largo del visionado.
**
Todo esto nos lleva a implorar que el cine del manchego vuelva pronto al redil desde el que llegaba a apasionarnos sobremanera, lo cual confirman los comentados cameos que se suceden a lo largo del metraje (destacando, la sentida aparición de la gran Ángela Molina) y que nos hacen añorar a aquel Almodóvar que, aunque superficial y estrambótico, al menos seguía siendo auténtico.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
*"Mateo es tu padre"
**Personajes de una pieza y poco desarrollados se dan la mano con otros excesivamente referenciales y poco sutiles, dando lugar a una peripecia poco creíble y decepcionante. A lo que contribuye el trabajo de la mayoría de los actores: Lluís Homar no resulta creíble en ninguno de los numerosos planos que protagoniza, su interpretación es descafeinada cuando debería hipnotizar por completo al patio de butacas por llevar sobre sus espaldas todo el peso de la película. Penélope Cruz está bien (vuelve a demostrar que Almodóvar es el director que mejor sabe extraer de ella todo el talento que, por si misma, tanto le cuesta demostrar), pero el trazado de su personaje la perjudica en exceso, consiguiendo que sus palabras no emocionen, que su mirada rota y frágil apenas nos importe lo más mínimo. Rubén Ochandiano está desastrosamente mal (¿cómo siendo Almodóvar uno de los mejores directores de actores de todos los tiempos ha permitido que se cuele en uno de sus filmes tan deleznable y odiosa encarnación?). Tamar Novas no acierta con ninguna de sus intervenciones, quedando siempre en un inane segundo plano que nos hace preguntarnos qué pinta en esta historia y si se podrían haber suprimido gran parte de sus escenas. Sólo José Luis Gómez (implacable y austero, pero no por ello menos emotivo, sacando de un esquematismo peligroso a ese "malo de película" -nunca mejor dicho-) y Blanca Portillo (sobria y fría, por ello la más creíble de todos, a pesar de alguna licencia de sobreactuación, apechugando con entereza con las frases más inverosímiles del conjunto) aportan razones suficientes para aguantar hasta el final.
**Personajes de una pieza y poco desarrollados se dan la mano con otros excesivamente referenciales y poco sutiles, dando lugar a una peripecia poco creíble y decepcionante. A lo que contribuye el trabajo de la mayoría de los actores: Lluís Homar no resulta creíble en ninguno de los numerosos planos que protagoniza, su interpretación es descafeinada cuando debería hipnotizar por completo al patio de butacas por llevar sobre sus espaldas todo el peso de la película. Penélope Cruz está bien (vuelve a demostrar que Almodóvar es el director que mejor sabe extraer de ella todo el talento que, por si misma, tanto le cuesta demostrar), pero el trazado de su personaje la perjudica en exceso, consiguiendo que sus palabras no emocionen, que su mirada rota y frágil apenas nos importe lo más mínimo. Rubén Ochandiano está desastrosamente mal (¿cómo siendo Almodóvar uno de los mejores directores de actores de todos los tiempos ha permitido que se cuele en uno de sus filmes tan deleznable y odiosa encarnación?). Tamar Novas no acierta con ninguna de sus intervenciones, quedando siempre en un inane segundo plano que nos hace preguntarnos qué pinta en esta historia y si se podrían haber suprimido gran parte de sus escenas. Sólo José Luis Gómez (implacable y austero, pero no por ello menos emotivo, sacando de un esquematismo peligroso a ese "malo de película" -nunca mejor dicho-) y Blanca Portillo (sobria y fría, por ello la más creíble de todos, a pesar de alguna licencia de sobreactuación, apechugando con entereza con las frases más inverosímiles del conjunto) aportan razones suficientes para aguantar hasta el final.

5.2
1,729
4
14 de diciembre de 2013
14 de diciembre de 2013
11 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siete años después de su debut en el largometraje, Santiago Tabernero ha vuelto a las andadas cambiando radicalmente de tercio sobre su obra anterior. Si en Vida y color (2005) nos asomaba con no poca ternura y sentido del detalle a la vida rutinaria de un barrio obrero de extrarradio, a través de la mirada de un niño a punto de acceder a la adolescencia con Franco a punto de morir como marco contextualizador; en Presentimientos adapta, junto a su protagonista, el actor Eduardo Noriega, la novela de Clara Sánchez sobre los mecanismos de ensamblaje emocional de una joven pareja inmersa en una encubierta crisis sentimental, que eclosionará cuando ella sufra un desgraciado accidente de tráfico que la postrará en un coma profundo. Para ello, en lugar de abrazar la trama desde una óptica meramente romántica, Tabernero y Noriega han optado por aclimatar la historia a los códigos del thriller, contándonos tanto las vivencias de él, tratando de desentrañar qué causas originaron el quiebro en la relación, como de ella, pugnando por regresar al mundo "real" desde el inconsciente.
