"Blade Runner 2049" destaca por sus colosales espacios, propios de la mente de un director de la talla de Denis Villeneuve quien ya sorprendió con "Arrival" y la reciente, pero aún inacaba, trilogía de "Dune". Escenarios donde las personas son pequeños decorados ante la arquitectura propia de vanguardia: simetría, verticalidad, figuras geométricas entorno a las que se componen los diseños, etc. El color es clave, de igual forma, no solo para ambientar sino también para marcar la evolución del arco del protagonista (gama de colores, por otra parte, reutilizada con posterioridad en sus películas, al menos tal es la sensación que me deja).

Si nos centramos en los personajes, a diferencia de la versión de Ridley Scott, veo en ellos, quizá de forma más mascada y menos hermética, una lucha interna por encontrarse así mismo o encontrar una verdad que diste de lo estrictamente programado. Precisamente este punto ha sido el que ha decantado la balanza en favor de la secuela, pese a las múltiples críticas que pueda llevarme por parte de los forofos de la versión de 1982.

Por encima incluso de la propia trama, algo a destacar en "Blade Runner" es su característica estética visual: una oda a lo decadente, a lo suburbano y a lo comercial. Todo ello gracias a la intervención de Jordan Cronenweth (quien en su día trabajaría para Wilder en "The Front Page").

Si bien Ridley Scott pretende hacer de esta película toda un poema visual, el enredo filosófico con el que tiñe la trama es tal que a veces da la sensación de pura inacción y en cuanto a sus personajes, parecen estar hechos de plástico barato, huelen a químico radioactivo y distan de las creaciones originales de Philip K. Dick, caracterizados, precisamente, por sus dudas existenciales.

La película de Hawks es más ligera y frenética que la versión de Wilder. No por ello la hace peor, ni siquiera mejor, tan solo son perspectivas diferentes que se han tomado de parte de dos titanes del humor.

Si bien es cierto que en "Luna Nueva" los diálogos son certeros y no dan pie a masticar con pausa la historia, tal fue la intención del director estadounidense y de Charles Lederer, el guionista de la obra. No obstante, siendo consciente al subgénero al que pertenece: screwball comedy, la relación de amor entre Cary Grant y Rosalind Russell poco aporta, por no decir, nada. Es un enredo innecesario qué resta al frenetismo del que se pretende hacer gala.

Sería injusto por mi parte comparar de forma tan recatada ambas versiones, pues cada tiene sus pecados de los que arrepentirse y sus momentos inolvidables de los que sacar pecho.

Dejando la razón de lado, si acaso alguna vez me acompañó para escribir tales líneas, he de quedarme con la versión de Wilder, quizá sea por su humor cínico o su tándem Lemmon y Matthau.

Solo por el hecho de que la brillante Diane Keaton sea la que lleve las riendas de la trama y, por tanto, desplace a un segundo término a Woody Allen, ya merece la pena adentrarse en la película.

Es magnífica la forma en la que se construye la trama, que parte de una loca obsesión derivada de las ganas del personaje de Diane para evadirse de la ruina de matrimonio en el que se encuentra. Si a ello le sumamos la participación del carismático Alan Alda, que como buen romántico platónico apoya sus teorías para acompañarla en sus aventuras, se genera un caldo perfecto para dar situaciones con un soberbio humor cítrico.

Las múltiples referencias culturales en la obra de Woody Allen es el pan de cada día, por ello, no era de extrañar que el final debía "romperse en mil pedazos como un espejo".

La película es el perfecto retrato de la falta de vergüenza ajena, de sensación de ridículo, no teme incomodar, se nutre de ello, precisamente. Qué bello es poder verte al espejo y reírte de uno mismo, qué bello es hacer el payaso para que el mundo sonría, qué bello es burlarte de los snobs, intolerantes, supremacistas morales, fanáticos del "yoísmo" sin que se den cuenta.

Borat es una road movie atrevida, que no tiene pelos en la lengua, que usa el humor como vehículo de crítica. El objetivo es mover del asiento al espectador, hacerle soltar muecas de desagrado, girar la cabeza por vergüenza, arquear la ceja con según qué comentarios.