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Críticas ordenadas por utilidad
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10
4 de septiembre de 2023
4 de septiembre de 2023
8 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas y películas, y desde luego Godland no es una cualquiera. He leído críticas y reseñas, que van de elogios y parabienes, a descalificaciones y consideraciones superficiales, que la ponen como un peñazo, algo que no vale la pena, una pérdida de tiempo. Voy a mantener, en mi breve reseña, que no sólo es una obra maestra, sino que es una de las mejores películas que he visto en mi vida. Que ya es algo. Pero, además, voy a decir algo que puede sonar escandaloso, en estos tiempos. Palmason, director del que poco se sabe aún, consigue con esta cinta elevar el cine a arte supremo, y tal vez nos encontramos con la primera película de una nueva era, una nueva etapa, un cine renacido de sus cenizas (porque ya sabemos que el cine murió, en algún momento de la década de los 90, y es por eso que surgió Dogma ' 95, para tratar de construir algo a partir de ese vacío de muerte, pero fue un nacimiento abortado). Dicho esto, paso a argumentar, brevemente, por qué me parece que esto es así.
Una película ambientada en la feroz isla de Islandia (en donde nunca estuve, y ni ganas). El protagonista, Lucas, un cura al que encomiendan la labor de construir una iglesia en la isla, y tratar de hacer algo con los feligreses de allí. Aparte, él lleva otra misión, fotografiar a los nativos. El punto de partida es precisamente ése, se nos dice al comienzo: siete fotografías encontradas en una caja de madera, en la costa suroeste de la isla, al parecer. Un danés las tomó, entonces la isla pertenecía a Dinamarca, y son las primeras fotos de la isla... Esta añagaza de sirve al director para montar su historia, que tiene mucho de aventura, pero no una al uso. A partir de ahí, vemos en la primera parte la expedición al Polo, quiero decir, a la isla maldita, a finales del siglo XIX. En esta parte, nos mete el director, de golpe, con la dureza de la naturaleza, una naturaleza en estado salvaje, como tuvo que ser hace miles y miles de años, en la Tierra, cuando el hombre no dominaba su superficie. Tratar de que un territorio tan inhóspito sea colonizado por Dios, es tarea harto absurda, pero esto le sirve al director para enfrentarnos con lo que siempre duele. A partir de aquí, la naturaleza manda, y los hombres son meros peleles en manos del destino, si es que hay Dios. Lucas hace algunas fotografías en el camino, recordemos que estamos en los comienzos de la fotografía, y que el cine nace en ese tiempo también. Palmason juega con todo esto, mostrando de vez en cuando imágenes que muestran a las claras que estamos ante un juego, una ficción. Pero el muy condenado nos arroja a esa tierra helada, y lentamente, en planos secuencia y planos significativos, nos presenta el choque entre el espíritu europeo-cristiano y el feroz espíritu nórdico, que no conoce doma. Eso se dibuja también mediante el contraste de lenguas, el danés endiablado y el islandés lengua poética, que Lucas no habla, y por lo tanto es otro elemento más de separación con los nativos.
En la segunda parte, que todo el mundo sabrá cuándo ha llegado (tras, de nuevo, unos elementos de ficción, de fuerte ruptura del tiempo lineal), la acción se traslada al lugar de la construcción de la iglesia, la excusa de toda la historia-película. Es aquí que, tras una parte bastante contemplativa, llega la acción, el drama. Es ahí, en ese rincón apartado, en que se desarrolla una historia de amor, incluso. La historia sutilísima entre el pastor Lucas (excelente Elliott Crosset Hove) y Anna, la hija mayor de Carl, el hombre que aloja a nuestro protagonista (también magnífica la actriz Victoria Carmen Sonne) es algo digno de ver, porque nunca se ha visto semejante historia en una pantalla. Quiero decir, no una historia de amor (que ha habido miles), sino "esta historia de amor", tal y como está rodada. En la parte de spoiler daré dos ejemplos de ello. Ya sabíamos, intuíamos más bien, que esa historia iba a dar problemas. Ya intuimos que la presencia de Lucas allí no es muy bienvenida. Y luego está el choque entre él y Ragnar, el guía (también muy bueno en su papel, el actor Ingvar Eggert Sigurðsson), que sospechamos que tampoco terminará bien.
La película tiene dos elementos técnicos sobresalientes. Por un lado, una fotografía maravillosa, de Maria von Hausswolff. Está rodada, la cinta, en el formato 4:3, que hace que la imagen aparezca en pantalla cuadrada, y que nos recuerda también los comienzos del cine. Esa fotografía es capaz de captar todos los matices de la nieve, la lluvia, el verde del paisaje, pero también el interior de las viviendas, tanto el de la casa de Carl y sus hijas, como el almacén en donde se aloja Lucas. Es una fotografía extraordinaria, que fotografía el alma, si esto fuera posible. El otro elemento sobresaliente es una música poderosa, de carácter siniestro, acorde con el paisaje y los acontecimientos, obra de Alex Zhang Hungtai, que acompaña todo el tiempo con su peculiar ritmo y amplitud espiritual, se diría. Y claro, luego están las canciones populares, cantadas por los propios personajes, y ese piano que toca Ida, la hija menor de Carl. Y el acordeón que toca Ragnar, en el momento de la fiesta, con ese plano secuencia circular que es otro momento especial. Luego, está la puesta en escena, a la que algún crítico ha hecho referencia, y que no hay que pasar por alto, porque es el tercer elemento sustancial de la película. Y es aquí, es justo esto, lo que hace que estemos ante una obra mayúscula, más allá incluso del calificativo "obra maestra". La puesta en escena es endiabladamente buena, y hace que la película sea perfecta, de principio a fin. Palmason, da las instrucciones a su directora de fotografía, y sabe cómo colocar la cámara. Es por esta maestría, que puedo decir, sin ninguna duda: Palmason es un genio, estamos ante un director fuera de serie, y con esta película el cine renace, nace de nuevo, y podrá seguir adelante, unos años más. ¿Alguien más se le une?