Como punto de partida, Presentimientos no puede resultar más atractiva. Sin embargo, las expectativas suscitadas por tan prometedora premisa no terminan nunca de quedar satisfechas durante el visionado de la cinta. Primero, porque una historia como la presentada por Presentimientos pedía a gritos una puesta en escena, de algún modo, algo más arriesgada y no tan acomodaticia como termina siendo la empleada por Tabernero; quien, a través de una planificación estándar y funcional, va alternando en un trivial montaje paralelo las dos caras de la misma historia: la de él, a través de un tratamiento aséptico y monocorde, acaba perdiendo fuerza a medida que en su avance no se vislumbra ni un solo elemento que se desmarque del lugar común del melodrama romántico más simplista y reconocible; la de ella termina decepcionando, pues siendo una historia de tan manifiesto componente fantástico, Tabernero opta por filmarla de manera rutinaria, como si de una vida paralela se tratara y no como un onírico y angustioso viaje a través del remordimiento y la culpa por parte de una mujer encerrada en un pasado necio, catalizador de su infelicidad en el presente.
Así, las vivencias del personaje de Julia no funcionan en su premeditado sentido metafórico y sí como mera y anodina ilustración de aquello que irá descubriendo el personaje de Félix, por no hablar de los recurrentes e innecesarios flash-backs que se suceden en un conjunto que se torna pronto demasiado explícito, desastrosamente obvio. La manifiesta falta de arrojo demostrada por Santiago Tabernero en la construcción de su película supone el gran déficit de Presentimientos, que termina pareciéndose más a un somnoliento telefilme de sobremesa que a un thriller cinematográfico, por culpa de la corriente linealidad por la que circula la historia, neutra y plana, carente de los necesarios giros y bifurcaciones que han de acompañar a todo buen thriller y llena, para colmo, de algunas incongruencias y fallos de guión que juegan peligrosamente con la verosimilitud interna de las imágenes (¿por qué Julia acude a la policía a denunciar la desaparición de su familia y no aprovecha para denunciar el robo de su bolso?). A pesar de ello, Presentimientos no disgusta y se deja ver con permisivo interés y no poca benevolencia, a pesar de que también, cerca del desenlace, la película se muestra excesivamente tradicionalista en aras de un manufacturado e indulgente final feliz, cargado de previsibilidad e, incluso, hasta de impostura (la historia del anillo).
Pero se sostiene, sobre todo, por la entregada labor de sus intérpretes, que logran hacer más que llevadera la letanía de la trama. Eduardo Noriega cumple con convicción, aunque su papel le obligue a lidiar con la insulsez y la monotonía interpretativa en más de una ocasión. Tampoco llegan a brillar una ingenuamente seductora Irene Escolar o una sobria Gloria Muñoz. El peculiar Jack Taylor evidencia su magna apostura cinematográfica una vez más, pero apechuga con el papel más desubicado y hasta prescindible de la función. Por el contrario, Alfonso Bassave tira de encanto personal para desempeñar con notable y cautivadora arrogancia toda su intervención y Marta Etura se gana a pulso el ser considerada lo mejor de una película que, vistos los resultados, desmerece de tan brillante ejercicio de introspección psicológica, exhibido a través de una pormenorizada y sensitiva sucesión de matices, lo que evidencia el sumo nivel de profesionalidad y talento de una intérprete particularmente dotada para representar ante la cámara, de forma excelente, las tragedias y traumas internos de sus personajes. Como dato anecdótico, hay que señalar la, por desgracia, breve pero sugestiva recuperación para el cine de la otrora estrella Silvia Tortosa, de exquisita y aún remarcable belleza.
