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6.9
11,333
8
20 de septiembre de 2017
20 de septiembre de 2017
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine del Hollywood clásico había retratado el racismo, esa lacra social tan arraigada a la esencia de la sociedad norteamericana, como contrapunto de paroxismo melodramático perfectamente integrado por el maestro Douglas Sirk en Imitación a la vida (1958) o bien como conflicto personal versus convencionalismo social con el envoltorio de una comedia romántica evidenciado en un título señero como Adivina quién viene esta noche (Stanley Kramer, 1967). Mientras se estrenaba esta edulcorada visión del problema racista, el país asiste al estallido de una serie de revueltas y disturbios cuyo epicentro se sitúa en Detroit, por entonces la quinta ciudad más populosa de EE.UU. y centro neurálgico de la industria automovilística.
Kathryn Bigelow es una directora atípica con una filmografía corta (una decena de films en treinta años de carrera) que consiguió alzarse al pódium de la industria con En tierra hóstil (2008), donde mostraba el horror de la guerra a través de una unidad de desactivación de explosivos. El espíritu crítico que se vislumbraba en aquella película eclosiona sin ambages en Detroit, sin duda su obra más redonda, testimonio perfectamente engranado de una realidad que no solo sigue vigente, se repite cada día. Sin discursos, con unos simples dibujos y cuatro líneas, los primeros minutos del film nos sitúan en la realidad social del momento, en la formación de los guetos urbanos donde se amontonan los pobres, que encima son negros, convertidos en auténticos polvorines a punto de prender.
Estructurada en tres partes, la primera muestra la mecha del detonante, cuando la policía de la ciudad cierra un bar nocturno sin licencia para vender alcohol y detiene a todos los clientes. Empiezan los disturbios, la violencia, los asesinatos por parte de la policía y la toma de la ciudad por los cuerpos y fuerzas de seguridad (policía estatal, federal, guardia nacional…), que en unos casos se unen a la “fiesta” y en otros miran para otro lado. El nudo principal del relato se centra en lo sucedido en el hotel Algiers, condensando en ese pequeño espacio y en ese puñado de personajes la sustancia, el sumario y las consecuencias de un conflicto que tortura y mata impunemente a las personas por el color de la piel, como constata el epílogo que cierra la historia.
La directora de Detroit no exime al espectador de los detalles de violencia que engendra el racismo, porque asume conscientemente el valor legítimo de su relato cinematográfico como testimonio comprometido de una realidad insoslayable, contada de tal forma que las escenas filmadas se mimetizan perfectamente tanto a nivel técnico como narrativo con las imágenes reales tomadas en su día. Completan estos más de 160 minutos de buen cine que se siguen con tensión y atención permanente, dos personajes que de alguna manera condensan y sintetizan a los protagonistas situados a cada lado de la tragedia, y a los que los actores John Boyega (el negro convertido en testigo impotente) y Will Poulter (el joven policía psicópata y homicida) dotan de una dimensión pasmosa.
Kathryn Bigelow es una directora atípica con una filmografía corta (una decena de films en treinta años de carrera) que consiguió alzarse al pódium de la industria con En tierra hóstil (2008), donde mostraba el horror de la guerra a través de una unidad de desactivación de explosivos. El espíritu crítico que se vislumbraba en aquella película eclosiona sin ambages en Detroit, sin duda su obra más redonda, testimonio perfectamente engranado de una realidad que no solo sigue vigente, se repite cada día. Sin discursos, con unos simples dibujos y cuatro líneas, los primeros minutos del film nos sitúan en la realidad social del momento, en la formación de los guetos urbanos donde se amontonan los pobres, que encima son negros, convertidos en auténticos polvorines a punto de prender.
Estructurada en tres partes, la primera muestra la mecha del detonante, cuando la policía de la ciudad cierra un bar nocturno sin licencia para vender alcohol y detiene a todos los clientes. Empiezan los disturbios, la violencia, los asesinatos por parte de la policía y la toma de la ciudad por los cuerpos y fuerzas de seguridad (policía estatal, federal, guardia nacional…), que en unos casos se unen a la “fiesta” y en otros miran para otro lado. El nudo principal del relato se centra en lo sucedido en el hotel Algiers, condensando en ese pequeño espacio y en ese puñado de personajes la sustancia, el sumario y las consecuencias de un conflicto que tortura y mata impunemente a las personas por el color de la piel, como constata el epílogo que cierra la historia.
