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Críticas de Sergio Berbel
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Críticas 840
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
13 de febrero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
De nuevo Elia Kazan, cinco años después de “Un tranvía llamado Deseo” (1951), dirigiendo la adaptación de una obra teatral de Tennessee Williams, mi dramaturgo favorito. De nuevo todos y cada uno de los elementos que conforman ese asfixiante, cargado y misántropo universo del creador teatral más grande que haya existido desplegados para incomodarnos y mostrarnos el lado más repugnante y terrible del ser humano y, en este caso, en mitad del asfixiante y acalorado ambiente de una plantación de algodón en el sur de los USA, arrastrando además un descomunal contexto erótico que no para de crecer durante su metraje hasta el paroxismo final.

“Baby Doll” es una película en la que no existen los buenos, está plagada de malos y de dos criaturas femeninas que tienen que trascender los límites con tal de sobrevivir en semejante selva criminal, una a través de la inocencia y candidez sostenida más allá de una edad razonable o quizás tan sólo aparentada; la otra a través de la locura (la anciana tía de Baby Doll). El amor de Williams por los personajes inestables psíquicamente vuelve a brillar para atenazarnos y crear un desasosiego insoportable en el espectador.

Una cruel historia que tiene numerosos puntos de conexión con “Lolita” de Vladimir Nabokov, publicada el año antes del estreno de “Baby Doll”, en la que una magistral Carroll Baker interpreta a una joven bellísima de 19 años que fue casada por su padre, antes de fallecer, con un desmotador de algodón (magistral como siempre Karl Malden) con graves problemas económicos para poder dar a Baby Doll todo lo que le prometió a su padre. Eso sí, la condición implícita en aquel matrimonio de conveniencia convertido en jaula para la joven era no consumar el matrimonio hasta que cumpliera los 20 años y eso va a suceder al día siguiente de los hechos que se narran en el film. En ese equilibrio imposible vive la pareja hasta que el marido Archie Lee, ahogado económicamente por la empresa que se ha hecho con todo el negocio en la zona, decide provocar un incendio en esa gran desmotadora empresarial para buscar una oportunidad de supervivencia. Eso llevará al gerente de la misma, un siciliano apuesto (Eli Wallach) a acercarse a la casa y a conocer a Baby Doll. Lo sentimental y lo económico comienza a mezclarse peligrosamente.

El ambiente malsano, acalorado, pleno de desgarro en sus personajes atrapados y de cochambre interior y exterior propio de las obras de Tennessee Williams brilla cuando es adaptado por el propio genio del teatro a guión cinematográfico para que Elia Kazan incidiera en los encuadres valientes, profundamente modernos y adelantados a su tiempo y con ciertos tintes expresionistas que ya ensayara en “Un tranvía llamado Deseo”.

Resulta portentosa la dirección de fotografía en blanco y negro de Boris Kaufman, tanto en los sofocantes exteriores tan propios de las grandes plantaciones sudistas americanas como los oscuros y terroríficos interiores de una vieja mansión en ruinas donde habitan los protagonistas de esta obra maestra.
Sergio Berbel
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7
12 de febrero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El iconoclasta, provocador, excéntrico, inclasificable y extravagante Todd Solondz utiliza todo el colorín formal de un telefilm ochentero para contarnos la historia de una familia cualquiera norteamericana, pero vista a través de un espejo profundamente deformante. Una película donde los abuelos deciden divorciarse porque se dan asco, los padres son pederastas, las madres se hacen las tontas para no tener que afrontar su vida vacía y frígida, las titas son unas fracasadas integrales o unas intelectuales fingidas deseosas de perversión, los hijos descubren el sexo de la peor manera posible, y hasta el perro de la familia es seriamente disfuncional.

Según el irreverente Todd Solondz, en toda buena familia americana que se precie debe haber un poco de violaciones, asesinatos, pedofilia, sueños masoquistas o psicópatas, onanismo, frigidez, alcoholismo, desviaciones sexuales, suicidios, mutilaciones genitales, sexo telefónico, terapias inútiles, seres torturados, enfermedades mentales graves, asesinatos, infidelidades, perversiones varias…

Es Todd Solondz. Obviamente, la cinta a ratos desbarra por el humor de trazo grueso y pierde calidad, pero su acidez en otros momentos resulta interesante. No la veas si te gustan las propuestas de fórmula habitual, si no quieres que te sorprendan. Pero si te apetece que te golpeen en el estómago con fuerza, ya sabes, ésta es tu opción.

