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España España · Barcelona
Críticas de Juan Poz
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Críticas 41
Críticas ordenadas por utilidad
6
14 de enero de 2017
30 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me temo que me van a dar de tortas anticríticas hasta en el carnet de internetidad, pero La La Land es, para quien lleva el musical en la sangre cinéfila desde hace cincuenta años, un auténtico refrito sin inspiración, lleno de clichés, con un nulo sentido de la filmación del “número”, despreciando la breve narración que exige la filmación de cada uno de ellos, y, a veces, con una puesta en escena que parece anular incluso el desarrollo del número, como ocurre en el de la casa que comparte la protagonista con sus amigas. Hay muy buenas canciones -Start a fire es magnífica-, y, excepto de Lovely Night Dance, quizás el mejor número de la película, de casi ninguna de ellas sale un número que pueda quedar en el recuerdo, como, preceptivamente, para que la película pueda formar parte de lo mejor del género, ha de suceder. De hecho, la extraordinaria City of lights no pasa de ser una pieza a la que no se le saca el partido que permite, a pesar de su pegadiza emotividad. A mi entender, Chazelle no ha acabado de captar algunas leyes básicas del género y se ha quedado a medio camino entre una historia tópica de aspirantes a triunfadores, de perseguidores del gran sueño americano del éxito, aquí “perpetrado”, en el caso de ella, con algo más que con el recurso deus ex machina; en el de él, más congruente con la renuncia temporal a “su sueño” a modo de inversión para poder conseguirlo más adelante. La historia es tan endeble que ni Gosling ni Stone saben nunca ni qué cara poner ni siquiera cómo dotar de cierta verosimilitud a unos personajes tan acartonados y tópicos que apenas, cuando llegan las fases dramáticas de su desencuentro, saben por qué actúan como lo hacen, salvo porque, como en las viejas películas del “destape”, “lo exige el guion”. No acaban de conseguir funcionar como pareja, no hay, digámoslo tópicamente, para estar a la altura de la película, la química imprescindible que enamore a los espectadores, que les haga seguir sus lances vitales con la emoción con que el guion pretende que los sigamos. No me gusta autocitarme, pero quien quiera saber exactamente qué significa el musical para mí, haría bien en leer esta crítica de tres clásicos del género, http://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com.es/2016/12/sombrero-de-copa-amanda-y-bodas-reales.html, donde resumo brevemente algunas de sus características esenciales que La La Land incumple, a mi modesto entender, flagrantemente. Quien tiene en la memoria títulos como Pennies from Heaven o la mismísima Singing in the rain, por no hablar de la maravilla de maravillas que es Los paraguas de Cherburgo, por ejemplo, difícilmente puede salir de ver La La Land sin una sensación de frustración, de “no es esto, no es esto”, que lo acompaña en la digestión difícil de tantas esperanzas como había puesto en este estreno. Decir, por ejemplo, que a la película le falta la “magia” del género, esa sensación que el espectador tiene de “necesitar” levantarse de la butaca y arrancarse a bailar, dejándose llevar por una coreografía que se crea con la instantaneidad de la inspiración que le transmite la música que oye, puede ser malentendido, pero en mi caso particular de veterano amante del género es “la piedra de toque” definitiva para saber si estoy ante un verdadero musical, ante una burda imitación o ante una desangelada recreación. No hace mucho vi Oklahoma, uno de esos clásicos que, ¡afortunadamente!, aún no había visto, y puedo decir que toda La La Land no se acerca ni siquiera mínimamente al número de la ensoñación de la protagonista, Out of my dream, una de las cumbres del género, sin duda. He de añadir, porque si no lo hago reviento, una circunstancia personal que puede haber enturbiado mi percepción de la película, pero de ningún modo embotado mi sentido crítico, hubo un momento -¡maldito momento!- en que sobre el rostro de Emma Stone se me calcó el del último Michael Jackson, y apenas hubo ya escena en que esa terrible fusión no me arruinara la función. Me fue imposible, a pesar de mis esfuerzos, apartarme de esa identificación que en modo alguno le hace justicia a una actriz tan estupenda y hermosa. La película está llena de aciertos visuales, porque Chazelle tiene un fantástico sentido de la puesta en escena y ha sabido mover a sus personajes en secuencias llenas de inspiración estilística, como la de la continuación de la película Rebelde sin causa, que se malogra en el viejo cine de reestrenos donde la ven los protagonistas, y que se “consuma”, por así decirlo, en el Observatorio Griffith real, donde se rodó la escena de la lucha de James Dean. En él Chazelle le saca un excelente partido al edificio y logra una secuencia muy inspirada, aunque la coreografía sin gravedad no consiga ni sorprender ni emocionar, por cierto. Pero, lamentablemente, eso es algo común a muchos números de la película, como la de los desaprovechados escenarios teatrales de la ribera del Sena, por ejemplo.
