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Críticas 444
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
15 de mayo de 2023
10 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
El inocente (2022), de Louis Garrel comienza con una situación que parece lo que no es. No es una circunstancia real sino parte de una circunstancia dramática ficticia. Michel (Roschdy Zem) habla del acto de matar, pero realmente corresponde a un monólogo en una clase de interpretación, en un centro penitenciario, impartida por Sylvie (Anouk Grinberg), enamorada de Michel, recluso con el que se casará en una de las primeras secuencias. Esa ambigüedad anticipa cómo en la narración será capital el contraste entre la apariencia y lo real, entre lo que se piensa que puede ser y lo que es. Será difícil discernir entre el parecer y el ser. No solo será complicado discernir cómo son otros, sino cómo siente uno mismo. Por eso, paradoja, una circunstancia ficticia, escenificada, servirá para revelar, para Abel (Louis Garrel), el hijo de Sylvie, lo que realmente siente. De hecho, las relaciones de un par de parejas sufrirán radicales modificaciones en el desarrollo de la narración. Ya Un hombre fiel (2018), la opera prima de Garrel, se vertebraba sobre la interrogante de qué es lo que vemos en la persona que amamos. Abel (Garrel) perdía paso en la realidad cuando su pareja le comunicaba que estaba embarazada de otro, con el que pretendía casarse.¿ En qué medida conocía a la mujer que amaba?¿Qué realidad había habitado o en qué medida se correspondía su idea o percepción con la realidad? En el inicio del relato de El inocente, una pareja, la de Michel y Sylvie, parece que se consolida, mientras que la del hijo de Sylvie, Abel (Louis Garrel), viudo, con Clemence (Noemi Merlant), se define por la amistad, aunque los límites parecen confusos. En ocasiones, por ciertas discusiones, parecieran más una pareja, como la relación de Abel con su madre se caracteriza por la confusión, ya que, como él reconoce, se comporta más como marido o padre que como el hijo que añora volver a sentirse. Por eso, su relación con su madre se define por el control, por un excesivo sentido de protección. Pareciera que intentara compensar el dolor de la pérdida de su esposa.

El mismo curso narrativo de El inocente sufre variaciones, cual imprevisible trayecto, como si se convirtiera en otra película. El primer tramo se vertebra a través de la suspicacia de Abel, quien piensa que Michel no es la adecuada pareja para su madre. Abel, en Un hombre fiel, no sabía captar la piel real tras la piel de la apariencia, el juego escénico, las maniobras y tácticas. Se quedaba empantanado en las interpretaciones literales. En El inocente, proyecta sus temores. Piensa Michel que no es quien aparenta, o como se presenta con su madre. Piensa que no se ha desligado de su pasado de delincuente. Aunque monte un establecimiento de flores con su madre, piensa que representa un escaparate que no se corresponde con lo real, como ejemplifica esa pistola que encuentra en uno de sus bolsillos. Por eso, decide realizar seguimientos, que están planteados en tono de comedia, para resaltar el comportamiento patético de Abel, siempre cuestionada su obcecación por su madre o por Clemence, quien le cuestiona que no percibe la felicidad que transpira esa relación. Abel, en Un hombre fiel, fluctuaba entre dos mujeres, como si la realidad fuera un escenario imaginario, en el que la mente fluctua entre sus sueños y dudas. El trayecto de la narración de El inocente fluctúa, acorde a las variaciones de la relación de Abel con la realidad (su percepción o concepción de Michel).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El curso de la narración da un vuelco cuando las relaciones se reconfiguran con revelaciones, que posibilitarán otro tipo de revelaciones sobre él mismo para Abel. Ese imprevisto trayecto se gradúa sutilmente con una progresiva variación de la tonalidad narrativa, que sabe conjugar con sutilidad la vertiente patética con la dramática o tensa. Aunque se cuestione la actitud empecinada de Abel, marcada por la extrema susceptibilidad, no carece de cierta base por cuanto Michel no se ha desligado por completo de su relación con la actividad delincuente. Pero la realidad se define por los matices y por las circunstancias, por eso Abel se decidirá a ayudarle. Quien sospechaba de otro como posible amenaza se convierte en cómplice, porque piensa que esa ayuda puede colaborar a conseguir que se desligue de esa vertiente que consideraba amenaza para su madre. Abel y Clemence deciden ayudar a Michel en el atraco a un camión con caviar (robo que servirá para compensar la ayuda que le han proporcionado a Michel para poder alquilar la lonja donde han inaugurado el negocio de flores) con una escenificación con la que distraer el suficiente tiempo, en el bar de carretera, al conductor del camión.