Una película ambientada en la feroz isla de Islandia (en donde nunca estuve, y ni ganas). El protagonista, Lucas, un cura al que encomiendan la labor de construir una iglesia en la isla, y tratar de hacer algo con los feligreses de allí. Aparte, él lleva otra misión, fotografiar a los nativos. El punto de partida es precisamente ése, se nos dice al comienzo: siete fotografías encontradas en una caja de madera, en la costa suroeste de la isla, al parecer. Un danés las tomó, entonces la isla pertenecía a Dinamarca, y son las primeras fotos de la isla... Esta añagaza de sirve al director para montar su historia, que tiene mucho de aventura, pero no una al uso. A partir de ahí, vemos en la primera parte la expedición al Polo, quiero decir, a la isla maldita, a finales del siglo XIX. En esta parte, nos mete el director, de golpe, con la dureza de la naturaleza, una naturaleza en estado salvaje, como tuvo que ser hace miles y miles de años, en la Tierra, cuando el hombre no dominaba su superficie. Tratar de que un territorio tan inhóspito sea colonizado por Dios, es tarea harto absurda, pero esto le sirve al director para enfrentarnos con lo que siempre duele. A partir de aquí, la naturaleza manda, y los hombres son meros peleles en manos del destino, si es que hay Dios. Lucas hace algunas fotografías en el camino, recordemos que estamos en los comienzos de la fotografía, y que el cine nace en ese tiempo también. Palmason juega con todo esto, mostrando de vez en cuando imágenes que muestran a las claras que estamos ante un juego, una ficción. Pero el muy condenado nos arroja a esa tierra helada, y lentamente, en planos secuencia y planos significativos, nos presenta el choque entre el espíritu europeo-cristiano y el feroz espíritu nórdico, que no conoce doma. Eso se dibuja también mediante el contraste de lenguas, el danés endiablado y el islandés lengua poética, que Lucas no habla, y por lo tanto es otro elemento más de separación con los nativos.
En la segunda parte, que todo el mundo sabrá cuándo ha llegado (tras, de nuevo, unos elementos de ficción, de fuerte ruptura del tiempo lineal), la acción se traslada al lugar de la construcción de la iglesia, la excusa de toda la historia-película. Es aquí que, tras una parte bastante contemplativa, llega la acción, el drama. Es ahí, en ese rincón apartado, en que se desarrolla una historia de amor, incluso. La historia sutilísima entre el pastor Lucas (excelente Elliott Crosset Hove) y Anna, la hija mayor de Carl, el hombre que aloja a nuestro protagonista (también magnífica la actriz Victoria Carmen Sonne) es algo digno de ver, porque nunca se ha visto semejante historia en una pantalla. Quiero decir, no una historia de amor (que ha habido miles), sino "esta historia de amor", tal y como está rodada. En la parte de spoiler daré dos ejemplos de ello. Ya sabíamos, intuíamos más bien, que esa historia iba a dar problemas. Ya intuimos que la presencia de Lucas allí no es muy bienvenida. Y luego está el choque entre él y Ragnar, el guía (también muy bueno en su papel, el actor Ingvar Eggert Sigurðsson), que sospechamos que tampoco terminará bien.
La película tiene dos elementos técnicos sobresalientes. Por un lado, una fotografía maravillosa, de Maria von Hausswolff. Está rodada, la cinta, en el formato 4:3, que hace que la imagen aparezca en pantalla cuadrada, y que nos recuerda también los comienzos del cine. Esa fotografía es capaz de captar todos los matices de la nieve, la lluvia, el verde del paisaje, pero también el interior de las viviendas, tanto el de la casa de Carl y sus hijas, como el almacén en donde se aloja Lucas. Es una fotografía extraordinaria, que fotografía el alma, si esto fuera posible. El otro elemento sobresaliente es una música poderosa, de carácter siniestro, acorde con el paisaje y los acontecimientos, obra de Alex Zhang Hungtai, que acompaña todo el tiempo con su peculiar ritmo y amplitud espiritual, se diría. Y claro, luego están las canciones populares, cantadas por los propios personajes, y ese piano que toca Ida, la hija menor de Carl. Y el acordeón que toca Ragnar, en el momento de la fiesta, con ese plano secuencia circular que es otro momento especial. Luego, está la puesta en escena, a la que algún crítico ha hecho referencia, y que no hay que pasar por alto, porque es el tercer elemento sustancial de la película. Y es aquí, es justo esto, lo que hace que estemos ante una obra mayúscula, más allá incluso del calificativo "obra maestra". La puesta en escena es endiabladamente buena, y hace que la película sea perfecta, de principio a fin. Palmason, da las instrucciones a su directora de fotografía, y sabe cómo colocar la cámara. Es por esta maestría, que puedo decir, sin ninguna duda: Palmason es un genio, estamos ante un director fuera de serie, y con esta película el cine renace, nace de nuevo, y podrá seguir adelante, unos años más. ¿Alguien más se le une?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Hay dos momentos, en la historia de amor entre Lucas y Anna, que merece la pena señalar, aunque cualquier espectador maravillado convendrá conmigo en que estamos ante dos secuencias de una hermosura total, que va más allá de las palabras. El director filma como un condenado genio, y consigue en estas dos secuencias llegar al máximo de poesía que cabe meter en una pantalla. Poesía visual en grado sumo. La primera secuencia es cuando van a caballo, ella y él, y ella trata de enseñarle a cabalgar bien, con el ritmo adecuado. Le señala con dulzura que lleva el caballo al trote, y que intente llevarlo más despacio, más lento. Esta secuencia está rodada, no sé cómo lo han hecho, supongo que desde otro caballo, también al trote. La cámara se sitúa a la altura de los personajes, vemos el movimiento, ese baile maravilloso entre ambos, que es una sustitución sutilísima del acto amoroso. Es como si hicieran el amor, pero de una forma poética, mucho más bella que el simple acto carnal. Luego, está el summum: cuando él le hace una fotografía, Lucas a Anna, y luego se van al "cuarto oscuro", ese tinglado que él tiene, para revelar las fotos in situ. Ahí, tapados por el trapo negro, escondidos de miradas ajenas, se hablan, se dicen cosas, se besan tiernamente, de nuevo él guiado por la dulce voz de ella. La luz roja sobre los rostros, rojo pasión rojo amor que no nace ni puede prosperar, o tal vez sí, nace pero no puede crecer, como tampoco crecen los árboles, y todo está abocado a morir, y es la luz roja, las miradas, la voz que hipnotiza, el amor que todo lo marca, ahora es la hora, y ya no más.
11 de enero de 2025
11 de enero de 2025
6 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
En cartelera, dos películas italianas que están un poco al margen, pero que en realidad parece que van a ser muy populares, en breve: Parthenope, de Paolo Sorrentino, y Queer, de Luca Guadagnino. Después de varios días pensándomelo, al final me decido por la primera, ya que de la segunda he leído malas críticas aquí, en FilmAffinity. Y como ya he visto dos pelis anteriores de Sorrentino (La Gran Belleza, en pantalla grande; y Fue la mano de Dios, en Netflix), y me gustaron mucho, pues al final me decido por la primera.