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Juan Poz
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6
27 de diciembre de 2019
14 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine español trató de adaptar los códigos narrativos del cine negro desde bien poco después el final de la Guerra Civil, así que el país comenzó a despertar, poco a poco, de tan trágico suceso. Las películas policiacas barcelonesas, muchas y muy buenas, en la década de los 50 están presentes en la cuidada realización de esta versión de una novela de Mario Lacruz, El inocente, cuyo guion escribieron al alimón él y Forn. La sinfonía de puntos de vista que es la novela, amén de los flash back que la estructuran, exigen del espectador una visión atenta para no perder el hilo de una trama que sigue en lo esencial, los pasos del hijo cuyo padre adoptivo es encontrado muerto en su casa, presumiblemente asesinado.
La acción se inicia en Sitges, donde la policía encuentra al hijo del fallecido, aunque los espectadores aún no sabemos nada del caso, en un hotel, completamente desorientado, como viviendo en una nube, pálido y sin saber ni qué le ocurre ni casi quién es y mucho menos dónde está. En el fantástico trayecto a través de las cuestas del Garraf, con planos espectaculares del coche bordeando los mojones que previenen de despeñarse por los riscos de esa carretera trazada prácticamente sobre el mar, el detenido sufre la tentación de abrir la portezuela del coche de policía y lanzarse al vacío. Lo que hace, sin embargo, es, tras llegar a Barcelona, aprovechar la parada en un semáforo para abrir la puerta y escaparse del policía que, antiguo futbolista, no puede alcanzar al huido por culpa de una lesión que le impide correr, y que sus superiores ignoraban que padeciera.
A partir de ese momento, se inicia la larga huida del sospechoso de asesinato, un Antonio Vilar -actor portugués que desarrolló una prolífica carrera en España, y a quien ya vi en La calle sin sol, de Rafael Gil, un drama social ambientado en el Raval de Barcelona, una película espléndida- ajustadísimo a un papel bien curioso, porque, como confesaría Lacruz en su momento, debido a la censura de la época, la acción y los personajes, con nombres extravagantes, buscaban descontextualizar una obra en la que, sin embargo, había referencias sociales inequívocas y que en la presente película han desaparecido, como la de los maquis, por ejemplo.
El protagonista está convencido de su inocencia, pero no descarta que pueda ser también culpable y que padezca una amnesia que le impida recordar las circunstancias del asesinato que bien podría haber cometido, por las malas relaciones que tenía con su padre, quien lo visitó para pedirle mucho dinero.
Hay, en la película una insinuación evidente de una relación incestuosa entre los hermanastros, porque la hermanastra enseguida se apresura a tratar de ayudarlo, como ya hizo otras veces, como cuando fue expulsado del colegio, lo cual nos pone en antecedentes de un hijo conflictivo que choca, sin embargo, con el presente del personaje. Ese presente desorientado, como si el protagonista viviera fuera de la realidad, lo asocian los críticos, al parecer, con la confusión y la angustia vital del existencialismo entonces dominante, como corriente filosófica en el continente.
