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Críticas 44
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
9
21 de octubre de 2020 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
26 de febrero de 1920, Berlín presencia el estreno de un film que aún sin saberlo se convertiría en un ruido oscuro cuyo eco aún perdura míticamente en la historia del cinematógrafo: El gabinete del doctor Caligari. Escrita por Carl Mayer y Hans Janowitz a raíz del contacto de Mayer con la guerra y la tortura psiquiátrica puesta en manos de verdugos condecorados así como el desconcierto que el segundo sufriera al salir de una feria y ver entre las ramas a un misterioso desconocido cuyo rostro anunciaría al día siguiente la muerte violenta de una joven.

La guerra es una herida abierta para Alemania y la necesidad estética de hacerle frente es el espíritu de la película dirigida por Robert Wiene: el expresionismo. La retorcida historia cuenta que Caligari recorre las ferias de Alemania con Cesare, el sonámbulo que presagia el futuro. Desde su llegada han ocurrido misteriosos crímenes pero la sospecha comienza cuando Francis y Alan acuden al gabinete y el segundo, animado por una especie de ansiedad, pregunta: “’¿cuánto viviré?” a lo que Cesare responde: “Hasta mañana al amanecer”. De la muerte apenas vemos sombras, la película es el caos de la luz y las formas, el escenario dispuesto para la angustia, el temor y la desolación. Los ángulos torcidos, las ventanas y las puertas deformadas por el peso del espacio, el espacio como páramo donde mediante la escenografía sólo tiene lugar la representación. La libertad creadora asoma inquietante en los personajes: rostros que el maquillaje convierte en máscaras, movimientos y gestos que ‘dicen más que mil palabras’, vestuario sobrio que deja escapar algún secreto del que lo porta.

El cine nos deja mudos, pero algo dentro advierte su temblor musical, un destello punzante como el arma de Cesare y el último grito de todas las víctimas: la gloriosa música compuesta por Giuseppe Becce, uno de los mejores aciertos del film. Cerrados ojos hallarían conmoción entre sus notas pero al abrirlos y descubrir la unión de la trama y la composición todo ha quedado en su sitio.

La historia, se dice, pretendía contar los crímenes atroces de un asesino, pero el impacto que esto causaría en una época inestable fue manipulado por el productor y el que se esperaba fuera en un inicio el director del film: Fritz Lang, al añadir un prólogo y un epílogo que convertían en un desvarío onírico los sucesos aportando de este modo al film el tema de la locura y dejando entre tanta confusión la llave del entendimiento en las manos del espectador. El gabinete del doctor Caligari es un fósforo encendido cuya sombra proyectada en los muros del tiempo esconde como abismo esos intentos superficiales ya comunes de hacer buen cine.
Dead Slow Ahead
Documental
España2015
6.4
574
8
18 de mayo de 2021 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las aventuras a bordo, literarias y cinematográficas, han sido muchas; baste recordar un híbrido creativo entre ambas: la mítica cinta filmada por Francis Ford Coppola ‘Apocalypse Now (1979)’, adaptación libre de la selva oscura escrita por Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas, publicada como libro en 1902). Los intentos por resaltar heroicidad y valentía en versiones de historias reales y ficciones más. Es el asombro de ir en la superficie líquida que más profundidad promete lo que nos ha llevado a indagar sobre el papel y provecho que tenemos frente a los océanos. Dominado el miedo ante lo inabarcable se inventó el comercio marítimo, delirio de la astucia para los mercaderes, triunfo exterminador de leyes impuestas por las islas. Bien sabemos que no hay objeto que resulte a los ojos del artista más lírico que el mar. Y si en cada época y momento histórico se la ha dado un tratamiento según las exigencias del contexto y la visión propia del creador, no sorprende que un director español se haya lanzado a la aventura de filmar cómo se viven las proezas del marinero en pleno siglo XXI.