Todos los personajes sólo quieren alcanzar la felicidad, pero Solondz no tiene piedad con el ser humano en su misantropía y anuncia a gritos que esa es una meta imposible, lejana e inalcanzable, en una sociedad que aparenta ser normal pero sólo es sórdida en sus cimientos. Porque el ser humano sólo produce náuseas. La vida misma.
Sergio Berbel
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10
8 de febrero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todd Haynes es uno de los más importantes nombres del panorama cinematográfico actual. Ha sabido crear un estilo propio a través de la recreación perfecta de los clásicos melodramas de colores vivos y muy saturados en technicolor y en torno a personajes pertenecientes a la clase media-alta de la década de 1950 que todos asociamos en nuestra memoria cinéfila con Douglas Sirk. El mundo entero cayó rendido a sus pies tras una obra maestra como “Lejos del cielo”. Nadie sabía que incluso podía superar la apuesta inicial con la mágica “Carol” unos años después, creando un cine estética y argumentalmente imprescindible que contiene una conexión directa con la pintura de Hooper.

Pero Todd Haynes no es tan sólo caligrafía visual apabullante a través de un uso del color portentoso, unos planos equilibrados, unos movimientos de cámara clásicos y lentos, una maravillosa alergia a las salas de montaje que compartimos ambos y algunos planos holandeses absolutamente brillantes, sino que su cine también es compromiso social. En el caso de “Carol”, relatando el amor entre dos mujeres. En el supuesto de “Lejos del cielo”, con una valentía aún mayor denunciando dos situaciones aberrantes de forma simultánea: tanto las apariencias asfixiantes que obligan a un hombre a continuar con su matrimonio y su familia perfecta siendo homosexual y que ello sea tratado como una enfermedad; como la posibilidad de que surja una conexión especial entre un afroamericano y una blanca de clase media-alta. En ambos aspectos “Lejos del cielo” supone un grito contundente y necesario al respecto, contra la homofobia y contra el racismo. El cine de Todd Haynes no se queda en la belleza paralizante de sus imágenes, sino que va mucho más allá cuando se le otorga un compromiso necesario.

Impresionantemente interpretado por Julianne Moore, el film desparrama una de las direcciones de fotografía más exquisitas que se hayan visto en muchos años, firmada por Edward Lachman, siguiendo todos los cánones del cine de Douglas Sirk. La belleza formal de esta cinta es realmente abrumadora, siendo apoyada por una de las mejores partituras musicales de este siglo, obra del inmenso genio siempre infravalorado Elmer Bernstein que, tras unos años de declive, resucitó a todos los efectos con la música de esta obra maestra, portentosamente sinfónica y clásica.

En sus etéreos 107 minutos de perfección fílmica, el maravilloso guión del propio Todd Haynes nos cuenta la historia de una mujer que tiene que "padecer" una atracción física y emocional hacia un afroamericano en la racista y reaccionaria sociedad norteamericana de los años 50, a la par que su matrimonio se va al traste por la homosexualidad oculta de su marido, al que tratan como si estuviese enfermo, pero cuyo tratamiento no está por surtir efecto. El racismo, la homofobia y la hipocresía social como telón de fondo de un retrato de la aparente calma familiar imborrable en una obra maestra para la historia del cine.
Sergio Berbel
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8
8 de febrero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cineasta argentino Juan José Campanella se dio a conocer a nivel mundial en 2001 con “El hijo de la novia”, una comedia romántica que funciona con precisión y que consigue lo que pretende sin entrar en mayores complejidades, emocionar desde la sencillez y utilizando resortes ortodoxos en el género para ello. Ocho años después, decidió trascender y crear (entonces sí) una obra maestra que pervivirá para siempre como es “El secreto de sus ojos”, uno de los grandes thrillers de la historia del cine gracias al aura de romanticismo que impregna cada fotograma para convertirlo en eterno.

Pero este film es mucho más modesto y de aspiraciones más simples, y en ello también triunfa al hablarnos con mucha dulzura de Rafael (Ricardo Darín como un género cinematográfico en sí mismo, actor más divino que humano), un hombre de 43 años que heredó de sus padres, ya ancianos, un restaurante en Buenos Aires y que lucha denodadamente por hacerlo sobrevivir a través de una vida estresante. Es por ello que tiene descuidada a su joven pareja Naty (portentosamente bellísima y efectiva Natalia Verbeke) y a su hija preadolescente nacida de su fracasado matrimonio.