A esta trama familiar ha de sumarse la aparición de un José María Rodero, siempre eficacísimo, que interpreta al inspector de la agencia de seguros que ha de pagar a la familia una póliza de vida bien cuantiosa, excepto que él sea capaz de «descubrir» que, frente a lo que parece presentarse como una muerte accidental, lo que en realidad ha habido es un asesinato. No tardaremos en descubrir que su interés viene alentado por el deseo de hacer méritos para ser destinado a la central suiza de la firma, razón por la que…, mejor lo dejo aquí, para no multiplicar las pistas, algo de lo que la película se encarga con profusión.
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Juan Poz
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7
19 de enero de 2017
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
La obra comienza presentándonos a un director de cine, apellidado Godard, que vive en un hotel y a quien, al salir, un botones de origen italiano (la acción transcurre en varias localidades de Suiza) acosa para que tenga relaciones sexuales con él, “¡deme por culo, señor Godard!”, le suplica con una pasión que desconcierta al protagonista, quien no puede impedir que el fogoso empleado del hotel introduzca la cabeza en el coche y lo bese con ardiente deseo. A partir de ahí, la historia se centrará en la imposibilidad del protagonista de cuajar una relación estable con su pareja y la dificultad de relación obvia que tiene con su exmujer y su hija adolescente. De forma paralela, se nos cuenta la historia de una prostituta que acabará instalándose en el piso que deja libre la pareja rota del protagonista y su enamorada, quien decide dejarlo todo, el trabajo en la televisión, y marcharse al campo para replantearse su vida. El protagonismo va derivando suavemente del director a la prostituta, cuyas aventuras se nos muestran con una fría sordidez que pone de relieve la vivencia mecánica y aburrida del deseo sexual o de su ausencia, mejor dicho, porque las aventuras sexuales de la protagonista se centran más en la ficción del sexo que en su práctica placentera, como es el caso del cuarteto que se nos ofrece en un hotel de, como le dice el empleador, cualquier lugar del mundo: “vas, estás dos noches y vuelves”, y cobra. La película está concebida casi como un collage y es muy frecuente el uso de recursos como la cámara lenta, para la relación entre las personas, encuentros, despedidas, besos…, como para el retrato del paisaje, momento en que se consigue una suerte de textura impresionista, con los trazos desvaídos, muy sugerente. El protagonista lee, frente a unos alumnos, un texto de carácter autobiográfico que puede adjudicársele, perfectamente, al propio director, Jean-Luc Godard: “Dirijo, porque no tengo el valor para no hacer nada”. La imposibilidad de entregarse a la pereza virtuosa es, pues, el origen de una obra en permanente evolución y transformación, como es la de Godard, siempre atento a la experimentación y jamás complacido con los hallazgos, siempre dispuesto a explorar un lenguaje, el de las imágenes, mediante el que hacernos llegar una visión del mundo contemporáneo en el que, hablamos ahora de los años 80, aún lejana la crisis primera del 87, la vida burguesa se manifestaba con toda la seguridad e hipocresía propia de un reinado pronto a caducar, al menos en los términos de seguridad y confianza en el futuro que se exhibe en la cinta. No hay, en la narración, una fluidez basada en transiciones que aspiren a enlazar las diferentes historias, sino cortes secos que nos llevan de unas a otras con esa gélida desesperanza con que el protagonista afronta su fracaso amoroso, que acaba convirtiéndose en fracaso vital, porque su muerte y la