A "El robo del siglo" podríamos definirlo como el reino de las convenciones. Está el robo "perfecto"; están los rehenes; está el delincuente negociador; está el mediador; está el policía que discrepa con el mediador; están las pizzas; están, al final de la película, las referencias sobre la actualidad de cada ladrón... Están todos los elementos, pero le falta sal. Y le falta sorpresa, porque, al estar basado en una historia real tan célebre, los acontecimientos son harto conocidos por todos. E igual de trillados. Porque el director no quiso darle a la aventura una vuelta de tuerca que le otorgue sazón.
Ni el género del filme está claro: es casi una comedia, casi un drama, casi un policial. Todo se queda por la mitad. Y hasta los actores realizan sus papeles (los mejores que podrían hacer cada uno de ellos) para marcar tarjeta. Con oficio, pero en su lugar de confort. Y tampoco los rubros técnicos se destacan por alguna virtud en particular. El Robo del siglo entretiene, y no mucho más que eso.

En esta sobrevalorada película sobre un Frankenstein aggiornado la estética lo es todo. Ni liberación femenina, ni originalidad, ni un gran guion. Estética pura. Que en eso sí se destaca: en su escenografía barroca y surrealista digna del mejor Dalí; en su fotografía estilizada, incluyendo la utilización del blanco y negro; y en su contenido caracterizado por su estilo expresionista, aunque con grandes dosis de bizarrismo.

La protagonista es Bella (interpretada eficazmente por Emma Stone, ganadora del Oscar), una mujer que, estando embarazada, se suicida arrojándose al río desde un puente al comienzo del film. Ella es rescatada por el doctor Godwin Baxter (que, en una obviedad del guionista, se hace llamar “God”: “Dios”), una especie de Dr. Frankenstein moderno, que la resucita injertándole el cerebro de su bebé. Por lo tanto, este nuevo monstruo de Frankenstein no se comporta como un asesino, tal cual el autómata creado por Mary Shelley en sus múltiples películas, sino como una niña en el cuerpo de una adulta, al estilo de aquellas películas de intercambio de cuerpos, como Freaky Friday (Gary Nelson, 1976).

Entonces, de este modo, Bella vive primero como una bebé, y luego como una niña, en la casa/laboratorio de este estrafalario científico interpretado con sobriedad por Willem Dafoe, hasta su despertar sexual. En ese momento, y de manera absurda, “God” deja ir a su creación con un inescrupuloso y sentimentalmente inestable personaje que interpreta un sobreactuado Mark Ruffalo, quien la lleva a tener una vida libertina.

Bella, a lo largo del film, no deja de comportarse como una niña, sin inhibiciones sociales y con la típica ingenuidad de los infantes. Por lo que su trabajo posterior en un burdel, que intenta reflejarse como un empoderamiento o liberación femenina, no es más que una oda a la pedofilia. Pues ella no es más que una menor, aunque en un cuerpo de mujer. “No me juzgues”, le pide a su prometido al volver de su viaje de autodescubrimiento. “Es tu cuerpo”, le dice él. Pero ella tiene la inmadurez de los niños y aún está impedida de tomar decisiones como una adulta. De hecho sigue dejándose llevar por impulsos caprichosos e infantiles que la hacen meterse cada vez en más graves problemas, con la absurda pasividad de God y su pusilánime ayudante-pretendiente.

En esta comedia que no causa risa, todo es excesivo y absurdo; pero no por ello deberíamos dejar de juzgarla desde su pretendido mensaje feminista que termina siendo definitivamente fallido.

Con la reconocida influencia (por el director) de "Y la nave va", de Fellini y "El joven Frankenstein", de Mell Brooks, Pobres criaturas no le llega ni a los talones a ninguno de los dos films.