http://actoressinverguenza.blogspot.com
Como punto de partida, Presentimientos no puede resultar más atractiva. Sin embargo, las expectativas suscitadas por tan prometedora premisa no terminan nunca de quedar satisfechas durante el visionado de la cinta. Primero, porque una historia como la presentada por Presentimientos pedía a gritos una puesta en escena, de algún modo, algo más arriesgada y no tan acomodaticia como termina siendo la empleada por Tabernero; quien, a través de una planificación estándar y funcional, va alternando en un trivial montaje paralelo las dos caras de la misma historia: la de él, a través de un tratamiento aséptico y monocorde, acaba perdiendo fuerza a medida que en su avance no se vislumbra ni un solo elemento que se desmarque del lugar común del melodrama romántico más simplista y reconocible; la de ella termina decepcionando, pues siendo una historia de tan manifiesto componente fantástico, Tabernero opta por filmarla de manera rutinaria, como si de una vida paralela se tratara y no como un onírico y angustioso viaje a través del remordimiento y la culpa por parte de una mujer encerrada en un pasado necio, catalizador de su infelicidad en el presente.
Así, las vivencias del personaje de Julia no funcionan en su premeditado sentido metafórico y sí como mera y anodina ilustración de aquello que irá descubriendo el personaje de Félix, por no hablar de los recurrentes e innecesarios flash-backs que se suceden en un conjunto que se torna pronto demasiado explícito, desastrosamente obvio. La manifiesta falta de arrojo demostrada por Santiago Tabernero en la construcción de su película supone el gran déficit de Presentimientos, que termina pareciéndose más a un somnoliento telefilme de sobremesa que a un thriller cinematográfico, por culpa de la corriente linealidad por la que circula la historia, neutra y plana, carente de los necesarios giros y bifurcaciones que han de acompañar a todo buen thriller y llena, para colmo, de algunas incongruencias y fallos de guión que juegan peligrosamente con la verosimilitud interna de las imágenes (¿por qué Julia acude a la policía a denunciar la desaparición de su familia y no aprovecha para denunciar el robo de su bolso?). A pesar de ello, Presentimientos no disgusta y se deja ver con permisivo interés y no poca benevolencia, a pesar de que también, cerca del desenlace, la película se muestra excesivamente tradicionalista en aras de un manufacturado e indulgente final feliz, cargado de previsibilidad e, incluso, hasta de impostura (la historia del anillo).
Pero se sostiene, sobre todo, por la entregada labor de sus intérpretes, que logran hacer más que llevadera la letanía de la trama. Eduardo Noriega cumple con convicción, aunque su papel le obligue a lidiar con la insulsez y la monotonía interpretativa en más de una ocasión. Tampoco llegan a brillar una ingenuamente seductora Irene Escolar o una sobria Gloria Muñoz. El peculiar Jack Taylor evidencia su magna apostura cinematográfica una vez más, pero apechuga con el papel más desubicado y hasta prescindible de la función. Por el contrario, Alfonso Bassave tira de encanto personal para desempeñar con notable y cautivadora arrogancia toda su intervención y Marta Etura se gana a pulso el ser considerada lo mejor de una película que, vistos los resultados, desmerece de tan brillante ejercicio de introspección psicológica, exhibido a través de una pormenorizada y sensitiva sucesión de matices, lo que evidencia el sumo nivel de profesionalidad y talento de una intérprete particularmente dotada para representar ante la cámara, de forma excelente, las tragedias y traumas internos de sus personajes. Como dato anecdótico, hay que señalar la, por desgracia, breve pero sugestiva recuperación para el cine de la otrora estrella Silvia Tortosa, de exquisita y aún remarcable belleza.
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3 de diciembre de 2013
3 de diciembre de 2013
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Es correcto enamorarse de la expareja de tu mejor amiga? ¿Existe un tiempo prudencial que haya que esperar para que sí lo sea? ¿Y si no, se corre el riesgo de pudrir esa amistad? Pensé que iba a haber fiesta, la tercera película de la directora argentina Victoria Galardi, parte de la formulación de tales cuestiones no sólo para propiciar el genuino gancho en los espectadores, sino para edificar alrededor de ellas un contemplativo estudio sobre los lazos que unen a dos personas en una amistad y lo terriblemente frágiles que se pueden volver cuando los actos, los pensamientos y las emociones de esos dos seres no van en consonancia. Ana, una actriz española residente en Argentina, accede a cuidar de la casa y la hija de su mejor amiga, Lucía, mientras ésta se marcha de vacaciones a Uruguay en compañía de su actual pareja. Durante esta estancia, Ana se reencontrará con Ricky, el ex de Lucía y padre de su hija, y la atracción no tardará en aparecer y con ella los remordimientos, la culpa, la angustia y la confusión. Galardi sabe plantear de manera harto minuciosa el nacimiento del conflicto central y le bastan pocos segundos para exponer correctamente la inestabilidad interior que sacude a su protagonista principal tras el inesperado primer giro de los acontecimientos.