glacial respuesta de su ex: “déjalo, no es asunto nuestro”, ante la leve inquietud de la hija, que no sabe si acudir a socorrerlo, ponen un punto final estremecedor a la película. La película está dividida en cuatro capítulos, al modo de una composición musical, una sonata, algo que se confirma con la irrupción de la orquesta en la última secuencia, corporeizando la banda sonora a través de un travelín de la hija y la madre, entre las que se fragua una disensión que hace prever un inmediato desencuentro. La visión de la ciudad, de los edificios, del tráfico, de la agitación comercial, como el plano fijo de una avenida comercial que sirve de contrapunto a un encuentro de la prostituta, una excepcional Isabelle Huppert, cuyo personaje se llama como ella, Isabelle, acaso para reforzar, en el plano de la actuación, una identificación morbosa con su personaje, algo que ha condicionado, sin duda, su carrera como actriz, a juzgar por los personajes que le han ido encargando a lo largo de su vida, aunque en una carrera tan prolífica como la suya ha tenido tiempo para interpretar todas las personalidades imaginables. No olvidemos que la escritora que es pareja de Paul Godard, un Jacques Dutronc algo estrafalario y casi grotesco, se apellida Rimbaud…, es decir, que hay un sutil juego de identidades cambiadas con el que Jean-Luc Godard ha querido explorar los límites de la identidad, aunque acotando su investigación a la difícil vivencia de la sexualidad y a la casi imposible del amor. Se desprende de la película una frialdad como de moneda, o de contaminación; pero en modo alguno el espectador deja de tener interés en el destino casi burocrático de esos tristes personajes. La película tiene algo como de epílogo resignado de las infantiles andanadas anticapitalistas de películas combativas suyas de los años 60 y 70, como si hubiera querido recrearse en la derrota de la Revolución, como se insinúa sutilmente en la película al constatar que Fidel Castro seguía en el poder porque para ambas potencias era algo así como las tablas de la partida de ajedrez, aunque ello implicara la imposibilidad de desarrollarse materialmente y la obligación estratégica de vivir en la pobreza. Pues eso.
Juan Poz
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8
22 de enero de 2017
8 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ayer estrenaba televisión y, por puro azar, tras programar el aparato, recalé en La noche del cine español, ignorando qué película se había programado para esa noche. Al ver en los títulos de crédito que era una película de Rafael Gil, me acomodé en el sofá y me dispuse a darle el crédito que se había ganado con las tres películas que en este mismo ciclo ya he visto: La guerra de Dios, La Calle sin sol y Camarote de lujo, tres películas que bastan para acreditar una excelencia realizadora que Murió hace quince años ha acabado de remachar. Es cierto que Gil ha dirigido, sobre todo hacia el final de su carrera, bodrios infumables, pero las películas citadas, y supongo que otras muchas de su extensísima carrera, son prueba irrefutable de que no se trata de un director adocenado o “artesano” -que es calificación que sube un grado en la jerarquía respecto del realizador que trabaja “de encargo”-, sino de un creador al que ha de concedérsele el valor que indudablemente tiene en la Historia del cine español. Murió hace quince años es un thriller político-policial bastante atrevido para la época, porque, más allá de la impecable división entre patriotas y revolucionarios sanguinarios, bandos que se ajustaban a la realidad propagandística del Régimen de forma impecable, tanto los “peligrosos” agentes comunistas infiltrados en España para trabajar en