En el cine, por suerte una sala grande, de las de antes, poco público: cuatro gatos, a media tarde. Pero mejor. Ya se va haciendo raro, estar en la sala oscura, con todo el patio de butacas para disfrutar. Es curioso, llegar a estas alturas del tiempo vital, e ir descubriendo que todo lo que era bueno y “normal”, va desapareciendo. Los periódicos en papel, las cintas de cassette, las cintas VHS, los DVD, los CD, y también el cine en las salas. Y la belleza, la juventud, “que todo lo bueno sea plateado”, que decía la canción de Marina Rossell. Y de eso va esta película luminosa, con el azul intenso del Mediterráneo como protagonista. La gente, la crítica, ha dicho que la protagonista es Nápoles, pero aquí lo que retrata Sorrentino es una ciudad en azul, es el mar, con mayúsculas. Un palacio barroco en decadencia, sobre el mar, y unas cuantas calles, y nada más. Quien vaya buscando más rincones napolitanos, que se despida. La película va sobre la breve juventud, y sobre la Belleza. Aunque la protagonista, que da nombre a la cinta, va cumpliendo años, al director sólo le interesa su imagen de sirena resplandeciente, un bello objeto de deseo, que se pasea por pasillos y calles y barcos y demás paisajes marítimos, como una modelo de Saint Laurent o Versace, ajena a todo lo que sea fealdad o decadencia. “Tal vez fue hermoso ser joven. Pero eso duró poco…”
Asisto al despliegue de esta vida, dejándome llevar, como el que navega sobre las olas en un día pleno de verano, pero al final me canso, y hasta me mareo, con tanta postalita, tanta cámara lenta, y tanta Celeste Dalla Porta. Que, vamos a decirlo claro, tampoco es que sea una belleza deslumbrante, como han recalcado todos los críticos. Está claro que Sorrentino, y la directora de fotografía (que hace un trabajo brillante), se han enamorado de una joven actriz, en su primera película, y han sacado de ella todo su esplendor de mujer de 27 años. Quién los tuviera, ahora. Así, no es raro que John Cheever (Gary Oldman, genial en su breve pero sustancioso papel) le diga lo que le dice, alejándose por la calle a oscuras, en su decadencia de hombre arruinado por el alcohol. Ella sigue a la búsqueda de la antropología, pero su papel de mujer a contracorriente, que tiene siempre una respuesta para todo (es una chula, como todas las guapas que la van de sirenas), no es muy creíble. En ningún momento me creo que llegue a profesora, ni que antes sea una alumna brillante, ni que sea diferente al resto. Y me fastidia mucho que esté siempre con el cigarro en la mano, en la boca. En tiempos de no tabaco, qué gusto tienen los cineastas por poner a fumar a sus heroínas. ¿Será el tabaco, y el tabaquismo, un invento del cine?
Al final, queda una sucesión de estampas, muy bonitas, pero muy cargantes. Como leo a un crítico, en Caimán—Cuadernos de cine: “Una indigestión de ego, en definitiva”.
Sorrentino, en su papel de sucesor posmoderno de Fellini, juega con los clichés sobre su querida ciudad, y nos muestra a una serie de personajes estrafalarios, con los que es imposible comulgar: Greta Cool, el mafioso de turno, el obispo durante el milagro de la licuefacción de la sangre de San Genaro, el monstruo escondido… No digo que no sean imágenes importantes, que nos sorprenden y nos dejan a veces con la boca abierta. Pero no hacen más que llamar nuestra atención, si es que no hemos sucumbido al sueño. Porque, si alguien se espera una narración convencional, una especie de historia, va listo. Aquí lo único que hay es un despliegue de imágenes, a veces una sucesión de spots de gran calado, con el azul como protagonista, con el rojo como contrapunto, y cigarro va y viene. Es verdad que hay personajes que nos enganchan momentáneamente, como el hermano Raimondo, o el profesor Marotta (muy bien interpretado por Silvio Orlando). Pero todo eso, esas breves secuencias, esas imágenes brillantes —Raimondo colgado en la barandilla, Parthenope con los dos hombres, las fiestas en Capri, la secuencia surrealista en la catedral de Nápoles— no bastan para salvar una película, que no es más que la exaltación del narcisismo exacerbado de su director, ese manierismo fatal del nuevo siglo. Al final, lo que nos queda es una honda melancolía, esa unión de belleza sui generis de CDP-Parthenope con la banda sonora maravillosa que acompaña las imágenes: Riccardo Cocciante, Gino Paoli, Marino Marini, Frank Sinatra…
En el cine, por suerte una sala grande, de las de antes, poco público: cuatro gatos, a media tarde. Pero mejor. Ya se va haciendo raro, estar en la sala oscura, con todo el patio de butacas para disfrutar. Es curioso, llegar a estas alturas del tiempo vital, e ir descubriendo que todo lo que era bueno y “normal”, va desapareciendo. Los periódicos en papel, las cintas de cassette, las cintas VHS, los DVD, los CD, y también el cine en las salas. Y la belleza, la juventud, “que todo lo bueno sea plateado”, que decía la canción de Marina Rossell. Y de eso va esta película luminosa, con el azul intenso del Mediterráneo como protagonista. La gente, la crítica, ha dicho que la protagonista es Nápoles, pero aquí lo que retrata Sorrentino es una ciudad en azul, es el mar, con mayúsculas. Un palacio barroco en decadencia, sobre el mar, y unas cuantas calles, y nada más. Quien vaya buscando más rincones napolitanos, que se despida. La película va sobre la breve juventud, y sobre la Belleza. Aunque la protagonista, que da nombre a la cinta, va cumpliendo años, al director sólo le interesa su imagen de sirena resplandeciente, un bello objeto de deseo, que se pasea por pasillos y calles y barcos y demás paisajes marítimos, como una modelo de Saint Laurent o Versace, ajena a todo lo que sea fealdad o decadencia. “Tal vez fue hermoso ser joven. Pero eso duró poco…”
Asisto al despliegue de esta vida, dejándome llevar, como el que navega sobre las olas en un día pleno de verano, pero al final me canso, y hasta me mareo, con tanta postalita, tanta cámara lenta, y tanta Celeste Dalla Porta. Que, vamos a decirlo claro, tampoco es que sea una belleza deslumbrante, como han recalcado todos los críticos. Está claro que Sorrentino, y la directora de fotografía (que hace un trabajo brillante), se han enamorado de una joven actriz, en su primera película, y han sacado de ella todo su esplendor de mujer de 27 años. Quién los tuviera, ahora. Así, no es raro que John Cheever (Gary Oldman, genial en su breve pero sustancioso papel) le diga lo que le dice, alejándose por la calle a oscuras, en su decadencia de hombre arruinado por el alcohol. Ella sigue a la búsqueda de la antropología, pero su papel de mujer a contracorriente, que tiene siempre una respuesta para todo (es una chula, como todas las guapas que la van de sirenas), no es muy creíble. En ningún momento me creo que llegue a profesora, ni que antes sea una alumna brillante, ni que sea diferente al resto. Y me fastidia mucho que esté siempre con el cigarro en la mano, en la boca. En tiempos de no tabaco, qué gusto tienen los cineastas por poner a fumar a sus heroínas. ¿Será el tabaco, y el tabaquismo, un invento del cine?