Este preludio nos deja entrar en materia y hacer la crítica del documental Dead Slow Ahead (Mauro Herce, 2015). ¿De qué trata la cinta? De un viaje de dos meses y medio en el interior del Fair Lady, barco de carga que va transportando trigo desde Ucrania para depositarlo en Jordania y continúa su travesía tomando dirección, a partir del Canal de Suez, hacia Malta, Gibraltar, subiendo por el río Misisipi hasta llegar a Nueva Orleans donde luego de cargar carbón seguirá viajando un par de semanas más. Mauro Herce, por razones de rentas de equipo técnico y presupuestos (como revela en esta entrevista: http://www.blogsandocs.com/?p=6328) desembarca en el puerto de Nueva Orleans. A partir de ahí, durante casi dos años, editará la que será su ópera prima como director.
La fotografía, arte cinematográfica a la que dedicó su carrera en rodajes anteriores, es en el documental magnífica y desoladora en su tregua con la expansión. Para llegar a esta realización Herce estudió cine en Cuba y en París. Su acercamiento poético fue ya en ese tiempo irreverente y en contra de cierta lógica y linealidad narrativa, filmando películas que como él mismo dice van ‘en contra del guion’. En este trabajo ha florecido el ejercicio de su mirada fragmentada: los ángulos imprevistos desde los cuales nos muestra el interior de la nave monstruosa (tiene, haga sus cálculos, 8 pisos de altura y 300 metros de largo, todo eclipsado en un sistema preciso y frío ante el cual nuestra inteligencia, a pesar de ser génesis creador de la máquina, poco puede) no hacen sino crear una atmósfera de suspenso sometido a una espera en calma y la música a cargo de Diego Pedragosa (quien musicaliza también Els anys salvatges, 2013, dirigida por Ventura Durall) fortalece la sucesión en apariencia inconexa de imágenes pues es este film una sinfonía sobre la opresión donde la máquina no deja de recordarnos, a través de su música mecánica, el reinado espacial y de dirección que ejerce hacia sus trabajadores: marineros, en su mayoría filipinos, cuya voluntad es semejante a la que por honor al invierno tienen frente al trabajo ciertas hormigas. Si en apariencia, salvo alguna amenaza de hundimiento, nada ocurre en este sitio, es porque así han ido adaptándose al sistema capitalista y sus jornadas de trabajo los tripulantes cuya personalidad apagada y solitaria combina en eficacia con una tuerca o engranaje más de la embarcación marina.

Lo visual, reina por lo tanto, en este ejercicio cuya audacia roza los intentos expresivos de la ciencia ficción pero no promete y menos entrega nada que no exista más allá de la realidad intrigante e inexpresiva del corazón metálico del Fair Lady, de las distintas estaciones cromáticas que nos llevan como espectadores a admirar la belleza de un cielo cuya naturaleza no comprendemos, de las vidas de los marineros contadas a pistas por objetos y las llamadas telefónicas cuyo patetismo es una inclinación al vacío y a la condición de cifra que representa un hombre hasta para su propia familia cuando se une como trabajador a una aventura [aunque relajada, esclavista] como esta; por bien remunerado que sea el empleo, la aniquilación social y el precio a soledades de la criatura que lo oficia confirma que dicho negocio es redondo, como estamos acostumbrados a descubrir, sólo para las vacas sagradas del eslabón mercantil. Mauro Herce no nos dejará mentir cuando nos cuenta:
‘Tienes que saber que el alquiler de estos barcos es una bestialidad. Son 100,000 euros al día. O sea, llevar trigo de tal sitio a tal otro, veinte días de viaje, por ejemplo, son 2 millones de euros para el propietario del viaje. Me parece una locura del capitalismo (…) El barco se convierte en un reflejo del mercado’.

En este sentido, el documental logra irrumpir en la escena de un modo antropológico. Su presencia, leal a la claridad es silenciosa como la del espía y, aunque lejana en discurso a la idea de tiempos y espacios a los que ciertas reglas fílmicas nos tienen acostumbrados, no deja de tocar ciertas fibras en los sentidos y la psique su lograda composición. No estamos, sin embargo, ante una obra maestra. No dudo que a cintas futuras su lente y dirección sea capaz de sorprendernos. En esta entrega el mayor acierto, narrativo y filosófico, es mostrarnos a través del documental cómo la memoria no es, como nuestra precisión tecnológica intenta hacernos creer, un banco de datos preciso e inalterable sino un espacio abstracto del que vamos [a recuerdos e imaginaciones] sacando provecho para construir nuestra identidad. La experiencia no se expresa en cientos de entrevistas e informaciones reunidas, como acostumbra el género en su actitud más correcta, sino en aprender a mirar y enfocar las cosas de otro modo, ayudando a desenmascarar así el ritmo de las apariencias.
21 de diciembre de 2020 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Decía el robusto, literal e intelectualmente, Carl Marx que la religión es el opio del pueblo y si bien hallamos al leer la frase una certeza traída a cuenta en los albores de una era industrial que ¿por qué no decirlo? hoy aparece opacada por la hipertecnología y una decadencia laboral y social que representa a cabalidad el imperio de la pesadilla que alguna vez soñó y quiso evitar el pensador alemán de origen judío, habrá que recordar que las fumarolas del fervor religioso atraviesan el puente nocturno de la historia desde hace muchos calendarios extraviados. La manifestación colectiva de un deseo a través de la concreción del rito ha dado pie a la existencia de numerosas mitologías.