El guión de Galardi logra indagar en tremendo dilema moral a través de la vívida plasmación en pantalla de hechos del todo intrascendentes (dos mujeres tomando el sol, las mismas mujeres sobreviviendo a una incómoda cena de Año Nuevo), destilando cotidianidad y rutina con el sabio uso de unos diálogos sencillos, que suenan como reconfortantes soplos de verdad, propiciando a la puesta en escena de la película un generoso matiz de verosimilitud, que propicia la identificación con la historia en el espectador. La cámara de Galardi, así mismo, refuerza esta complicidad al mostrarse siempre segura, pero no firme y rígida, sabedora de aquello que debe registrar para, a pesar de algún que otro desmayo en la elección formal de algunos recursos (un zoom en retroceso más digno de un spaguetti western italo-español de los años sesenta, por ejemplo), conseguir ejercer sin artificios de ninguna clase, esa función de atenta, pero imparcial observadora de unos hechos que en modo alguno quiere, porque no puede y no debe, juzgar. Consecuencia de ello resulta el que nos caiga bien y compartamos la postura de Ricky, quien jamás muestra cuestionamiento alguno acerca de la incorrección de sus actos.
Lo que más sorprende, y para bien, del conjunto de Pensé que iba a haber fiesta es que, abordando conflictos bastante serios (aparte del principal, se perfilan otros en tramas secundarias que no llegan a desarrollarse plenamente), a uno se le dibuje una tímida sonrisa en el rostro durante su visionado. Tal es el grado de penetración que ejerce sobre el espectador una película que, como si fuésemos testigos reales, personados en carne y hueso dentro la función, nos saca esa maldita risa nerviosa que no podemos controlar cuando asistimos al desarrollo de una situación verdaderamente incómoda. Sucede así a lo largo de múltiples momentos del metraje, pero resulta especialmente catárquica para sobrellevar la angustia que subyace bajo el tenso interrogatorio que antecede al desenlace, un desgarrador duelo dramático que nos descoloca precisamente por su imprevisibilidad y por la manifiesta espontaneidad con la que se desarrolla. A tal logro contribuye el portentoso trabajo de las dos actrices protagonistas, dueñas y señoras de una función que su directora hace reposar, confiada y acertadamente, sobre ellas, permitiéndoles espacio para generar con sus respectivos trabajos los tonos y el clima que poseen cada una de las secuencias.
Valeria Bertuccelli vuelve a demostrar lo bien que se le da componer el carácter interno de un personaje mientras en su superficie exhibe su extraordinaria capacidad para la verborrea ligera, construyendo con mucho menos tiempo en pantalla que su compañera, un rol de primeras adusto y agrio, pero en el fondo amable y hermosamente honesto. De su actuación apenas podría decirse que supera una exquisita corrección, si no fuera por el despliegue que se le permite en la recta final, donde Bertuccelli brilla por la naturalizada exposición que lleva a cabo de las oscilaciones emocionales de su personaje. Por su parte, Elena Anaya apechuga con mayor tiempo en pantalla y, como tal, tira del carro de la función, conduciéndonos de manera armoniosa gracias a una interpretación limpia e íntegra, absolutamente irreprochable, sostenida sobre un esmerado muestrario de las motivaciones de su personaje, por mucho que también represente de forma precisa sus esfuerzos por disimularlos. Un trabajo magnífico y reposado en el que, además, la actriz sabe imponer y hacer visible el espacio privado de su personaje, logrando con ello que compartamos la inquietud y el desasosiego que la acompañan a lo largo y ancho de una película que tampoco aspira a responder las preguntas que planteaba al inicio, pero sí invita a generar un saludable debate donde la respuesta a si es correcto o no lo que acontece en Pensé que iba a haber fiesta dependerá de cada uno de nosotros.