Al final, queda una sucesión de estampas, muy bonitas, pero muy cargantes. Como leo a un crítico, en Caimán—Cuadernos de cine: “Una indigestión de ego, en definitiva”.
Sorrentino, en su papel de sucesor posmoderno de Fellini, juega con los clichés sobre su querida ciudad, y nos muestra a una serie de personajes estrafalarios, con los que es imposible comulgar: Greta Cool, el mafioso de turno, el obispo durante el milagro de la licuefacción de la sangre de San Genaro, el monstruo escondido… No digo que no sean imágenes importantes, que nos sorprenden y nos dejan a veces con la boca abierta. Pero no hacen más que llamar nuestra atención, si es que no hemos sucumbido al sueño. Porque, si alguien se espera una narración convencional, una especie de historia, va listo. Aquí lo único que hay es un despliegue de imágenes, a veces una sucesión de spots de gran calado, con el azul como protagonista, con el rojo como contrapunto, y cigarro va y viene. Es verdad que hay personajes que nos enganchan momentáneamente, como el hermano Raimondo, o el profesor Marotta (muy bien interpretado por Silvio Orlando). Pero todo eso, esas breves secuencias, esas imágenes brillantes —Raimondo colgado en la barandilla, Parthenope con los dos hombres, las fiestas en Capri, la secuencia surrealista en la catedral de Nápoles— no bastan para salvar una película, que no es más que la exaltación del narcisismo exacerbado de su director, ese manierismo fatal del nuevo siglo. Al final, lo que nos queda es una honda melancolía, esa unión de belleza sui generis de CDP-Parthenope con la banda sonora maravillosa que acompaña las imágenes: Riccardo Cocciante, Gino Paoli, Marino Marini, Frank Sinatra…

7.9
35,050
9
14 de diciembre de 2023
14 de diciembre de 2023
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nunca estuve en Roma, y me gustaría verla alguna vez. Y si hay algo que me empuja a visitarla, aparte los comentarios de gente que ya ha estado, es alguna novela, como Finalmusik, de Justo Navarro (Anagrama, 2007).
Una novela espléndida, por cierto. Si hay algo que es el mayor aliciente para ir, digo, es esta película de William Wyler, que habré visto ya cinco veces por lo menos, algunas quedándome dormido, todas las veces en versión doblada, menos anoche, que por fin la pude ver en versión original. Y conviene, porque las voces originales de los actores son importantes. En esta cinta, Roma aparece en todo su esplendor, no en vano al comienzo ya lo indica un rótulo, que fue rodada enteramente en escenarios naturales de la Ciudad Eterna. Rodarían también en Cinecittà, claro, pero la peli es conocida, es ya Historia del Cine, por esas secuencias rodadas al aire libre, en sus calles, plazas y monumentos.
Como bien han dicho otros, es un cuento de hadas, el cuento de la Cenicienta pero al revés. Tal vez su magia resida en eso, en que es un cuento, y desde el principio lo sabemos. Y todos hemos sido pequeños, y nos ha gustado que nos contaran cuentos, y cuanto más increíble la historia, mejor. Esa dialéctica de los reyes y príncipes, por un lado, y los plebeyos, la gente del pueblo, por otro, es tal vez la temática que más se repite. Dalton Trumbo y los otros guionistas escribieron una historia maravillosa, muy bien dirigida por ese gran artesano que fue Wyler (también gran director de actores) y, sobre todo, maravillosamente interpretada por una pareja de oro, irrepetible. Tal vez Peck no era el más adecuado para el papel, vale. Y estaría, como su personaje Joe Bradley, un poco “arrastraculo”, refunfuñando un poco, hasta que por fin se animó y ya se situó en órbita… La que está como los ángeles es la joven Audrey Hepburn, 25 años (los créditos iniciales no engañan, dice: Introducing Audrey Hepburn). ¿No es delicioso, un rostro así, un papel que le va como anillo al dedo, y por el que ganó un merecido Oscar? Pero es que, además, todos los demás están estupendos, desde Eddie Albert, como el fotógrafo un poco despistado, hasta los más secundarios: el peluquero, que luego aparece en el baile junto al río; el taxista gruñón; el viejecito que le alquila el apartamento a Bradley, etc.
Lo que tenemos aquí, a fin de cuentas, es una mezcla muy conseguida: los tradicionales elementos de la comedia norteamericana, unido a un cierto estilo neorrealista propio del cine italiano de la época. Es como si Wyler y su equipo se hubieran aplicado el dicho: “Allí donde fueres, haz lo que vieres”. Estamos en 1953, no han pasado tantos años del final de la Segunda Guerra Mundial, y aunque Italia aún no era la del milagro económico, ya se veían algunos elementos en ciernes.