La directora de Detroit no exime al espectador de los detalles de violencia que engendra el racismo, porque asume conscientemente el valor legítimo de su relato cinematográfico como testimonio comprometido de una realidad insoslayable, contada de tal forma que las escenas filmadas se mimetizan perfectamente tanto a nivel técnico como narrativo con las imágenes reales tomadas en su día. Completan estos más de 160 minutos de buen cine que se siguen con tensión y atención permanente, dos personajes que de alguna manera condensan y sintetizan a los protagonistas situados a cada lado de la tragedia, y a los que los actores John Boyega (el negro convertido en testigo impotente) y Will Poulter (el joven policía psicópata y homicida) dotan de una dimensión pasmosa.

6.4
46,639
7
12 de marzo de 2018
12 de marzo de 2018
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras triunfar en los diferentes festivales donde se ha proyectado, llegaba a nuestras pantallas la última película del mexicano Guillermo del Toro, cargada de expectativas acumuladas por tantos reconocimientos y galardones, entre ellos las trece nominaciones, incluida mejor película, conseguidas en los premios más mediáticos otorgados por la gran industria del cine, los Óscar. No en vano, la fecha de estreno coincide con la antesala de la ceremonia, al efecto de alargar su trayecto comercial recogiendo los frutos reportados por las estatuillas concedidas, previsiblemente. En el último momento, diez días antes de que se conozcan los premios, un elemento viene a añadir incertidumbre al asunto, se trata de la demanda por plagio presentada por el hijo de un novelista que acusa al director y guionista azteca de haber tomado prestados, sin permiso, varias ideas de una obra de su padre. Por ahora solo viene a ser un elemento publicitario más, hasta que la justicia (o un acuerdo extra-judicial) zanjen el tema.
Como viene siendo habitual en la trayectoria cinematográfica del director, la gran baza de su cine se despliega a través de su capacidad creativa, su portentosa facultad para recrear universos propios mediante la combinación de personajes (hiper)realistas con seres (para)fantásticos. La historia de "La forma del agua" se desarrolla en un centro de investigación y experimentación durante los años más duros de la Guerra Fría, donde una retraída y muda limpiadora (conmovedora Sally Hawkins) queda prendada de un personaje tan solo, herido, angustiado, perdido y vulnerable como ella misma. Dos anti-héroes destinados a encontrarse en esta fantástica historia de amor; amor a la vida, a la amistad y, por supuesto, al cine. Del Toro conjuga en la historia su pasión por el cine de puro entretenimiento, no en vano la vivienda de la protagonista está situada sobre un enorme y añorado cine en horas bajas que todos los días proyecta la misma sesión doble formada por la película bíblica "La historia de Ruth" (Henry Koster, 1960) y el musical "Martes de carnaval" (Edmund Goulding, 1958). Además, el vecino homosexual interpretado por Richard Jenkins se pasa la vida viendo añejos musicales protagonizados por olvidadas estrellas que en su día brillaron en el Olimpo de la pantalla como Alice Faye, Betty Grable o Carmen Miranda.
"La forma del agua" no engaña a nadie, estamos ante la portentosa cámara de Guillermo del Toro moviéndose por otra dimensión, creando, conformando y engarzando sus temas mágicos, sus villanos humanizados, sus monstruos entrañables y sus mundos entre reales y oníricos. Todo al servicio de una historia donde lo que prevalece es ese magnetismo desconocido dispuesto a absorber al espectador para trasladarlo más allá de la pantalla plana. Si se traspasa ese límite el disfrute está garantizado, de otra manera mejor optar por una película de superhéroes. Hay muchas.