pos de la Revolución, como los abnegados policías del Régimen, están vistos desde una óptica narrativa bastante respetuosa para con la coherencia del discurso de cada cual, aunque es evidente el sesgo patriótico desde el que se plantea la acción dramática, algo más que curiosa. Ciertas debilidades del guion llaman la atención, como que el hijo de un alto mando franquista haya acabado viajando a Rusia, cuando, supuestamente, todos esos niños eran hijos de republicanos que temieron por sus vidas y decidieron dar el paso traumático de llevarlos a la “gran patria del comunismo mundial”. Las escenas de la educación del protagonista, de la formación como “agente” operativo de la Revolución, dispuesto a intervenir allá donde se den las “condiciones objetivas” para propiciar revueltas contra el sistema capitalista, constituirían una cierta novedad en las pantallas españolas de la época, porque la adhesión del protagonista al ideal revolucionario por el que lucha sabe Paco Rabal transmitirlo a la perfección. Hay algo en él de “agente programado”, casi de cíborg, que será puesto en una situación límite que devendrá el núcleo dramático del conflicto sentimental que lo pondrá a prueba: infiltrarse en su hogar, como niño que vuelve del infierno para ganarse el cielo del Régimen, y hacer el papel de agente doble: ganarse la confianza de su padre y sus superiores, traicionando, para ello, a otros agentes, y, después, espiar a su padre para alertar a sus superiores de Moscú sobre lo que el Régimen conoce de sus agentes en España. El papel de agente doble, del que las dos fuerzas acaban desconfiando, lo saca adelante Rabal con una convicción total, por más que, en el desarrollo de la trama, poco a poco vayan calando en él viejas emociones de cuando fue niño, emociones que rechaza con la seguridad de quien comulga con los valores inculcados durante su periodo de adoctrinamiento. Solo al final, cuando sus superiores lo ponen ante la prueba definitiva, llevar a su padre a una emboscada de la que no saldrá con vida, el personaje recobrará la fibra moral de la redención a través de la “llamada de la sangre”, podríamos decir, sin pecar de efectistas, porque es el momento en el que, como una anagnórisis diferida a lo largo de toda la historia, el protagonista alerta a su padre llamándolo por vez primera con ese nombre que sale de su garganta como un grito de arrepentimiento y de celebración: ¡Padre!, le grita cuando quiere evitar que, en un recorrido nocturno y solitario por las calles de Madrid, con unos planos que recuerdan en todo momento El tercer hombre y con un juego de sombras en los muros casi de carácter expresionista, el padre se meta en la cobarde trampa que él ha urdido. La puesta en escena de ese final de cine negro de muchos quilates no es la única que permite apreciar los sólidos valores cinematográficos de esta cinta de Gil, porque la persecución en El Escorial de un revolucionario al que traiciona el hijo para congraciarse con las autoridades es, así mismo, modélica. De igual manera, el encuentro del protagonista, en un escenario que parece de extrarradio, con un agente a quien también liquida, con el mismo propósito, está filmado con una estética del mejor cine negro, del que esta película, y así debe de ser vista, es un magnífico ejemplo. Está claro que el conflicto entre política y sentimientos lo ganan los segundos, en un final como corresponde al lugar y a la época en que se rueda la película, pero no es menos cierto que durante la mayor parte del metraje el tenso doble juego del protagonista sabe mantener en vilo la atención de los espectadores y en total incertidumbre hacia qué platillo de la balanza acabarán decantándose los acontecimientos.