A paso de definición, en su libro amuleto El arco y la lira, Octavio Paz nos dice que la mitología es la historia de las imágenes de un pueblo. Acostumbrados, no sin el desdén característico de los hombres sin fe –y aquí es posible como el que convierte una idea en retrato evocar a El Conformista (1970, Bernardo Bertolucci)–, a las imágenes impuestas por el cristianismo, poco sabemos de otros misterios. El cinematógrafo es un espacio para desafiar la comodidad sistémica y viajar a través del tiempo. Sí, el viaje es el traje que mejor le queda a la ficción. Prueba de ello es el film británico de culto The Wicker Man (1973, Robin Hardy). Narra la historia de un sargento de policía (Edward Woodward), enviado a una isla en las Hébridas para investigar la desaparición de una adolescente. En la isla y su atmósfera fascinante las cosas se pondrán color de hormiga cuando el policía –moralista y siervo católico, casto a los cuarenta– de Scotland Yard descubra por medio de la aparente amnesia de los lugareños cuando se trata de hablar de la muchacha que ahí hay gato encerrado.

En su despistado complejo de héroe al querer, a como dé lugar, rescatar o dar por lo menos cristiana sepultura a la desaparecida, después de descubrir las costumbres radicales y paganas del sitio, y sospechar del maquiavélico plan ritual: ofrecerla durante la fiesta del 1° de mayo como sacrificio, el protagonista ignorará cómo va dirigiéndose hacia un destino de mártir pues como buen ocultista el asombro nos revela que la realidad –instaurada dentro de la ficción– siempre es otra.

Adaptación libre de la novela Ritual (David Pinner, 1967) realizada por Anthony Schaffer, la película El Hombre de Mimbre es interesante por mostrar el choque entre dos religiones: Cristianismo vs. Neopaganismo. A pesar de ser guiados casi todo el largometraje a través de la perspectiva escandalizadora del sargento, no escapa a nuestras pupilas la sorpresa al penetrar nebulosamente en este misticismo erigido por el pensamiento mágico religioso. Una isla atrapada en el tiempo recrea uno de los rituales Druidas Celtas y a la cabeza del siniestro está el mismísimo Christopher Conde Drácula Lee (Saruman para los seguidores del señor de los anillos), quien confesó –acaso por sus greñas insólitas y perfil de mago oscuro– ver en esta película una de sus mejores actuaciones a pesar o como una razón más, sumada, de no haber cobrado por su participación: parte del rito consiste en la creación de una jaula antropomórfica de mimbre como escenario y prisión de los hombres elegidos para el sacrificio, jaula donde arderían gracias al fuego como símbolo de renovación y buen augurio a las cosechas que estaban por venir.

Si no fuera por Plinio el viejo o Julio César que en su Commentarii de Bello Gallico, libro VI, 59-51 A.C. respecto a los Druidas escribe: ‘El principal punto de su doctrina es que el alma no muere y que luego de la muerte pasa de un cuerpo a otro’ y en La Guerra de las Galias narra cómo los celtas ‘forman de mimbres entretejidos ídolos colosales, cuyos huecos llenan de hombres vivos, y pegando fuego a los mimbres rodeados ellos de las llamas rinden el alma’ las huellas de su sistema religioso aparecerían cada vez más difusas, fantasmas asustando a los fantasmas que hoy somos y acaso negamos.

Como adaptación de otra época la película destaca en su escenografía, los círculos druidas y paisajes enrarecidos por un aura mística de la que también goza la música de fondo. Visualmente es una joya cinematográfica. Es innegable, por otro lado, el toque kitsch ilustrado en las máscaras y disfraces del ritual, a pesar del efecto encantador que éstos provocan, los cánticos y sus letras transportándonos a un culto falocentrista ridículo por ser representado como una ronda infantil. Aquí viene a cuento la intención de crear un film de terror, fallida a mi parecer pues los mecanismos de la trama responden al género del horror, aunque un susto sí nos llevamos con el humor peculiar y con cierto delirio que ostenta.

Con un final imperdible, acercándonos al fatal estremecimiento de un arca de Noé cuyo enemigo no es de agua sino, mudando de elemento, hecho de fuego, The Wicker Man deslumbra con la llegada de un alba esperanzadora en su pacto con el horror, en la revelación del sacrificio como un puente entre Dios y el hombre, como una cita a ciegas donde éste reconoce su deseo antiquísimo de no querer morir nunca.
11 de diciembre de 2020 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mucho se ha criticado el giro poético que ha tomado la carrera de Scarlett Johansson en dos de sus últimas películas Lucy (2014) y Under the skin (2013). Ambas tienen en común la atracción por un misterio que no se revela bajo camisas de fuerza, que va lo que dura la trama esquivando la suerte de caer en las manos de una lógica fácil que lo explique. ¿Consiguen ganar la apuesta cinematográfica? Under the skin, sin duda, lo hace.
La historia es sencilla y no por ello menos enigmática en sus imágenes y desorden a favor del suspenso:

Vemos a una desconocida (Scarlett Johansson) despojar, en un espacio que podría ser la habitación de la nada, a un cuerpo inconsciente que no es sino ella misma de sus ropas. Transfusión de identidad. Especulativa clonación. Después de la dosis de extrañeza recorremos Escocia al lado de la viajera cuya búsqueda ignoramos pero que muestra en su frialdad una actitud si no extraterrestre sí extrahumana pues ¿qué seríamos en la ausencia del instinto, de nuestro enfrentamiento con el miedo, el placer y la sangre? Ella observa el vaivén de rostros humanos siempre ocultos en una dirección por las calles, el consumo cotidiano de plazas y supermercados y se detiene cuando encuentra en medio de la oscuridad nocturna a algún solitario dispuesto en su atracción por su piel blanca y ojos radiantes a subir al automóvil de una desconocida con destino, por qué dudarlo, a la realización de una fantasía. Lo que ocurre después dependerá de la interpretación que demos a la metáfora siniestra del film.

Lo cierto es que como rompecabezas aquí faltan muchas piezas y si usted es de esos espectadores que aprecian la genialidad de las cintas que además de contener bellas imágenes consiguen explicar los asideros del desarrollo de su trama e ideas puede que Under the skin le deje un amargo pero no indiferente sabor de boca. Es provocadora y hay terror en sus límites. Muestra un juego de paradojas donde el cazador por ceder al misterio de cómo vive la presa sueña que se convierte en ella, así es posible ver un proceso de reconocimiento entre el ser desconocido y su nuevo cuerpo a través de acciones que se adivinan realizadas por primera vez. La sexualidad será uno de los puentes para explorar el frágil universo humano y quizá uno de los temas más confusos que van repitiéndose como un gris soliloquio de los guionistas (Walter Campbell, Jonathan Glazer) dejando interrogantes y confusos a sus espectadores.

Visualmente atractiva, tal vez a ratos lenta como un reloj oscuro cuyo tic-tac es el tiempo transcurriendo en la soledad de bosques y carreteras. Y si es cosa del otro mundo lo que intenta revelar, como dijo un amigo con el que suelo reunirme a ver películas, “es tan lejano el mundo que intenta mostrarnos que está muy cerca del que conocemos”. Abducciones, persecuciones y pieles que son disfraces. Con un final abrumador, Under the skin nos recuerda que también en la nada se envían señales de humo.
11 de diciembre de 2020 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nos hallamos ante Ida (2013), la última cinta del director polaco Pawel Pawlikowski cuyo trabajo, si uno asoma de reojo a las bifurcaciones creativas que no son sino las orillas del tiempo transcurriendo, es un muestrario elocuente que aborda el viaje como motivo cinematográfico: la inmigración (Last resort, 2000), el juego adolescente de atracciones fatales durante las vacaciones (My summer of love, 2004) y el retorno a casa después de un viaje de ausencia (La femme du vème, 2011). De Reino Unido pasando por Francia, el viajero Pawlikowski logra volver a Polonia con la realización de una película que desnuda una visión aguda y sublime sobre las posibilidades de la imagen.

El film cuenta la historia de una joven que a unos días de tomar los votos para convertirse en monja es enviada por la superiora del convento a conocer a su tía (Agata Kulesza), único familiar vivo y desconocido para Ida (Agata Trzebuchowska). El viaje supondrá la revelación de un pasado que pone en jaque la perplejidad religiosa de una muchacha cuya identidad durmió toda una vida tras la máscara de la sierva, tras la paz espiritual de ignorar lo que ocurre en el mundo rezando. Ida descubre su origen judío en compañía de la hermana de su madre, personaje que representa en sus desatados diálogos la tentación carnal de la vida y la duda religiosa que nace del horror del crimen cometido en la segunda guerra mundial contra los judíos pues como juez y parte no desea la enajenación del claustro para la última rama capaz de reverdecer en su árbol genealógico.

El viaje es siempre metamorfosis y la joven Ida se ha reflejado en un espejo que trae a su mirada lo que el pasado nombra su identidad, de este encuentro surgen las interrogantes que habrán de complejizarla como personaje desvaneciendo conforme avanza la trama la imagen plana e inocente en su ingenuidad con la que nos es presentada en el punto de partida de la obra. El drama del film es fortalecido por una poética de la imagen que nada debe a la serena lucidez de los close-ups de Ingmar Bergman y a aquellas cintas de culto donde la cámara inmóvil dota de presencia a los lugares convirtiéndolos en escenarios cuyo misterio es comparable al bello secreto que guardan ciertas estatuas.

El espectador agradece películas que son un recordatorio de que no existe pacto más valioso entre él y el cinematógrafo que aquél que corona al hecho contemplativo como móvil de la expresión artística. Ida (2013) es sin duda un film que celebra y afirma dicho pacto en la entrega de sus imágenes.
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