Como viene siendo habitual en la trayectoria cinematográfica del director, la gran baza de su cine se despliega a través de su capacidad creativa, su portentosa facultad para recrear universos propios mediante la combinación de personajes (hiper)realistas con seres (para)fantásticos. La historia de "La forma del agua" se desarrolla en un centro de investigación y experimentación durante los años más duros de la Guerra Fría, donde una retraída y muda limpiadora (conmovedora Sally Hawkins) queda prendada de un personaje tan solo, herido, angustiado, perdido y vulnerable como ella misma. Dos anti-héroes destinados a encontrarse en esta fantástica historia de amor; amor a la vida, a la amistad y, por supuesto, al cine. Del Toro conjuga en la historia su pasión por el cine de puro entretenimiento, no en vano la vivienda de la protagonista está situada sobre un enorme y añorado cine en horas bajas que todos los días proyecta la misma sesión doble formada por la película bíblica "La historia de Ruth" (Henry Koster, 1960) y el musical "Martes de carnaval" (Edmund Goulding, 1958). Además, el vecino homosexual interpretado por Richard Jenkins se pasa la vida viendo añejos musicales protagonizados por olvidadas estrellas que en su día brillaron en el Olimpo de la pantalla como Alice Faye, Betty Grable o Carmen Miranda.
"La forma del agua" no engaña a nadie, estamos ante la portentosa cámara de Guillermo del Toro moviéndose por otra dimensión, creando, conformando y engarzando sus temas mágicos, sus villanos humanizados, sus monstruos entrañables y sus mundos entre reales y oníricos. Todo al servicio de una historia donde lo que prevalece es ese magnetismo desconocido dispuesto a absorber al espectador para trasladarlo más allá de la pantalla plana. Si se traspasa ese límite el disfrute está garantizado, de otra manera mejor optar por una película de superhéroes. Hay muchas.
8
9 de febrero de 2018
9 de febrero de 2018
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
La pasada edición de la Semana de Cine de Cuenca ofreció una panorámica verdaderamente acertada y representativa del mejor cine español del momento, programando los títulos que han resultado triunfadores en la reciente entrega de los premios Goya, como la producción vasca "Handia" (vencedora absoluta con diez estatuillas) o "El autor" (mejor actor protagonista y actriz de reparto), además de los premios al mejor cortometraje de ficción ("Madre", de Rodrigo Sorogoyen) y de animación ("Woody y Woody", de Jaume Carrió). Pero entre tanto título relevante, el público de Cuenca se quedó prendado con la naturalidad y el desparpajo de un sensacional personaje llamado Julita Salmerón, retratada durante catorce años por la cámara de su hijo pequeño, un actor que hace dos décadas alcanzó cierta popularidad y posteriormente ha desarrollado una irregular carrera. Gustavo Salmerón decide pasar al otro lado de la cámara para debutar con esta especie de catarsis familiar titulada "Muchos hijos, un mono y un castillo", que acaba de ratificar su gran éxito de público con el goya a mejor documental. Una cita ineludible con el cine para quienes no la pudieron disfrutar durante la Semana de Cine, o quieran disfrutar la experiencia de nuevo.
Cuando la película se proyectó en Cuenca casi nadie conocía la vinculación de la protagonista con nuestra tierra. Por esas fechas, madre e hijo se encontraban en Amsterdam, cuyo festival había programado la película; no pudieron venir a la presentación pero tuvieron la deferencia de enviar un saludo con un guiño personal que destapaba cierta curiosidad en los espectadores. Las referencias expresas a las raíces conquenses de Julita apenas se reflejan en un par de escenas, la primera sobre el puente de San Pablo, donde hace referencia a esa estampa de belén navideño que ofrece la parte antigua de la ciudad, y otra frente a la polémica cruz situada en la fachada lateral de la catedral en recuerdo de José Antonio Primo de Rivera, figura de la que se reconoce devota enamorada.
El título de "Muchos hijos, un mono y un castillo" hace referencia a los tres objetivos en la vida de esta conquense de 82 años. Aunque en la película no se informa al respecto, el castillo que da cumplimiento al tercer deseo de Julita es una impresionante fortaleza palaciega situada en la localidad de Perafita, a cien kilómetros de Barcelona, que pudo ser adquirido por la familia gracias una herencia de la que tampoco se ofrecen más datos. Ahora sabemos que el castillo vino del agua, a través de un personaje llamado Baldomero Sanz Sanz, propietario de Solán de Cabras, circunstancia que permitió al marido de su nieta Julita, Antonio García Cabanes, ocupar el cargo de presidente de la compañía durante varios años, hasta que en los albores del siglo XXI la empresa fue vendida a una multinacional.