Como tantos que vivimos enfrascados en nuestros problemas diarios sin darnos cuenta de lo realmente importante, no ha tenido tiempo o ganas de darse cuenta de que sus padres ya son ancianos. Parece olvidar que su madre (magnífica Norma Aleandro), ingresada en una residencia con Alzheimer, está desapareciendo tras sus recuerdos y que su padre (magistral Héctor Alterio) sigue perdidamente enamorado de ella 44 años después y quiere concederle un último capricho, la boda que nunca tuvieron.

El guión de Fernando Castets y el propio Campanella sabe muy bien las cartas que juega y arma una emotiva historia con la que resulta difícil no emocionarse, gracias a una funcional y discreta dirección que no aporta ni estorba, a una fotografía naturalista de Daniel Shulman y, sobre todo, a una dulce y reconocible partitura musical de Ángel Illaramendi.

Tan sólo dos peros que alegar al respecto de esta muy buena película: un metraje de 124 minutos innecesarios para la historia que relata y el personaje presuntamente cómico que interpreta el excesivo Eduardo Blanco y que resulta increíble y cargante en algunas escenas del film.
Sergio Berbel
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10
7 de febrero de 2024
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El musical que marcó mi vida como ningún otro. En 1973, en la efervescencia del Nuevo Hollywood, el mejor momento de la historia del cine donde todo era posible, hubo una confluencia sideral entre una libertad cinematográfica absoluta sin límites y cortapisas que permitió a Norman Jewison dinamitar todas las estructuras de la narración fílmica y del género musical; y el momento histórico en el que se encumbra la mejor ópera rock de la historia compuesta por Andrew Lloyd Webber con letras de Tim Rice. Lo demás, es historia del cine.

El camino que siguió “Jesucristo Superstar” fue bastante inhabitual. A diferencia de lo que el público cree, el musical de Broadway no fue lo primigenio en esta historia. Como fue rechazado como tal inicialmente, sus creadores decidieron utilizar otra vía para forzar el conocimiento de una valiente ópera rock que versara sobre el aspecto humano de Jesús de Nazaret. Vio la luz inicialmente como un disco conceptual que, causó tal conmoción musical, que terminó finalmente convirtiéndose en uno de los más exitosos productos de los escenarios de Broadway. El salto al cine sólo era cuestión de tiempo dado que todo el público levitaba con la calidad de la propuesta.

Fue Norman Jewison quien decidió filmar un film sin un solo diálogo, sólo conteniendo las canciones de la obra. Y, dado que no contaba con el enorme presupuesto que la magnitud de la historia requería, decidió hacer de la necesidad virtud y pasar a la historia del cine con una puesta en escena totalmente metafórica y conceptual. Sin decorados, rodada íntegramente en ardientes escenarios naturales ubicados en el israelí desierto del Néguev y repleta de detalles portentosamente anacrónicos (desde ametralladoras hasta tanques o aviones, pasando por un vestuario hippie de todos sus miembros), la película principia con el descenso de un autobús de todo el elenco actoral de la obra, que la representará en ese paisaje desolado en mitad de ninguna parte y cubiertos de sudor por sus temperaturas extremas. El resultado no puede recibir otro calificativo que no sea el de magistral. Sólo en el libre cine de los 70 pudo ocurrir algo así.

La historia se centra en tres personajes: un Jesús de Nazaret (portentoso trabajo de Ted Neeley) más humano y creíble que nunca, un Judas (magistral musical e interpretativamente Carl Anderson) que protagoniza el film como la conciencia revolucionaria y política del grupo de apóstoles y una María Magdalena (diosa Yvonne Elliman) enamorada de Jesucristo que, para mí, sin la menor duda, es lo mejor de la película planteando esa relación humana entre Jesús y María Magdalena de una forma emocionante.

Una ópera rock maravillosamente hippie de principio a fin, un producto cultural sólo posible en los 70 que sigue enamorando y lo seguirá haciendo de por vida por unas canciones que nacieron eternas y con evidentes connotaciones políticas, dado que los temas que copan todo el metraje de la película no se cortan en formular el imposible equilibrio entre el reinado de Herodes, el fanatismo nacionalista y religioso de Caifás y Anás y la equidistancia calculada de Pilatos que sólo podían propiciar la muerte del inocente.
Sergio Berbel
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