Michel se define por su convincente capacidad actoral, mientras que Abel se caracteriza por su torpeza. Mientras que la capacidad de Michel para fingir ser otro, como también demuestra en los ensayos de Michel y Clemence, será puesta en cuestión pues no comparte con Sylvie su decisión de realizar ese robo, es decir, pauta la relación sobre unas mentiras, lo que afectará a la complicidad de la relación marital, Abel, durante la escenificación de la discusión que urden, se confrontará con sus propias emociones. No será otro, sino que será él mismo, y expondrá lo que realmente siente a Clemence. Una escenificación sirve para evidenciar lo que permanecía contenido, o retenido, en una relación de amistad que, por eso, parecía definirse por la ambivalencia. Abel trabaja en un acuario, instruyendo a los niños sobre las criaturas marinas, pero permanecía fuera del flujo de sus emociones, transfiriendo en otros, como en las relaciones de su madre, las carencias y los pesares que no había confrontado en sí mismo. Esa capacidad narrativa de modificar la narración desde el planteamiento irónico sobre un comportamiento patético a la revelación epifánica emocional condensa la singularidad de esta sugerente obra que sabe desplazarse con desenvoltura por sus múltiples y sucesivos recodos narrativos.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
3 de mayo de 2021
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
l inicio de La evasión (Le trou, 1960), de Jacques Becker, que adapta, junto al autor, Jose Giovanni, la homónima novela, publicada en 1957, no deja de ser singular. La cámara se desplaza en un espacio abierto hasta encuadrar a Roland (Jean Karaudy), quien, inclinado sobre el motor de un coche, está arreglándolo. Se incorpora y se vuelve para dirigirse a la cámara y decir, escuetamente, que se nos va a narrar la historia de un intento de fuga de una prisión en la que él participó (en 1947, en la prisión de La Santé). En la película su personaje tendrá otro apellido (su nombre real es Roland Barbat, y su personaje se apellida Darbant; Jean Keraudy es nombre artístico), pero introduce la vertiente de documento, patente, en particular, en la atención a los procedimientos, al tratamiento del tiempo, o puntual fusión de tiempo fílmico y tiempo real. Precisamente, una de las principales cualidades de Roland es la habilidad con las manos. No sólo interpreta al cerebro de la fuga, sino que su maña es crucial (cómo utiliza, por ejemplo, uno de los hierros de la cama para usarlo como piqueta). La pericia y precisión narrativa de La evasión se acompasa a la del personaje. De alguna manera, puede parecer un documental dado cómo dedica minuciosa atención, y planos de dilatada duración, a mostrar cómo los guardas registran la comida que reciben los presos, cómo, durante cuatro minutos sin cambiar el plano, los reos pican el suelo de su celda, o sus desplazamientos y sus actividades por los subterráneos, que es descripción y análisis de situación (corte de barrotes, pique de las paredes menos gruesas, deducción de cuándo hacen ronda los vigilantes, corte de un hierro para hacer del mismo la ganzúa que les abra todas la puertas).