En esta película, que puede estar perfectamente entre las mejores de la Historia del Cine, sentimentalmente hablando, todo roza la perfección, no falta ni sobra un plano, todo transcurre de la manera más eficaz, y la cámara está siempre donde tiene que estar. Por ejemplo, fijémonos, al comienzo casi, cómo la cámara nos introduce en la timba en donde están Bradley su compinche Radovich, liados con las cartas…, de la forma más natural, tras dejar a un lado a la princesa Ann. Así, siempre. Lo que empieza siendo una burla de todo el sistema aristocrático europeo, poco a poco se transforma en una comedia maravillosa, en donde se juega con el doble sentido de “encantada” (Ann no para de decirlo, porque está drogada; es el saludo que constantemente dice, y que repite como un mantra; pero “encantada” es como se encuentra, también, pasando de un mundo a otro, de esta manera etérea, nunca mejor dicho). Decir que esa primera mitad, hasta que Bradley descubre la verdadera identidad de la chica, es sencillamente deliciosa, y te ríes, pero no como con los Hermanos Max, claro…
La segunda mitad (es una cinta larga, de dos horas) es lo que da sentido al título: vacaciones en Roma, claro. Pero no unas vacaciones cualquiera… Vemos los monumentos más importantes de la ciudad (bueno, una mínima parte), sentados en nuestro sofá, tranquilamente, y desternillándonos de risa, con la famosa secuencia en moto (vespa), que es ya parte de la iconografía del cine. Hasta hubo alguna secuencia que fue rodada sobre la marcha, como la de la Boca de la Verdad, lo que añade mayor realismo y naturalidad (ver la reacción de Audrey es sencillamente maravilloso). ¿Cómo una película puede ser tan perfecta, en su simplicidad? ¿Cómo una actriz que debuta, a los 25 años, lo puede hacer tan bien? Audrey Hepburn no es sólo la mejor actriz que ha existido, sino que ella es EL CINE. Luego vendrían muchas más, como Desayuno con diamantes, etc. Pero es aquí donde comenzó a forjar su leyenda. Curiosamente, Franz Planer fue el director de fotografía en ambas; la que nos ocupa, en B & N; la de Blake Edwards, en color. Uno de los grandes directores de fotografía de la época, y responsable tal vez de la magia que desprende la Hepburn. En este tour guiado, al final las cosas no salen como se esperaban, pero es que en la vida real es así: nada sale nunca como te lo esperas. Es en el mundo aristocrático que está todo planeado, todo agendado, no hay libertad de movimientos. En el mundo real, en esa parte, lo que iba en una dirección, al final termina en otra. Hay una secuencia, casi al final de esta parte, que es EL MOMENTO, o uno de los momentos más románticos de la Historia del Cine (con permiso de Casablanca y unas cuantas otras). Se produce, lo que uno casi que esperaba, cuando se encuentran estos dos. Ahí, en ese choque de caracteres y físicos (Audrey es una muñequita encantadora, Peck es un galán, pero un tipo muy normal, y un poco desabrido, para qué engañarnos), es donde reside también la magia de la cinta. Lo demás es Historia.
Una novela espléndida, por cierto. Si hay algo que es el mayor aliciente para ir, digo, es esta película de William Wyler, que habré visto ya cinco veces por lo menos, algunas quedándome dormido, todas las veces en versión doblada, menos anoche, que por fin la pude ver en versión original. Y conviene, porque las voces originales de los actores son importantes. En esta cinta, Roma aparece en todo su esplendor, no en vano al comienzo ya lo indica un rótulo, que fue rodada enteramente en escenarios naturales de la Ciudad Eterna. Rodarían también en Cinecittà, claro, pero la peli es conocida, es ya Historia del Cine, por esas secuencias rodadas al aire libre, en sus calles, plazas y monumentos.
Como bien han dicho otros, es un cuento de hadas, el cuento de la Cenicienta pero al revés. Tal vez su magia resida en eso, en que es un cuento, y desde el principio lo sabemos. Y todos hemos sido pequeños, y nos ha gustado que nos contaran cuentos, y cuanto más increíble la historia, mejor. Esa dialéctica de los reyes y príncipes, por un lado, y los plebeyos, la gente del pueblo, por otro, es tal vez la temática que más se repite. Dalton Trumbo y los otros guionistas escribieron una historia maravillosa, muy bien dirigida por ese gran artesano que fue Wyler (también gran director de actores) y, sobre todo, maravillosamente interpretada por una pareja de oro, irrepetible. Tal vez Peck no era el más adecuado para el papel, vale. Y estaría, como su personaje Joe Bradley, un poco “arrastraculo”, refunfuñando un poco, hasta que por fin se animó y ya se situó en órbita… La que está como los ángeles es la joven Audrey Hepburn, 25 años (los créditos iniciales no engañan, dice: Introducing Audrey Hepburn). ¿No es delicioso, un rostro así, un papel que le va como anillo al dedo, y por el que ganó un merecido Oscar? Pero es que, además, todos los demás están estupendos, desde Eddie Albert, como el fotógrafo un poco despistado, hasta los más secundarios: el peluquero, que luego aparece en el baile junto al río; el taxista gruñón; el viejecito que le alquila el apartamento a Bradley, etc.
Lo que tenemos aquí, a fin de cuentas, es una mezcla muy conseguida: los tradicionales elementos de la comedia norteamericana, unido a un cierto estilo neorrealista propio del cine italiano de la época. Es como si Wyler y su equipo se hubieran aplicado el dicho: “Allí donde fueres, haz lo que vieres”. Estamos en 1953, no han pasado tantos años del final de la Segunda Guerra Mundial, y aunque Italia aún no era la del milagro económico, ya se veían algunos elementos en ciernes.
