Lo que en un principio me ha sorprendido, ya que me ha parecido una idea cuando menos interesante, poco a poco se ha ido cayendo hasta llegar a aburrirme. Ni siquiera la histriónica interpretación de Matsumoto me ha convencido. En fin, una excentricidad que gustará a algunos pero que a mí me ha provocado varios bostezos.

Esta es una historia de curiosidad. Por supuesto hay otras historias posibles y, de hecho, presentes, incluso esenciales: hay soledad, hay alienación, hay destierro y desarraigo interior, pero sobre todas estas afecciones predomina el impulso aciago de conocer lo que yace más allá de nosotros. Curiosidad lasciva y juguetona, tediosa y pasional. Las motivaciones pueden ser muchas, y si son legítimas o no nos tiene sin cuidado. ¿Cuándo la curiosidad tuvo algún sentido?, pero ¿cuándo dejó, al mismo tiempo, de impulsarnos hacia delante, hacia una mejor definición de nosotros mismos?

La película es un paseo sosegado y contemplativo por la vida de un grupo de jóvenes en un pueblo del norte de Francia donde el paro y el racismo son realidades cotidianas y donde todo lo que se puede hacer para pasar el tiempo (al menos según los protagonistas) es quemar asfalto con la moto o dedicarse a los placeres carnales entre las hierbas del campo (quien tenga suerte de tener una novia dispuesta a ello, claro).

Con actores no profesionales, con un acercamiento a medias entre la distancia irónica y la cercanía humanista, es una película simple pero que sabe comunicar con bastante acierto el vacío existencial de esta juventud aburrida y sin grandes esperanzas hacia el futuro, que sobrevive sin pensar demasiado, dejándose llevar por el aislamiento que ese ambiente rural y cerrado así como la opresión social impone sobre ellos.

El hecho de que sea un pájaro encerrado en una jaula el objeto más mimado por el protagonista dice bastante a este respecto. A destacar una escena muy representativa en la que los muchachos están sentados en unas escaleras bajo el sol del verano, sin nada que decirse pero sin necesidad de hacerlo tampoco, sin otra cosa que hacer, simplemente dejando pasar el tiempo. Uno dice: ¡qué aburrimiento!, y el espectador sonríe: la película no aburre, pero es capaz de hacernos sentir el aburrimiento que ellos sienten, y creo que eso ya es un logro.

Goro, el hijo que lucha contra la sombra inmensa e inabarcable de su padre, intentó abarcar mucho en su primer proyecto, y fracasó. Ahora intenta un acercamiento opuesto: una historia pequeñita, humilde e íntima, y le ha ido bastante mejor. Una película que respira el espíritu Ghibli en cada pincelada, en cada sonido, en cada gesto, pero que tiene su propia personalidad. Con un ritmo ágil y preciso, conocemos a la protagonista, descubrimos el mundo en el que vive, las carencias que tiene, su sensibilidad, y no tardemos mucho en empatizar con ella, comprenderla, y desearle suerte. Sin grandes alardes, la película avanza deprisa, llena de humor, de pequeños personajes entrañables, de emociones.
Es cierto que el argumento abusa de algunos clichés y que se desarrolla de forma un tanto rápida, sin dar tiempo para observar detenidamente los momentos de mayor calado emocional, sin detenerse lo necesario en las rutinas que expican cómo somos, pero estas son faltas menores, pues la película, como los barcos que aparecen constantemente en ese mar turquesa, tiene muy claro su rumbo y se dirige hacia él con timón fijo.
Esta vez sí, Goro. Esperaré con mayor esperanzas tu próxima obra.

Brillante Mendoza cada vez me gusta más. Es cierto que su tono lánguido y realista, su compromiso con la fidelidad social permanecen inalterables en cada una de sus obras y pueden resultar repetitivos para algunos, pero sus personajes, sus microhistorias son siempre tan verosímiles, tan individuales y específicas que, pese a la inevitable similitud en el fondo, el primer plano, el foco es siempre diferente y punzantemente real. Sin prisas ni concesiones, describe los caminos paralelos que siguen dos abuelas para conseguir, aparentemente, objetivos opuestos.