Su concisión es condensación, expresión de la concreción y esencia de las acciones. Y el tiempo es crucial (de hecho, tienen que idear el modo de medir la duración de sus actividades en los subterráneos para saber cuánto tienen que estar picando antes de volver a la celda). Todo es medición, cálculo, constancia, método. Es la labor depurada de un artesano. Ontología de la tarea. Los mismos personajes están descritos con precisos trazos, en sus acciones y reacciones, sin necesidad de saber de su pasado: la templanza de Roland, la suspicacia alerta de un sanguíneo Manu (Philippe Leroy), que acaba reflejando los difusos límites entre el recelo y la intuición, la jovialidad, o aparente desapego de Monsignore (Raymond Menier), que no puede camuflar en algún momento su nervioso temperamento, o el relajo con el que se lo toma todo (hasta ponerse a trabajar) Geo (Michel Constantine), quien puede aparentar que se implica menos (pero no dejará de colaborar aunque renuncie a la fuga para evitar que su madre sufriera por la tensión cuando se enterara). Los personajes son lo que parecen, pero también pueden parecer lo que no son, y reaccionar de un modo inesperado. Lo incierto de las apariencias se manifiesta de modo más claro en el recién llegado a la celda, Gaspard (Mark Michel), del que sí sabremos su pasado, porque será interrogado, explorado, por los otros cuatro, ya que es el extraño, por lo tanto incógnita, en un grupo bien definido. Ya en la previa secuencia introductoria queda patente su persuasiva capacidad para influir en la percepción sobre él de los demás, como es el caso del mismo alcaide de prisión. Logra evitar, tras una infracción cometida, que sea castigado. Por eso, su relato del por qué está ahí no deja de estar teñido de ambiguedad, cuando menos en las motivaciones. Sus rasgos suaves, cual bello ángel, y sus maneras educadas inspiran confianza, pero la duda no deja de sobrevolar, como una sombra, sobre sus posibles reacciones, a veces percibido en algún gesto elusivo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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La evasión es una obra ante todo de acciones, en un sentido amplio, no sólo por su minuciosa atención a los procedimientos o procesos. Las acciones (o reacciones), mediante gestos, expresiones, e incluso omisiones, son elocuentes: Cómo se refleja la sensación de grupo, de unidad y lealtad, entre los cuatro hombres, que aceptan a Mark como parte del mismo, pese a algunas reticencias de Manu; cómo alguien decide no fugarse pero no deja de colaborar con sus compañeros en la fuga; cómo alguien, Manu, ante la vista de una fuga factible, cuando ven la calle desierta, piensa en sus compañeros y vuelve para realizar la fuga conjunta al día siguiente, mientras en el otro, Gaspard, se ha apreciado la vacilación, la disposición a coger uno de los taxis que ven pasar; cómo alguien, ante la posibilidad de que su condena se conmute decida pensar en sí mismo antes que en los demás. Una elipsis, al respecto, no es omisión que genere expectativa sino elocuente correspondencia con quien se camufla bajo su apariencia angélica. Cada acción define a los personajes, porque en la acción nos definimos, como un grupo se define por el hecho de que todos colaboren entregados sin pensar primero en sí mismos, excepto la nota discordante, aquel que se mueve por sus propios intereses, que no deja de ser su real condena o miseria: ese pobre Gaspard que le dice Roland tras que los gendarmes hayan intervenido e impedido la fuga en el último momento; no es una mirada de reproche ni de rabia sino de conmiseración.

Jean Pierre Melville dijo que La evasión era la mejor obra que había dado el cine francés. Fácil de comprender si se considera su mismo cine, otro prodigio de precisión y capacidad de condensación, en el que los personajes, también, ante todo, se definen por sus acciones, un cine de presencias que deja entrever lo incierto en sus intersticios, del mismo modo que el método, el sentido profesional de una labor o un objetivo se ve trastocada por los imprevistos y por la voluntad e intereses de los otros. O, al mismo tiempo, cómo la honestidad y la solidaridad se quiebra por la egoísta mezquindad. La evasión es uno de los ejemplos más depurados de narración cinematográfica, en cuanto lógica, concreción y extracción de lo accesorio, en cuanto precisión y fluida modulación, como también son, precisamente en este particular sub género que es el de las fugas o evasiones, Un condenado a muerte ha escapado (1959), de Robert Bresson, La gran evasión (1963), de John Sturges o Fuga de Alcatraz (1979), de Don Siegel. O, en otro particular subgénero, el de los robos y atracos, Rififi (1955), de Jules Dassin y Círculo rojo (1970), en especial, por sus dilatadas secuencias de la ejecución de los atracos, con una duración de alrededor de media hora, en la que los personajes no emiten palabra alguna. Atracos y fugas, acciones y procedimientos para entrar o para salir, para superar, o transgredir, un férreo sistema de alarmas y vigilancia, obstáculos e impedimentos, códigos y normas. La transgresión: un agujero (como el título original, Le trou) o una fisura en el cerco de un sistema.