En esta película, que puede estar perfectamente entre las mejores de la Historia del Cine, sentimentalmente hablando, todo roza la perfección, no falta ni sobra un plano, todo transcurre de la manera más eficaz, y la cámara está siempre donde tiene que estar. Por ejemplo, fijémonos, al comienzo casi, cómo la cámara nos introduce en la timba en donde están Bradley su compinche Radovich, liados con las cartas…, de la forma más natural, tras dejar a un lado a la princesa Ann. Así, siempre. Lo que empieza siendo una burla de todo el sistema aristocrático europeo, poco a poco se transforma en una comedia maravillosa, en donde se juega con el doble sentido de “encantada” (Ann no para de decirlo, porque está drogada; es el saludo que constantemente dice, y que repite como un mantra; pero “encantada” es como se encuentra, también, pasando de un mundo a otro, de esta manera etérea, nunca mejor dicho). Decir que esa primera mitad, hasta que Bradley descubre la verdadera identidad de la chica, es sencillamente deliciosa, y te ríes, pero no como con los Hermanos Max, claro…
La segunda mitad (es una cinta larga, de dos horas) es lo que da sentido al título: vacaciones en Roma, claro. Pero no unas vacaciones cualquiera… Vemos los monumentos más importantes de la ciudad (bueno, una mínima parte), sentados en nuestro sofá, tranquilamente, y desternillándonos de risa, con la famosa secuencia en moto (vespa), que es ya parte de la iconografía del cine. Hasta hubo alguna secuencia que fue rodada sobre la marcha, como la de la Boca de la Verdad, lo que añade mayor realismo y naturalidad (ver la reacción de Audrey es sencillamente maravilloso). ¿Cómo una película puede ser tan perfecta, en su simplicidad? ¿Cómo una actriz que debuta, a los 25 años, lo puede hacer tan bien? Audrey Hepburn no es sólo la mejor actriz que ha existido, sino que ella es EL CINE. Luego vendrían muchas más, como Desayuno con diamantes, etc. Pero es aquí donde comenzó a forjar su leyenda. Curiosamente, Franz Planer fue el director de fotografía en ambas; la que nos ocupa, en B & N; la de Blake Edwards, en color. Uno de los grandes directores de fotografía de la época, y responsable tal vez de la magia que desprende la Hepburn. En este tour guiado, al final las cosas no salen como se esperaban, pero es que en la vida real es así: nada sale nunca como te lo esperas. Es en el mundo aristocrático que está todo planeado, todo agendado, no hay libertad de movimientos. En el mundo real, en esa parte, lo que iba en una dirección, al final termina en otra. Hay una secuencia, casi al final de esta parte, que es EL MOMENTO, o uno de los momentos más románticos de la Historia del Cine (con permiso de Casablanca y unas cuantas otras). Se produce, lo que uno casi que esperaba, cuando se encuentran estos dos. Ahí, en ese choque de caracteres y físicos (Audrey es una muñequita encantadora, Peck es un galán, pero un tipo muy normal, y un poco desabrido, para qué engañarnos), es donde reside también la magia de la cinta. Lo demás es Historia.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Wyler y su equipo nos tienen reservada una larga secuencia final, sin la cual esta cinta no sería tan grande, tan emocionante. Es la rueda de prensa, o el Encuentro con la Prensa, que tiene lugar al día siguiente de la aventura romana. Ahí, todo ha vuelto a la normalidad, el sueño se ha terminado. ¡No me digas que todo fue un sueño! Pues sí, qué te creías. Ahí, la princesa Ann contesta a las preguntas que se le hacen, pero en realidad, no puede concentrarse, porque sus miradas están todo el tiempo concentradas en Joe Bradley, su amor, su amor tan nuevo, es mi hombre, mi hombre del pueblo, el periodista que quería sacar tajada, pero a la mierda todo, porque lo importante es el amor, todo lo demás es secundario. Ese juego de miradas, que está rodado con gran precisión, es lo que hace que se te vuelvan a saltar las lágrimas (y ya se te saltaron, ahí debajo del puente). Roma siempre permanecerá en mi corazón. Roma, mi Roma. Bradley, sin embargo, tiene que resignarse: igual que antes, en la anoche, tuvo que “no mirar” cuando ella se iba hacia la Embajada, ahora el reto es salir de allí, sin mirar atrás. La cámara registra esa salida, en uno de los finales más perfectos y emocionantes que se han rodado nunca.

6.4
2,195
7
13 de diciembre de 2022
13 de diciembre de 2022
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
No había visto nada de este director, y un buen día vi que ponían esta peli, de la que no había leído nada, así que decidí verla: una aventura. Eso fue a comienzos de octubre. Ya desde el comienzo se nota que es una peli rara, de las que me gustan. Pero ésta, conforme avanza el metraje, no sólo es eso, sino que engancha. Tiene algo. Ese algo es un actor en estado de gracia, Caleb Landry Jones, del que todo el mundo habla tan bien (pero eso yo no lo sabía, eso vino después). Ver cómo se apropia del personaje, es algo. Los otros actores también están muy bien (Judy Davis, Anthony Lapaglia, como los padres; Essie Davis como Helen), pero CLJ lo borda. Difícilmente veremos una interpretación tan realista, tan auténtica como ésta. Al principio uno no sabe muy bien lo que pasa, pero pronto te das cuenta de que algo no va bien. Ya sé que a ti te da igual, pero...., hay algo aquí que no va. Lo que no va es la cabeza de Nitram, es decir, Martin Bryant, nuestro protagonista. Y todo se muestra desde dentro de su cabeza. Una cabeza ardiente, nunca mejor dicho. Ese gusto por los petardos, que nunca se fue. Esas locuras cotidianas. Los padres lo aguantan, pero ya están hartos. Ahora se dan cuenta del verdadero problema de las enfermedades mentales, que son una plaga. Ahora los medios sacan todo eso a relucir, y dicen que la cosa se agravó por la pandemia, el maldito confinamiento.
Pero esto sucedió mucho antes, a mediados de los 90, 1996, en un lugar remoto, Tasmania. Cuando la vi en octubre no sabía ni que había sido un caso real. De eso te enteras más tarde, con los créditos finales. Esto ha de saberse, ya que el mérito de Kurzel es haberse centrado en su personaje, dejando a un lado lo que vino después, la masacre aquella. Ya después leí todo lo que pasó cuando el estreno, los problemas que hubo, pero eso es secundario. El gran valor de la cinta es adentrarse en una mente enferma, y hacerlo con este brío narrativo, con un guión sólido, una buena fotografía y una música de su hermano Jed. Para que el espectador pueda entender, siquiera mínimamente, cómo era este hombre, ligeramente retrasado, que jugaba con fuego. Porque no todo es el mundo de los "normales". Hay otro mundo, y ahí está Nitram. Como ya no soporta a los padres (y éstos menos a él), cuando conoce a Helen (maravillosa esta actriz, sí) decide que ella será su amiga y su todo. Este personaje supondrá un cierto alivio en sus tensiones cotidianas, y ella, con su música y sus animales y sus plantas, le dará una calma que su trastornada mente necesita. Porque Nitram está loco, muy loco, eso todos los saben. Y los locos son impredecibles (por mucho que la neurociencia quiera saber). Y Nitram hace cosas que no se pueden entender, bajo un prisma "normal". La película es tan inteligente, que mete en la trama un problema familiar (que no desvelaré), como desencadenante de la tragedia. Es la figura paterna, a la sombra de una madre castradora, quien se convertirá en revulsivo, en la mecha necesaria.
Me gustó tanto, que volví a verla a finales de noviembre, y ya no me gustó tanto. Lo hice para repasarla, fijarme en cosas que se me podían haber pasado en el primer visionado. Como Nitram se fundamente en sorpresas, en motivos específicos, en conductas y giros, esta segunda exposición al veneno ya no me hizo tanto efecto. Me intoxiqué, pero menos. No tuvieron que hacerme un lavado de estómago. No sentí el vértigo de la primera vez. Port Arthur no me dio tanto miedo. Porque, a fin de cuentas, es una película de terror. El terror cotidiano, de no saber qué hará a continuación este hombre a punto de estallar. Nitram.... nitram... nitram...