http://actoressinverguenza.blogspot.com
El guión de Galardi logra indagar en tremendo dilema moral a través de la vívida plasmación en pantalla de hechos del todo intrascendentes (dos mujeres tomando el sol, las mismas mujeres sobreviviendo a una incómoda cena de Año Nuevo), destilando cotidianidad y rutina con el sabio uso de unos diálogos sencillos, que suenan como reconfortantes soplos de verdad, propiciando a la puesta en escena de la película un generoso matiz de verosimilitud, que propicia la identificación con la historia en el espectador. La cámara de Galardi, así mismo, refuerza esta complicidad al mostrarse siempre segura, pero no firme y rígida, sabedora de aquello que debe registrar para, a pesar de algún que otro desmayo en la elección formal de algunos recursos (un zoom en retroceso más digno de un spaguetti western italo-español de los años sesenta, por ejemplo), conseguir ejercer sin artificios de ninguna clase, esa función de atenta, pero imparcial observadora de unos hechos que en modo alguno quiere, porque no puede y no debe, juzgar. Consecuencia de ello resulta el que nos caiga bien y compartamos la postura de Ricky, quien jamás muestra cuestionamiento alguno acerca de la incorrección de sus actos.
Lo que más sorprende, y para bien, del conjunto de Pensé que iba a haber fiesta es que, abordando conflictos bastante serios (aparte del principal, se perfilan otros en tramas secundarias que no llegan a desarrollarse plenamente), a uno se le dibuje una tímida sonrisa en el rostro durante su visionado. Tal es el grado de penetración que ejerce sobre el espectador una película que, como si fuésemos testigos reales, personados en carne y hueso dentro la función, nos saca esa maldita risa nerviosa que no podemos controlar cuando asistimos al desarrollo de una situación verdaderamente incómoda. Sucede así a lo largo de múltiples momentos del metraje, pero resulta especialmente catárquica para sobrellevar la angustia que subyace bajo el tenso interrogatorio que antecede al desenlace, un desgarrador duelo dramático que nos descoloca precisamente por su imprevisibilidad y por la manifiesta espontaneidad con la que se desarrolla. A tal logro contribuye el portentoso trabajo de las dos actrices protagonistas, dueñas y señoras de una función que su directora hace reposar, confiada y acertadamente, sobre ellas, permitiéndoles espacio para generar con sus respectivos trabajos los tonos y el clima que poseen cada una de las secuencias.
Valeria Bertuccelli vuelve a demostrar lo bien que se le da componer el carácter interno de un personaje mientras en su superficie exhibe su extraordinaria capacidad para la verborrea ligera, construyendo con mucho menos tiempo en pantalla que su compañera, un rol de primeras adusto y agrio, pero en el fondo amable y hermosamente honesto. De su actuación apenas podría decirse que supera una exquisita corrección, si no fuera por el despliegue que se le permite en la recta final, donde Bertuccelli brilla por la naturalizada exposición que lleva a cabo de las oscilaciones emocionales de su personaje. Por su parte, Elena Anaya apechuga con mayor tiempo en pantalla y, como tal, tira del carro de la función, conduciéndonos de manera armoniosa gracias a una interpretación limpia e íntegra, absolutamente irreprochable, sostenida sobre un esmerado muestrario de las motivaciones de su personaje, por mucho que también represente de forma precisa sus esfuerzos por disimularlos. Un trabajo magnífico y reposado en el que, además, la actriz sabe imponer y hacer visible el espacio privado de su personaje, logrando con ello que compartamos la inquietud y el desasosiego que la acompañan a lo largo y ancho de una película que tampoco aspira a responder las preguntas que planteaba al inicio, pero sí invita a generar un saludable debate donde la respuesta a si es correcto o no lo que acontece en Pensé que iba a haber fiesta dependerá de cada uno de nosotros.
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6.2
3,580
9
12 de enero de 2014
12 de enero de 2014
21 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dice el refrán que uno siempre recoge lo que siembra. En lo que atañe al cine, hay quienes aseguran que en España tenemos el cine que nos merecemos, por la tenue calidad global lograda por nuestras películas. Las continuas cortapisas gubernamentales impuestas en los últimos años a la industria del cine en nuestro país han dado como resultado el que la perenne crisis en la que vive instalado el Cine Español desde sus orígenes se haya agudizado de un tiempo a esta parte. Cada vez resulta más difícil obtener la financiación necesaria para llevar a cabo un proyecto y, para más inri, mucha de la producción que llega a estrenarse no logra satisfacer cien por cien las expectativas depositadas en ella. Claro que, también, la escasez de oportunidades ha hecho posible el que los cineastas se vean obligados a agudizar el ingenio y tirar de talento para llevar a buen puerto sus películas. El manifiesto #littlesecretfilm es un buen ejemplo de esto. Perteneciente al ámbito marginal de nuestra industria o, simplemente, low cost, este proyecto audiovisual ha visto en las adversidades actuales los beneficios necesarios para hacer cine. Y, aunque no todas las películas adscritas al movimiento alcanzan la redondez, resulta al menos loable la iniciativa.