Alexander Zárate
http://elcinedesolaris.blogspot.com/
18 de marzo de 2022
12 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tu vida o un hijo. La escritora Anne Ernaux (1940) quedó embarazada mientras estudiaba en la universidad. Si tenía el niño su vida ya no sería la misma, no la que quería, la que quería posibilitar con la conclusión de sus estudios. No sería su vida, sino que esta quedaría supeditada a su criatura. Quienes están en contra del aborto se califican como personas pro vida, como si no importara la vida de la madre, cómo queda su vida condicionada. No les importan las circunstancias de vida de la madre ni del niño. Anne Ernaux logró materializar, y afianzar, la vida a la que aspiraba, como escritora. Si hubiera dado a luz su vida hubiera sido otra. Prefirió dar a la luz a su propia vida. En el 2000 publicó El acontecimiento, en la que narraba esa experiencia específica, como la mayor parte de su obra literaria es de cariz autobiográfico. Su adaptación cinematográfica, El acontecimiento (L'événement, 2021), segunda película de la cineasta francesa Audrey Diwan, matiza a través de su planteamiento estético, y narrativo, el filtro subjetivo, y de modo más específico, la circunstancia emocional, la sensación de cerco, de aislamiento y ansiedad. La cámara, y el enfoque narrativo, se centra en Anne (Anamaria Vartolomei), como si fuera su respiración emocional.

Es otra circunstancia, pero comparte planteamiento estético y narrativo con otra producción francesa, la excelente A tiempo completo, de Eric Gravel. En ese caso, es la circunstancia crítica económica y laboral de una mujer que, durante una huelga de transporte, intenta asistir a unas entrevistas de trabajo que posibiliten un empleo, acorde a su preparación, que la libere de los apuros de tener que dejar a sus hijos con una vecina cada vez que tiene trasladarse de su pueblo a París para realizar su trabajo como limpiadora en un hotel de cinco estrellas. Su empecinado propósito brega con diferentes adversidades. En El acontecimiento, las figuras alrededor de Anne son figuras que adquieren entidad de acuerdo a su presencia circunstancial, en función de ella, según cuál es su circunstancia, aún no embarazada o embarazada. Sus amigas son sus cómplices, hasta que la noticia modifica la relación. Quien parecía más desapegada en cuestiones sexuales se revela más medrosa, y se repliega en la zona de confort de la no implicación, como si la circunstancia de Anne fuera una zona radioactiva, problemática (los recovecos turbios de la realidad que se prefiere pensar que no existen o que se prefiere mantener lejos de la propia parcela de realidad, como un incómodo fuera de campo). El profesor que parecía complacido con la inquietud de conocimiento de Anne no entiende sus variaciones de comportamiento y en vez de indagar reacciona de modo susceptible y por tanto inflexible: durante su conversación la cámara se dilata sobre su rostro mientras ella permanece fuera de campo, muda, incapaz de compartir lo que sufre, porque su circunstancia padece la contaminación de lo no decible.
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Las reacciones de la amiga y el profesor delatan cómo las acciones de los demás se viven en función de uno. Parece, en principio, el caso de un amigo, para quien la revelación de embarazo la revela como mujer con disponibilidad sexual, con lo cual su primera reacción, más que el apoyo es la de la aproximación sexual. Su aislamiento se extiende como un cerco, porque no encuentra apoyo alrededor, ni en médicos (entre los que hay quien incluso le receta medicinas que, según él, pueden ayudarle a sufrir un aborto natural cuando más bien lo impiden) ni el padre de la criatura, como tampoco puede compartirlo con su familia, contención que la desespera, y por añadidura, sufre el desprecio estigmatizador de otras compañeras que sospechan lo que le ocurre (doble mancha: disponibilidad sexual, y embarazo). Pareciera, durante ciertos pasajes, que sobrevuele, a diferencia de en la obra de Eric Gravel, la sombra del esquematismo, del trazo grueso que no deja el resquicio al matiz, en parte porque es un enfoque centrado en la perspectiva de Anne, quien siente, además por el avance de los meses, que su experiencia se asemeja cada vez más a la parte estrecha de un embudo, que la aboca en soledad a la amarga, sórdida, turbia y dolorosa experiencia física del aborto en sí. Pero hay personajes que reaccionan de un modo inesperado, como apoyo, y la relación familiar está marcada por esa imposibilidad de compartir, como la tensa escena entre madre e hija, en la que su desesperación por no poder compartir lo que sufre se torna en un comportamiento desabrido que genera una confrontación, como desvío que es callejón sin salida, que concluye con una bofetada de su madre, ignorante de lo que sufre su hija, y de cuál, realmente, es la causa de la repentina agresividad de su hija. El acontecimiento es el relato de una experiencia de terror, de aislamiento y desamparo, pero también de determinación y perseverancia, para lograr que la propia vida no sea borrada por el nacimiento de otra, mientras, a su alrededor, la mayor parte prefiere mirar a otro lado, o mirarla con la actitud de la recriminación o el desprecio, o, sin saber verla, rechazarla, o abofetearla, con la inflexibilidad o el desconcierto de la ignorancia. La (avergonzada) expresión del profesor, cuando comprende, entre líneas, lo que ella ha padecido es la elocuente manifestación de la incapacidad de discernir al otro porque el otro, ante todo, es una pantalla en función nuestra.