El acierto de Gustavo Salmerón es centrar la cámara en la figura de su madre, personaje que articula la narración desde su frescura y naturalidad, con esa capacidad en ocasiones casi surrealista para provocar situaciones de lo más hilarante. El macguffin utilizado por el director para abrir los armarios y cajones al objeto de ventilar los fantasmas familiares acumulados a lo largo de toda la vida, es la búsqueda, entre tanto objeto que haría las delicias de Diógenes, de la vértebra de la abuela Julia Mombiedro, asesinada en Cuenca en los albores de la guerra civil.
Cuando la película se proyectó en Cuenca casi nadie conocía la vinculación de la protagonista con nuestra tierra. Por esas fechas, madre e hijo se encontraban en Amsterdam, cuyo festival había programado la película; no pudieron venir a la presentación pero tuvieron la deferencia de enviar un saludo con un guiño personal que destapaba cierta curiosidad en los espectadores. Las referencias expresas a las raíces conquenses de Julita apenas se reflejan en un par de escenas, la primera sobre el puente de San Pablo, donde hace referencia a esa estampa de belén navideño que ofrece la parte antigua de la ciudad, y otra frente a la polémica cruz situada en la fachada lateral de la catedral en recuerdo de José Antonio Primo de Rivera, figura de la que se reconoce devota enamorada.
El título de "Muchos hijos, un mono y un castillo" hace referencia a los tres objetivos en la vida de esta conquense de 82 años. Aunque en la película no se informa al respecto, el castillo que da cumplimiento al tercer deseo de Julita es una impresionante fortaleza palaciega situada en la localidad de Perafita, a cien kilómetros de Barcelona, que pudo ser adquirido por la familia gracias una herencia de la que tampoco se ofrecen más datos. Ahora sabemos que el castillo vino del agua, a través de un personaje llamado Baldomero Sanz Sanz, propietario de Solán de Cabras, circunstancia que permitió al marido de su nieta Julita, Antonio García Cabanes, ocupar el cargo de presidente de la compañía durante varios años, hasta que en los albores del siglo XXI la empresa fue vendida a una multinacional.
El acierto de Gustavo Salmerón es centrar la cámara en la figura de su madre, personaje que articula la narración desde su frescura y naturalidad, con esa capacidad en ocasiones casi surrealista para provocar situaciones de lo más hilarante. El macguffin utilizado por el director para abrir los armarios y cajones al objeto de ventilar los fantasmas familiares acumulados a lo largo de toda la vida, es la búsqueda, entre tanto objeto que haría las delicias de Diógenes, de la vértebra de la abuela Julia Mombiedro, asesinada en Cuenca en los albores de la guerra civil.

6.2
2,181
7
20 de octubre de 2017
20 de octubre de 2017
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película de Fatih Akin nos presenta el trayecto vital de dos jóvenes en un viaje a ninguna parte a bordo de un Lada Niva, acompañados con la música del pianista francés Richard Clayderman, hace treinta años el rey de los expositores de cassettes en todos los bares de gasolinera. Como toda road movie (o película de tránsitos) que se precie, la parte más importante del viaje es la que muestra la evolución del personaje principal, verdadera catarsis que le descubre nuevas experiencias hasta entonces desconocidas, valores universales como la amistad, el amor, la autoestima, la libertad, la verdad... adquieren una dimensión desconocida para el púber Maik, que después del verano regresa al instituto como una persona nueva con nueva vida. Se agradecen especialmente los toques de humor y la perspectiva optimista que ofrece a lo largo de su ajustado y luminoso metraje.

6.2
1,490
7
4 de octubre de 2017
4 de octubre de 2017
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para su segunda película en solitario (la anterior, 7 minutos, se estrenó en 2009), la guionista y directora argentina Daniela Fejerman parte de su propia experiencia personal, tamizada por el tiempo y la colaboración en la escritura de Alejo Flash, al objeto de objetivar el relato y articular una historia consistente y realista. Esta es la gran baza de La adopción, su tono naturalista, tanto en la descripción de los fríos ambientes como en la definición de los diferentes personajes.