Sobre todo, porque lo que habitualmente es tenido como obstáculo en la elaboración de un filme, se convierte en una admirable virtud en la que está llamada a ser la obra representativa del #littlesecretfilm, Obra 67, de David Sáinz, la primera (hasta el momento) en traspasar su círculo vital establecido, con exhibición gratuita en Internet, estrenándose también en salas cinematográficas. No es para menos, porque su director, manifestando una admirable capacidad para sortear las vicisitudes inherentes a un rodaje en tiempo (muy) limitado y de presupuesto y equipo ínfimos, ha logrado dar forma a una de las películas más sorprendentes y brutalmente fascinantes de nuestra cinematografía. Porque Obra 67 brilla muy especialmente por su evidente naturaleza de obra libre, permitiéndose hasta el lujo de no limitarse a ser reflejo de un sólo género, jugando a ser al mismo tiempo una comedia de verborrea desfasada y de extrarradio y un puntual e incisivo drama con olor a denuncia social, y virando por completo a mitad de metraje para tomar los hábitos de un thriller con sabor a comedia negra que acabará desembocando en un angustioso cuento de terror.
No vamos a nombrar aquí los múltiples referentes cinematográficos a los que alude de forma bien visible Obra 67 a lo largo de todo su recorrido, como tampoco vamos a negar que esta ópera prima acuse deficiencias propias de un debut, agravadas por las limitaciones presentes en su creación, siendo la más notable una cierta descompensación de ritmo en el desarrollo de la parte final, beneficiada por la ausencia inhóspita del saludable sentido del humor protagonista de buena parte del metraje. Supone una falta leve dentro de un filme que, a pesar de la diversidad tonal que contiene, termina demostrando una insospechada unidad de conjunto, salvaguardada por la excelente dirección de Sáinz, que sabe acomodar la técnica a una eficaz intuición, obteniendo una película verdaderamente compacta, de andamiaje preciso y elaborado que jamás llega a percibirse dada la fresca soltura y espontaneidad que respira su puesta en escena, con hallazgos visuales y de planificación dignos de elogio (la escena de la discoteca, el plano final). He aquí uno de los grandes aciertos de Obra 67, que partiendo de una palpable precariedad a todos los niveles, sabe sacar partido a sus restricciones y transformarlas en aciertos en pleno, dando como resultado una película de vibrante personalidad, transmitida desde una noqueante sencillez.
El otro gran acierto de la función corresponde al ámbito de la interpretación, donde es digno de alabar la valiente capacidad de improvisación de todo el elenco, recayendo sobre ellos la incómoda responsabilidad de sostener y empujar con su alarde interpretativo la intensidad y el tono narrativo de la película. Valga, por ello, un rendido chapeau para todos ellos. Y muy particularmente para ese asesino desquiciado al que da vida con no poco carisma Daniel Mantero, que es capaz de dejar constancia de la locura de su rol sin recurrir a falsos aspavientos o tics, acometiendo el empeño desde un cómodo y radiante entusiasmo. También juega la baza de la brillantez el trabajo de un emocionante Antonio Dechent, transmitiendo con suma honestidad, primero el desconcierto y la incomodidad ante una vida nueva fuera de prisión, y luego la amargura de quien se sabe y se resigna a no ser capaz de tirar para adelante, por no hablar de la honda y tapiada vergüenza que se entrevé al rememorar algunos episodios sucedidos en la cárcel. Sin embargo, Obra 67 pertenece, por derecho propio, a su pareja protagonista, unos espléndidos Álvaro Pérez y Jacinto Bobo, intérpretes a los que sería conveniente no perder la pista desde ahora, debido a la soberbia y heroica interpretación que se marcan aquí, apechugando con una indulgente desenvoltura con unos personajes que transpiran verdad por los cuatro costados y que no pierden su esencia a lo largo del múltiple recorrido por los más diversos registros que efectúan sus actores, irreprochables en todas y cada una de las secuencias, muy especialmente en un largo (9 minutos) y divertidísimo, realmente admirable, plano secuencia. Si es cierto lo que dice el refrán, expreso públicamente el deseo de que toda la cosecha de este 2014 sea del nivel de Obra 67, porque este sí es el cine que nos merecemos.