Alexander Zárate
Elcinedesolaris.blogspot.com
11 de septiembre de 2021
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
La magistral Daniel (1983), de Sidney Lumet, según la novela, publicada en 1971, El libro de Daniel, de E.L Doctorow, autor también del guion, es un contundente latigazo de concienciación, tan frontal, en cuanto cruda, como la mirada del mismo Daniel (Timothy Hutton) que nos contempla desde la pantalla en la secuencia introductoria, y posteriormente, en diversas transiciones durante el desarrollo de la película, mientras enumera las diversas, y brutales, aplicaciones de la pena de muerte a lo largo de la historia, como reflejo y constatación de la recurrente tendencia del ser humano a infligir daño. Sea por mero placer o legitimada por una condición sancionadora por ley o credo, la capacidad de retorcimiento del ser humano para idear modos de tortura o de ejecución (eviscerar, quemar, mutilar…) no parece disponer de límites. Una película como Daniel representa la cualidad opuesta de la naturaleza de ser humano, su vertiente constructiva, consecuente y empática, como refleja un hermoso final que inocula un espíritu combativo que no debe desfallecer contra todas las injusticias y todos los desafueros que comete toda instancia (colectiva o individual) que dispone de poder. Del mismo modo que los padres de Daniel, Paul (Mandy Patinkin) y Rochelle (Lindsay Crouse), se manifestaron, treinta años antes para que el gobierno estadounidense interviniera contra la amenaza de una dictadura franquista, o contra las injusticias laborales, su hijo mantiene ese talante, en su caso contra el intervencionismo en Vietnam.

Daniel, en las primeras secuencias, más bien se define por el apoltronamiento su cinismo, o su convicción en la inutilidad en cualquier acción de disidencia y protesta. Entremedias, el sufrimiento de su hermana, Susan (Amanda Plummer), cuyos problemas emocionales no estaban vinculados a la enfermedad (o lo que se suele catalogar de modo impreciso como trastorno mental) sino al desconsuelo. La aflicción frente al cinismo. En su cuerpo, como un tumor de desolación, se concentra todo un grito de desesperación e impotencia por el sufrimiento que infligen las instancias de poder con los desafueros de sus conveniencias y abusos, caso del que sufrieron sus padres, condenados a morir en la silla eléctrica en 1953 al ser declarados culpables de espionaje (robo de documentos relacionados con la actividad nuclear), reflejo del periodo más intenso de persecución del comunista, entre finales de los cuarenta e inicios de los cincuenta, en Estados Unidos. Las vidas de los hijos están ficcionalizadas (realmente se llamaban Michael y Robert) y adquieren una condición más bien emblemática como reacción a aquellos acontecimientos (la aflicción impotente e irreparable y él ánimo disidente combativo que se desprende del cinismo cual ave fenix). Daniel vivirá todo un proceso de concienciación a partir de que vea a su hermana quebrar su sistema nervioso en pedazos, y sea internada en un hospital psiquiátrico, lo que no deja de simbolizar a lo que se aboca la falta de memoria así como todo espíritu contestatario y disidente: El agónico desconsuelo de Susan será el electroshock que le impulse a rastrear e indagar en el pasado, buscando una visión o versión más definida y clara.