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Juan Poz
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9
22 de enero de 2017
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vaya por delante que pretendía hacer un programa crítico doble con la sesión doble de Hacia la felicidad y La vergüenza, que aún estoy viendo. Sin embargo, apenas acabé de ver Hacia la felicidad me dije que sería casi un insulto diluirla críticamente junto a La vergüenza, mucho más conocida y alabada que esta película de juventud de Bergman, rodada en 1950, es decir, 18 años hay entre ambas, porque La vergüenza, con dos actores emblemáticos de Bergman Max von Sydow y Liv Ullmann, fue rodado en 1968. Estéticamente, sin embargo, hay una continuidad clara entre ambas, porque la composición del plano, el uso del primer plano, a veces del primerísimo, el blanco y negro contrastado, la profundidad de campo, y los cuidadísimos enfoques, amén de la puesta en escena, sobre todo en interiores, en modo alguno permiten hablar de la pertenencia de ambas películas a “épocas” diferentes del director. Ya hemos comentado con anterioridad otras obras primerizas de Bergman y si algo destaca en su cine es la sorprendente madurez con que se inició en él. En Hacia la felicidad no es casual que se rinda tributo al gran director del cine sueco, Victor Sjöström, que tiene un destacadísimo papel como, ¡y de qué si no!, director de la orquesta en la que entran a trabajar ambos jóvenes al mismo tiempo, sin que ello tenga que ver con el extraño acercamiento amoroso que ambos viven. Y digo extraño porque parecen constituir una pareja muy renuente a formarse como tal, y en la que la insatisfacción de quien se cree poco menos que un genio del violín contrasta con la humildad de quien se reconoce, ella, artesana de un oficio milenario, sin pretensión ninguna de un protagonismo para el que no se reconoce capacitada. Poco a poco, sin embargo, a partir de una fiesta en la que él hace el ridículo de un modo espantoso, liberando su oculta personalidad mediante la ingesta de alcohol, se va anudando entre ambos jóvenes una relación que ella va empujando, sutilmente, hacia el matrimonio, primero, y hacia una paternidad que el rechaza radicalmente después, máxime cuando tarda más de tres meses en enterarse para impedir la posibilidad de abortar, algo que ella ya había hecho en su primer matrimonio. Decidida a tener la criatura -al final tiene gemelos-, la relación se enfría entre ambos y comienza una época de distanciamiento que coincide, por un lado, con su debut como violinista solista, y, tras su fracaso como tal -y la escena de ese fracaso, que se vive desde la perspectiva de ella, arreglada como para asistir a un baile de gala, en una sala superior de la sala de conciertos, desde la que ve, en picado, el fracaso de su marido, con una aventura extramatrimonial en el círculo perverso del matrimonio de un viejo tolerante con una esposa joven, aquejada de una cierta ninfomanía comprensible. En esa casa que frecuenta regularmente acabará encontrándose con un compañero de profesión que cortejó a su mujer hasta que esta comenzó a sugerirle la idea del matrimonio, momento en que él prefirió dar un paso atrás. El desdichado violinista, a quien le cuesta dios y ayuda reconocer su escasa valía, la cual ve como una maldición del destino que se ceba en su carácter de soñador poco dado al duro trabajo, atraviesa algún momento de felicidad resignada, bajo la égida del director de orquesta, que se convierte en testigo de la boda de ambos y en protector de la familia, el mismo que, frente a la acusación de “fracasado” que le lanza el violinista, responde con que los zánganos son más que necesarios para la existencia del panal, y él, el violinista haría bien en reconocer sus limitaciones y alegrarse de contribuir, con los demás, a la magia del hecho musical, de la perfecta armonía de instrumentos tan distintos. El deterioro de la vida matrimonial de los protagonistas, cuando ella sabe de su aventura sexual, está filmado con una tensión neorrealista que no excluye el uso de la violencia machista en una escena de espectacular dramatismo que conduce a la separación de facto de ambos. A partir de ese momento, cuando el marido complaciente de su amante está agonizando y le dice, en nota manuscrita, porque un ictus le impide hablar, que no se deje atrapar, se inicia una reconciliación con tanto poder lírico -ella, inquieta como una novia primeriza, cuando va a recibir en la estación a su marido después de un largo tiempo de separación; él, tumbado en el banco corrido del tren, recreando los poderosos atractivos de con quien fue feliz y le deparó un profundo placer- como dramática va a ser la conclusión de ese breve periodo en sus vidas, porque, nada revelo, puesto que la película se estructura como un flashback tras recibir el violinista, en un ensayo, la noticia de la muerte de su esposa, esta y su hija mueren por la explosión de una estufa de queroseno. Por cierto, el momento en que se le requiere que vuelva a su domicilio para ser puesto al corriente del trágico suceso, la cámara se acerca lentamente al auricular del teléfono que el protagonista ha dejado en la repisa de la cabina telefónica y, a través de un primer plano del auricular descolgado, se escucha el sollozo de la persona con quien el protagonista ha hablado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Juan Poz
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