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Sobre todo, porque lo que habitualmente es tenido como obstáculo en la elaboración de un filme, se convierte en una admirable virtud en la que está llamada a ser la obra representativa del #littlesecretfilm, Obra 67, de David Sáinz, la primera (hasta el momento) en traspasar su círculo vital establecido, con exhibición gratuita en Internet, estrenándose también en salas cinematográficas. No es para menos, porque su director, manifestando una admirable capacidad para sortear las vicisitudes inherentes a un rodaje en tiempo (muy) limitado y de presupuesto y equipo ínfimos, ha logrado dar forma a una de las películas más sorprendentes y brutalmente fascinantes de nuestra cinematografía. Porque Obra 67 brilla muy especialmente por su evidente naturaleza de obra libre, permitiéndose hasta el lujo de no limitarse a ser reflejo de un sólo género, jugando a ser al mismo tiempo una comedia de verborrea desfasada y de extrarradio y un puntual e incisivo drama con olor a denuncia social, y virando por completo a mitad de metraje para tomar los hábitos de un thriller con sabor a comedia negra que acabará desembocando en un angustioso cuento de terror.
No vamos a nombrar aquí los múltiples referentes cinematográficos a los que alude de forma bien visible Obra 67 a lo largo de todo su recorrido, como tampoco vamos a negar que esta ópera prima acuse deficiencias propias de un debut, agravadas por las limitaciones presentes en su creación, siendo la más notable una cierta descompensación de ritmo en el desarrollo de la parte final, beneficiada por la ausencia inhóspita del saludable sentido del humor protagonista de buena parte del metraje. Supone una falta leve dentro de un filme que, a pesar de la diversidad tonal que contiene, termina demostrando una insospechada unidad de conjunto, salvaguardada por la excelente dirección de Sáinz, que sabe acomodar la técnica a una eficaz intuición, obteniendo una película verdaderamente compacta, de andamiaje preciso y elaborado que jamás llega a percibirse dada la fresca soltura y espontaneidad que respira su puesta en escena, con hallazgos visuales y de planificación dignos de elogio (la escena de la discoteca, el plano final). He aquí uno de los grandes aciertos de Obra 67, que partiendo de una palpable precariedad a todos los niveles, sabe sacar partido a sus restricciones y transformarlas en aciertos en pleno, dando como resultado una película de vibrante personalidad, transmitida desde una noqueante sencillez.
El otro gran acierto de la función corresponde al ámbito de la interpretación, donde es digno de alabar la valiente capacidad de improvisación de todo el elenco, recayendo sobre ellos la incómoda responsabilidad de sostener y empujar con su alarde interpretativo la intensidad y el tono narrativo de la película. Valga, por ello, un rendido chapeau para todos ellos. Y muy particularmente para ese asesino desquiciado al que da vida con no poco carisma Daniel Mantero, que es capaz de dejar constancia de la locura de su rol sin recurrir a falsos aspavientos o tics, acometiendo el empeño desde un cómodo y radiante entusiasmo. También juega la baza de la brillantez el trabajo de un emocionante Antonio Dechent, transmitiendo con suma honestidad, primero el desconcierto y la incomodidad ante una vida nueva fuera de prisión, y luego la amargura de quien se sabe y se resigna a no ser capaz de tirar para adelante, por no hablar de la honda y tapiada vergüenza que se entrevé al rememorar algunos episodios sucedidos en la cárcel. Sin embargo, Obra 67 pertenece, por derecho propio, a su pareja protagonista, unos espléndidos Álvaro Pérez y Jacinto Bobo, intérpretes a los que sería conveniente no perder la pista desde ahora, debido a la soberbia y heroica interpretación que se marcan aquí, apechugando con una indulgente desenvoltura con unos personajes que transpiran verdad por los cuatro costados y que no pierden su esencia a lo largo del múltiple recorrido por los más diversos registros que efectúan sus actores, irreprochables en todas y cada una de las secuencias, muy especialmente en un largo (9 minutos) y divertidísimo, realmente admirable, plano secuencia. Si es cierto lo que dice el refrán, expreso públicamente el deseo de que toda la cosecha de este 2014 sea del nivel de Obra 67, porque este sí es el cine que nos merecemos.
http://actoressinverguenza.blogspot.com
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