Pero esto sucedió mucho antes, a mediados de los 90, 1996, en un lugar remoto, Tasmania. Cuando la vi en octubre no sabía ni que había sido un caso real. De eso te enteras más tarde, con los créditos finales. Esto ha de saberse, ya que el mérito de Kurzel es haberse centrado en su personaje, dejando a un lado lo que vino después, la masacre aquella. Ya después leí todo lo que pasó cuando el estreno, los problemas que hubo, pero eso es secundario. El gran valor de la cinta es adentrarse en una mente enferma, y hacerlo con este brío narrativo, con un guión sólido, una buena fotografía y una música de su hermano Jed. Para que el espectador pueda entender, siquiera mínimamente, cómo era este hombre, ligeramente retrasado, que jugaba con fuego. Porque no todo es el mundo de los "normales". Hay otro mundo, y ahí está Nitram. Como ya no soporta a los padres (y éstos menos a él), cuando conoce a Helen (maravillosa esta actriz, sí) decide que ella será su amiga y su todo. Este personaje supondrá un cierto alivio en sus tensiones cotidianas, y ella, con su música y sus animales y sus plantas, le dará una calma que su trastornada mente necesita. Porque Nitram está loco, muy loco, eso todos los saben. Y los locos son impredecibles (por mucho que la neurociencia quiera saber). Y Nitram hace cosas que no se pueden entender, bajo un prisma "normal". La película es tan inteligente, que mete en la trama un problema familiar (que no desvelaré), como desencadenante de la tragedia. Es la figura paterna, a la sombra de una madre castradora, quien se convertirá en revulsivo, en la mecha necesaria.
Me gustó tanto, que volví a verla a finales de noviembre, y ya no me gustó tanto. Lo hice para repasarla, fijarme en cosas que se me podían haber pasado en el primer visionado. Como Nitram se fundamente en sorpresas, en motivos específicos, en conductas y giros, esta segunda exposición al veneno ya no me hizo tanto efecto. Me intoxiqué, pero menos. No tuvieron que hacerme un lavado de estómago. No sentí el vértigo de la primera vez. Port Arthur no me dio tanto miedo. Porque, a fin de cuentas, es una película de terror. El terror cotidiano, de no saber qué hará a continuación este hombre a punto de estallar. Nitram.... nitram... nitram...

5.7
5,438
7
21 de diciembre de 2023
21 de diciembre de 2023
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Llegó el día, por fin. El del estreno en Netflix de Maestro, la película sobre Leonard Bernstein, el gran director de orquesta norteamericano. Bueno, director, compositor y pedagogo, entre otras muchas cosas. No quise ver nada antes, para no ir con información previa. Es decir, podría haber visto Reflections, el documental de Peter Rosen de 1978, que recién salió en Estados Unidos en 2008, 31 años después de ser filmado. Portrait of Bernstein at the zenith of his career, es el subtítulo de la cinta. Tampoco he querido ver los muchos documentales y conciertos disponibles en medici.tv: aprovechando este biopic la plataforma francesa ha sacado de sus archivos cientos de horas de grabaciones, como las del programa Omnibus. Nada de eso he querido rastrear, para ir virgen al encuentro con el Hombre y su Arte. Así se podría llamar cualquier película sobre un personaje de semejante dimensión. Bernstein es ya uno de los grandes de la cultura estadounidense, y es por eso que en la producción han estado gente de la talla de Scorsese, Spielberg, aparte Netflix, claro.
Pero la película es sin duda de Bradley Cooper, quien además de director es guionista, uno de los productores, aparte, y sobre todo, su actor protagonista, ahí es nada. ¿Y qué ha salido de todo eso? Una gran película, sin duda. No es un biopic al uso, no recorre la vida de Bernstein en un orden lineal, sino que va dando saltos, algunos son elipsis brutales que te dejan patidifuso, pero qué importa. Al parecer, el guión, escrito entre Cooper y Josh Singer, está basado en la biografía sobre LB, no sé de quién. Si uno va buscando algo sencillo de captar, tiene todas las de perder. Digamos que la cinta tiene dos partes, una que cuenta sus años mozos, en blanco y negro. Y luego, la segunda, que cuenta su época de plenitud (años 60 y 70), ya en color. Pero constantemente se va hacia atrás y hacia adelante, por lo que esto es sólo algo aproximado. La cinematografía, de Matthew Libatique, es sencillamente genial, tanto en B & N como en color. Se consigue crear la atmósfera adecuada, en ese tiempo de amor reciente, entre Lenny y Felicia. Luego, en la época de esplendor, la fotografía muestra muy bien aquellos años, con tonos marrones-anaranjados, algunos tonos fríos, marrones y rojos y verdes y algún amarillo pálido. Igualmente, se juega con el formato, y hay veces en que aparece 1,33:1, es decir, el viejo formato “televisivo” de aquellos años. Hay que tener en cuenta que Bernstein fue un hombre de su tiempo, y vivió el nacimiento y el auge de la TV, que le sirvió como medio educativo inmejorable (la famosa serie de la CBS Young People’s Concerts). Esos conciertos duraron hasta 1972, año en que yo nací…
Pero, como bien han dicho otros en sus reseñas, este biopic no va, ni de Una Vida Ejemplar, ni recorre su faceta musical como debería. Vida profesional que queda un poco al margen, respecto a la vida personal, que es la que interesa a Cooper y los suyos. En concreto, la cinta se centra en la relación de Bernstein con su mujer Felicia Montealegre Cohn, una actriz de origen judío, como él, y que fue su gran apoyo, a lo largo de su exitosa carrera. Precisamente en el arranque, en esa entrevista televisiva, Lenny aparece acordándose mucho de ella. Toda esa parte de cómo se conocieron, y sus primeros años, está rodada en estado de gracia. Parecían la pareja perfecta, como otros Kennedy, incluso, pero en realidad Bernstein era bisexual (homosexual, en realidad), y en la época esto era poco menos que una depravación, por lo que el matrimonio y los tres hijos de la pareja le sirvieron como escudo protector. Bien es cierto que, con el tiempo, no escondió su apetencia por los hombres, y así se muestra a las claras en la peli. Toda esa tensión sexual tuvo que hacer mella en la enamorada Felicia, que tuvo que asumir la condición auténtica de su marido. En ese tramo final ella parece la protagonista, por momentos, pero no está mal que así sea. Siempre se ha dicho que detrás de un gran hombre hay una gran mujer, y aquí se evidencia a las claras. Si Bradley Cooper está inmenso, en un papel que hace suyo por completo, Carey Mulligan no le va a la zaga, y hace otro papel excelente, que también es merecedor de Oscar.