La peripecia de una pareja que ha invertido más de 10.000 euros en un proceso de adopción, ante la imposibilidad de convertirse en padres de forma biológica, y que viajan para cumplir el sueño a un país indeterminado del Este, falacia inexistente desde la caída del Muro que para la Europa Occidental referencia el límite pobre del Viejo Continente. Aunque en la película no se cita explícitamente para evitar suspicacias (la directora lo sufrió en Ucrania), el film se ambientó en las heladas tierras lituanas (las matrículas LT así lo delatan), aportando a la historia el contrapunto de frialdad y oscuridad a los ardientes anhelos de los personajes que viajan desde España para encontrarse una burocracia corrompida, un montaje estructurado para lucrarse negociando con los sentimientos y, lo que es mucho más grave, con la vida de los niños.
La difícil tesitura tensionará las relaciones de la pareja, sacando a relucir sus propias frustraciones y traumas, pues cada uno pretenderá resolver el asunto a su manera, con el desgaste y la carga emocional que conlleva enterarse que la mayor parte del dinero que han pagado está destinado al soborno; el desgaste moral de aguantar que les recriminen que en realidad es como si estuvieran “comprando un hijo”. Todo mostrado con buen tacto y sensibilidad, convirtiendo La adopción en una película que consigue empatizar con el espectador participándole del drama de los personajes, muy creíblemente interpretados por los actores Nora Navas y Francesc Garrido, que aportan un plus de verismo desde su propia apariencia cotidiana; el mayor halago es que no parecen actores, sino que están viviendo una experiencia demoledora. Menos mal que aunque los niños ya no vengan de París la felicidad es la misma.
Es muy probable que La adopción pase por la cartelera de nuestra ciudad de forma prácticamente imperceptible, como suele ocurrir con los títulos que no llegan apoyados en una cobertura mediática importante. En cualquier caso, merece más atención por parte de los espectadores, pues no es muy habitual que una película consiga transmitir emociones e inquietudes de la manera más sencilla, sin recurrir al folletín o la sensiblería. Es el resultado de una historia bien contada, donde tan importante es lo que vemos desde nuestro punto de vista como las elipsis que suceden desde el lado de los funcionarios encargados de tomar las decisiones, y que darían lugar a otra película igual de interesante.
La peripecia de una pareja que ha invertido más de 10.000 euros en un proceso de adopción, ante la imposibilidad de convertirse en padres de forma biológica, y que viajan para cumplir el sueño a un país indeterminado del Este, falacia inexistente desde la caída del Muro que para la Europa Occidental referencia el límite pobre del Viejo Continente. Aunque en la película no se cita explícitamente para evitar suspicacias (la directora lo sufrió en Ucrania), el film se ambientó en las heladas tierras lituanas (las matrículas LT así lo delatan), aportando a la historia el contrapunto de frialdad y oscuridad a los ardientes anhelos de los personajes que viajan desde España para encontrarse una burocracia corrompida, un montaje estructurado para lucrarse negociando con los sentimientos y, lo que es mucho más grave, con la vida de los niños.
La difícil tesitura tensionará las relaciones de la pareja, sacando a relucir sus propias frustraciones y traumas, pues cada uno pretenderá resolver el asunto a su manera, con el desgaste y la carga emocional que conlleva enterarse que la mayor parte del dinero que han pagado está destinado al soborno; el desgaste moral de aguantar que les recriminen que en realidad es como si estuvieran “comprando un hijo”. Todo mostrado con buen tacto y sensibilidad, convirtiendo La adopción en una película que consigue empatizar con el espectador participándole del drama de los personajes, muy creíblemente interpretados por los actores Nora Navas y Francesc Garrido, que aportan un plus de verismo desde su propia apariencia cotidiana; el mayor halago es que no parecen actores, sino que están viviendo una experiencia demoledora. Menos mal que aunque los niños ya no vengan de París la felicidad es la misma.
Es muy probable que La adopción pase por la cartelera de nuestra ciudad de forma prácticamente imperceptible, como suele ocurrir con los títulos que no llegan apoyados en una cobertura mediática importante. En cualquier caso, merece más atención por parte de los espectadores, pues no es muy habitual que una película consiga transmitir emociones e inquietudes de la manera más sencilla, sin recurrir al folletín o la sensiblería. Es el resultado de una historia bien contada, donde tan importante es lo que vemos desde nuestro punto de vista como las elipsis que suceden desde el lado de los funcionarios encargados de tomar las decisiones, y que darían lugar a otra película igual de interesante.
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