La narración alterna tiempos, como una fractura que se cohesiona. Por un lado, las entrevistas que realiza Daniel a quienes vivieron doce años atrás, de modo directo o periférico, aquellos acontecimientos y, por otro, su propia experiencia o perspectiva como niño combinada con algunos de los percances que sufrieron sus padres durante diversas manifestaciones del partido comunista. La indagación se encuentra ante la maraña de un contexto difuso (lo que acentúa la desesperación ante la tragedia narrada) de conveniencias de unos u otros, sea cual fuera su facción, que determinaron que sus padres acabaran detenidos en 1950 y condenados a muerte tres años después, quizá como chivos expiatorios (fueron los únicos condenados a muerte por espionaje en tiempos de paz en Estados Unidos). Más allá de la auténtica trama de los hechos, de lo que hicieron o no sus padres, de las motivaciones de los tejemanejes de las instancias de poder y de lo conveniente que incluso fuera el martirologio para el partido comunista (por lo que, sobre todo el padre, no ayudaron del modo deseable al abogado defensor), la única certeza es la aberración ultrajante de tal hecho (en un país que se consideraba adalid de la democracia y las libertades).
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Esa sensación de intemperie, de desvalimiento, queda admirablemente descrita en el encadenado secuencial que describe la breve estancia de los niños en casa de su tía hasta que esta decide ingresarlos en un asilo para niños y, sobre todo, en la prodigiosa secuencia que describe su huida, cómo recorren calles y calles, hasta llegar a su casa abandonada. Un vacío. Y queda apuntillado en las sobrecogedoras secuencias en de su visita a sus padres en la cárcel (primero con él, después con ella, ya que no pueden coincidir), secuencia que demuestra el dominio de Lumet del plano general, dilatado en su duración (que hace más desgarradora la situación, ya que no deja espacio para la catarsis emocional), y que tiene su doliente culminación en las secuencias de las ejecuciones en las que son electrocutados.

Un año antes de que Daniel se estrenara, Lou Grant, la extraordinaria serie que protagonizaba Edward Asner, quien interpreta en Daniel al abogado defensor, fue cancelada porque a los dueños de la Cadena televisiva CBS (y el Gobierno liderado por Ronald Reagan) no les gustó el explícito apoyo de Asner a los sandinistas salvadoreños y su oposición a la política exterior gubernamental (por lo que fue calificado, despectivamente, como comunista) ¿Quién se puede extrañar de que esta obra fuera tan polémica cuando se estrenó, y haya permanecido casi invisible, o de difícil acceso, desde entonces?. Daniel es demoledora, sin ápice de complacencia, tan potente en su desentrañamiento de las corrupciones institucionales como las previas, y también magníficas, El príncipe de la ciudad (1981) y Veredicto final (1982). La mirada de Lumet, con un exquisito y depurado dominio de la narrativa y de la puesta en escena, es implacable con un mundo implacable (expresión que aquí se añadió a la también esplendida Network, 1976), y alienta a proseguir la lucha contra los abusos del poder