Al final, estamos ante un melodrama clásico, que no llega a ser obra maestra, pero se le acerca bastante. Y es que, dada la naturaleza del personaje que retrata, era imposible hacer una película que recorriera todas sus facetas. Es cierto que los que amamos la música, aunque no su música especialmente, echamos de menos más momentos musicales y no tantas escenas familiares. Cuando aparecen esas secuencias de pura música, nos quedamos con la boca abierta, como esa secuencia del concierto en la iglesia (me estaba quedando un poco dormido, un pelín antes), en donde, en formato “cuadrado”, se ve a Bernstein dirigir a la orquesta en una obra tremenda, con todo su ímpetu y su energía desplegada. ¡Dios, qué fuerza que tiene!, más parece un documental que parte de la película. También la secuencia en Tanglewood es muy realista, y me parece muy bien que se nos muestre a LB como tal, con sus debilidades, como cualquier hombre. Y siempre el cigarro en sus dedos, en su boca. Fumador empedernido, por encima de todo. Apasionado, quién lo duda. Tal vez, hacia el final de la cinta, no sepamos muy bien cómo pensaba. Incluso, no sabremos muy bien cómo es su música, ya que se muestra su faceta de director, sobre todo. Yannick Nézet-Séguin, el joven director, director musical de la Orquesta de Filadelfia desde 2012, y director musical de la Metropolitan Opera House de Nueva York desde 2018, ha actuado como consejero musical. Homosexual como Bernstein, seguro que también tiene mucho que ver, en el resultado final de esta luminosa elegía a un hombre, a una mujer, a un tiempo de verano ya ido para siempre. Aunque algunos anhelamos que siga cantando, en algún rincón de nuestro corazón, de nuestro oído.
Pero la película es sin duda de Bradley Cooper, quien además de director es guionista, uno de los productores, aparte, y sobre todo, su actor protagonista, ahí es nada. ¿Y qué ha salido de todo eso? Una gran película, sin duda. No es un biopic al uso, no recorre la vida de Bernstein en un orden lineal, sino que va dando saltos, algunos son elipsis brutales que te dejan patidifuso, pero qué importa. Al parecer, el guión, escrito entre Cooper y Josh Singer, está basado en la biografía sobre LB, no sé de quién. Si uno va buscando algo sencillo de captar, tiene todas las de perder. Digamos que la cinta tiene dos partes, una que cuenta sus años mozos, en blanco y negro. Y luego, la segunda, que cuenta su época de plenitud (años 60 y 70), ya en color. Pero constantemente se va hacia atrás y hacia adelante, por lo que esto es sólo algo aproximado. La cinematografía, de Matthew Libatique, es sencillamente genial, tanto en B & N como en color. Se consigue crear la atmósfera adecuada, en ese tiempo de amor reciente, entre Lenny y Felicia. Luego, en la época de esplendor, la fotografía muestra muy bien aquellos años, con tonos marrones-anaranjados, algunos tonos fríos, marrones y rojos y verdes y algún amarillo pálido. Igualmente, se juega con el formato, y hay veces en que aparece 1,33:1, es decir, el viejo formato “televisivo” de aquellos años. Hay que tener en cuenta que Bernstein fue un hombre de su tiempo, y vivió el nacimiento y el auge de la TV, que le sirvió como medio educativo inmejorable (la famosa serie de la CBS Young People’s Concerts). Esos conciertos duraron hasta 1972, año en que yo nací…
Pero, como bien han dicho otros en sus reseñas, este biopic no va, ni de Una Vida Ejemplar, ni recorre su faceta musical como debería. Vida profesional que queda un poco al margen, respecto a la vida personal, que es la que interesa a Cooper y los suyos. En concreto, la cinta se centra en la relación de Bernstein con su mujer Felicia Montealegre Cohn, una actriz de origen judío, como él, y que fue su gran apoyo, a lo largo de su exitosa carrera. Precisamente en el arranque, en esa entrevista televisiva, Lenny aparece acordándose mucho de ella. Toda esa parte de cómo se conocieron, y sus primeros años, está rodada en estado de gracia. Parecían la pareja perfecta, como otros Kennedy, incluso, pero en realidad Bernstein era bisexual (homosexual, en realidad), y en la época esto era poco menos que una depravación, por lo que el matrimonio y los tres hijos de la pareja le sirvieron como escudo protector. Bien es cierto que, con el tiempo, no escondió su apetencia por los hombres, y así se muestra a las claras en la peli. Toda esa tensión sexual tuvo que hacer mella en la enamorada Felicia, que tuvo que asumir la condición auténtica de su marido. En ese tramo final ella parece la protagonista, por momentos, pero no está mal que así sea. Siempre se ha dicho que detrás de un gran hombre hay una gran mujer, y aquí se evidencia a las claras. Si Bradley Cooper está inmenso, en un papel que hace suyo por completo, Carey Mulligan no le va a la zaga, y hace otro papel excelente, que también es merecedor de Oscar.
Al final, estamos ante un melodrama clásico, que no llega a ser obra maestra, pero se le acerca bastante. Y es que, dada la naturaleza del personaje que retrata, era imposible hacer una película que recorriera todas sus facetas. Es cierto que los que amamos la música, aunque no su música especialmente, echamos de menos más momentos musicales y no tantas escenas familiares. Cuando aparecen esas secuencias de pura música, nos quedamos con la boca abierta, como esa secuencia del concierto en la iglesia (me estaba quedando un poco dormido, un pelín antes), en donde, en formato “cuadrado”, se ve a Bernstein dirigir a la orquesta en una obra tremenda, con todo su ímpetu y su energía desplegada. ¡Dios, qué fuerza que tiene!, más parece un documental que parte de la película. También la secuencia en Tanglewood es muy realista, y me parece muy bien que se nos muestre a LB como tal, con sus debilidades, como cualquier hombre. Y siempre el cigarro en sus dedos, en su boca. Fumador empedernido, por encima de todo. Apasionado, quién lo duda. Tal vez, hacia el final de la cinta, no sepamos muy bien cómo pensaba. Incluso, no sabremos muy bien cómo es su música, ya que se muestra su faceta de director, sobre todo. Yannick Nézet-Séguin, el joven director, director musical de la Orquesta de Filadelfia desde 2012, y director musical de la Metropolitan Opera House de Nueva York desde 2018, ha actuado como consejero musical. Homosexual como Bernstein, seguro que también tiene mucho que ver, en el resultado final de esta luminosa elegía a un hombre, a una mujer, a un tiempo de verano ya ido para siempre. Aunque algunos anhelamos que siga cantando, en algún rincón de nuestro corazón, de nuestro oído.
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