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
28 de noviembre de 2014
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 'Magia a la luz de la luna' (Magic in the moonlight, 2014), de Woody Allen, Stanley (Colin Firth), es un mago que sólo cree en lo tangible, como el científico protagonista de 'Orígenes' (2014), de Mike Cahill. Para él la magia o la ilusión son trucos, juego con las apariencias. No son más que engaños, mentiras. Por eso, acepta la propuesta de su amigo Howard (Simon McBurney) de desmontar la falacia de una supuesta medium, Sophie (Emma Stone). No cree en entidades espirituales o trascendentes, sólo en representaciones y fingimientos. No hay otra vida más allá de la vida, u otras dimensiones, sino otros escenarios. En 'Magia a a la luz de la luna', Allen desmonta la rígida y cuadriculada perspectiva de Stanley, pero no porque se incline hacia el otro posicionamiento. Alienta ante todo la interrogante, constata nuestros límites, y sí afirma que lo fundamental es encontrar la razón con la que abrazar la vida, porque ahí sí se puede encontrar la magia a la luz de la luna. Esa misma perspectiva epicurea proyectaba en la transformación y decisiones del protagonista de 'Medianoche en París' (2011), como cuestionaba, en el otro extremo, en 'Vicky Cristina Barcelona' (2008), la mirada turista de la pareja protagonista, así como la inconsistencia de los depositarios de sus proyecciones, la pantalla pasional que representaban los personajes de Javier Bardem y Penelope Cruz. O, en 'Blue Jasmine' (2013), la enajenación de la protagonista, otra mirada ficcional enquistada en un modelo de vida que se sustentaba en el atrezzo que la decoraba como signo distintivo de posición, un modelo sustentado en los accesorios.



La evolución de Stanley se precisa en las variaciones interpretativas de Colin Firth. En los primeros pasajes, su arrogancia y presunción se evidencia en su elevado volumen de voz, como si actuara en un escenario, y los demás fueran espectadores en la distancia de un teatro, y en la rigidez de sus maneras. Progresivamente, cuando comienza a poner en duda su propia perspectiva, modera y suaviza su volumen de voz, y sus gestos corporales resultan más desenvueltos, expresivos, acordes a la flexibilidad de mirada, de actitud, que va adoptando, o, dicho de modo más preciso, con la que se va empapando. Empapados, de hecho, por la lluvia, Stanley y Sophie se refugian en un observador astronómico. Reconoce que tiempo atrás observaba el firmamento como una entidad amenazante. Ahora, junto a ella, su impresión es otra, incluso opuesta. Hay algún crítico estadounidense que ha cuestionado que los modos interpretativos de Emma Stone no parezcan corresponderse con las de una mujer de su tiempo, pero me parece que eso amplifica la singularidad de ese personaje. Más allá de si es una impostora o no, siempre transpira naturalidad (esa manera de estirar sus piernas sentada en un sofá, o el hecho de que esté leyendo suspendida en un columpio), una mujer desprovista de corsés mentales, una mujer que sabe incluso ser directa con respecto a sus sentimientos, sin miedo a la vergüenza o al rechazo.


'Magia a la luz de la luna', resulta más equilibrada que 'Blue Jasmine', cuyas dos líneas narrativas, o perspectivas femeninas, no acababan de encajar armónicamente. No resulta impostada como 'A Roma con amor' (2012). Desde luego, es una de sus obras, caligráficamente, más elaboradas, gracias a la labor creativa de Darius Khondji, potenciando la cálida y luminosa presencia del entorno natural, y la sensación de apertura y amplitud con los amplios encuadres. Transpira abrazo. Quizá el desarrollo dramatúrgico no sea particularmente original, y no posea la magia, en el mismo grado, que alcanzaba en 'Medianoche en París', pero la evolución narrativa transmite la sensación de que fluye, se despeja y expande, acorde a la transformación de Stanley. Su desarrollo es sutil, sereno, empapado por la genuina naturalidad de Sophie. Así destacan instantes como ese largo plano general en la sala de espera del hospital, durante el cual Firth, orando por su tía Vanessa (Eileen Atkins), cambia su actitud, y la narración realiza un giro en su curso dramático. O esa estupenda secuencia en la que Stanley plantea a su tía sus dilemas sentimentales en un doble curso de diálogo, entre lo que se dice y lo que insinúa la manera de decirlo. En la hermosa secuencia final, Allen efectúa una ingeniosa variante de la dinámica de los números de magia y las sesiones espiritistas, con sus efectos sonoros y su juego escénico de entradas y salidas (de desapariciones y apariciones), en la que los actores se desprenden de las máscaras escénicas y apuestan por la razón para abrazar la vida, esa magia a la luz de la luna donde los cuerpos y las emociones se encuentran y mutuamente se empapan.
http://elcinedesolaris.blogspot.com.es/2014/11/magia-la-luz-de-la-luna.html
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